Capítulo 21
Tener el domingo libre para acompañar a Agustina a la colecta me salió muy caro. Para la víspera de Navidad y Fin de Año el videoclub abriría de diez a dieciocho y, en lugar de hacer dos turnos, nos repartimos esos dos días. Por esto me tocaba descansar la víspera de Navidad y trabajar en Fin de Año, pero Nadia, la única con día libre el domingo de la colecta, ofreció cubrirme solo a cambio de reemplazarla el 24 de diciembre.
Cargados con tartas que nuestra madre había preparado como aporte a la colecta, fuimos a la escuela. Aldo se ofreció a llevarnos en su camioneta, una vieja pickup que usaba para trasladar sus herramientas de trabajo así como mercadería para la tienda.
—Podríamos esconder algunas porciones para nosotros —propuso Agustina mirando las tartas que cargaba sobre sus piernas.
—No voy a dejar que hagas eso.
Hizo un extraño puchero descontenta por mi falta de apoyo.
—¿A qué hora termina esto? —preguntó Aldo.
—Como a las seis —respondió mi hermana— pero nosotros terminamos cuando se acaba la comida y siempre se termina rápido.
—Puedo venir a buscarlos.
—No hace falta —rechazó con alegría y pavoneo—, después de terminar de vender la comida, nos vamos al cine.
Aldo asintió sonriendo, con una expresión algo emotiva que aparecía cada vez que mi hermana y yo hacíamos cosas juntos.
—¿Qué van a ver?
—La boda de mi mejor amigo.
Volvió a asentir como si comprendiera de qué película hablaba.
Nos dejó en la puerta del colegio. Agustina cursaba en la misma secundaria donde yo estuve. Cada vez que regresaba a ese lugar, por un acto o evento, me parecía que estaba en mejor estado, con mejor pintura, el patio más arreglado, los árboles más prolijos. Ese año, incluso, se instaló un semáforo en la esquina y carteles para que los automovilistas no pisaran a ningún estudiante.
Los portones estaban abiertos y dentro del patio la colecta tenía dos sectores. En uno se recibían ropa y juguetes, en el otro se vendía comida, postres y café, todo donado para recaudar dinero. Hacia ese segundo sector nos dirigimos. En mesas tomadas prestadas de las aulas, estaban acomodando la comida y los postres. Todo separado y ordenado por categorías. De un lado las cosas saladas y del otro las cosas dulces. Los pasteles, brownies, mermeladas, budines, bizcochuelos y tartas ocupaban la mayor parte del sector de comida. Agustina fue recibida por una señora que no tardó en señalarle el lugar que debía ocupar: detrás de un grupo de mesas que reunían las tartas, junto a otras mesas donde se ofrecía café.
Tomamos un par de sillas y me senté para comenzar mi propósito de acompañarla, dejando que ella se ocupara de acomodar las tartas que llevamos y las que otras personas entregaban. Rápidamente me distraje con una señora nuestro lado. Sentada también en una silla escolar, tenía a sus pies un bolso abierto desde donde subía un hilo de lana verde con el cual tejía. Me quedé mirándola mientras movía sus manos y charlaba con otra mujer que se encargaba del café.
—Hay que cortar esto —se quejó Agustina.
Se quedó jugando con una servilleta de papel, esperando.
—Yo no voy a cortarlo —avisé.
Con su plan frustrado, buscó un cuchillo y comenzó el trabajo de dividir las tartas en rodajas. También preparó las servilletas, los platos y tenedores de plástico.
El aroma de hamburguesas comenzó a invadir el patio y, de a poco, los curiosos que miraban tímidos desde la vereda entraron a revisar la comida que se ofrecía. Luego llegaron los vecinos, alumnos, profesores y familiares que acercaban sus colaboraciones. El sector que recibía ropa y juguetes se mantenía ajetreado con sus charlas y donaciones.
Agustina observaba impaciente todo el movimiento, aburrida de estar confinada detrás de unas mesas ofreciendo tartas. Ella se encargaba de entregar las porciones y yo de cobrarlas. Pero, a pesar de la gran cantidad de postres, la estrella de la feria era la parrilla con hamburguesas y allí se amontonaban las personas.
—¿Quieres una hamburguesa?
Inmediatamente volteó a verme.
—¿Podemos comer?
Saqué mi billetera y le di el dinero.
—Una para ti y una para mí —aclaré por si era necesario.
Se demoró una eternidad en llegar a la parrilla, saludando gente e inspeccionando otras mesas, salir para una compra era la mejor excusa para evitar el trabajo y no la malgastaría. Cada vez que volteaba a ver si se encontraba haciendo la fila para ordenar las hamburguesas, la veía hablando con una persona diferente. No me sorprendía ni me molestaba, así era ella, envidiablemente despreocupada. Solo rogaba que recordara de debía traerme comida. Aproveché su tardanza para observar otro poco a la señora que tejía. No sé si mi interés era capricho o rencor pero ahí estaba, cada movimiento de sus manos revolvía algo en mi pecho.
Cuando Agustina regresó, nos turnamos para comer. La hamburguesa le devolvió las ganas de atender a la gente.
—Una de mis compañeras está ayudando en la parrilla —contó y de repente bajó la voz—, cuando la saludé olía a humo y carne. Las tartas son mejores.
Me reí de la tontería.
Más personas y curiosos llegaron a la colecta. Traían donaciones y, de paso, compraban comida. Algunos se iban rápido pero la mayoría se quedaba charlando, disfrutando del sol de la tarde y la compañía. Agustina puso atención a un extremo del patio donde un grupo de chicas de su edad se reunían bebiendo gaseosas, hablando y riendo. Las miraba como un preso mira la libertad.
—¿Las conoces?
—Son de mi clase —dijo con un lamento.
Suspiré, no podía con mi debilidad.
—Ve con ellas.
—¿Y las tartas?
—Yo me ocupo.
Hizo un ruido de alegría y en menos de un segundo me dejó solo. Ni siquiera se hizo rogar.
A un costado, la señora del tejido reía.
—Que linda es la juventud —comentó ante el abandono de mi hermana.
La miré atento, a pesar de reír contemplando la reunión de las chicas, ella tejía sin ninguna dificultad, dando la apariencia de que sus manos tenían mente y vida propia. Volteó a verme y me sorprendió observando su trabajo. Su anonimato, la ausencia de Agustina y la cantidad de personas me permitieron evacuar una duda que no me dejaba en paz.
—¿Es difícil?
—¿Qué cosa?
—Tejer.
—Para nada.
Atendí a una persona que se llevó cuatro porciones de tarta de pera y, al terminar, la señora seguía mirándome con su buen humor.
—¿Te gustaría intentarlo?
Tomé aire sorprendido, ella rio con fuerza.
—Ya sé, ya sé, no es cosa de hombres —comentó sin dejar de reír.
La observé con curiosidad.
—¿A usted no le parecería raro que un hombre tejiera?
Sospechaba la respuesta pero aun así quería escucharlo.
—Para nada.
De nuevo interrumpieron para pedir más tarta, la cual comenzaba a acabarse. La hora del almuerzo había pasado, la parrilla no tenía más hamburguesas para ofrecer y la gente empezaba a concentrarse en el postre. En parte era un alivio porque terminaría con las interrupciones, en parte un peligro porque Agustina reclamaría la partida hacia al cine.
La señora detuvo un momento su tejido para vender café, al sentarse de nuevo en la silla, tomó las agujas pero, en lugar de retomar su trabajo, me hizo señas para que me acercara. Cuando estuve a su lado puso las agujas en mis manos, luego colocó las suyas sobre las mías e hizo el movimiento que repetía constantemente pero con lentitud. Lo hizo varias veces y soltó mis manos.
—Hazlo solo.
Con duda, traté de imitarla mientras me daba indicaciones. Así hice un punto, luego otro y un tercero.
—No es difícil —afirmó nuevamente.
Tejer no era el sueño de mi vida pero quedé pasmado con una sensación de pura satisfacción que me conmovió. Podría ser la señora que animaba a un hombre a tejer y el acto me emocionaba. Le devolví las agujas.
—Gracias por mostrarme.
—Si te interesa, puedes tejer para la caridad.
—¿La caridad?
Tuve que interrumpir su respuesta para vender otra porción de tarta.
—Algunos entregamos mantitas para recién nacidos al hospital, algunos entregamos sweaters y bufandas en la iglesia.
Mientras seguía tejiendo me contó que ella hacía abrigos para niños y, esperanzada, me explicó que las mantitas eran las más sencillas, una buena forma de aprender sintiendo que se lograba algo. Quedé pensativo, tejer iba en contra de las apariencias que siempre cuidé, llamaría demasiado la atención de mi familia.
Agustina regresó para corroborar si podíamos irnos o no. Solo quedaban dos tartas de manzana.
—Voy a despedirme de mis compañeras —celebró anticipando la partida al cine.
De nuevo me dejó y la señora que tejía volvió a reír ante la "juventud" de mi hermana.
Ignoré el suceso para ocuparme de otros clientes. Un grupo de tres personas pidieron varias porciones, conformado por una mujer mayor, una chica y un chico que me miraba con una gran intensidad. Titubeé hasta que reconocí a Antonio. Se veía serio y alarmado, su expresión, casi hostil, decía que no debía intentar saludarlo ni nada parecido. La chica se agarraba de su brazo por lo que deduje que sería su novia y la mujer mayor, muy animada, podría ser la madre de alguno de los dos.
La señora se encargó de pedir las porciones que preparé y entregué. Solo hablé para cobrarle, consciente de la mirada opresiva de Antonio. Cuando se alejaron vi de reojo cómo él hablaba y gesticulaba con insistencia, pronto abandonaron el patio del colegio.
Mi humor decayó, ya no deseaba estar allí ni ir al cine con mi hermana. Seguí vendiendo de igual manera, sintiéndome mal aunque no entendía del todo el porqué. Jamás esperé volver a encontrarme con Antonio, ni me interesaba platicar con él, pero su actitud amenazante me sorprendió. Cuando quedaron las últimas porciones, se las regalé a las señoras que se ocupaban del café y, con el dinero recaudado, fui a buscar a Agustina.
Salir del colegio me alivió un poco y alejarme del lugar me calmó mucho más. El plan del cine no podía deshacerse sin dar explicaciones, así que fuimos a tomar el autobús.
—¿Te enojaste porque me fui? —preguntó Agustina con cuidado a mitad del camino.
No me había percatado de mi mala cara e hice un esfuerzo por sonreír.
—No. Me dio un poco de sueño, nada más.
Quedé distraído pensando en lo ocurrido. Antonio podría verme como un peligro si la gente de alrededor supiera de mi homosexualidad. Pero no era algo exclusivo de él, Ulises mantenía mucha distancia conmigo en las reuniones familiares, como si no existiera confianza entre nosotros. El precio del secreto. Para ellos, representar el papel de heterosexual incluía no mostrar afinidad con gente como yo, o eso parecía.
La película, que tan entusiasmado me tuvo hasta unas horas antes, agregó más pensamientos tristes a mi mente. Un personaje era abiertamente gay sin representar ningún problema o anormalidad en la trama. Un ideal de la vida moderna de Estados Unidos, lejos de la realidad que los clientes del videoclub demostraban cada tanto cuando le faltaban el respeto a Valentín.
Suspiré por ese mundo de fantasía. Inalcanzable e irreal para los gays de verdad.
Agustina quedó encantada con la película y un poco triste por la protagonista.
—Era el amor de su vida y lo perdió —lamentaba mientras salíamos del complejo.
—Pero no fue un final trágico.
—Es verdad. Yo también quiero un amigo gay.
La miré asombrado.
—¿De qué estás hablando?
—Mis amigas no son tan buenas.
No supe qué decir ni cómo reaccionar. Mi hermana tendía a ser superficial por lo que sus palabras podían significar cualquier cosa.
—¿No te molestaría tener un amigo gay?
Meditó un momento y su respuesta fue levantar los hombros sin estar segura.
El resto del camino quedé alterado sin saber si tomar en serio o no el intercambio. Y sin atreverme a insistir con más preguntas ante ese temor irracional de levantar sospechas. Olvidé por completo el encuentro con Antonio, el hecho desapareció de mi cabeza para ser reemplazado por el extraño deseo de Agustina. Ella podía verlo como una moda o como una extravagancia fomentada por los programas de Mtv que seguía. Y, aunque estuviera motivada por una banalidad, era mucho más de lo que esperaba de un miembro de mi familia.
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