Capítulo 2

Volví a mirar por la ventana, seguíamos por la ciudad, supuse que el tráfico nos atrasaría. Por lo menos tenía la ventaja de que nadie me esperaba, el dueño del sitio en el que me iba a quedar dijo que podía llegar a cualquier hora. Ese bus haría, si mal no recuerdo, tres paradas y por eso el viaje era tan largo. Claro, la tardanza entre paradas era un poco mentira puesto que no toda la misma cantidad de personas se bajaba en el mismo sitio.

Suspiré y apoyé mi cabeza contra el vidrio frío. Me di cuenta de que, en realidad, nadie me importaba en este autobús. Ni siquiera para chismear o usarlos de entretenimiento gratuito. Nada. Por mí que se accidentara el bus y todos felices. Bueno, al menos yo sí. Así mis padres pensarían que me morí y podría empezar mi vida solo en VillaVerde, trabajando en el parque, tal y como lo había planeado.

Si alguien me hubiera leído la mente en ese segundo, seguro me hubiera odiado más, pero menos mal que esas cosas no ocurren. En fin, este viaje se estaba haciendo demasiado largo y yo era muy pesimista como para quedarme solo conmigo mismo tanto tiempo. Jugaría alguna bobada en mi celular, pero eso haría lo mismo que mirar por la ventana: una mierda. En realidad, todo era mierda.

La libertad era una mierda porque tenías que trabajar durísimo para conseguirla, y aun así no era garantizada. Ser adolescente era una mierda, porque querían que fueras grande, pero valía una puta mierda tu opinión. Ni se diga de tus ideas para resolver algún problema, o incluso, lo que quería ver por la televisión. Todo una mierda. Mis jefes que me trataban como una mierda a pesar de que soportaba a los idiotas que iban a comer la comida sintética que servíamos. Te gritaban porque no funcionaba la máquina de helado, como si fuera mi culpa que se dañara y que absolutamente nadie se atreviera a arreglarla. Ganaba una miseria que no podía gastar porque quería ser libre, pero no sabía a ciencia cierta si todo iba a funcionar. O peor, si todo iba a mejorar. Nada iba a mejorar si no cambiaba yo, decía la consejera ridícula. ¿Cómo mierdas voy a cambiar yo, si mi ambiente tiene la culpa? 

<< Entonces cambia de ambiente>> 

¡Lléveme a la Antártida entonces! Provocaba decir. Jamás lo hice. Para qué, solo iba a conseguir que llamaran a mis padres y esa semana era yo el camello. Puta libertad.

En realidad, puto colegio. Nunca encajé de todas formas. Mentira. Encajaba demasiado bien. Era un inútil que continuaba con el sistema y se beneficiaba de ello, incluso había momentos en los que sí disfrutaba muchísimo vender exámenes, sobre todo porque de esa forma podía ahorrar para comprar otros. Claro, los niños ricos que tenía de compañeros podían darse el lujo de quedarse con el dinero que hacían, porque si les daba la puta gana compraban el colegio. Supongo que mi peor error de vida fue encontrar a mi abuelo teniendo relaciones con la directora, gracias a ese acontecimiento era yo un imbécil adicto a un sistema que me asfixiaba. Y me seguía asfixiando porque lo seguía pensando para entretenerme y torturarme. Quizás incluso me servía para recordar que ya no quería vivir en esta puta ciudad en donde cada kilómetro que recorría el autobús era como si pasaran diez horas.

La auto tortura, mi favorita. Este viaje se sentía como eso. Si alguien me hubiera dicho que esto sería yo y mis pensamientos fundiéndose en una estatua abstracta, me hubiera negado y quedado en mi casa. A este punto no tenía ni la más mínima idea de qué mierda era la mejor para mí en ese momento y estaba seguro de que jamás lo sabría.

Miré de reojo a Eric, quién había usado el suéter de almohada, pestañeaba lento y pesado. Se iba a dormir en cualquier momento. Podía molestarlo y desquitarme, hacerle preguntas absurdas y hablarle todo el puto camino. Podía. Sí que podía. Quizás podía preguntarle algo de lo que ya me había respondido, o indagar más en su problema. Descarté lo último. A lo mejor podía fingir ser torpe y darle un pequeño empujón. Pensar en cómo hacerle el viaje imposible a Eric es la mejor idea que he tenido en todo lo que va de trayecto. Qué preguntarle era la cuestión y, aunque no le terminara diciendo nada, mataría tiempo. Se me había ocurrido una idea.

Abrí el morral, tomándome mi tiempo con el cierre. Una vez abierto, moví una bolsa de caramelos que me había traído. Eric movió la cabeza para mirarme y yo fingí que no conseguía lo que buscaba. Molestar a alguien por aburrimiento solía ser divertido, no siempre, pero en este caso sí. Me servía de gran distracción en este viaje que parecía ser eterno.

Me tragué mis preguntas absurdas y cerré el morral.

—Perdona, no recordaba si había traído una cosa y creo que la dejé en la maleta —comenté y le sonreí, no por caerle bien o porque de verdad lo sentía, sino porque sin la máscara de felicidad no me iba a llegar a nada.

—No te preocupes —. Miró por detrás de mi cara, hacia la ventana—, ¡no hemos salido de la ciudad! —exclamó.

—Se está haciendo demasiado largo este viaje —dije abrazando el morral—, supongo que es lo que tiene estar apurado, el tiempo te la juega.

—Eso y que por alguna razón hay demasiado tráfico —añadió señalando un atasco en dirección contraria—, en fin, parece que tardaremos más de lo esperado.

Me quedé embobado con las personas en sus carros, cada uno en su propio mundo, así como yo y Eric estábamos en el nuestro. Era raro pensar en el tiempo de esa manera. Para nosotros, todo pasaba lento. Incluso era probable que para otros pasajeros el tiempo fuese demasiado rápido. Lo mismo ocurría con los del atasco, la noción de los minutos era diferente.

Mi abuelo tenía razón, debí haber nacido en otra época; sería un buen filósofo. Bueno, quizás me tildarían de físico al analizar el tiempo y hubiera sido famoso. Puede que las personas de esta época hubieran estudiado mis idioteces y paranoias. Los universitarios se hubieran visto en la labor de escribir ensayos sobre mí y lo que ocurría en mi cabeza, usándolo como forma de entender el mundo. A lo mejor en Harvard estuviera colgado uno de los retratos que me hicieron en esa época, junto con otros señores importantes.

Cerré los ojos y respiré profundo. Al abrirlos de nuevo noté que Eric intentaba dormir. Decidí imitarlo, solo para que el tiempo pasara rápido y al despertar, estuviera en algún sitio diferente a mi ciudad natal.

Lejos de mi antigua realidad, de mis amigos y familia, sobre todo del colegio. Este filósofo idiota se iría a filosofar en otro sitio. Quizás debí haber dicho que sería escritor e ir a Columbia o algo así. Igual, tampoco era que tenía el dinero para ir a la universidad, por mucho que mis padres insistieron en que me darían una beca en alguna. No les creía. Los de admisiones verían que era un fracasado y un impostor; no me darían ni un céntimo. También, no podrían pagarme la visa de estudiante para ningún otro país. Mi mejor solución era la que estaba tomando en ese instante. Así no le iba a deber nada a nadie.

Apreté los párpados en frustración. Me costaba quedarme dormido, todo por culpa de mis pensamientos asquerosos sobre el futuro obsoleto. Todo lo que dejaba atrás ya no valía nada, pero no entendía el por qué seguía rondando en mi cabeza.

Inhalé y exhalé un par de veces, cada vez yendo más lento. Me concentré en los ruidos del autobús. En los chillidos de algún programa infantil de algún niño con padres irresponsables, en los cuchicheos de la gente y el ruido de la carretera. Estaba ahí, sentado, eso era lo que importaba.

Poco a poco fui perdiendo conciencia. Combiné cada sonido en mi cabeza, forzando a que se volviera a un plano de fondo. Lo que más me costó callar fueron las voces chillonas, que a la par me creaban un pequeño enojo. Pero mi mente estaba ya viajando a otro sitio, así que, a pesar de todo, me quedé dormido en la peor posición. Abrazando el morral medio jorobado y mi cráneo casi sin tocar el espaldar del asiento.

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