Capítulo 23
A un día de Noche Buena, salí con Agustina para comprar algunos regalos. Por la mañana fuimos a la zona comercial de nuestra ciudad pero no pudimos evitar la cantidad de personas en los locales que, como nosotros, compraban a último momento. Paseamos y miramos vidrieras en las que mi hermana se detenía a dedicarle una exhaustiva inspección a la selección de productos, juzgando cada artículo exhibido. Me paraba a su lado y escuchaba todos sus comentarios, concordando con sus pensamientos en silencio porque se vería extraño que diera mi opinión. Se suponía que un hombre no aprecia colores, brillos, combinaciones ni moda. A pesar de eso, me divertía. La ropa de las mujeres siempre era más alegre, con más variedad de telas, texturas y detalles. También contaban con un sinfín de accesorios. Las pulseras eran mis favoritas, una de esas cosas que se podían usar y contemplar con vanidad en el momento que se quisiera, al menos así lo imaginaba. Agustina, por su parte, se obsesionaba con los anillos y los aros.
Con demoras y chocando gente, compramos los regalos para mamá y Aldo, los cuales eran los objetivos de la salida. Como mi hermana no tenía dinero para participar económicamente de los presentes, le encargué la tarea de elegirlos con la excusa de no saber qué comprar. Ella compensaría mi oportuna inutilidad y yo solo pagaría. No defraudó en la tarea impuesta y escogió un discreto cárdigan verde militar para mamá y una sobria camisa cuadrillé para nuestro tío. Aunque, a nivel personal, no le gustaban las prendas, aseguraba que a ellos sí y, lo más importante, las usarían en lugar de encajonarlas como a otros tantos regalos. Una vez terminado el pendiente, llegamos a la tienda donde estuvimos la última vez, la que, después de brindarle un hermoso overol, se convirtió en el local predilecto de Agustina. La vidriera estaba colmada con vestidos para lucir en las fiestas de Navidad y Año Nuevo, el rojo y el negro eran los colores predominantes, algunos con lentejuelas, algunos con bordes de puntilla, con mangas y sin mangas, varios entallados, todos cortos. Mi hermana se pegó al vidrio encantada.
La primera sensación que tuve fue que no eran vestidos para alguien de su edad pero la realidad era diferente: las chicas de su edad sí usaban esos vestidos.
—¿Te gusta alguno?
—Me gustan todos.
Los miré con duda un largo rato.
—¿Te gustaría un vestido para Navidad?
Creí que saltaría y gritaría pero solo volteó extrañada.
—No tengo donde lucir algo así. Además, mamá me mataría si usara un vestido como esos. —Hizo un gesto de puchero—. Tampoco tengo zapatos.
—Pero tienes sandalias —dije sin pensar en que no era la opinión que daría un hombre—, si eliges un vestido sencillo, no va a quedar mal. Y lo usas en Navidad, no vas a salir pero mucha gente va a ir a la tienda.
—¿Y mamá?
—Y mamá... tiene que darse cuenta que ya no eres chica —reflexioné con algo de melancolía.
Mis palabras la entusiasmaron pero también hicieron que se sonrojara un poco.
Entramos al local para revisar los vestidos, mezclándonos con una gran cantidad de chicas. Yo era el único hombre pero las prisas que generaba la Navidad hizo que mi presencia pasara desapercibida para la clientela. Allí seguí olvidando mi actuación y señalaba, así como descartaba, prendas para mi hermana. Como tenía sandalias negras optó por probar con vestidos negros a pesar que los de color rojo llamaban más su atención. Una vendedora nos seguía apartando las prendas que seleccionábamos, sin opinar ni interrumpir porque mi interacción con mi hermana le generaba simpatía y curiosidad. Al final de la revisión de perchas quedaron cuatro vestidos esperando en el cambiador. Agustina fue a probárselos en lo que sería una larga y detallada evaluación.
Mientras ella se debatía detrás de las cortinas, localicé los accesorios y me acerqué a los collares. Ofrecían una mayor variedad que en nuestra última visita, de seguro a causa de la Navidad, pero el de la flor que me gustó ya no estaba. Me sentí triste y ridículo por no encontrarlo, como con esperanzas de que me hubiera esperado para no ser comprado por mí una vez más. Una alegoría de lo que era mi vida y todas las oportunidades que perdería si seguía dudando. Tenía que corregir eso si no quería perder la oportunidad que más me importaba en ese momento: Valentín.
Porque todo, siempre, de una manera u otra, me llevaba a pensar en él. Estaba presente en mi cabeza día y noche, en mis sueños y en mis miedos. Valentín era fuerte pero no de piedra, sufría y, aun así, mantenía una entereza sin igual. Su sonrisa era la esperanza misma, la muestra de que todo mal podía ser superado y cuando sonreía a mi lado el mundo dejaba de ser un lugar oscuro y solitario. Él me iluminaba aunque no se diera cuenta.
Observé con cierta determinación los collares pensando en Valentín y en que debía dejar de dar vueltas, buscando en ellos una idea. Una persona que soportaba injusticias y enfrentaba al mundo cada día, merecía alguien igual a su lado. En medio de esa reflexión, un dije de una estrella captó mi atención. Para ser más preciso, era el contorno de una estrella, formada por pequeñas piedritas brillantes en una base de metal plateado. Enseguida la relacioné con él y me sonreí ante la idea de que, en cierta forma, era mi estrella. Guiándome, dándome un rumbo, sacándome del laberinto creado por mis temores. Toqué el dije con una enorme necesidad de estar cerca de Valentín, de expresarle mis sentimientos, de ser acusado de exagerado y de tener la oportunidad de ser objeto de su sonrisa.
Agustina salió del probador con un vestido que me sorprendió a pesar de haberlo visto antes colgado en una percha. La prenda era la misma pero ella lucía diferente, como si de repente tuviera tres años más. El vestido era simple, sin apliques ni detalles, se sostenía por apenas unas finas tiras dejando los hombros descubiertos, con un escote corazón y ceñido al cuerpo. Mi hermana, con quien jugaba a las muñecas cuando era chica, tenía cintura, caderas y con qué rellenar un escote, me sentí un poco desolado.
—Este me gusta —celebró.
—Te queda muy bien —balbuceé atontado.
Giró para mostrarlo y la vendedora no tardó en adularla, felicitándola por su buen gusto. Estuvo un rato más mirándose en el espejo, asegurándose de que ese vestido era la mejor opción, con la vendedora detrás acomodando cada pulgada para complacerla. La visión me recordó que en poco tiempo saldría sola con sus amigas, podría llegar a tener un novio, trabajaría, buscaría una carrera, viviría la vida a su gusto, y no andaría con su hermano mirando vidrieras porque ya no sería su única opción. Así como había dejado de jugar conmigo, o permitido que peinara su cabello, o pintara sus uñas, o eligiera su ropa, y todas esas tonterías que hacíamos a modo de entretenimiento, ella seguiría su propio camino. Seguiría creciendo y cambiando, no se quedaría igual para mí.
Entró de nuevo al probador.
Sin levantar la voz, con discreción y una expresión de apuro, llamé a la vendedora. Atenta y experta en su oficio, notó mi actitud para responder de la misma forma. Le pedí el collar con la estrella y le consulté si tenía otro igual. Sin extrañarse, con una sonrisa llena de confianza, buscó en un pequeño cajón. Rápidamente los envolvió y, adelantándose a cualquier pedido, me los entregó antes de que mi hermana saliera del probador. Incluso supo evitar mencionarlos al momento de cobrarme la prenda.
En la calle, Agustina tomó mi brazo contenta.
—Muchos vecinos van a pasar por nuestra tienda —comentó soñando con los halagos que recibiría, concordando con mi teoría de que estaría rodeada de mucha gente aunque no saliera.
También, como era habitual en nuestras salidas, nos detuvimos frente al puesto de diarios a mirar las portadas de las revistas. Todas hacían referencia a la Navidad, incluso las de manualidades que espiaba con disimulo. Las publicaciones de tejidos me parecieron, por primera vez, tentadoras en lugar de peligrosas. Tal vez a causa de los collares que llevaba de contrabando, porque usar un dije de estrella con brillos se sentía desafiante a pesar de ser consciente de que lo mantendría bajo la ropa. Aunque no sabía qué intentaba desafiar, si es que estaba haciendo algo como eso.
Pero mi compra no fue el único hecho desafiante de ese día.
Mi hermana no pudo contenerse y tuvo que mostrar su vestido a mamá. Fue claro que no le gustó. Cuando la vio modelando la nueva prenda quedó perpleja y reconocí el impacto que sufría al ver a mi hermana "menos chica".
—No tienes edad para usar algo como eso —reaccionó de golpe.
Agustina, rápida para quejarse y defenderse, no se dejó intimidar.
—Mis amigas usan vestidos así cuando salen —chilló.
Su defensa, que sonaba absurda por tener como ejemplo a sus amigas, lo que hacía era remarcar que ella seguía siendo la única que no tenía permitido salir sola junto con su grupo que participaba de actividades típicas de la edad, como ir a discotecas.
Pero el doble sentido de la queja fue desestimado por mamá.
—Si tus amigas saltan de un puente, ¿tú también vas a saltar?
Mi hermana, seria y ofendida, respondió de la manera menos esperada.
—Sí, prefiero saltar de un puente a estar encerrada.
Semejante contraataque, decorado con un vestido que la hacía lucir más grande, cayó como un golpe de martillo. No sonaba al capricho de una niña, sonaba a desafío y advertencia.
Y mamá, en lugar de buscar el diálogo, intentó ganar el desacuerdo con la peor frase de su colección.
—Tu papá estaría muy triste si te viera —recriminó dolida, como si el vestido y la respuesta de mi hermana fueran las cosas más egoístas del mundo.
Pero sobre los hombros de Agustina no pesaba la felicidad o infelicidad de papá, no le dolió, solo sirvió para frustrarla. Dándose por enterada que no habría progresos ese día, se dio vuelta y se fue a su cuarto.
—¿Por qué dejaste que eligiera eso? —Fue el rápido cuestionamiento que recibí—. ¿No te lo mostró?
—Sí, me lo mostró.
Suspiró con pena pero no quiso adjudicarme ninguna culpa. Porque los hombres no entienden de esas cosas. Se sentó en el sillón a pensar, preocupada por lo ocurrido. Y yo la miraba sabiendo que debía decir algo a favor de mi hermana pero no supe cómo enfrentarla. El uso injusto del fantasma de papá me afectaba más de lo que debería. Aunque no había manera de comprobar que se entristecería por un vestido, era difícil luchar contra la sensación de su hipotética decepción, la cual sería infinitamente mayor por mi secreto.
En su cuarto, Agustina estaba sentada en su cama, desanimada y pensativa. Ella también cargaba con expectativas ridículas, en la ropa que debía usar, en el tipo de salidas que debía tener con sus amigas, en la edad predefinida para cada decisión sobre su vida.
Entré luego de golpear su puerta para sentarme a su lado.
—Es mi culpa —lamenté—, sabía que se iba a molestar con el vestido.
—Mañana voy a usarlo igual, le guste o no.
Deseé tener la mitad de su carácter.
—Recuérdame nunca pelear contigo —bromeé para distraerla.
Sonrió por el reconocimiento que encerraba el comentario, olvidando la discusión con mamá.
No era justo que sufriera por cosas innecesarias, sin haber hecho nada malo, y, mucho menos, que padeciera las penas que yo padecía.
—El vestido te queda muy lindo —la animé—. Te hace ver más grande.
***
Por la tarde, al llegar al videoclub, me encontré con Rafael, Simón y Nadia reunidos, charlando y riendo a gusto detrás del mostrador. Tuve una pequeña impresión paranoica al verlos cambiar de conversación con mi llegada, no los escuché pero las expresiones los delataban. Los tres se prepararon para el cambio de turno dejando para otro momento lo que sea que charlaban. Me acerqué al mostrador para saludar y las palabras acotadas que recibí de parte de ellos acrecentaron la impresión, el buen humor y la amabilidad estaban allí pero eran como las que le dedicábamos a los clientes: artificiales. Opté por ir al cuartito a dejar mis cosas y no insistir con saludos que interrumpían la armonía que existía entre ellos, de la cual estaba excluido. Ese suceso de rechazo disfrazado de cordialidad me hizo entender por qué Valentín siempre pasaba de largo al llegar.
Mi turno fue con Rafael que aprovechó el caudal de clientes para evitar socializar demás conmigo. Al ser un día previo a Noche Buena, la gente se amontonó para llevarse películas que los entretuvieran en Navidad, muchos cargaban con sus compras y todos estaban apurados. Ese día, a diferencia de otros, la visita al videoclub no era un paseo, era un trámite más que debían terminar para seguir con el resto de sus quehaceres. Y si las circunstancias hubieran sido otras, no habría notado la indiferencia de mi compañero. Tampoco me habrían llamado la atención los bollos de papel de distintos colores dentro del tacho de basura, por los que sospeché que llevaron a cabo el juego del Santa secreto entre ellos y que la sentencia sobre mí ya estaba definida. Me apartaban como había predicho Nadia y, sin duda, todo era promovido por Rafael que actuaba como cabecilla.
Al cierre, luego de despachar a la última persona, me mantuve en silencio a propósito, porque lo común era intercambiar comentarios sobre los clientes, el cansancio o los planes del día siguiente, pero mi compañero me imitó. Sin ganas de hablar, acomodamos, tomamos nuestras cosas del cuartito, apagamos las luces y sacamos la basura. En la calle apenas me dedicó un gesto a modo de despedida.
—Rafael —llamé sin usar diminutivos.
Volteó serio, esperando una queja o acusación, hasta me pareció que se mostraba decepcionado.
—Mañana no nos vemos —resalté—. Feliz Navidad.
—Cierto —respondió haciéndose el tonto—. Feliz Navidad.
Dudó queriendo decir algo más pero, lo que fuera, se lo reservó y se marchó.
Y así sería siempre, con todo el mundo. Me apartarían si no actuaba como ellos, porque se estaba de un lado o del otro. Pero pasara lo que pasara, ya no daría vuelta atrás en el camino que había elegido.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top