Capítulo 27
El 31 de diciembre me tocó trabajar junto con Valentín pero también con Rafael. Eso nos quitaba toda complicidad y debíamos actuar indiferentes para evitar problemas con el líder de la disconformidad. Las separaciones, el trato frío y el aislamiento no me preocupaban, eso ya ocurría en cierta medida, mi temor estaba en la escalada del conflicto unilateral. Debía colaborar con el acto para no agravar una situación que no sabía cómo enfrentar si empeoraba.
Al llegar al videoclub me quedé apartado ante la cantidad de personas que esperaban frente a la puerta, apuradas, contando los minutos para la apertura. Alguien detectó mi presencia a causa de la ropa y varios voltearon con la ilusión de que yo me ocupara de abrir, sin entender por qué me mantenía lejos. Volteé a mirar hacia la calle, ignorándolos, y del otro lado vi a Rafael a punto de cruzar. La guardia frente al local hizo que lo pensara y se quedó junto al semáforo haciendo tiempo. Ese día nos esperaba mucho trabajo.
Un movimiento repentino entre la gente dio el aviso de que Valentín estaba a punto de abrir y me apuré para entrar junto con él. Rafael apareció a mi lado, justo a tiempo para poder ingresar antes que los clientes. Murmuramos unos saludos y apuramos el paso para encender las luces y las computadoras. El laberinto de cintas no tardó en llenarse, el cual tuve que extender para el resto del día. Aprovechando que Valentín y Rafael ocupaban una caja cada uno, ingresé las películas del buzón y las acomodé, me ocupé del televisor que pasaba el estreno de la semana y revisé que nada faltara en nuestro lado del mostrador. La dinámica entre los tres se organizó en automático, sin necesidad de hablar. Ellos cobraban mientras que yo, parado detrás, embolsaba las películas, respondía a las consultas de los clientes y me encargaba de cualquier suceso dentro del video club. Cuando alguno quería ir al baño o tomarse un descanso, ocupaba su caja y la atención no se veía interrumpida. Con ese orden era mucho más sencillo despachar a la gente.
Estando allí, miraba con atención a mis compañeros que trabajaban a la par y, a la vez, ajenos uno del otro. Sin darme cuenta, vigilaba a Rafael esperando o buscando una reacción desagradable de su parte, temiendo descubrir que su rechazo a Valentín no se limitaba a la indiferencia. Pero no era un día común y corriente que sirviera para evaluar interacciones. No hubo tiempo para conversaciones, ni miradas, ni comentarios, ni actitudes, los clientes no lo permitían.
Fui el último en tomarse un descanso, salí a la calle para aliviar la cabeza del ruido que retumbaba en el encierro del videoclub y dejar de escuchar las mismas preguntas que se repetían en la boca de los clientes que buscaban estrenos y llegaban tarde para encontrarlos. La calle también estaba atestada así como la estación de servicio donde comprábamos bebidas y comida. Se me ocurrió comprarle una gaseosa a Valentín para aliviar el calor, dar ánimos y energía, pero Rafael estaba allí. Contemplé las heladeras con puertas de vidrio del local, pensativo, antes de tomar dos latas de Coca-Cola.
Apuré mi regreso y, sin decir nada, las coloqué junto a ellos. Observé a Rafael que se sorprendió con la bebida y enseguida miró de reojo la lata junto a Valentín, contrariado porque ambos recibían la misma consideración por igual. Por su parte, Valentín volteó un momento a verme.
—Gracias.
Un gracias neutro y cuidado para no dar nada que pensar a nuestro compañero, pero mirándome a los ojos para demostrar su honestidad y aprecio.
Rafael también dio las gracias, aunque su gracias sonaba a lamento, infantil y obligado.
La cantidad de clientes no disminuyó a pesar de que circulaban con prisa, las películas retiradas parecían superar a las de Noche Buena, dejando las más viejas y de menor calidad a los rezagados. Y como en Noche Buena, cerramos con llave la puerta a las seis en punto para que el último cliente nos castigara saliendo cerca de las siete. Esa hora nos agotó más que el día completo, la impaciencia porque las personas se fueran, la falta de interés de ellas, los que golpeaban con esperanza la puerta, nos desgastó abruptamente.
Salimos sin limpiar ni ordenar, afuera nos recibió el calor y el escándalo del tránsito. Rafael suspiró cansado y partió sin mirar atrás.
—Feliz año —arrojó a modo de despedida, poco sentido, sin ganas de recibir una respuesta.
Valentín esperó a mi lado, a que yo reaccionara.
—No lo entiendo —murmuré.
—No trates de entenderlo —respondió con calma—, solo ignóralo. Si te preocupas por él vas a terminar amargado.
Su consejo tenía algo de resignación y hablaba de experiencia. No era para menos. Enseguida comenzó a caminar hacia su parada de autobús y lo seguí.
—Será mejor que vayas a tu casa, se te complicará viajar de regreso si me acompañas.
Por las celebraciones, la frecuencia de los autobuses se reduciría obligando a pasar por grandes esperas a los que dependían del transporte público. No me importaba.
—No pudimos hablar en todo el día, ni tener un momento juntos.
Me dedicó una breve mirada de comprensión que me hizo sonreír. Los dos estábamos agotados pero compartir un momento se sentía más como una recompensa que un esfuerzo.
Con nosotros, medio mundo regresaba a su hogar a preparar las celebraciones de Año Nuevo, por lo que la parada del autobús y el viaje en él fue con mucha concurrencia. Viajamos parados y apretados, siendo empujados constantemente, sufriendo un calor asfixiante. Al bajar no reímos del caos, porque estábamos juntos, porque queríamos reír. En la caminata a la esquina de su casa noté el exceso de personas que nos rodeaban, entrando y saliendo de sus hogares, saludándose, yendo y viniendo con las últimas compras para el festejo que esperaba a todos esa noche. Miraba a cada uno de los que pasaban cerca, expectante de si alguno era vecino de Valentín y lo saludaba, curioso por el trato que podría tener con esas personas.
—Jero —llamó Valentín de repente, sin dejar de mirar al frente—, ¿qué pasaría si tu familia te viera conmigo?
Quedé sorprendido por semejante pregunta y tardé en procesarla, intentando comprender de dónde venía o qué la provocaba. Él me miró de reojo y frunció el ceño.
—No pongas esa cara de tragedia. Es solo una pregunta.
—Es que... —tartamudeé.
La pregunta era muy amplia, no sabía a cuáles condiciones se refería: ¿En el trabajo? ¿En la calle? ¿Como amigos? ¿Como algo más? Pero también era una pregunta muy directa y simple.
—¿Nunca lo pensaste?
Él hablaba como si se tratara de una conversación corriente.
—Sí —admití apenado—. De seguro se molestarían y actuarían como esos clientes que te faltan el respeto. Al menos no tengo con qué descartar esa posibilidad.
Al llegar a la esquina de su casa yo seguía angustiado por el tema que él decidió tocar.
—¿Te preocupa mi familia?
Valentín se demoró en responder, luego sonrió con pesar.
—Solamente quería saber si pensabas en eso.
Tomé aire, según mi interpretación, lo que de verdad le preocupaba era otra cosa.
—No importa lo que pase con ellos, no voy a dejar de verte.
Hizo eso que hacía en ocasiones cuando yo decía algo que podía catalogarse de exagerado o intenso o inolvidable: me estudió.
***
Regresé a casa un poco antes de las nueve de la noche. Entré por la tienda donde Agustina atendía a un cliente; llevaba el mismo vestido negro que usó en Noche Buena y tenía cara de no aguantar más estar allí.
—Ni entres a casa —me advirtió.
Me senté en una silla y la miré esperando que se explicara.
—Mamá está enojada porque Aldo no pasa Año Nuevo con nosotros.
Un niño entró y con urgencia le pidió a mi hermana cierta pirotecnia, su padre observaba desde la vereda. Después de despacharlo, Agustina volteó hacia mí.
—Va a quedarse con su novia —terminó de desarrollar.
Aldo no era conocido por su fortuna con las mujeres pero llevaba más de un año saliendo con una a quien le había pintado su casa. A mamá no le agradaba la relación.
Bostecé y tomé una gaseosa de la heladera.
—Es una mezquina —acusó mi hermana.
Sus palabras me dejaron perplejo.
—¿Quién?
—Mamá.
Agustina también tenía ese don del que yo carecía: librar sentencias sobre mamá. A mí me daba culpa juzgarla. Volví a sentarme en la silla.
—No digas eso —pedí con poca convicción, obligado por la conciencia.
Una mujer entró a comprar cigarrillos.
—¿Saliste a festejar con tus compañeros? —preguntó olvidando el asunto de Aldo.
—Más o menos.
Hizo un puchero al escuchar mi respuesta.
—Yo también quiero salir con mis amigas. Odio esta tienda.
Sonreí con compasión, cuando a mí me tocó estar en su lugar también odié la tienda.
Después de la gaseosa fui a saludar a mamá y a ofrecer ayuda en la cocina.
—No hace falta —dijo alterada—, yo puedo sola. Tú ve a descansar que hoy te tocó trabajar —ordenó molesta.
Tomé unas galletas y me senté en la pequeña mesa de la cocina, no había comido nada en todo el día. Después de un rato su humor comenzó a cambiar.
—¿Quieres un sándwich de pollo? —ofreció, más animada y más maternal.
—Está bien.
El sándwich que preparó la distrajo de su mal humor. Me lo sirvió en un plato y luego volvió a ocuparse de lo que sería una abundante cena.
—¿Estás enojada con Aldo? —pregunté con timidez.
Siempre me fue incómodo hablar de cosas personales con ella, especialmente si se trataban de las mías, a pesar de no tener un motivo real más que la variedad de miedos con los que cargaba.
—No —respondió cortante.
Y hasta allí podía llegar con mi acercamiento.
—¿Cómo te fue en el trabajo? —se apuró en cambiar el tema.
—Bien. Hubo mucha gente, no nos dieron descanso.
La pregunta de Valentín resonó en mi mente en ese momento. No tenía la respuesta y tampoco cómo conseguirla. Había cuidado muy bien el mantenerme lejos de esos temas para nunca rozar la posibilidad de lo peor. Pero de repente la incertidumbre y la duda me atacaron. Me nació la necesidad de poder decirle a Valentín "sé que va a pasar lo peor pero no voy a dejar de verte", confirmarlo, asegurarlo, prometerlo. A él y a mí.
Me quedé callado viendo cómo seguía cocinando, incapaz de formar las palabras que necesitaba. Ella murmuraba las cosas que le faltaban hacer, el tiempo que el pollo necesitaba estar en el horno, repasaba los condimentos ya usados y se quejó de los limones que olvidó comprar. No podía preguntarle qué pensaba de los gays, soltar la cuestión sin llamar la atención, sin levantar sospechas, sin que mi interés fuera cuestionado. No podía hablar de repente de cosas que nunca hablaba con ella.
Comí el sándwich en silencio.
—Cuando termines, llévale esto a tu hermana.
Puso frente a mí otro plato con un segundo sándwich de pollo. Me quedé mirándolo.
—Estás cansado —concluyó ante mi expresión de pena y retiró el plato—. No te preocupes, yo se lo llevo.
—Hoy fue un mal día —dije inventando una mentira—. Parece que tenemos un compañero que es gay...
No se me ocurrió otra forma y mi corazón se aceleró por la tontería que estaba haciendo, ni siquiera pude mirarla cuando ver su reacción era un detalle esencial.
—Ay Jero, ¿cómo que parece? —contestó escandalizada pero bajando la voz—. Tú por si acaso no te juntes con ese compañero. Esa gente es depravada y es muy posible que tenga alguna enfermedad. —Inquieta y preocupada, me sirvió un vaso con jugo—. Sabes que no hace falta que trabajes en ese lugar, busca otra cosa si quieres, pero no hace falta que estés allí.
Mantuve la vista en el sándwich sintiendo que comenzaba a caerme muy mal y que podría vomitarlo.
—Voy a pensarlo —murmuré mintiendo de nuevo.
Suspiró angustiada y tomó el sándwich de Agustina.
—Hazme caso —pidió antes de salir de la cocina.
Cuando se fue y supe que estaba solo, los ojos se me llenaron de lágrimas. Pero no estaba sorprendido. Antes de que regresara, me encerré en mi cuarto. Ya tenía la respuesta de la pregunta que cargué tantos años.
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