Capítulo 15
Valentín durmió alrededor de dos horas. Mientras tanto me quedé a su lado, de a ratos mirándolo a él y de a ratos mirando el mundo que nos rodeaba. Pensando en lo que había ocurrido, sin poder comprenderlo, y todas las personas a nuestro alrededor me parecieron peligrosas. Cualquiera podría actuar como actuó el cliente del día anterior, cualquiera podría querer humillarnos y luego resentirse ante una defensa. Y para el resto estaría bien que la agresión fuera la respuesta para que supiéramos cuál era nuestro lugar.
Porque nuestro lugar era callarnos y bajar la mirada, apartados, sin molestar ni interrumpir la vida de los demás con nuestra presencia.
Me entristecía y asustaba pensando en mi familia, en lo que ellos harían. No sabía dónde posicionarlos, mi paranoia supo ocuparse bien de no permitir que esos temas fueran tocados, huyendo de la posibilidad de un comentario, una referencia o una broma, desviando conversaciones que me habrían ayudado a tener una idea sobre su punto de vista. No los creía capaz de hacer algo como el cliente desquiciado pero era probable que también pensaran que a los gays les correspondía un lugar lejos de sus vidas. Ese parecía el pensamiento más común y compartido entre las personas y no había motivo para creer que ellos sentirían algo diferente.
Cuando Valentín se despertó lo hizo de golpe tomándome por sorpresa. Se sentó asustado y confundido, mirando hacia todos lados hasta que me vio, inquieto revisó la hora.
—Las siete —murmuró para sí.
Suspiró más calmado y volvió a recostarse.
—¿Estás bien? —pregunté preocupado por su sobresalto.
—Sigues aquí —reprochó.
—Sí, no quería dejarte solo.
Giró un poco su cabeza para verme, creí que me echaría en cara que no necesitaba compañía pero no dijo nada de eso, aún estaba medio dormido.
—Estoy bien.
Se puso a contemplar los árboles con cansancio. Probó tocarse el lado herido de su cara, lo rozó apenas y desistió ante alguna molestia provocada por el contacto. Su expresión dejó de parecerme cansada para parecerme triste.
—No hace falta que te quedes conmigo —dijo serio pero sin ninguna muestra de agresividad o rechazo—. Voy a descansar aquí, solamente vas a aburrirte.
Valentín tendía a intimidarme, siempre hablaba resuelto, cortante, seguro, mostrándose autosuficiente, pero en ese momento no me sentí de esa manera. Su tosquedad era débil a causa de un mundo que lo agotaba, su fuerza se concentraba en cargar con la herida y su enojo estaba dirigido a quienes lo despreciaban sin motivo. Verlo tan dañado me empujaba a hablar sin temer que pudiera recibir su desprecio, incluso si me gritaba, estaba dispuesto a tomar su desahogo.
—No voy a aburrirme —aseguré con atrevimiento.
—Voy a quedarme hasta la noche —advirtió.
—No importa.
Pensó qué responderme, titubeó, pero no dijo nada.
—¿No quieres volver a tu casa?
—Prefiero hacer de cuenta que sigo trabajando, es más sencillo.
Me percaté que jamás pensé en su situación familiar, en cómo sería su relación con quienes vivía, enceguecido por la admiración me olvidé que su mundo no era solo el trabajo. Su mundo también era su casa, de la cual no sabía nada, así como la calle que transitaba, donde lo habían esperado para golpearlo, era todas las personas con las que entraba en contacto en todos los ámbitos, presente y pasado. A mi mente llegó el colegio secundario, cruel y salvaje con quienes parecían diferentes.
No me animé a preguntar sobre su familia. No quería regresar para no preocupar más de lo que podría haber preocupado, o para que su situación pasara lo más inadvertida posible.
—Voy a comprar unas gaseosas. ¿O quieres otra cosa?
Mi insistente interés por él llamó su atención, como si no tuviera sentido. Podía imaginarme que se limitaba a pensar que su vida no tenía nada que ver conmigo, que los golpes en su cara no deberían importarme, descartando cualquier estima de mi parte. Esa idea me dejó angustiado, era culpa de mi propia cobardía y de todas las veces que no le hablé por vergüenza propia.
—No quiero nada.
No me sorprendí con su respuesta.
—No te vayas de aquí —pedí mientras me paraba.
Me apuré en ir a una tienda que estaba frente a la plaza ante el temor de no encontrarlo cuando regresara con las bebidas. Pero no se fue, se quedó en el mismo lugar, y volví a sentarme a su lado.
—Sé que dijiste que no querías nada pero igual te traje.
Resignado, se sentó tomando su mochila.
—Yo pago mi parte.
—No es necesario, yo invito.
—Siempre invitas —reclamó.
—Entonces la próxima vez, tú invitas.
Con duda, dejó su mochila desistiendo del intento de pagar. Aunque fuera tonto, me entusiasmó que aceptara la propuesta que insinuaba una próxima vez, incluso me dí el lujo de sonreír. Se acomodó un poco el cabello y, con movimientos suaves, quitó algo de pasto de su ropa antes de tomar la botella de Coca-Cola que le ofrecía.
—Gracias —murmuró.
La sonrisa no me duró mucho en presencia de su herida y la tristeza que no lo abandonaba. Me dolía verlo así, lastimado y desanimado, y deseaba poder borrar todo el maltrato que su alma absorbía.
—Soportas muchas cosas, todo el tiempo —dije con torpeza, sintiendo que decía una obviedad innecesaria—, eres muy fuerte. Incluso ahora soportas todo esto.
Miró pensativo su gaseosa, inclinando un poco su cabeza.
—Voy a tener que ser más inteligente que fuerte y empezar a cerrar la boca.
Sus palabras fueron un gran golpe para mí, que tantas veces había acusado mentalmente a quienes eran discriminados por no ser más "inteligentes", ocultándose mejor, siendo más discretos, fingiendo que no sentían lo que sentían. Porque ese era nuestro lugar, inexistentes frente a los demás.
—No hagas eso. —Me miró confundido—. No les des la razón.
Luego de hablar me di cuenta de lo hipócrita que sonaba de mi parte semejante exigencia.
—Perdón, no tuve que haber dicho nada —reconocí apenado.
—No dijiste nada malo —aseguró.
Bebió la gaseosa, luego tomó aire como para decir algo pero titubeó y se detuvo para pensarlo mejor.
—Gracias por hacerme compañía —dijo sin dejar de mirar la botella de vidrio en sus manos.
No me esperaba ese gracias, estaba seguro de que me veía como un entrometido y detestaba que estuviera allí. Sentí un enorme alivio.
—No tienes que dar las gracias, me gusta estar contigo.
Mi sinceridad hizo que frunciera el ceño a modo de reprimenda, como cuando me sorprendía observándolo en el videoclub. Ver algo de las actitudes a las que estaba acostumbrado me dio un poco de esperanza.
Seguimos en la plaza, contemplando a las personas y a los niños que gritaban en los juegos, a veces haciendo comentarios sin importancia sobre alguien que pasaba, algún niño que se caía o los perros callejeros que aparecían dando vueltas buscando comida, pero compartiendo el silencio la mayor parte del tiempo. De a momentos, Valentín se perdía en algún pensamiento que lo afligía. Sus ojos reflejaban dolor hasta que recordaba dónde estaba y trataba de componerse. Me daban ganas de tomar su mano pero temía que me odiara si lo tocaba.
A la hora en que debería estar cerrando el local, Valentín anunció que se iría a su casa.
—Te acompaño a tomar el autobús.
—No hace falta.
—No importa.
No quería decirle que de repente temía que alguien pudiera estar esperándolo en algún lado para emboscarlo. Caminamos un trayecto que nos llevaba a una parada de autobús apartada del Blockbuster, la calidez del día perduraba haciendo agradable la noche y la caminata lenta.
—¿Mañana también harás de cuenta que trabajas? —pregunté a mitad de camino.
—Me da desconfianza responderte.
—¿No quieres que te haga compañía? —tanteé, ofrecí, rogué.
—No es necesario.
—¿Pero quieres?
No respondió. Tuve la sensación de que empezaba a encontrarle el truco. Valentín no quería molestar, ser una carga, un compromiso, por eso sus respuestas eran como eran, evasivas y desalentadoras.
—Yo trabajo por la mañana.
—Te prefería cuando me tenías miedo —afirmó con ironía.
—No era miedo —me defendí avergonzado.
Sus reproches, que no terminaba de adivinar si podían tratarse de una broma, cargaban con una confianza que antes no existía. Era cierto que había perdido parte del miedo y que lo notara me ilusionaba.
Llegamos a una parada de autobús desolada donde no tuve mucha oportunidad de seguir hablando porque el transporte llegó demasiado rápido.
—¿Vives lejos de aquí? —alcancé a preguntar, preocupado por el trayecto que haría solo.
—No.
Justo antes de que el autobús se detuviera, Valentín volteó a verme.
—Gracias por acompañarme. Ahora me siento un poco mejor.
Sus palabras eran serias, libres de ironía, y su mirada llena de sinceridad. Por un instante, por un segundo, la tristeza abandonó su expresión y quedó olvidada. Cuando el autobús se detuvo, advertí que se demoró en apartar los ojos y voltear para subir en él, como si no quisiera volver a la realidad.
Al verlo subir sentí que ya nos separaba una gran distancia y nuestros mundos se apartaban nuevamente. Él regresaba en soledad al suyo pero siendo quien era, yo regresaba en soledad al mío para seguir siendo una mentira. Y no quería que Valentín estuviera solo, ni tampoco regresar a mi mundo, así que, sin pensarlo, subí tras él. Al notarlo, al verme sacar dinero para pagar mi boleto, su expresión fue de espanto pero se contuvo de decir algo hasta que nos sentamos.
—Estás demente —acusó en voz baja, molesto por mi osadía.
Asentí aceptando su juicio, ni siquiera yo podía creer mi atrevimiento.
—No creo que debas regresar solo —fue mi única explicación.
Suspiró y no respondió. Se quedó callado, cabizbajo, observando sus manos, ignorándome. Alguien, desde un costado, nos miraba, o más bien miraba a Valentín, con cara de desaprobación pero el silencio hizo que dejara de prestar atención y volteara. Sin darme cuenta, también bajé la mirada, incomodado por las conclusiones que el extraño podría sacar.
Hicimos el trayecto callados, él jugaba con sus manos y yo miraba cada movimiento de sus dedos que me distraían de todo pensamiento negativo. No parecía tan molesto conmigo. Luego de un rato empujó mi brazo a modo de aviso porque llegábamos a nuestro destino.
—Estás loco —dijo cuando bajamos, con más resignación que enojo.
—Puede ser pero de verdad no creo que debas volver solo.
No intentó hacer ninguna réplica. Empezó a caminar y lo seguí.
—No tienes que preocuparte por lo que me pasó —señaló con calma, sin mirarme, minimizando lo ocurrido.
En el silencio de la calle y en la intimidad que creaba la noche, sumada a la irracional emoción consecuencia de mi drástica decisión de seguirlo en el autobús, tuve ánimos para hablar con más honestidad de la normal.
—Me preocupo y no quiero dejar de preocuparme porque siempre me arrepiento de todo lo que no hago y no digo. —Tomé aire—. Y no mereces que te dé la espalda, si lo hago sería igual a todas las personas que te faltan el respeto... aunque ya lo hice muchas veces y también me arrepiento de eso —confesé lo último apenado—. Lo siento.
Valentín asintió pensativo, evaluando todo lo que había dicho pero sin intenciones de responder ni juzgar mis palabras.
Se detuvo cuando llegamos a un lugar de muros altos, que no dejaban ver más que las copas de unos árboles, con un portón de rejas negras.
—Hasta aquí —avisó Valentín.
El camino a su casa se me hizo muy corto.
—Mañana... ¿Qué vas a hacer?
De repente me sentí inseguro, por más que quisiera acercarme a su mundo, si él no deseaba tener trato conmigo no podría hacer nada.
Miró hacia la entrada de su casa con duda, decidiendo su respuesta.
—Voy a volver a la plaza.
Sonreí como un tonto.
—Estaré allí entonces.
Asintió poco convencido de mi entusiasmo.
—No era necesario pero gracias por acompañarme.
En esa ocasión su gracias sonó con más energía y más ánimo que la vez anterior, entonces supe que sí fue necesario. Y por primera vez me sentí bien conmigo mismo, un paso más lejos de ese mundo del que no me sentía parte, seguro de que no cargaría con ningún arrepentimiento.
—Nos vemos mañana —me despedí.
—Nos vemos mañana.
Valentín se fue hacia su casa y yo regresé a la parada del autobús, ansioso por la llegada del siguiente día.
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