Capítulo 20
Algo amargo se quedó en mí como una especie de mal presentimiento. La actitud desanimada de Valentín y su idea de que me cansaría de él presagiaban una catástrofe. No tuve dudas de que se daba cuenta de lo que yo sentía y su reacción parecía de problema, mi interés era inoportuno para él. Se me ocurrió que podría tener novio pero esa sospecha no tenía mucho sustento después de todos los días que pasamos juntos. Luego pensé que podría ser un novio oculto, una relación clandestina como la que viví con Ulises, del que podría estar enamorado, con quien tenía un vínculo ya formado. O un amor imposible, alguien que no podía corresponderle pero ocupaba un pedestal en su vida. También existía la posibilidad de que hubiera terminado recientemente una relación y, recuperándose de la misma, no deseaba compromisos con otra persona.
La peor posibilidad era que, con o sin ninguno de esos escenarios, yo no le gustaba en lo absoluto.
Pero de todas, esa última suposición, aunque me asustaba, no me convencía. Podía ser que estuviera confundiendo cosas, malinterpretando la vulnerabilidad que me permitió ver, pero siempre estaban allí las miradas, los gestos y los momentos de intimidad, haciendo germinar la esperanza de que algún sentimiento podía ser recíproco. No me parecía un detalle menor que se diera cuenta de que me gustaba y, aun así, soportara mi compañía.
***
Esa noche no pasó de largo, me vio y se detuvo cerca de mí. Serio, con una determinación en la mirada que me espantó.
—Tengo que decirte algo.
Asentí con el corazón oprimido. Me pondría en sobre aviso del porqué no existía ninguna chance de que nuestra relación creciera.
—Estás medio loco pero eres buena persona y no quiero aprovecharme de eso. Por eso me parece justo que sepas que pierdes el tiempo conmigo.
Dijo todo sin inmutarse, decidido, sin demoras ni vacilación sobre ninguna palabra. La frase estaba planeada y ensayada, una recitación hecha para crear una pared entre nosotros, una luz roja para detener cualquier afecto. Sin maldad pero con la dureza de quien actúa ante una necesidad.
Derrotado y herido solo tenía una única cosa a la que aferrarme: su amistad.
—No pierdo el tiempo porque me caes bien —respondí testarudo pero con sinceridad.
Temía preguntar la razón puntual por la cual era rechazado, quería extender la realidad en la que no existía un tercero, en la que mi compañía no era un relleno. Que yo no le interesara sin motivo pasó de ser la peor posibilidad a mi mejor opción.
—El asunto es que no puedo regresarte ese tiempo. —Miró preocupado hacia la dirección de donde venía su autobús, vigilando si este aparecía—. Todo lo que haces por mí yo no puedo hacerlo por ti. Tendría que habértelo dicho mucho antes.
Bajó la mirada al suelo descontento, demostrando que lamentaba lo que decía.
—No lo hago para que me regreses nada —murmuré—. Creí que nos llevábamos bien, que te agradaba.
Levantó la cabeza, sus ojos se quedaron en los míos confirmando que no me equivocaba. Era recíproco, no había dudas. Después de un momento tomó aire.
—El problema es que yo no tengo tiempo. No quería contártelo pero no vas a entenderlo de otra forma. —De nuevo volteó hacia el lado del que debía venir el autobús—. Vivo con mi papá —soltó con amargura— y él no está bien de salud. Lo cuido y me ocupo de la casa por eso no tengo tiempo. No es algo que se va a solucionar ni a corto ni a largo plazo, así que ni a corto ni a largo plazo voy a poder regresarte las molestias que te tomas conmigo.
Quedé sorprendido por la confesión, también confundido, se alejaba de todas las cosas que pasaron por mi mente, de todas las posibilidades y fantasías. Sentí como si hubiéramos estado hablando en distintos idiomas todo ese rato.
—Es mejor que te vayas a casa —agregó antes de dirigirse hacia la parada del autobús.
Rápidamente lo seguí y me puse a la par, culpable por haber estado imaginando motivos tan superficiales que nada tenían que ver con la situación real.
—No necesito que me regreses nada.
—Era obvio que no ibas a entenderlo —reprochó.
En la parada noté que Valentín estaba afectado, se veía molesto y dolido al mismo tiempo.
—Lo siento si fui insensible en algún momento.
Eso lo hizo reaccionar.
—No estoy enojado —afirmó.
El autobús llegó y nos mantuvimos en silencio dentro de él. Valentín quedó entristecido. Era cierto que no entendía y no lograba salir de la confusión en la que me encontraba, principalmente porque me faltaba información. Sabía muy poco sobre él y nada sobre su familia. Lo que me acababa de contar no tomaba forma en mi cabeza, no porque no le creyera sino porque no podía visualizarlo. Al bajar emprendimos la marcha, él seguía apagado.
—No pienses que debes devolverme algo. Con que me soportes estoy más que contento.
Frunció el ceño acusándome de demente, exagerado y cursi, todo al mismo tiempo.
—No sé si valga la pena discutir contigo —replicó con sarcasmo—. Ya te vas a cansar de esto. Estás advertido.
—No me voy a cansar.
Mi respuesta solo lo perturbó un poco más.
Cuando llegamos a la esquina de su casa, se balanceó sobre sus pies pensativo e indeciso.
—No le cuentes a nadie lo que te conté.
—No me dan muchos ánimos de charlar con nuestros compañeros, así que no te preocupes —intenté bromear para aliviar su humor.
—Me preocupa que quieras defenderme en alguna discusión absurda y lo cuentes.
Asentí de acuerdo con su lógica.
—¿Tu papá está muy mal? —pregunté con duda.
Valentín se molestó con mi curiosidad.
—No voy a hablar de eso.
Volteó para irse a su casa. Como si lo hubiera ofendido, tuve la necesidad de demostrar que las cosas que decía, desde que no me cansaría de él, que no debía regresarme nada, hasta preguntar por su padre, no eran palabras vacías, ni palabras de loco, ni palabras de compromiso.
—¡Espera! Hay algo que quiero decirte.
Me miró de reojo con desconfianza.
—Me gustas mucho.
Su expresión cambió por completo, se sorprendió un poco por lo inesperado del momento de mi confesión, no tanto por su contenido. Se sonrojó sin saber cómo reaccionar, una imagen que me pareció infinitamente adorable.
Levanté mis manos temblorosas por la hazaña.
—No es necesario que me respondas nada, solo quería que lo supieras.
Valentín titubeó.
—Ahora... ahora no puedo responderte.
—No tienes que hacerlo. —Di unos pasos hacia atrás—. Que duermas bien.
Me alejé demasiado rápido, empujado por mi pulso acelerado. Al volverme, Valentín seguía allí mirándome. Me fui con las emociones exaltadas. No estaba en mis planes esa confesión, aún me faltaba mucho para sentirme a la altura de su fortaleza y dignidad, o de tener la conciencia tranquila. Pero todo en mi cabeza era un desorden. La situación familiar de Valentín, su tristeza, mi locura. Luego me preocupé por lo imprudente e impulsivo de mi confesión, en una noche donde me habló sobre un aspecto de su vida que trataba de mantener oculto. Mi falta de delicadeza era, como mínimo, cuestionable; debía disculparme con él.
***
Al día siguiente nos vimos en el cambio de turno, él ocupó el turno matutino lo cual no me daba la oportunidad de acompañarlo a su casa, ni siquiera de intercambiar alguna palabra, en los breves minutos que nos cruzamos actuó como si no existiera ninguna amistad entre nosotros. No hubo ninguna mirada, expresión, gesto, nada que me diera una señal de las posibles consecuencias del intercambio de la noche anterior. Valentín se mantenía apegado a su plan de no mostrarse sociable conmigo frente a los demás por mi bien. Las dudas sobre el estado de nuestra relación, fuera cual fuera, seguirían carcomiéndome por un día más.
Esa tarde estuve junto a Rafael, que nada hizo o dijo para expresar rechazo o desacuerdo. O no lo noté. Mi cabeza estaba en otro planeta.
Como todo viernes por la noche, los clientes abarrotaron el local. A las diez las puertas ya tenían llave pero aún seguíamos con personas entre los estantes que no se decidían por una película. Rafael apagó el televisor donde se pasaba el estreno de la semana para enfatizar que estábamos cerrando y la gente se apuró, de golpe, en tomar cualquier título. Una vez que pudimos salir a la calle, mi compañero suspiró cansado.
—Nos vemos —se despidió mientras se marchaba.
Sí noté la falta de calidez que lo caracterizaba. Tal vez era agotamiento, tal vez era mi condena. Pero nada de eso me importó. Ni él, ni su enojo, ni el resto de mis compañeros me parecieron relevantes. Todo mi ser se enfocaba en Valentín y en la necesidad de su simpatía, así como en la urgencia de existir en su vida.
***
El día sábado me paré junto a la puerta rodeado de clientes. Cada fin de semana tenía la sensación de que el número de personas aumentaba. Muchos me miraban de reojo, creyendo que yo abriría la puerta, a la espera de empezar la carrera. Esos minutos se me hicieron eternos hasta que vi llegar a Valentín. Temí que me ignorara aunque, con la gente impaciente, sería normal que fuera prioridad abrir el local, aun así rogaba por una señal, algún gesto, que me mostrara que no me guardaba rencor ni había deshecho nuestro acercamiento.
La tuve. Mientras abría la puerta me miró, reconociendo y calmando mis miedos, su expresión decía que era un demente pero, a la vez, perdonaba mi locura. Aliviado, entré detrás de él y me dirigí hacia el sector de las cajas para encender las computadoras. Las luces iluminaron a los clientes, decididos a llevarse un estreno, y, antes de que uno de ellos me lo preguntara, vacié el buzón para ingresar las películas devueltas. Valentín se ocupó de la cartelería y el televisor, rápido y ágil, luego tomó las películas ingresadas para colocarlas en su sitio. Ese día prometía mucho trabajo.
Sin oportunidad de charla, atendimos una gran cantidad de personas. Las vacaciones llenaban más de lo habitual el videoclub. Los grupos de amigos ocupaban mucho espacio y llevaban pocas películas, las familias llevaban muchas películas pero demoraban más tiempo en elegirlas; el amontonamiento era constante.
Después del mediodía la cantidad de clientes se redujo, el único momento del día sábado que disminuía, por la tarde una nueva horda se formaba y no se detenía hasta el cierre. El único momento en el que podíamos tomarnos nuestros descansos.
—¿Quieres descansar? —preguntó Valentín.
Negué con la cabeza. Retrocedió unos pasos para alejarse del mostrador y no recibir a otro cliente.
—Yo solo tengo sed.
Un cliente me distrajo y no pude hablarle, mucho menos verlo mientras salía. Regresó pronto y puso una botella de Coca-Cola de mi lado. Sonreí en respuesta.
—No digas nada raro —indicó antes de que pudiera hablar.
—Gracias —respondí con ganas de reír.
La esperanza volvía a mí. Valentín no me rechazaba.
En el cambio de turno Nadia y Simón nos relevaron, ocupando nuestros lugares en la caja, sin interrumpir el flujo de la atención. El ajetreo de los días sábados disfrazó mi apuro por salir del local, el cual podía ser confundido por una maniobra para evitar que algún cliente me detuviera y retrasara con consultas absurdas. También ayudó a que pasara desapercibido mi trayecto, el cual se desviaba hacia la misma dirección que el de Valentín.
A unos metros me esperaba, poco convencido, por mi insistencia en querer seguirlo.
—Te acompaño a tu casa —anuncié—. Hay algo que quiero decirte.
Puso cara de disgusto.
—Mejor no hables, seguro va a ser algo raro y exagerado.
Caminamos hacia la parada de su autobús y el sitio, a diferencia del horario nocturno, estaba repleto de gente.
—Quiero disculparme —dije antes de llegar a ese lugar en el que no podríamos hablar— porque anoche te incomodé.
Las personas que rodeaban la parada no dejaron que Valentín respondiera, él tomó una actitud discreta con la que se esforzaba por no llamar la atención. Recién al bajar del autobús me habló.
—Es verdad que me incomodé pero no es tu culpa. Es porque no puedo darte ninguna respuesta... porque no vale la pena, como dije, ya vas a cansarte de todo esto —explicó con calma, sin mirarme.
—¿Y si no?
Quedó pensativo un momento.
—No sé.
Sonreí, eso era una enorme esperanza.
—Con que poco eres feliz —remarcó con burla.
—No es poco, es un montón. Me gusta mucho estar contigo, me llena de fuerza y me dan ganas de tener una vida diferente. Aunque no te vea todos los días o sean ratitos, sí, me hace feliz.
Suspiró con una media sonrisa.
—Ya ni me sorprendo de lo que eres capaz de decir.
En la esquina de su casa sentí el impulso de expresar muchas más cosas pero me aguanté.
—Nos vemos.
—Nos vemos.
Valentín avanzó unos pasos antes de girar para agregar un segundo saludo con un movimiento de su mano. Su rostro estaba iluminado por una alegría que intentaba limitar para que no fuera tan evidente y me dio la sensación de que se demoraba un poco más de lo que demoraría cualquiera en voltear para entrar a su casa. Unos segundos extras para extender nuestro "ratito". Cuando entró a su casa ya lo extrañaba.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top