Capítulo 28

Al final vomité y mi malestar dejó una celebración de Año Nuevo a medias. No pude comer ni beber nada, tampoco fui buena compañía, y apenas dieron las doce me excusé para recostarme.

Al día siguiente mi mamá se debatía en si debíamos visitar a sus padres o no. Cada año sorteaban las visitas porque algunos debían cumplir con sus familias políticas; se repartía la Navidad y Año Nuevo para que nadie se ofendiera. Mi idea de quedar solo en casa no fue aceptada.

—Pudo haber sido el calor —intentaba adivinar mi mamá—, ¿estás seguro que no comiste algo en mal estado en tu trabajo?

Desde el otro lado de la mesa miraba con sospecha el desayuno que no tocaba, buscando la explicación de mi malestar, preocupada porque no era algo habitual en mí. Su atención me molestaba y si nos quedábamos en casa, estaría así todo el día, no dejaría que me lamentara en paz.

—Vamos a casa de los abuelos —dije sin ánimos.

—No te preocupes por ellos, van a entenderlo.

Agustina observaba la conversación, ansiosa por saber si iríamos o no.

—El aire fresco me va a hacer bien.

Mis palabras no la convencían, ni mi voz apagada, ni mi expresión lastimosa.

Después de dudar y preguntar varias veces si estaba seguro, se decidió que iríamos. No me sentía cómodo con la reunión familiar pero no tenía un mejor plan. La angustia no me abandonaba y todo tipo de pensamientos se agolpaban en mi cabeza. El futuro que me esperaba no era diferente al que tenía planeado, con una vida oculta, como un eterno soltero. Pero algo había cambiado y los ojos se me humedecían al saber que tendría que sonreír frente a mi mamá como si no me afectara que pensara que los gays eran unos depravados a los cuales era mejor mantener lejos. Y la pregunta de Valentín se colaba en mi mente sumándome cuestiones. Si me vieran con él, incluso siendo solo amigos, escucharía más y peores juicios que los que ya había escuchado. Y sabía lo que pasaría, hacia donde voltearía. Buscaría lo que deseaba en ese mismo momento: estar junto a quien me apreciaba y me llenaba de fuerzas.

Todo se sentía frágil, desde el vínculo con mi familia hasta el suelo que pisaba.

Tomamos un taxi hasta la estación de tren, no era sencillo trasladarse un primero de enero y debíamos combinar de esa manera. Me mantuve serio y callado, mirando a la calle, queriendo desaparecer. Mi mamá volteaba a verme preocupaba para preguntar si me sentía bien, si quería agua, si tenía calor. Agustina también me contemplaba atenta, temiendo que quisiera vomitar en pleno viaje. Con su interés hicieron que me sintiera peor y me arrepintiera de estar allí con ellas, obligado a repetir que estaba mejor, forzando una sonrisa que no me salía.

La casa de mis abuelos estaba cerca de la estación de tren, en una ciudad apartada. Un lugar tranquilo, de poco ruido y muchos árboles. Los vecinos se conocían de toda la vida y, aunque las calles estaban desiertas, cruzamos un par que saludaron a mamá, felices de verla allí, cumpliendo en ofrecer buenos deseos para el nuevo año que comenzaba. Mi falta de ánimo era notable y a cada uno se le explicó que no me encontraba bien del estómago. Y cada vez que mi mamá se adelantaba, disculpándose por la impresentable mala cara de su hijo, para aclarar mi supuesta situación, me nacía el deseo de corregirla diciendo que me sentía triste.

Pero estar triste también requería dar explicaciones.

Agustina caminaba en silencio a mi lado, no le gustaba ese lugar al que ella se refería con rechazo como pueblo fantasma. Las radios no sintonizaban las estaciones que le gustaba escuchar, no había tiendas para curiosear, el puesto de diarios vendía pocas revistas, nuestros abuelos no tenían televisión paga y todos la trataban como si tuviera ocho años. Para mi hermana esas visitas equivalían a puro aburrimiento. En mi caso, tendía a disfrutar de los animales que mis abuelos cuidaban y de lo fácil que parecía apartarse del mundo y las personas. Aunque no sería el caso en esa ocasión; una visita breve por una festividad no dejaba muchas chances para desaparecer entre animales o deambular por un barrio silencioso sin compañía.

Mi abuela nos recibió con una gran felicidad y, entre besos y abrazos, se me quedó mirando.

—Se siente un poco mal —se apuró en informar mi mamá—, anoche vomitó.

Mi abuela tomó mi rostro preocupada.

—¿Quieres recostarte y descansar del viaje?

Sí quería, para alejarme de todos, pero no deseaba seguir llamando tanto la atención.

—Estoy bien, me siento mejor.

La seguimos dentro de la casa.

—También vinieron tus hermanos. Hace tiempo que no estábamos todos juntos —le contó a mi mamá.

Mi tía Claudia, su hermana mayor, y mi tío Guillermo, su hermano menor, rara vez lograban coordinar las visitas para que los tres hermanos coincidieran en fecha.

—Necesito el baño —soltó con urgencia Agustina.

Sin dejar su mochila, se apuró en ir al cuarto de baño, distrayéndome de lo que había dicho nuestra abuela y su implicación. Continuamos hasta la cocina-comedor donde el resto de la familia se reunía, hablando, riendo, compartiendo historias, debatiendo, poniéndose al día; el televisor se sumaba al ruido con un programa de cocina de un canal local y mis dos primos pequeños recibían amenazas de mi tío por pelear. En un espacio que se me hizo excesivamente pequeño para tantas personas, Ulises era parte del grupo. Enseguida volteó a verme y esquivé su mirada, pero tuve que saludarlo junto con el resto, con un apretón de manos, como se saluda la gente que no se conoce ni se tiene confianza. Pero un apretón de manos que se extendió un segundo más de lo necesario que dejaba mucho a la interpretación. Podía ser una manera de transmitir respeto, aprecio, reconocimiento, preocupación, cariño, agradecimiento o disculpas. Con un rostro inmutable, desempeñando su papel a la perfección, era imposible saberlo con precisión.

Me senté en el lugar más alejado de la mesa, en el extremo y del mismo lado, para que fuera difícil cruzar alguna mirada accidental.

—¡Por fin podemos poner esto en el horno! —celebró mi abuelo levantando una bandeja con un enorme pedazo de carne.

Unas manos en mis hombros me hicieron saltar.

—No te preocupes —susurró mi abuela—, voy a prepararte algo aparte para ti.

—No hace falta —respondí en voz baja.

No me escuchó, o me escuchó y me ignoró, lo que era más probable, y se alejó dándome una palmadita.

Rodeado de mi familia, alegre y ruidosa, me ahogaba una sensación de desolación. La presencia de Ulises lo agravaba. Él compartía mi secreto pero su vida se encaminaba hacia el lado opuesto. Lo conocía y a la vez ya éramos extraños, mi mundo y el suyo no podían mezclarse. Si alguien dijera frente a él que los gays eran depravados, se limitaría a asentir para mantener el acto que lo protegía. La sola idea comenzó a asustarme.

Unas exclamaciones de sorpresa me sacaron de mis pensamientos, el nombre de mi hermana fue mencionado, y al darme vuelta la vi en la puerta con el bendito vestido negro, el cabello recogido y maquillada. No necesité verle la cara a mi mamá para saber que estaría horrorizada, ni quise, me limité a contemplar a Agustina a quien no le importaba el infierno que pudiera desatar su osadía. Sonreía con aires de grandeza y sonreí con ella. Un pequeño consuelo. Mi hermana haría todo lo que yo no podía, se pelearía, enojaría, reprocharía, y, sin importar cuanto le doliera a mamá, no escucharía sus lamentos, su vida los atropellaría sin culpas.

—¿Quién es esta señorita? —bromeó mi tío.

Los halagos llegaron de a montones y a mi lado mamá guardaba silencio, traicionada por su hija y por el resto de la familia que no tenía la sensibilidad para no referirse a Agustina como una mujer cuando, a sus ojos, todavía era una niña.

La conversación se centró en ella, como si de repente tuvieran una persona nueva en la familia que no conocían. Lo que era cierto en parte, al quedar relegada a "niña" no tenía voz ni opinión, tampoco se la integraba a las conversaciones. Pero ese día fue diferente y la escuchamos contar que le gustaría trabajar y estudiar para ser peluquera. Algo que fue una novedad para nosotros. Mi hermana sonaba resuelta, segura y, por sobre todas las cosas, contenta.

Pero su momento de gloria y mi respiro de la realidad se vieron interrumpidos por mi abuela.

—En cualquier momento nos trae un novio.

Su comentario solo buscaba resaltar el crecimiento de mi hermana y el paso del tiempo pero sirvió para que mi abuelo recordara un detalle que no podía dejar pasar en semejante situación.

—Primero nos tiene que traer una novia el hermano.

Mi tía, con una sonrisa, se sumó al planteo.

—¿Para cuando la novia?

Todos me miraron, menos Ulises que se distrajo con una servilleta.

Las palabras de mi madre volvieron a golpearme dejándome aturdido, ellos no pensarían muy diferente. Mi incapacidad para producir una palabra fue tomada con gracia.

—¿Tan tontas son las chicas de ahora? —cuestionó con una risa mi abuelo.

—¿Cómo que tontas? —se escandalizó mi prima Lurdes en nombre de todas las chicas del mundo.

—Un chico inteligente va a buscar una chica inteligente —aclaró mi abuelo.

Todos rieron, menos mi prima que quedó inconforme con la respuesta y Ulises que se ocupó de murmurarle algo para aliviar su enojo.

La conversación se desvió a Lurdes y su casamiento. Mi abuelo llenó de preguntas a Ulises sobre su trabajo y su familia, interrogatorio que su futura esposa y futura suegra intentaban detener para que no pasara un mal momento, mientras que su futuro suegro parecía disfrutar del acoso. Mis otros tíos apenas prestaban atención a lo que ocurría por insistir en controlar a sus dos hijos pequeños.

—¿Cómo estás del estómago? —susurraba mi mamá a mi lado—. Estás pálido.

—Estoy bien.

Al momento del almuerzo, mi abuela me sirvió unas verduras hervidas que se ganaron la lástima de todos. Comí pequeños bocados a la fuerza para dar la imagen de sentirme tan bien como aseguraba, con la vista clavada en el plato para no hacer contacto visual con ningún familiar que tuviera ganas de conversar.

Después del almuerzo, escapé de la sobremesa. Mi familia dedicaría otro buen rato a charlas que no soportaría seguir oyendo. Salí al patio trasero para ser recibido por dos perros que me siguieron hasta el fondo de la propiedad sin dejar de mover sus colas, allí mi abuela mantenía sus gallinas. Busqué una sombra y me senté en suelo frente al corral, con los perros dando vueltas a mi alrededor, a mirarlas ir y venir, picoteando el suelo. Luego de un rato, los perros se echaron a mi lado. Ambos eran de raza Collie, una parejita de siete años llamada Abril y Julio, bautizados por mi abuelo que creía que era muy gracioso y original. En mis visitas solían seguirme cada vez que salía a pasear por el barrio. Ese día me acompañaron bajo la sombra, atentos a cada ruido, recibiendo caricias y durmiendo de a ratos.

La soledad me duró poco tiempo, a mis primos los dejaron en libertad para que jugaran afuera. Corrieron y gritaron, pelearon entre ellos, alteraron a los perros y gritaron un poco más. Sus padres salieron para calmarlos y el resto los siguió para estirar las piernas. Mi abuelo hablaba orgulloso sobre las gallinas y la cantidad de huevos que producían. Mi abuela contaba sobre las calabazas que esperaba cosechar en otoño, prometiéndolas como regalo. Todas las charlas se trasladaron al patio y sentí que las fuerzas para tolerarlo se me acababan. Mientras ellos siguieran esperando una novia y yo siguiera dando a entender que algún día presentaría una, todo sería falso: mis palabras, mis gestos, mis sonrisas, mi persona, mi vínculo con cada uno de ellos.

Mentir no tenía sentido. Ahorrarles el disgusto no haría que mi angustia desapareciera.

***

El regreso a casa fue penoso. Tanto Agustina como yo notábamos el enojo de mamá pero ninguno decía nada. Sabíamos que era a causa del vestido y que en cuanto llegáramos haría el escándalo que no se permitió frente al resto de la familia. Ese silencio rencoroso hizo que mi amargura empeorara. Si no podía ser flexible con un vestido, yo no tenía ninguna esperanza.

Apenas cruzamos la puerta, empezó el drama.

—No puedo creer la vergüenza que nos hiciste pasar —le reclamó a mi hermana.

Ese "nos" me alarmó. Miré a Agustina pero ella no necesitó ninguna aclaración de mi parte.

—A todos les gustó, solo a ti te molesta —contestó refunfuñando.

Y como si discutir con mamá fuera una causa perdida, se encaminó a su cuarto. O intentó. Mamá se interpuso furiosa por la actitud que recibía.

—Quieres ser tratada como adulta pero lo único que sabes hacer es faltar el respeto.

—¿Y tú no?

Incluso yo quedé asombrado con su réplica. Mamá tardó un momento en reaccionar.

—Dame ese vestido y todo el maquillaje. Y ni sueñes que vas a salir de la casa en todo el verano.

—Entonces ni sueñes que voy a pisar la tienda, te arreglas sola.

Ninguno esperó la bofetada que le dio. Nunca había sucedido algo como eso, sin importar cuanto la hiciera rabiar, mamá no actuaba de esa forma. Sin pensarlo, corrí para ponerme al lado de Agustina y alejarla de ella.

—¡No hizo nada malo! —hablé por primera vez, enfurecido por el golpe.

Agustina se agarró de mi brazo.

—No te metas en algo que no entiendes —pidió descartando lo que pudiera pensar o sentir con respecto a lo sucedido.

—Entiendo que no hizo nada malo —insistí alterado y enardecido—. Si le quitas algo, yo voy a comprárselo de nuevo, tampoco va a quedarse encerrada, no es tu mascota.

La rebeldía no era una de mis características pero la decepción y el dolor que cargaba me llevaron a reaccionar de esa manera, a querer justicia aunque se tratara de la causa de mi hermana y no la mía. No quería que creyera que siempre tenía razón, que su manera de pensar era la única correcta, que nuestras vidas solo podían ocurrir según su parecer.

Mi enfrentamiento la dejó afectada. El hijo ideal no contestaba, no contradecía, ni amenazaba. Dolida, vencida en un dos contra uno, volteó y se retiró a su cuarto.

—No puedo creer que le dijeras eso —susurró Agustina—, nunca te escuché hablarle así.

Ella, con su mejilla colorada, me miraba sorprendida.

Y yo también lo estaba, por mis palabras y por no sentir culpa.

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