Capítulo 24
Trabajar el 24 de diciembre en Blockbuster era peor que trabajar en la tienda de casa. Las personas estaban apuradas e impacientes, los niños más ruidosos que de costumbre y los adolescentes malhumorados por la prisa de sus padres. Lo que solía ser un evento familiar agradable, ese día se resumía en desacuerdos por un apuro poco propio de la decisión de visitar el videoclub. La oferta de películas disminuía con cada hora que pasaba y nadie encontraba el título que quería por lo que la familia debía discutir cuál era la opción menos mala. Así terminaban pagando por películas que no los convencían, poniendo cara acorde a la situación como si estuvieran obligados a rentarlas. Lo único positivo era que no se quejaban de la falta de copias de los estrenos, era una rara, casi única ocasión donde se daban cuenta que llegaban tarde para pretender las mejores producciones de Hollywood, o de cualquier otro lugar.
El sorteo para decidir quien trabajaría el 24 y quien el 31 me dejó con Simón que refunfuñaba por la suerte que yo le había otorgado a Nadia de tener descanso en ambas fechas. Aunque no dejábamos de cobrar a los clientes que llenaban el laberinto de cintas, mi compañero soltaba comentarios todo el tiempo sobre la Navidad, los regalos y la comida que disfrutaría esa noche. Al comienzo de la jornada lo escuchaba sin saber cómo reaccionar, suponiendo que me ganaría el mismo trato que recibí de Rafael, pero su necesidad de hablar era más grande que cualquier acuerdo grupal y, de a poco, me fui animando a responderle. El día se hizo más ameno y corto de esa forma, riéndonos de la Navidad, soñando con la comida y recordando regalos de la infancia, indiferentes a la ansiedad de los clientes que a su vez eran indiferentes a nuestro humor.
—Cuando era chico —contaba por sobre los clientes— mi sueño era tener un árbol de Navidad de verdad, como el de los yanquis, no esa cosa raquítica que compramos todos en el supermercado. Un año me encapriché tanto que compraron un pino chiquito y lo plantaron en el patio para que yo lo cuide. Se me murió enseguida. —Largó una carcajada ante el recuerdo—. Mi mamá tiene una foto mía con el pino del día que lo plantaron y lo pone en el árbol de Navidad todos los años.
Sin duda Simón era extraño. Era charlatán y amigable pero luego le murmuraba a Rafael "te lo dije". No lo entendía.
Todo el día me la pasé pensando que habría sido ideal hacer esa jornada junto a Valentín. En vísperas de Navidad podría acompañarlo a su casa, darle su regalo y sentir, aunque sea por un instante, que compartía parte de la celebración con él. Extrañaba estar a su lado, verlo y escucharlo. Y fantaseaba con que aceptaría el collar que quería regalarle; porque si lo hacía, si le gustaba y lo usaba, llevaría con él un recuerdo mío, una presencia, una declaración constante de lo importante que era para mí.
Cerca del horario de cierre le pusimos llave a la puerta para evitar que entrara más gente y las personas se amontonaron en la vereda, golpeando el vidrio para llamar nuestra atención, quejándose por dejarlos afuera cuando dentro aún había clientes. Después de un par de minutos desistían y se iban para ser reemplazados por nuevas personas con los mismos pedidos. Ese día el videoclub debía cerrar a las seis de la tarde pero los que llegaban sobre esa hora se sorprendían e indignaban por creer que trabajaríamos hasta las diez de la noche como era habitual.
—Me quiero ir a mi casa como todo el mundo —reprochó Simón a nadie en particular.
El último cliente dejó el videoclub a las seis y cuarenta.
Sin limpiar, sin ordenar, sin sacar la basura, sin reponer snacks, apagamos todo y salimos a la calle. Afuera el ambiente seguía un poco acelerado con mucho tránsito y personas llenando las paradas de autobús, todos los comercios cerraban casi al mismo horario obligando a consumidores y trabajadores regresar juntos a sus hogares. Simón silbó impresionado cuando un automovilista se ensañó con su bocina ante el paso de unos peatones.
—Ese —dijo burlándose— a las doce va a brindar por el amor y la prosperidad.
A pesar de su actitud relajada, no lograba sentirme a gusto en su compañía como antes. Aunque tapara sus pensamientos con conversaciones superficiales, apoyaba y participaba del rechazo generalizado hacia Valentín.
—¿Quieres que te acerque a tu casa?
Lo miré con duda.
—Oferta de Navidad —bromeó.
Lo racional habría sido rechazarlo pero sentí, estando fuera del ambiente laboral, con la Navidad llenándome de esperanzas, que podía existir la posibilidad de que estuviera equivocado con él.
—¿Vas a manejar con cuidado?
—Siempre manejo con cuidado cuando llevo pasajeros.
Con desconfianza en su desempeño como conductor, le indiqué el rumbo que debía tomar y me subí detrás de él.
—No te sueltes —advirtió asustándome en lugar de tranquilizarme.
Para mi sorpresa arrancó con calma y cuidado, bajando con suavidad el cordón de la vereda. Después de haberlo visto cientos de veces manejar como si su scooter fuera indestructible, agradecía sus precauciones. Se desvió de la avenida principal y tomó una calle paralela para evitar el denso tránsito. Por esa calle, que ya representaba un tranquilo barrio diferenciándose de la zona comercial que existía a pocos metros, siguió con calma prestando atención en cada esquina. A nuestro alrededor, en las puertas, los patio y veredas, las familias se movían con una gran energía, las reuniones y encuentros con los parientes comenzaban, los niños corrían a comprar pirotecnia y los vecinos, llenos de alegría, se saludaban a los gritos. Simón llevaba su único casco colgado del brazo, dejando ver que también estaba contagiado por esa intoxicante paz que aparece justo antes de Noche Buena.
Pero mi paz era un poco más limitada y vi, en ese extraño momento, la oportunidad que no lograría encontrar dentro del trabajo.
—¿Estás enojado conmigo? —pregunté levantando la voz para ganarle al ruido de su motocicleta.
—¿Qué? ¿Enojado?
—Sí, por defender a Valentín.
Se demoró en contestar, ya sea porque debía pensar en lo que diría o por poner atención a algo en la calle que escapaba de mi percepción.
—Habría preferido que no lo hicieras pero eres buena persona.
Dejó la respuesta así, media incompleta, justificando, lo que para él era, un mal accionar de mi parte. Ese halago aparecía para perdonar mi actitud y, en lo posible, terminar con la conversación. Condescendiente como todas las veces que utilizó el mismo recurso.
Y la conversación podría haber terminado allí pero si me callaba estaría dándole la razón, lo cual iba en contra de mi promesa.
Simón tomó una curva para regresar a la avenida que, con la zona comercial dejada atrás, era más fácil de circular, permitiéndole acelerar un poco más. La velocidad y saber que no podía voltear a verme me dieron un repentino coraje.
—Valentín no hace nada malo para ser dejado de lado, trabaja como todos nosotros —repliqué.
Pero la velocidad también influyó en él.
—Mira, trabajar con un maricón no es el sueño de mi vida y lo hago porque no puedo elegir con quién trabajo. Más que eso no se me puede pedir.
Sus palabras me agitaron, finalmente soltaba lo que pensaba y sus pensamientos eran tan horribles como los de Rafael.
—Acaso —siguió con seriedad—, ¿me vas a decir que no te molesta lo afeminado que es? ¿O que te parece normal?
—No me molesta, Valentín me agrada y lo respeto mucho también.
Simón no dijo nada y en el siguiente semáforo que lo detuvo, me bajé de su scooter sorprendiéndolo.
—No soy bueno, honrado ni noble. Lo mío no es lástima —advertí por si quería justificar mis palabras.
—Te lo tomas demasiado en serio —habló con decepción.
Pero la decepción era mutua.
—Me hubiera gustado que pudiéramos ser amigos —lamenté de repente.
El semáforo cambió a verde y los autos avanzaron mientras él seguía detenido observándome extrañado, intentando entender la situación.
—¿Entonces no quieres que te acerque a tu casa?
—No quiero hacerte perder el tiempo.
Miró a nuestro alrededor.
—Ya estoy a más de mitad de camino —estiró el brazo y me dio un leve golpe con su casco— así que súbete.
Después de haber dicho lo que sentía y dejar en claro mi posición, no vi ninguna hipocresía en continuar mi rumbo con él. Subí una vez más a su scooter.
—Me dejas mal —se quejó luego de un rato— diciendo que no podemos ser amigos.
—No creo que se pueda.
—¿Por Valentín?
Algo me poseyó en ese instante para decir la locura que dije.
—Porque no te gustan los maricones.
—¿Qué?
Dos segundos después soltó un juego de insultos al aire y luego se calló.
Sin mediar muchas más palabras que un par de indicaciones para llegar a mi casa, se detuvo frente a nuestra tienda, la cual contempló por un momento.
—Gracias por traerme —dije al bajarme.
Dejó de observar la tienda para mirarme a mí ofendido por el secreto que había descubierto. Sin apartar mis ojos de él me preparé para escuchar reclamos o insultos.
—No voy a contarle a nadie porque solo va a crear más problemas.
No era compasión ni comprensión, adiviné que prefería no haberse enterado de nada.
Arrancó su scooter y se fue.
***
Al voltear hacia mi casa, vi a Agustina espiando desde la tienda. Arreglada y con su vestido nuevo se acercó a mí.
—¿Quién era?
—Un compañero de trabajo. —La miré de arriba abajo—. ¿Mamá te dijo algo por el vestido?
Sonrió ante la pregunta.
—No. Dijo que no va a discutir por ser Navidad.
Cansado como estaba, física y mentalmente, no tenía ánimos ni de cambiarme la ropa que llevaba puesta. Me senté detrás del mostrador para tomar una gaseosa y comer papas fritas en compañía de mi hermana.
En automático, cuando los clientes entraron, ayudé a despacharlos. Agustina se ganó las miradas de los vecinos que le regalaron los halagos que ella esperaba. La frase "te ves más grande" fue la que más se repitió seguida por "te ves hermosa". Los muchachos del barrio que llegaban con los mandados, tímidos y torpes ante mi presencia, buscaban ser atendidos por ella. Algunos, incluso, regresaban para comprar cosas insignificantes, como caramelos o chicles, con la esperanza de cruzar miradas con mi hermana. Me daban gracia esas tonterías pero vigilaba a cada uno por si acaso.
Mamá iba y venía, repitiéndome que dejara la tienda para descansar, trayendo snacks caseros pero advirtiendo que no debíamos llenarnos con eso. Como todos los años, la cena sería en cantidades exageradas.
A pesar del cansancio preferí estar allí distrayéndome con mi hermana. Tratando de no darle vueltas al suceso con Simón, dejarlo atrás, quitarle importancia y posible gravedad. Hacer de cuenta que no había dentro de mí un impulso por terminar con la agonía y dejar que todos supieran mi secreto.
Cerca de las ocho, mamá regresó buscándome.
—Alguien te llama —anunció— pero no se escucha bien, no entendí quién era.
Desganado, fui hasta la sala donde estaba el teléfono. Mamá continuó su camino hacia la cocina, detrás de mí el televisor estaba encendido solo para hacer ruido con una película navideña.
—Hola.
—Hola.
Inmediatamente reconocí la voz de Valentín. El cansancio y las preocupaciones desaparecieron para ser reemplazadas por una enorme emoción. Casi salté de alegría sin poder creer que me llamaba. Me apoyé contra la pared mirando la puerta de la cocina, atento a todo movimiento.
—No tiraste mi número de teléfono —celebré el detalle que era enorme para mí.
—Te dije que no iba a tirarlo.
Me di cuenta que hablaba bajando la voz, ocultando el llamado a otros.
—Hoy estuve pensando mucho en ti —comencé sin control—, me hubiera gustado que trabajáramos juntos.
—Habría sido entretenido, podríamos haber brindado con gaseosas.
—Pero me llamaste y eso también me hace muy feliz.
—Eres fácil de hacer feliz —bromeó con sarcasmo.
—Por ti, sí. —No respondió aunque me pareció que titubeó—. Perdón si te incomodé —me adelanté.
—No lo hiciste —murmuró—. Sirvo para contestarle mal a la gente pero no tanto para contestar bien —reconoció con pena.
Seguía sin salir de la sorpresa de recibir su llamado pero noté una actitud que me recordaba a los momentos que pasamos matando el tiempo bajo el puente, de mayor intimidad y sinceridad.
—¿Querías contestarme algo lindo? —pregunté jugando.
—No presiones tu suerte. —Esperó a que dejara de reír para continuar—. Pero te llamé por algo que tú vas a decir que es muy lindo.
—¿Qué cosa?
—Para desearte feliz Navidad aunque todavía sea temprano.
Fue mi turno de quedar atontado, con el corazón latiendo fuertemente. Mis ojos seguían clavados en la puerta de la cocina.
—Es muy lindo. Esta noche, a las doce, voy a brindar por ti.
—Hay algo más —se apuró en decir.
—¿Qué?
—Yo... —Tomó aire—. Yo te gusto, eres amable y atento, esperando una respuesta... —elaboró con seriedad— por eso quiero decirte que no estoy jugando contigo. Necesito aclararlo por si acaso.
—Jamás se me ocurrió que seas alguien que juega con las personas.
—No lo hago. Pero estás ilusionado conmigo...
Esperé pero no agregó nada.
—No estoy ilusionado, estoy deslumbrado —admití con la sensación de que esa palabra era pequeña o poco exacta en comparación con lo que sentía.
—De todas las cosas que imaginé que dirías, deslumbrado no estaba en mi lista.
—Entonces piensas en mí, me imaginas —respondí con alegría.
—No hagas que me arrepienta de este llamado.
—No, no quiero eso. Sueno como tonto pero te tomo muy en serio.
—¿Aunque no te dé una respuesta?
—Aunque no me des una respuesta.
—Gracias.
Sabía que debía comportarme pero el entusiasmo me ganaba. No tenía ninguna obligación de llamar para desearme una feliz Navidad, tampoco para decirme lo que me dijo, eso último podría haberlo hecho en el trabajo o mientras lo acompañaba a su casa. Me llamaba porque deseaba hacerlo.
—Esta noche, a las doce, ¿vas a acordarte de mí? —pregunté con un gran anhelo.
—Sí, y también voy a brindar por ti.
***
Cuando dieron las doce, él y yo fuimos los únicos habitantes del planeta.
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