La sombra de una leyenda
Las leyendas que rodean a la figura del hijo del cocinero son múltiples y diversas, van desde la versión más despiadada y sanguinaria a la más triste y hermosa. Cada una posee un desenlace diferente, pero todas comparten un mismo punto de inicio: la muerte del príncipe Clyd y la inmediata sentencia a muerte del cocinero.
Lo que vas a leer a continuación, no es solo una versión más de la misma historia ya contada y recontada una y mil veces. No. En las siguientes palabras se oculta la versión más brutal de todas las leyendas inventadas para glorificar o satanizar al hijo del cocinero; el propósito ya no es relevante, a fin de cuentas ya se ha convertido en una figura mítica para el reino.
Su historia —más bien, su leyenda— comenzó una noche de verano en la que toda su vida se vino abajo. Dicen que cuando te desmoronas, siempre llega alguien para alzarte nuevamente; este no es el caso.
El príncipe Clyd había sido asesinado y el castillo se había sumido en el caos. El heredero al trono había muerto por envenenamiento, alguien había puesto veneno en la comida que él había pedido especialmente. El cocinero tenía que ser el culpable.
El asesinato de Clyd no fue solo una muerte. Fue la pérdida del hijo favorito, la muerte de un líder y el final de una historia de amor jamás concretada. Ahora el príncipe Ryker sería el heredero, ahora la historia de Orión volvía a comenzar.
Los reyes no hicieron esperar su sentencia, no había dudas sobre el culpable. El asesino no debía seguir suelto sin que se hiciera justicia.
Así fue como, en la misma noche, el hijo del cocinero no solo perdió al que sería su rey, con quien había crecido —o había visto crecer con él—, sino que también perdió a su padre, al último pilar de su ahora inexistente familia.
Su mundo se sumió en la confusión, no lograba entender cómo lo había perdido todo de un momento a otro, cómo una muerte desencadenó otra de manera tan abrupta.
Pocos eran los que incluían el verdadero nombre del hijo del cocinero en sus versiones de la historia. Su nombre era Orión, siempre había sido Orión y ningún otro. Orión había sido llamado llamado así en honor a un guerrero legendario que batalló con dragones y liberó al reino de otros males, ese era otro detalle que cayó en el olvido de los mitos inventados sobre el hijo del cocinero.
Las noticias llegaron a Orión cuando se encontraba limpiando los establos, escuchó a unas doncellas comentar desoladas los desafortunados acontecimientos. La mente de Orión se nubló y dejó su trabajo de inmediato, saliendo despedido por los extensos pasillos del castillo en busca de su padre.
Iba camino a la cocina, su padre siempre se encontraba ahí hasta ya bien entrada la noche, debía estar ahí. Pero se llevó una sorpresa cuando casi se estrelló de bruces contra los guardias reales que arrastraban a su padre directo hacia los calabozos.
El hijo del cocinero contempló patidifuso a su padre pálido en su totalidad, con pánico en sus ojos y manos temblando mientras era arrastrado sin la menor delicadeza por los bruscos guardia.
—P-Papá —tartamudeó el hijo—. ¿Qué... qué está pasando? ¿A dónde te llevan?
Orión sabía muy bien el lugar al que era conducido su padre, era plenamente consciente de ello; mas aún así se rehusaba a creerlo sin más, no aceptaría la realidad hasta que saliera de los propios labios de su padre. Ya no había nadie más en quien confiara en el melancólico castillo.
Los ojos del cocinero se movían inquietos, de un lado a otro, hasta que se posaron sobre los de su hijo, desbordantes de confusión y temor.
—Orión, mi hijo —intentó estirar su mano para tocarlo por última vez, pero uno de los guardias retuvo.
Un alarido de sufrimiento escapó de la garganta del viejo por el dolor punzante que despertó en su mano tras ser presionada con tanta fuerza por la áspera mano del guardia que lo retenía. Orión trotaba al lado de los dos guardias que llevaban a su padre lejos de él y su vida para mantenerse a la altura.
—Yo no lo hice, Orión —aserveró el hombre—. No hice nada... ¡No maté al príncipe Clyd!
Llegaron al final del pasillo y un tercer guardia apareció en escena para impedir el paso al joven hijo del cocinero. Orión se quedó pasmado, intentaba avanzar en mano y su labio temblaba estando al borde de las lágrimas.
—¡Pai Pa! —gritó por última vez el nombre por el cual lo llamaba.
—¡Te amo, Orión! —exclamó entre lágrimas—. ¡Soy inocente!
Y eso fue lo último que escuchó de su padre.
Orión ya era un caos andante, avanzaba sollozando y con la vista borrosa a causa de las lágrimas derramadas por su padre y su príncipe.
El hijo del cocinero sería el primero en ser vigilado tras el atentado contra la vida del querido príncipe heredero, era el más probable de haber sido cómplice del asesinato y los rumores no tardarían en surgir. Pero él no pensó en nada de eso cuando decidió huir del castillo, convertido en un saco de emociones trágicas.
Orión no tenía cómo saber que alguien más lo buscaba en ese momento, alguien muy importante tanto en el reino como en su leyenda, para acercarse a él. Esa persons hubo podido ser quien pudiera alzar de la desgracia al hijo del cocinero, pero por desgracia no se le presentó la oportunidad en el momento oportuno.
Así fue como el hijo del cocinero corrió hacia el exterior, huyendo de los males que atormentaban la atmósfera de estabilidad que había logrado crear junto a su padre. Ahora su padre le había sido arrebatado —justo como su madre— por mano del rey y la estabilidad volvía a desaparecer una vez más.
No le fue difícil escapar del castillo, no solían haber más guardias en la salida de los sirvientes que los holgazanes que habían sufrido alguna lesión en combate que los incapacitaba para labores de mayor importancia. Esquivó a las mujeres que descolgaban las últimas ropas de las sogas y a los jóvenes que entraban las últimas herramientas, rodeó el castillo sin bajar el la velocidad nunca y se internó en el bosque sin mirar atrás, sin preocuparse de fijarse en el camino.
El hijo del cocinero no hizo más que correr y correr sin saber que se tropezaría, literalmente, con el verdadero punto de inicio de su leyenda. La muerte de Clyd y la sentencia de su padre no fueron más que un empujón hacia el que sería su nuevo inicio, serían una futura motivación para sus planes cuando diera ese tropezón que lo hiciera levantarse y comenzar una nueva vida.
El tropiezo llegó cuando ya se había internado en el bosque. Todo estaba completamente oscuro, se golpeaba con ramas y el rocío de las hojas de los árboles caía sobre su cabeza. Su rostro estaba completamente empapado por las lágrimas, su respiración era agitada y sus piernas se movían tambaleantes hasta que un obstáculo se cruzó en su camino y cayó de bruces sobre el húmedo suelo.
Orión se volteó, dando la espalda al suelo, y se arrastró hacia atrás, pensando que pudo haber sido algún animal. Pero no, él no veía más que una pequeña montaña oscura y, guiándose por la furia de su interior, la pateó con fuerza.
La supuesta roca no hizo más que tambalearse ligeramente, inclinándose hacia un lado. El pie del joven dolió, pero no era un sufrimiento digno de compararse con el que sentía en su interior.
Se veía patético, desahogándose contra lo que creía que era una roca a mitad de la noche y con abundantes lágrimas surcando sus mejillas. Pero ya no le importaba.
Avanzó por el suelo cubierto de hojas caídas y húmedas hasta la roca, golpeándola con sus puños débilmente hasta que terminó por quedar abrazado a ella, llorando sin consuelo.
Había abandonado a su padre. Se había dejado llevar por un dolor doble. ¿Qué le sucedía?
Ahí, entre la bruma de la noche y el tormento de los acontecimientos del castillo, fue consciente de una cosa: ¿cómo era posible que la muerte del príncipe Clyd lograra despertar en él dolor a la misma vez que sabía el cruel destino que le esperaba a su padre?
Orión siempre le había tenido aprecio al príncipe, lo admiraba desde que era solo un niño... parecía ser que aquel cariño que tenía hacia aquel que creció a la par que él había evolucionado hasta convertirse en uno más profundo, sin que ni siquiera él se hubiera dado cuenta.
Por un momento, entró en pánico. ¿Alguien más se habría enterado? ¿Lo habría notado su padre?
Sus pensamientos se detuvieron ante el pensamiento de su padre y el peso de la realidad. Eso ya no importaba, nada lo hacía ya que Clyd estaba muerto y pronto lo estaría su padre también.
Abrazado al duro objeto y con el rostro empapado, cayó dormido sin tener un rumbo fijo para la que tendría que ser su vida desde entonces.
La mañana llegó y pasó, no fue hasta cercano el mediodía cuando nuestro héroe —o posible villano— despertó donde mismo había quedado la noche anterior.
Se demoró en despertarse, su cuerpo dolía por la abrupta actividad física que había realizado por la noche. Él no solía correr, sentía como si sus músculos hubieran despertado de un largo sueño.
Terminó de despertarse cuando notó de golpe la irregular superficie de la que había sido su almohada durante la noche, no se sentía en lo más mínimo como una almohada del castillo, tampoco como una roca ordinaria. Sobresaltado, se sentó en el suelo del bosque y todos los sucesos de la noche anterior cayeron sobre él como un torbellino de cuchillos que se clavaban en su corazón sin piedad alguna.
Todo había sido real. Su padre ya debía estar muerto, no tenía manera de saberlo porque lo había abandonado. Clyd también estaba muerto. Y él lo amaba.
Se levantó de un brinco y, a pesar de que sus piernas protestaron, comenzó a rondar en círculos por el pequeño claro —no eran más que tres metros cuadrados— en donde se encontraba.
No podía volver al castillo, pensarían que él también estuvo involucrado en el asesinato del príncipe. ¡Él era el hijo del cocinero, el único otro que podría entrar con facilidad a cualquier parte del castillo! Era inminente que alguien verbalizara sus sospechas sobre él, aún más ahora que había escapado en cuanto sentenciaron a su padre. No era más que un cobarde.
Casi vuelve a caer al suelo tras tropezar con la misma roca del día anterior, ahí fue cuando se fijó bien en ella por primera vez, ahora que había luz para contemplarla al detalle.
Se quedó petrificado, un nuevo temor se extendió por sus venas hasta apoderarse de todo su cuerpo. Eso no era una piedra, era un huevo. Un huevo de dragón.
Orión miró alrededor, ¿la madre estaría cerca? Había leído que algunas especies dejaban abandonados sus huevos y luego seguían su camino. Pero en esos casos era varios huevos y ahí solo había uno, ¿habrían nacido ya los demás? ¿Estarían cerca?
El hijo del cocinero lo examinó mejor, intentando determinar de qué especie sería. Su padre le había enseñado todo sobre huevos de dragón, algunos de los más sofisticados platillos contaban con uno de ellos como ingrediente principal; pero aquel no era como ninguno que hubiera visto —o leído— antes.
La cubierta era de un morado oscuro, en textura se asemejaba a la superficie de un volcán y tenía unas especies cráteres que se veían de un color verde brillante. Orión se preguntó si habrían estado brillando durante la noche, pero no pudo recordarlo.
De repente, fue como si una luz de conocimiento lo inundara. Tenía frente a él a un huevo de dragón, un muy valioso huevo de dragón. No sabía si hubiera sido obra de los dioses de su pueblo, pero no distaba mucho de ser una señal de ellos. Debía comenzar de nuevo, no podía volver a su reino... y tenía un huevo de dragón por el cual pagarían unas buenas monedas de oro en algún lugar.
No debías ser muy inteligente como para saber que un huevo de dragón era una mina de oro, había todo un mercado negro exclusivo para el tráfico de huevos de dragón.
Tal vez ese sería su destino, pensó Orión, ser un traficante de huevos de dragón. Pero, ¿quería de verdad ser un delincuente? ¿No se iba del reino para no ser juzgado como tal en su inocencia?
No sabía qué quería ni qué sería, solo sabía que no podía ni quería volver al reino y a los muros del castillo. Debía buscar un nuevo hogar y lo conseguiría con la ayuda de aquel valioso huevo.
Escuchó un ruido a un lado de él y, temeroso, volteó en la dirección. Tan solo era un conejo errante, para su alivio.
Debía moverse de aquel ligar y debía darse prisa si no quería que los guardias del rey llegaran por él. El hijo del cocinero pensó que el propio Ryker, hermano de Clyd, podría estar buscándolo para vengarse ciegamente; no le agradó el pensamiento pues, al contrario que con Clyd, él sí que había crecido junto a Ryker.
Miró a su alrededor, en busca de algo que pudiera ayudarlo a cargar con el huevo. Sabía que los huevos de dragón eran en extremo pesados, incluso para él —encargado de cargar con los sacos más pesados que iban a la cocina— le sería un tango dificultosa la labor.
Pero logró ingeniárselas, fabricando una red con las lianas que parecían ser más resistentes. Introdujo el huevo en la red y se la colgó sobre los hombros, colgando en la espalda. Era pesado y sus piernas seguían estando adoloridas como para una nueva caminata, pero de todas formas se obligó a seguir caminando en el sentido que creía ser contrario por el cual llegó, a pesar de no recordar el camino por el cual había escapado.
Así comenzó su leyenda, intentando descifrar el origen del tan misterioso huevo. El hijo del cocinero vagó por él bosque día y noche durante varias semanas, tal vez meses, hasta que se convenció a sí mismo de tener una ventaja con los guardias que él creía que lo estaban buscando.
Caminó hacia el oeste pensando que era el sur, dobló hacia el este pensando que sería el norte y se perdió en la inmensidad del vasto bosque que separaba a su reino natal del resto de la civilización por kilómetros y kilómetros.
Pero el bosque no era seguro y esto sirvió de fuente de inspiración para múltiples leyendas sobre el hijo del cocinero que contribuyeron en mitificar su imagen. Decían que se enfrentó con cincuenta ladrones por el huevo de dragón, que luchó contra una hidra que habitaba el lago del bosque cuando esta intentó comerse el huevo que protegía, incluso habían quienes señalaban que asesinó a un príncipe errante con el que se encontró por dirigirle una mirada despectiva. Muchas eran las leyendas, pocas las verdades.
La verdad era que el hijo del cocinero no pasó hambre durante los meses que estuvo internado en el bosque porque sabía bien dónde y cómo conseguir alimentos, no se enfrentó a tantos peligros como muchos quisieran y tampoco fueron relevantes en su historia, no se encontró con ninguna hidra que intentó zamparse a su huevo. No, nada de eso sucedió en realidad.
Lo que en verdad sucedió fue un solitario viaje en el cual avanzaba por la mañana, buscaba pistas sobre su huevo aventurándose en nidos de dragones y contemplaba su adquisición por la noche. Siempre tenía un ojo encima del inusual fruto de un dragón que era desconocido para él, estaba expectante a cada mínimo sonido que pudiera indicar que nacería la criatura en su interior. Pero eso nunca pasaba.
Sus planes aún eran venderlo, pero con cada día que pasaba sus esperanzas sobre salir alguna vez del bosque disminuían y la fecha del nacimiento de la criatura se acercaba cada vez más. No sabía qué iba a hacer cuando naciera, si es que no llegaba a venderlo antes de que ello sucediera. Un dragón no era una mascota, tan solo algunos reyes los adoptaban para entrenarlos como armas; pero eran unos seres muy venerados, solían dejarlos en libertad en las colinas aquellos que ya nacían, los traficantes tan solo trataban con sus huevos y algunas crías para vendérselos a reyes despiadados o brujos que los sacrificaban para rituales que nadie excepto ellos conocía bien.
Y fue justamente uno de ellos quien estuvo involucrado en la mayor hazaña que ocurrió en la leyenda del hijo del cocinero y el huevo que encontró.
Orión llevaba ya meses en solitario, guardando su cordura en los recuerdos de su padre y las leyendas que le contaba. Solía estar atento en caso de que se encontrara con un hada azul, para que le mostrara el camino que buscaba; pero solo había visto hadas verdes y rojas, una que otra amarilla como máxima, mas ni una sola azul.
El único encuentro con un humano que había tenido había sido meses atrás, en sus primeras semanas internado en el bosque, cuando un grupo de bandidos casi lo sorprende. Había escalado un árbol con el huevo y no había bajado hasta el paso de tres días y tres noches, esa fue la única ocasión en la que más hambre sintió. Desde aquel tropezón, eligió con más cuidado su ruta.
Y, entonces, un día despertó por sobresalto cuando aún no amanecía porque escuchó los quejidos de un hombre. Había un pequeño y sucio hombre de muy baja estatura tratando de hacerse con suespalda.
No se demoró en actuar y empujó con gran fuerza al hombre que salió despedido por los aires. Por lo poco que lograba distinguir del cielo entre el follaje de los árboles, faltaban un par de horas para el alba. Tomó la red con el huevo de un tirón, ya no le significaba un peso mayor de tanto haber cargado con él, y lo colgó en su espalda. Buscó con apuro la roca afilada que ocupaba como una rústica daga para atacar al hombre, pero cuando estuvo justo frente al hombre, este chilló en busca de piedad.
Era un hombre bajo y barbudo, con el pelo largo y sucio enmarañado, cubierto toscamente por un sombrero de cuero. Sus cabellos eran grises y blancos, su rostro era esquelético y no parecía haber estado en contacto con la civilización en años.
—¡No me mates, por favor! ¡Yo solo quería tu huevo! ¡No me mates, no me mates! —repetía una y otra vez.
Orión se detuvo ante al pequeño hombre que se retorcía en el suelo. El hombrecillo lo miró por entre sus mugrientos cabellos tras reptur sus plegarias una y otra vez, al percatarse de que no estaba intentando acabar con su vida.
—¿Qué eres tú? —preguntó el hijo del cocinero.
El forastero se indignó al ser tratado por «algo» y no por «alguien» y, entre exageradas gesticulaciones, reveló ser un brujo, antiguo señor de la frontero oeste de un reino lejano y hechicero real de la corte del rey. Pero todos sus títulos eran parte del pasado y ahora vagaba por el bosque ostentando solo su intrusión como brujo, así como Orión tan solo era el hijo de un cocinero muerto.
Vaughn era su nombre, un brujo forastero y sacadeor, seguidor de los dragones y sus poderes, conocedor de hechizos de protección mas no muchos de ataque.
Algunos cuentan que se amistaron de inmediato, otros señalan que Vaughn lo siguió de cerca para arrebatarle el huevo al hijo del cocinero y unos pocos relataban que Orión secuestró al brujo para que le enseñara los secretos de su huevo para usarlo a fin de sus planes malévolos.
En realidad, Vaughn era terco como una mula y Orión no era tan despiadado y temerario como solían pintarlo, no atreviéndose a asesinarlo a sangre fría y dejarlo abandonado a mitad del bosque. La presencia de Vaughn en esta leyenda podría ser considerada como incidental, aunque a largo plazo todo pareciera haber sido planeado para que sucediera así.
El viejo brujo siguió a Orión tras su cola por un largo tiempo, intentando persuadirlo para que le diera el huevo.
—No tienes idea de todos los males que trae ese huevo.
—Tienes que deshacerte de él inmediatamente... ¡yo puedo hacerlo por ti, solo entrégamelo!
—Ese huevo te matará si lo conservas... tampoco puedes vendérselo a cualquiera, ¡yo soy el indicado para encargarme de él!
Esas y un sinfín de frases petulantes más eran las empleadas por el brujo para persuadir al joven de entregarle el poder del huevo. Por supuesto, no tenían el efecto que esperaban ya que aquel huevo era la posesión más sagrada del muchacho, básicamente porque era la única y representaba su llave a una nueva vida que aún no encontraba.
Finalmente, una noche en la que ambos se encontraban reunidos alrededor de un fuego, el brujo cambió su estrategia. Llevaban semanas vagando el uno junto al otro, no alcanzaban el mes, pero no por eso se sentía como si fuera menos tiempo.
—Cuando nazca, morirás —aseguró repentinamente, tan solo seriedad en su tono y su rostro.
Orión no le hizo caso, pensó que sería tan solo otra de sus frases para intentar apoderarse del huevo.
—Permite que te entrene, a ti y al dragón que nazca —pidió.
El hijo del cocinero le prestó atención, pues jamás había sugerido esa opción. Al fin llegó el momento en el que enfrentó de frente al brujo, cuestionando la autenticidad de sus palabras.
—¿Por qué sería tan peligroso como dices? Ningún dragón es tan letal desde que nace —señaló—. Además, no tengo intención de quedarme con él.
—¿Crees en las leyendas, muchacho? —interrogó el brujo.
Orión quedó desconcertado. ¿Qué tenían que ver las leyendas con lo que estaban hablando? Lo que Orión no sabía era que él mismo ya se estaba convirtiendo en una leyenda que sería inmortalizada y recontada un millón de veces a los niños, a los ancianos, a los jóvenes y a todo aquel que preguntara.
El viejo repitió su pregunta y Orión no tuvo más que responder.
—Creo en las hadas azules —fue su respuesta—, pero no creo en la cascada de las lágrimas.
La cascada de las lágrimas siempre había sido buscada por todos los reyes soberanos, la leyenda contaba que quien bebiera una copa y pagara con otra llena de sus propias lágrimas, obtendría la juventud eterna.
—¿Y en las de dragones?
—¿Hablas de aquellas que hablan sobre Hurr? ¿El rey dragón?
—No digas tonterías, niño —le propinó un golpe con su bastón—. Eso es un simple mito. Te estoy hablando de la leyenda del Wyvner, cabezota.
A Orión poco le importó el golpe, estaba conmocionado por la mención del nombre de la criatura legendaria que tanto había atormentado a los niños de distintos reinos.
—¿Qué... qué tiene que ver el Wyvner?
—¡Que tienes un huevo de Wyvner, cabeza hueca! —otro golpe—. Tienes en tu poder a una futura cría de dragón venenoso.
—Eso es imposible.
—Idiota —un golpe más—. ¿De qué especie creías que era? Debes conocerlas todas, ¿no dijiste que eras cocinero del rey?
—De hecho, mi padre...
—¡No me importa tu padre! —iba a encestar un golpe más en su cabeza, pero esta vez fue retenido por Orión —. Tienes un huevo de Wyvner.
Orión miró a su huevo sobre su regazo, había tomado la costumbre que cubrirlo son sus brazos frente al fuego cada noche. ¿Sería posible que estuviera cuidando a una criatura tan letal? Si ese era el caso, iba a necesitar del brujo para un hechizo de protección; de lo contrario, moriría de inmediato.
Pero no, era imposible. Su padre le había relatado la leyenda del dragón venenoso, varios eran los que aseguraban haber visto uno, mas nunca eran creídas sus palabras. Ni siquiera el mismo cocinero parecía creer en esa leyenda, tenía que ser un mito.
—No te necesito —sentenció Orión.
—¿Ah, no? Porque en todas estas semanas solo has rondado en círculos —dijo con superioridad—. Estás más cerca de los acantilados del oeste que del próximo reino.
El joven se mostró sorprendido por completo, ¿aquel brujo había conocido el camino todo ese tiempo? ¡Había estado avanzando en círculos sin siquiera notarlo! Nunca se había destacado en cacería, pero esperaba ser mucho mejor que eso.
—Está bien, ¿qué trato propones? —se abrió a una negociación—. ¿Quieres una parte del dinero que gane cuando lo venda?
—¿De verdad crees que lo podrás vender? Ya estás formando un vínculo con él, tú tienes que entrenarlo. Deja que te muestre el camino al próximo reino y ahí ve tú qué haces.
—¿Cómo sé que no me robarás o algo así?
—No seas tonto, tendría que matarte para separarte de ese huevo y me sea útil; ¡ya lo arruinaste! Los dragones tienen una sensibilidad especial hacia quienes los cuidan.
Orión terminó por aceptar y así fue como una historia de uno y otro en camino se convirtió en una de dos y casi tres.
Vaughn guió a Orión y al huevo por la espesura del bosque hasta el próximo reino, les tomó un par de meses más llegar a su destino.
Durante el camino, Orión le contó su verdadera historia, cómo había llegado al bosque en realidad. Y Vaughn movió sus pensamientos de tal forma que el hijo del cocinero se replanteó la inocencia de su padre.
No era seguro, pero ¿qué tal si su padre se había dado por enterado de los sentimientos que Orión tenía por Clyd? Tal vez había intentado cortarlos de raíz, de seguro no podía tolerar que su hijo se hibiese enamorado de otro chico; Orión mismo había escuchado un caso en el que apedrearon a dos muchachos por proclamar su amor ante sus familias. Él nunca pensó que pudiera ser como ellos, aunque algo en el fondo no lo dejaba descartar ese pensamiento puesto que siempre le había tenido cariño a Clyd, incluso había pensado más de una vez del buen aspecto que tenía Ryker.
Ryker. Se preguntaba si lo odiaría, él lo había considerado como un amigo secreto ya que los reyes jamás permitirían que su hijo estuviera relacionado con un plebeyo y un sirviente como lo era él. De todas formas, había sido importante para Orión al ser lo más cercano a un buen amigo que había tenido.
Su otra amiga era la hija de una de las señoras que ayudaba a su padre en la cocina. Orión notaba perfectamente las intenciones de su padre por que se casara con ella, a pesar de que nunca había formulado en voz alta aquella opción. De seguro se había enfurecido al ver que su hijo tenía sentimientos por alguien más y en específico por otro hombre, tal vez lo había envenenado para quitar el obstáculo que se interponía entre una futura boda entre Orión y la hija de aquella sirvienta.
Le dolía pensar que su padre fuera capaz de hacer algo así, pero con cada día que pasaba junto al brujo cada vez más se iba convenciendo de que ese era el caso.
A pesar de todo, él no tenía nada que poder recrimiarle puesto que, ¿a caso era él mejor? Poco probable, considerando que lo había abandonado sin pensarlo dos veces guiado por su corazón roto, dándole la espalda al hombre que lo había alzado de la miseria y la pérdida de una madre. Él había sido su padre y había sido él mismo quien terminó por ser su verdugo, causando que muriera con un vacío en su interior al haber sido abandonado por su propio hijo antes de que la vida misma lo abandonara.
No podía odiarlo, así como tampoco era capaz de comprender su tan desesperado acto por acabar con la vida del joven príncipe Clyd.
Una mañana Orión despertó de súbito a causa de una cubeta llena de agua helada que había sido vaciada sobre él.
—¿¡De dónde demonios sacaste eso!? —fue lo primero que pudo exclamar al saltar desprotegido—. ¡Maldición, Vaughn!
El mugriento brujo lo recibió al despertar con una grotesca risa que rompía la armonía del lugar.
—Buenos días, niño cocinero —dijo cuando ya recuperó el aire de sus pulmones—. Hemos llegado a tu destino.
El detalle de la cubeta de agua fría era omitido en varias versiones de su leyenda, tal vez lo consideraban irrelevante o quizá jamás llegaron a enterarse de la escena sucedida; pero la verdad era que equivalía a un detalle de importancia, como cualquier otro acontecido en este periodo de su vida, debido a que correspondía a un suceso que antecedía como causa a uno de mayor trascendencia.
El hijo del cocinero necesitó de un momento para poder asimilar lo que estaba sucediendo, y es que a quién no le hubiera ocurrido así tras haber vivido durante ya meses y meses entre la abundancia y espesura del bosque.
Finalmente había llegado al siguiente reino. Había alcanzado su meta. ¿Era real lo que sucedía? ¿De verdad había sido posible llegar a otro lugar que no fuera el bosque? La idea le había parecido una fantasía durante mucho tiempo, como si la existencia de un reino más allá del bosque fuera una leyenda aún más cuestionable que la existencia de las hadas azules.
Sin embargo, ahí estaba él. Ya no eran miles de kilómetros la distancia que lo separaba de la civilización, ahora todo se había reducido a un par de metros, un par de insignificantes pasos.
Ahora sería capaz de vender el huevo con el cual se había tropezado, aquel que lo había guiado hasta ese sitio desconocido en el que al fin se encontraba.
Una extraña sensación se había apoderado del hijo del cocinero, como si un vacío se extendiera en su interior. Sentía que había llegado muy lejos para nada, que aún no era suficiente la distancia recorrida junto al huevo de dragón —supuestamente, de Wyvner— y al mediocre brujo. Algo en él le decía que no estaba preparado aún para alejarse de la vida que había establecido en la soledad del bosque, con una mínima compañía.
En el fondo, Orión había esperado que el huevo se rompiera antes de llegar al reino, en parte para descubrir su verdadera raza y en parte para decidir si se quedaba junto a él; pero no había acontecido a tiempo el nacimiento del dragón y había llegado el momento de seguir avanzando con su vida.
Orión, cuando estuvo ya despierto y en pie, se había acercado hasta el linde del bosque, cargando su huevo y acompañado por Vaughn.
La red que había sostenido al huevo en los meses anteriores había cambiado, ahora estaba fabricada con hojas entrelazadas —además de las fuertes lianas que conformaban su estructura— que ocultaban lo que contenía de la vista de los curiosos.
En ninguna de las leyendas contadas sobre el hijo del cocinero se mencionan lágrimas en la despedida entre el mismo y el brujo forastero, y esta no sería la excepción. Lo que sucedió fue que se miraron en silencio, prolongando el momento y sin saber qué hacer, hasta que el brujo fue quien rompió el silencio que reinaba en la escena y apresuró las acciones que debían suceder a su último encuentro.
—Ya vete, niño cocinero —lo apresuró —. Tengo asuntos que atender, me retrasas.
La verdad era que el brujo era quien menos quería que Orión se marchara, pues su interés en el huevo de Wyvner seguía existiendo y con gran intensidad. Mas no podía arrebatárselo ni retenerlo ya que sería contraproducente hacia sus propósitos finales. Aquella no era su estrategia y seguiría sin serla, las cosas ya se darían y acorde a ello decidiría qué plan ejecutar.
El hijo del cocinero rio con cierta tristeza. Si aquel hombre de baja estatura no hubiera sido tan enano y no tuviera un olor tan repulsivo, Orión lo hubiera abrazado a causa del pequeño afecto que le había cogido; pero como la realidad era que seguía siendo un hombre en extremo maloliente, ni siquiera se planteó la idea de intentar estrechar en sus brazos al hombrecito que le había enseñado el camino.
—Y, niño —llamó antes de que Orión se alejara demasiado—. Intenta conseguir una esposa, ¿sí?
Aquel había sido un rasgo característico en el viejo brujo: fastidiar a su acompañante sobre sus preferencias.
En la vasta región en la que habitaban, existían reinos en los cuales prevalecía toda una grama de opiniones al respecto de la inclinación de que dos hombres o dos mujeres estuvieran juntos. En algunos no se presentaba problema alguno, incluso existía un reino gobernado por dos reyes; en otros la más mínima inclinación de interés por alguien de tu mismo género se condenaba con la muerte inmediata, siendo Vaughn proveniente de cuna de un reino de esta índole; otros reinos presentaban el caso del reino de Orión, en el cual se aceptaba la posibilidad, mas no la acogían con la mejor disposición.
El brujo Vaughn había reaccionado con desprecio al caer en la cuenta de que Orión se había enamorado de Clyd, su príncipe, quedando completamente horrorizado con la idea. Durante la travesía que emprendieron rumbo al siguiente reino, el brujo se había encargado de intentar *«reivindicar»* a Orión, señalando cualquier indicio de atributos femeninos en las criaturas fantásticas que se encontraban en el camino.
Mas los intentos de Vaughn sirvieron precisamente para surtir el efecto contrario en Orión quien, ya lejos de su reino y las inseguridades que este podría causarle, se descubrió a sí mismo de una manera mucho más privada y profunda, terminando por aceptar que, verdaderamente, eran los hombres en quienes él se interesaba.
En las delicadas figuras de las hadas silvestres, no veía más que admiración por lo artístico que le parecían. En los cabellos largos y ondulados de las dríades no encontraba más maravilla que la perfección de su forma tan definida. Y en las finas facciones de un grupo de elfas con las que se toparon su respiración se cortó exclusivamente por su etérea palidez y belleza, mas su belleza no hizo más que impactarlo, no lo cautivó.
Al resignarse a la realidad de Orión, el brujo Vaughn había convertido sus comentarios persuasivos en bromas frecuentes. El hijo del cocinero nunca se había enfrentado a un trato como el que había recibido de parte del hombre anciano, pero estaba convencido de que extrañaría la ironía de sus palabras.
—Haré lo que pueda —contestó con nostalgia, a pesar de no haberse alejado aún de su compañero de viaje.
Ambos se miraron una última vez antes de que el hijo del cocinero se diera la vuelta y, cargando con su orgulloso huevo de Wyvner, emprendiera rumbo al mercado oculto del nuevo reino que lo acogía en la clandestinidad, sin siquiera saberlo.
Algunos señalan que el hijo del cocinero jamás llegó a tocar suelo del reino extranjero, narran que cambió los planes que tenía para su preicado huevo antes de abandonar el bosque; pero, en esta versión de la historia, Orión sí que se adentró en el reino ajeno y se topó con escenas que lo marcarían y ayudarían a tomar una nueva decisión.
El reino al cual había llegado no era ni de cerca igual de cruel que el suyo propio, pero independiente de ello seguía siendo en extremo diferente a la paz que reinaba en el bosque.
Los dominios que solían pertenecer al difunto príncipe Clyd solían ser silenciosos. Las calles vacías por el temor de ser sorprendidos por miembros de la guardia del rey, el mercado negro desarrollándose bajo el manto protector de la noche, al cual acudían dueños de casa y no maleantes, y ladrones solitarios en las esquinas oscuras de la periferia del reino que a veces hacían también de asesinos. Esa era la atmósfera que rodeaba el reino del cual procedía Orión lo que, sumado al silencio y tranquilidad que ofrecía el basto bosque, se vio sumamente contrastado con la realidad de los nuevos dominios en los cuales había ingresado.
En esa aldea se escuchaban gritos que nacían de distintas gargantas provenientes de todas las direcciones imaginables, los robos eran reiterados y causaban escándalo, los guardias se encargaban de acosar a los mendigos y los niños hambrientos aprovechaban los alborotos para hurtar una manzana por ahí y otra por allá. Era un ambiente lleno de ruido, delincuencia y desigualdad que chocó con creces a Orión y al concepto de realidad cotidiana que había concebido en su interior con el pasar de los años de su vida.
Su cabeza fue azotada múltiples veces por ventanas y puertas que se abrían de la nada, tropezaba con víveres desparramados y niños agachados, intentaron arrebatarla su única y valiosa pertenencia en más de una ocasión e incluso casi recibe una puñalada en el vientre de parte de un guardia que quería asestar en un mendigo agonizante.
Se preguntó en qué situación estaría en viejo Vaughn, si ya había emprendido rumbo hacia una nueva tierra o si se había adentrado en el pueblo al igual que él. Las ganas de volver a internarse en el bosque en compañía exclusiva de su majestuoso huevo de dragón eran inmensas y con cada paso que daba se le dificultaba más el no sucumbir a su deseo de refugiarse en la inmensa naturaleza de la cual ya se sentía parte.
Finalmente se internó en un oscuro callejón al cual la luz del día llegaba en una tenue intensidad, en él se instalaba el mercado negro de la zona, sin intención alguna de pasar desapercibido y habiendo presentes incluso un par de guardias del castillo.
Fue un traficante con un ojo de cristal quien se acercó a Orión para dar la primera oferta. Llevaba en su hombro a una cría de dragón y a sus lados, en el suelo, descansaban dos dragones un poco más crecidos que se paseaban resguardando el cofre que contenía huevos de distintas especies de dragones.
—Muéstrame lo que llevas allí, caniche —exigió el hombre.
Un buen traficante de dragones era capaz de distinguir dónde ocultaban sus huevos las demás personas, conocía sus formas y tamaños, así como los métodos que solían ocupar para ocultarlos.
Orión dudó. Ese fue un error.
Si dudabas en un ambiente peligroso, se interpretaba como debilidad. Todo comerciante ilegal se aprovechaba de las debilidades de sus posibles clientes en cuanto una salía a la luz.
Un leve movimiento de cabeza fue lo necesario para que los dos dragones atacaran al hijo del cocinero, logrando hacerse con la bolsa artesanal en la cual transportaba el huevo.
Pero algo inesperado para todos aconteció, contribuyendo a los inicios de inmortalizar a la figura del hijo del cocinero.
Los dos dragones se alejaron con un estrepitoso alarido de espanto no bien hubieron establecido contacto con el huevo, provocando que cayera con brusquedad sobre el mugriento suelo. El corazón de Orión dio un vuelco, aterrorizado hasta los huesos, pensando que su conexión con la cría de dragón aún sin nacer iba a ser extinta con crueldad; pero el huevo no sufrió mayor daño y seguía intacto, ahora fuera de la rasgada bolsa que lo había cargado durante tanto tiempo.
Los dragones se escondieron tras las piernas del comerciante y ambos hombres se miraron entre sí con gran asombro.
—¿Es eso un huevo de...?
Orión no supo por qué había tenido la certeza y la necesidad de completar aquella frase, evocando la palabra que había empleado el brujo para nombrar a su peculiar huevo; pero aún así, fuera por la razón que fuese, habló con seguridad para luego reaccionar.
—Wyvner —finalizó la oración del otro hombre y se agachó con velocidad a rescatar su indefenso huevo, su responsabilidad.
Orión se levantó con su preciada posesión y se volteó para marcharse, pero el traficante no iba a darse por vencido tan fácil tras haber presenciado con sus propios ojos a una leyenda —y otra en proceso de formación—.
Volvió a enviar a sus dos dragones más grandes a encontrar al extranjero y así impedir su huida. Orión se detubo ante la posición de ataque que había adoptado el par de dragones y aferró con mayor fuerza el huevo que se había cruzado en su camino hace más de un año atrás.
—Vamos, amigo, no seas tímido —su voz era ansiosa—. ¿Qué quieres por ese huevo tuyo? ¡Te puedes llevar todo el cofre! —ofreció—. ¿O quieres algo de los canallas de por allá? —cuestionó, mirando a los puestos ubicados a sus lados—. ¡Yo te lo consigo! Solo tienes que pedir.
—No quiero nada, no está a la venta —cortó un tanto inquieto Orión.
En esta escena vivida quedaba a la luz la verdadera manera de ser del hijo del cocinero, siendo muy distante a la imagen intrépida y desafiente con la cual tanto lo pintaron en las leyendas con su nombre por título.
El hijo del cocinero no era un joven sin miedos, él se había criado bajo la cuestionable seguridad del castillo del rey, jamás fue expuesto a grandes peligros y tampoco había sido protagonista de una situación peligrosa. Lo más doloroso físicamente que había sufrido, lejos de los muros del castillo que lo resguardaba, había sido la caída causada por el tropiezo con el huevo con el cual aún cargaba; por eso era comprensible y lógico que en una situación como aquella no supiera como reaccionar de manera adecuada.
Los pocos que daban cuenta de esta escena en la vida del hijo del cocinero, aseguraban que un enfrentamiento había tenido lugar en la calle oculta, algunos incluso se aventuraban a señalar que ese había sido el momento en el cual el Wyvner había abandonado su cáscara, siendo despertado por el lazo que lo ataba a Orión. El Wyvner cobraba gran protagonismo por el misterio que significaba, eso era lo que ocurría cuando colisionaban dos leyendas en una única, mezclando a la figura del hijo del cocinero con el mítico Wyvner y volviendo más difícil de creer la otra parte de la leyenda.
En la versión de la leyenda que esta siendo relatada actualmente, nada de esto aconteció. Al contrario de todas las creencias populares que se habían difundido a lo largo de la región, en esta ocasión lo que se asevera es que el hijo del cocinero huyó despavorido.
Orión aprovechó un descuido de uno de los dragones para evadirlo y abandonar el lugar corriendo con toda la rapidez que sus piernas le permitían.
La cantidad de horas que pasó en la aldea no eran relevantes, al menos no tanto como lo que tuvo lugar luego de que Orión se diera cuenta de que aquel no era su lugar y no podría establecerse ahí jamás.
Había decidido que no podía vender su huevo, se había dado por enterado de que el viejo Vaughn había tenido razón en algo: entre él y el dragón que estaba a punto de nacer, se había creado un vínculo íntimo que los unía de una manera diferente. No podía renunciar al huevo, así como tampoco podía denegar su vida.
Orión vagó por las calles del reino mientras reflexionaba antes de tomar su siguiente decisión. Vaughn había tenido razón con respecto al vínculo que inhabilitaba su utilidad para alguien que no fuera él mismo, también había afirmado con completa seguridad que se trataba de un hievo del mítico dragón venenoso, así que se dio cuenta de que, en efecto, era imprescindible permanecer al lado de ese antipático brujo si quería que su vínculo con el dragón no acabara con su vida a causa del veneno de este último.
Así fue como nuestro heroico futuro villano recorrió todo el camino hasta un reino extranjero y emprendió su regreso al lugar de sus tormentos.
Orión regresó con Vaughn y así el par de forasteros volvió a internarse en el oscuro bosque para distanciarse de un nuevo reino. También fue ahí cuando el viaje de dos se convirtió en uno de tres porque, esa misma noche, finalmente el Wyvner rompió las duras y resistentes cáscaras que lo habían protegido por tanto tiempo y se integró al mundo exterior.
Para que un Wyvner naciera, necesitaba de un cambio de temperatura brusca que despertara su veneno y pudiera empezar a corroer la cáscara para su nacimiento. La mañana que se encendió el interruptor para el nacimiento de la criatura fantástica fue cuando Vaughn despertó a Orión con una cubeta de agua helada, empapando con él al huevo que había comenzado a soltar un tenue vapor casi imperceptible desde entonces.
Se llevaron una gran sorpresa cuando, al despertar el día siguiente, se encontraron con una cría de dragón rodeado de pasto y flores silvestres machistas y completamente empapadas. El propio Orión había estado cerca de sortear la misma suerte que las flores al encontrarse a poco más de un metro de distancia del charco de veneno que se extendía desde debajo del cachorro dragón.
El hombrecito manifestó en el acto sus conocimientos mágicos que no había presumido demasiado en el transcurso de los meses que había vivido junto a Orión y cubrió a su compañero y a él mismo con un potente hechizo protector. Orión no lo sabía, pero eran pocos los brujos que podían mantener un hechizo que fuera en verdad efectivo contra un veneno tan poderoso como el de un Wyvner.
—Ahora sí me dejarás ayudarte a entrenarlo, ¿eh? —afirmó el viejo brujo una vez superada la sorpresa inicial.
Orión rio como solo alguien con su personalidad podría hacer luego de haber estado tan cerca de la muerte.
En definitiva, entrenaría a su pequeño dragón.
El hijo del cocinero no fue un joven con ideales bien definidos, no tenía firmes convicciones ni planes certeros para su futuro incierto, tampoco tenía pensamientos oscuros y mucho menos poseyó un carácter lo suficientemente fuerte como para tener a un brujo tan poderoso como Vaughn bajo su merced.
En esta leyenda sobre el hijo del cocinero, quien menos control tenía sobre la historia era el mismísimo hijo del cocinero.
El mugriento brujo de barbas grises y blancas fue quien había decidido emprender rumbo hacia el norte, justo hacia donde se situaba el reino natal de Orión, y había convencido a su compañero de viaje de que fuera así sin mayores dificultades. Vaughn argumentó diciendo que las tierras de aquel sector de la región eran mejores para la crianza de un dragón de las características del Wyvner, ante lo cual Orión le creyó sin necesidad de una explicación mayor.
De a poco, las semanas se convirtieron en meses y el tiempo dio paso a un arduo entrenamiento y nuevos comentarios persuasivos de parte del brujo.
—¿No sientes deseos de vengar a tu padre? —le decía a Orión con insistencia—. Tienes al mismísimo Wyvner de tu lado, ¡podrías hacer lo que quisieras!
Orión descartaba sus sugerencias reiteradas veces, pero el efecto que buscaba Vaughn de a poco comenzaba a surtir efecto en el hijo del cocinero ya que en sus pensamientos comenzaban a colarse vestigios sobre cómo sería una potencial venganza contra el rey que le había arrebatado la vida de su querido padre. Al principio, se había sentido culpable por ser capaz de imaginar algo así; luego la idea fue cobrando normalidad en su subconsciente hasta que terminó por instalarse ahí, a la espera de ser realizada.
El Wyvner creció con rapidez y también el vínculo que lo unía a Orión. Con cada día que pasaba, Vaughn parecía volverse más ansioso, Orión más temeroso y el Wyvner más letal.
Era impresionante el gran poder que poseía el brujo al ser capaz de mantener un potente hechizo de protección contra el veneno más mortal del mundo día y noche y en dos personas al mismo tiempo. Gastaba mucha energía durante el día y era por eso que no bien entrada la noche, caía dormido sin bajar jamás el hechizo que mantenía tanto su vida como la del hijo del cocinero intactas.
La vida del hijo del cocinero en ese periodo fue tranquila y, por ello, sirvió para ser explotada por historias ficticias sobre aventuras que pudo haber vivido durante el camino a su venganza.
La única historia contada que podía asegurar su veracidad, era una que desencadenaba un aceleramiento en los sucesos que culminaron con el final de la leyenda del hijo del cocinero.
Ocurrió luego de ya meses de viaje, el Wyvner ya no era más un cachorro y el hijo del cocinero ya sabía cómo controlarlo con naturalidad.
Vaughn y Orión habían estado cerca de una aldea ubicada en las montañas por ese entonces, una desconocida para la mayoría y prácticamente desolada para los extranjeros, con condiciones de vida extremas a causa de sus temperaturas tan bajas.
El hijo del cocinero había convencido al brujo de poder quedarse junto al Wyvner en el bosque, pues Orión nunca había sido aficionado del frío, mientras que él subía a la montaña por lo que necesitaba.
Se encontraban cerca del reino del difunto príncipe Clyd, se demorarían como mucho dos semanas más a partir del punto en el cual se encontraban. Por desgracia, el hijo del cocinero no asimiló la poca distancia que lo separaba de su destino definitivo con posibles encuentros con gente del reino y, por ello, exploró el bosque sin mayor cuidado.
Se hayaba él jugueteando con su peligroso dragón cuando se encontró cerca de un lago encantado, resguardado por algunas náyades. El hijo del cocinero se encontraba distraído y no cayó en la cuenta de que había llamado la atención de un individuo que había estado recuperando fuerzas junto a su caballo en el lago cercano.
Así fue como, de repente, se encontró de frente con el príncipe —y futuro rey— Ryker.
Una vez, contemplé cómo un padre narraba a sus hijos que el hijo del cocinero se había batido a duelo en su encuentro con el príncipe; fue así como caí en la cuenta de la tan distinta percepción que los demás tenían sobre la relación entre Orión y el príncipe Ryker.
Lo que nadie podía negar era que, durante la tierna infancia de ambos, habían sido muy unidos, casi como hermanos. El príncipe Ryker era descuidado por sus padres al ser su hermano Clyd el heredero, siendo este el favorito de todos.
El cocinero había sido un personaje especialmente relevante para Ryker durante su vida, él lo había acogido como un familiar más; era uno de los pocos que lo prefería antes qie su hermano.
Ni siquiera Orión había sido capaz de tenerle más afecto a Ryker, a pesar de que había sido él con quien jugaba y con quien creció, el que siempre estuvo para él y lo vio como un igual. Nada de eso fue relevante para el hijo del cocinero cuando en su interior la admiración hacia Clyd pasó a ser algo más cercano al amor.
Pero la falta de afecto de Orión no inculcó ningún tipo de rencor en el príncipe Ryker, el vínculo que los unía no había muerto junto al cocinero, como muchos supusieron.
Ese día en el bosque, Ryker estaba buscando a Orión; aunque no con las precipitadas intenciones que Orión, en un momento de sobresalto, pensó que tenía.
El encuentro fue breve y se podría decir que jamás sucedió, si no fuera por la relevancia que tuvo. El hijo del cocinero pudo haber combatido contra ogros y dragones, ladrones y asesinos; pero aquel breve reencuentro fue, con creces, el enfrentamiento más duro al que se había expuesto porque Ryker era, después de todo, la encarnación de su pasado y el rostro del reino que lo había traicionado y viceversa.
El príncipe se mostró sorprendido, pues a pesar de que lo había buscado durante todo ese tiempo, no había pensado que fuera el hijo del cocinero quien lo encontrara a él cuando se encontraba descansando.
Orión se espantó ante su presencia, en su cabeza rondaron ideas inquietantes sobre la orden de su captura, lo debía esperar una sentencia con un extenso número de cargos en su contra, en su antiguo reino debía de estar aguardando por él un destino comp el de sus padres.
Su madre había sido la primera en caer, asesinada por mano del rey. Luego siguió su padre, condenado nuevamente por aquel terrible hombre. Y ahora llegaba su turno, y no quería que fuera así.
Fue por eso que, cuando Ryker se acercó a él, con la boca abierto de asombro y una mano alzada para tocarlo, silbó para llamar a su Wyvner y salió volando de aquel lugar, abandonando al príncipe Ryker y dejando inconcluso el reencuentro entre los que aún debían ser amigos de infancia.
Tras esa reunión inesperada, el hijo del cocinero comprendió que aún lo estaban buscando en su reino. Lo culpaban del asesinato del príncipe Clyd, se había convertido en un criminal y ahora Ryker haría llegar la noticia de su presencia a su padre. Debía actuar rápido.
—Mejor dar el primer golpe que recibir todos de una —le dijo el brujo Vaughn con expresión sombría—. La hora de tu venganza llegó, chico.
Así fue como una posibilidad se convirtió en una certeza y una venganza se convirtió en un suicidio.
Varios han sido los que llegaron a relatar la llegada de Orión a su reino de antaño, pocos son los que en realidad cuentan la verdad. Algunos lo trazan como un verdadero héroe, otros como la llegada de los nueve males ancestrales. Yo lo veo como lo que fue: un desagradable incoveniente que causó más tragedias en lugar de vengar otras.
El hijo del cocinero llevo a cabo su ataque montado en el Wyvner, sin la compañía del brujo, ingresando al volar por encima de los muros que resguardaban al castillo.
Su aparición causó alboroto y, por eso mismo, se condenó al fracaso. Tras el escándalo, la desarrollada fuerza militar del reino no se demoró en tomar sus posiciones de combate, atacando al Wyvner y a su jinete.
El plan de nuestro protagonista había sido meticulosamente trazado con ayuda del brujo. Entraría volando, descendería en la plaza frente al castillo y entraría montando al dragón venenoso hasta los aposentos del rey. Dejaría un rastro de mortandad tras de sí la letal criatura, pero el hijo del cocinero confiaba en que las armaduras los preservaran de la muerte segura.
Lamentablemente, los planes de nuestra leyenda se cayeron por la borda cuando los arqueros le prendieron fuego a sus flechas y dispararon a diestra y siniestra.
Los Wyvners eran criaturas peligrosas, pero todos tienen una debilidad y, en este caso, era el fuego. Ninguna criatura piede ser inmortal y una de las pocas formas de acabar con un Wyvner es con fuego, ya que el veneno que rodea al dragón es altamente inflamable y puede acabar con el reptil rodeado en brasas.
El compañero de Orión no se demoró en despertar su espanto, agitando sus alas despavorido en un vuelo irregular. Los planes se iban por la borda y también lo hacía el hijo del cocinero porque, en una sacudida que dio el Wyvner, comenzó a caer desde el cielo hasta el duro suelo.
Escuchó gritos, también pasos y un zumbido que parecía eterno; pero no fue capaz de distinguir ni una sola palabra de parte de nadie. Antes de hundirse en una realidad donde prevalecía el negro, distinguió a su dragón lanzar un ataque y desaparecer de regreso en el bosque. Orión iba a morir.
Pasaron días antes de que el hijo del cocinero volviera a estar consciente, su vida había sido salvada solamente para poder ser arrebatada por el rey mismo.
Sus días de ausencia sirvieron para que en el pueblo comenzaran a rumorearse las primeras historias sobre el hijo del cocinero que luego se transformarían en su propia leyenda. El rey podía querer matat al chico, pero él ya era inmortal en las memorias de todos sus súbditos.
Orión permaneció días en su celda antes de que comprendiera el propósito por el cual lo mantenían cautivo y con vida, además de preocuparse por su buen estado físico. Implementaban en él el mismo método que hacían con el ganado para luego asesinarlo.
Aprovechó su extenso tiempo para una actividad poco saludable: incrementar su odio hacia el rey a través de las memorias de su pasado.
La primera vida de su familia que había tomado fue la de su madre, cuando él era apenas un crío. El rey había intentado seducirla con todos sus encantos, a pesar de ser una mujer casada y con un hijo; pero sus esfuerzos fueron en vano, tras lo que intentó violarla a como diera lugar, recibiendo una cortada en su rostro que lo acompañaba por el resto de su vida. No se demoró en inculparla de un robo jamás cometido, ordenando que le cortaran ambas manos para luego mantenerla cautiva en los calabozos donde, tiempo después, falleció por la infección de sus brazos sin manos.
Pero el rey no pareció satisfecho con acabar de a poco con la vida de la mujer y procedió a encargarle los más extravangantes manjares al cocinero, siendo este castigado si alguno no era de su agrado. Fue acabando con su alma y espíritu con lentitud hasta que sus acciones culminaron al sentenciarlo a la muerte tras el envenenamiento de su querido hijo.
El hijo del cocinero había logrado permanecer intacto de las garras del rey durante toda su vida hasta el momento de su huida. Si ayudaba a su padre en la cocina, este no permitía que el rey se enterara; si olvidaba pulir uno de los candelabros de oro, otro sirviente lo cubría; y si llegaba a dejar un poco de excremento en los establos, el jardinero se apresuraba a ocultarlo en su abono.
Mas es imposible permanecer oculto para siempre y ya había llegado el momento de Orión para ser consumido por la crueldad del rey. Ahora permanecía cautivo bajo su estricta vigilancia y el rey planeaba arrebatarle la vida luego de elevar sus expectativas de vida.
El hijo del cocinero estaba encarcelado en la celda más recóndita de las mazmorras, no tenía más interacción social que el escuchar a los guardias platicar sobre los preparativos para el Festival Mítico, una celebración en honor al pueblo de las hadas.
*«Deben estar esperando hasta el Festival»*, pensaba Orión. *«De seguro mi ejecución será la actividad principal»*.
Su vida diaria se había limitado a escuchar los cotilleos de los guardias y en pensar distintas maneras de morir, debatiéndose entre cuál sería la más memorable. Si iba a tener que morir, no pensaba permitir que fuera de una manera mediocre y común; debía quedar en la memoria de todos los aldeanos.
La monotonía de su obsesión creciente por la muerte se vio interrumpida cuando por fin, en la clandestinidad de la noche, se presentó el príncipe Ryker en su celda, sin más compañía que la fantasmal luz de una vela.
—Yo no lo maté.
Esas fueron las primeras palabras de Orión desde su encierro. Su voz sonaba calmada y segura, sus ojos estaban ocultos en la penumbra de la noche y sus pensamientos giraban entorno a la muerte.
—Lo sé —fue su respuesta—. Tampoco lo hizo tu padre.
Luego de eso, se escucharon pasos por los pasillos y Ryker se vio obligado a apagar su vela y a desaparecer en el mismo sigilo en el que había apatecido. Un encuentro breve que no pudo haber sido más significativo.
Hasta el momento, el hijo del cocinero había estado convencido de la responsabilidad de su padre sobre el asesinato del príncipe Clyd, por lo que la afirmación de Ryker lo desconcertó en gran medida. Había llegado hasta allí para matar al rey y así vengar a su padre, tenía un gran cargo de conciencia por haberle dado la espalda y ahora se enteraba de que sus deseos de vengarlo estaban más justificados de lo que pensaba.
El hijo del cocinero se sorprendió al ver la desesperación con la que esperaba una nueva aparición del príncipe Ryker. Él no sabía decir cuanto tiempo estuvo a la espera ya que el día y la noche no pasaban por los calabozos, pero le pareció como si la mitad del resto de su vida se hubiera ido en el silencio de la soledad.
Su Alteza se hizo presente tres noches después del primer encuentro y, a partir de entonces, sus visitas se volvieron constantes. Ya no acudía con una vela que guiara su camino; el débil crepitar de la llama, las fantasmagóricas sombras que proyectaba en las paredes y el tenue hilo de luz que desprendía de sí un aroma en particular podían delatar su presencia en los lugares y hora en los cuales él no debía estar presente.
—Yo... abandoné a mi padre —contó en un murmullo cuando sintió la presencia del príncipe tras los barrotes—. Estaba en los establos y la noticia llegó a mí.
Ryker permaneció en silencio, como si no estuviera ahí presente. Habían muchas cosas que quería decirle, ansiaba contarle por qué había estado en el bosque el otro día, necesitaba confesar la verdad; pero sabía que aún no era su momento, esa era la oportunidad de Orión para contar todo lo que cargaba en su interior. El hijo del cocinero se desahogaría para llegar libre a su muerte.
Cuando el príncipe pensaba que el alba estaba cerca, rozaba la piel del prisionero y se iba en silencio, justo como había llegado.
Así fue como, noche a noche, el hijo del cocinero le confió al futuro rey su verdadera historia. La primera vez que la leyenda fue relatada, fue por los labios del mismo hijo del cocinero, sin que este llegara a sospechar lo que sus palabras significarían en un futuro.
—Lo amaba —terminó por confesar Orión la noche en la que concluyó su relato—, pero era un idiota.
La respiración del príncipe se cortó por un momento ante su confesión. Él ya había avistado en el hijo del cocinero una muestra de mayor aprecio hacia su hermano, pero le dio un escalofrío el escuchar sus sospechas vueltas una realidad.
De repente, un odio parcial lo invadió. No lo odió por llamar idiota a su difunto hermano, porque eso no se podía debatir; lo odiaba por haberlo amado cuando Clyd no le prestaba la menor atención.
Finalmente, Ryker rompió su silencio.
—Yo te busqué.
Orión no se sobresaltó cuando escuchó por fin la voz del príncipe, tampoco le intimidaba su presencia; después de compartir toda su infancia junto a él, el título de príncipe perdía peso en él. Su próxima muerte también lo volvía más relajado.
—Jamás dejé de buscarte, nunca perdí la esperanza de encontrarte —siguió hablando—. Por eso estaba ese día en el bosque, por eso estoy aquí ahora.
—Después de todos esos mese... ¿no pensaste que estaba muerto? ¿No pensaste en vengar a tu hermano?
—¡Olvídate de ese bastardo! —vociferó Ryker, con riesgo de ser descubierto—. Siempre odié a Clyd, lo tenía todo; el aprecio de mis padres, la corona, la atención, a ti... yo solo tenía el cariño de tu padre, y murió por mi culpa.
El príncipe era un terremoto desatado, sin control sobre sus emociones y desatando sus más oscuras memorias.
Orión permaneció en su silencio. Su turno de hablar había acabado, él ya era completamente libre; ahora le tocaba a Ryker.
—Yo maté a Clyd —confesó—. No fuiste tú, tampoco tu padre; fui yo.
A pesar de que el hijo del cocinero ya se encontraba en paz con sus males interiores, no pudo evitar jadear ante aquella tan fuerte confesión sobre el hecho más importante de su vida.
El hecho más importante después de haber encontrado el huevo de Wyvner, después de que este naciera... después de que este huyera y lo abandonara, llevándose con él un gran pedazo de su alma.
El príncipe expulsó todos sus sentimientos, hasta el más oscuro y secreto, revelando sus motivos para envenenar a su hermano.
Lo envidiaba y lo odiaba, por culpa de Clyd él no había podido tener el afecto de Orión, ni el de sus padres, ni el de su reino. Todos amaban a Clyd y eso enfermaba a Ryker.
—¡Lo envenené porque te amaba, Orión! —exclamó por primera vez el futuro rey—. Maté a mi propio hermano porque no pude conseguir tu atención —murmuró con la frente apoyada contra los fríos barrotes que lo separaban de aquel que siempre había amado en secreto.
El hijo del cocinero no sabía cómo responder a una confesión de amor, menos a una que provenía de aquel que había llegado a ver solo como un conocido cercano, a veces se atrevía a llamarlo amigo.
Si hubiera sido otro tiempo y otras circunstancias, pensó Orión, tal vez sí hubiese podido responderle.
—Moriré —fue lo único que pudo contestar.
—Eso ya lo sé —se levantó—. Pero existe otra alternativa y la conoces. Yo soy el culpable de todo, estoy dispuesto a hacerlo —y se fue.
Orión se quedó en silencio en la oscuridad, por supuesto que conocía la alternativa de la que le habló Ryker, pero no sabía si estaba dispuesto a cogerla.
Entre las leyes que regían al reino desde antaño se encontraba una en particular que dictaba una salida a la sentencia de muerte, mas para Orión el precio significaba perder su dignidad.
Si alguien se ofrecía para cumplir la condena de muerte de un prisionero, el rey estaba obligado a aceptarla. Sin embargo, el bandido original no queda libre por completo ya que debía cumplir otro castigo; le arrancaban los ojos, condenándolo a una ceguera eterna, y lo desterraban a las montañas del este.
El hijo del cocinero estaba a punto de redefinir su destino.
Ryker no volvió. Orión pensaba que debía estar preparándose para afrontar a su padre y anunciar su decisión de sacrificarse por el rufian que era acusado de traición a la corona en dos ocasiones, intento de asesinato y cómplice de la muerte del príncipe Clyd.
A quien sí volvió a ver antes del día del festival a las hadas fue a alguien que casi había olvidado: el brujo Vaughn.
El viejo brujo no había intentado contactar con Orión desde que se despidieron por última vez antes de que el joven volara por sobre los muros del reino e intentara vengar a su padre. No había intentado liberarlo, tampoco prolongar su vida; no había hecho nada.
El brujo barbudo apareció antes de que se apagara el fuego de las antorchas, apareció en la celda de Orión como un ratón y volvió a su verdadera forma cuando estuvo en la esquina más alejada de la luz de las antorchas.
—Me abandonaste —fue la frase con la cual lo recibió el hijo del cocinero.
—Ese siempre fue el plan, niño.
El hijo del cocinero no se sorprendió al escuchar aquella respuesta, lo sospechaba; mas aún así le dolió en el interior, se sintió engañado y solitario.
—¿A qué has venido, entonces? Lo único que te importaba era el Wyner.
—Vengo a ofrecerte ayuda, no soy una persona tan despiadada como puede parecer.
El brujo extrajo de entre sus mantos un pequeño frasco lleno con líquido de un violeta oscuro. Le explicó que era veneno del Wyvner, le dijo que si lograba empapar aunque sea la corona del rey con él, le causaría una muerte instantánea.
—Pero, ¿por qué?
El brujo suspiró y se sentó junto a Orión en el angosto y rústico camarote que tenía como cama. Estaba viejo y se cansaba con rapidez, ya no era el mismo brujo intrépido de antes.
—Mi especialidad no es la magia, niño, no soy un brujo forastero —comenzó a explicar—. Soy un criador de dragones.
Le contó sobre las criaturas que criaba en distintas tierras, ya sea en montañas o refugios marinos; todas sus fortalezas estaban escondidas con escudos mágicos que un brujo amigo le ayudó a montar.
El Wyvner era un dragón único y no podía perder la oportunidad de adquirirlo, se había enterado de que un huevo misterioso apareció en el bosque; pero llegó tarde y Orión forjó un vínculo con la criatura mística. Si el hijo del cocinero se hubiera topado con un huevo de dragón corriente, el brujo lo hubiese adoptado como discípulo.
—Y ahora, de una forma u otra, morirás —dijo—. Y necesito que mueras para controlar a la criatura. Tengo mis principios y no quiero que tu vida sea un vacío, te doy la oportunidad de vengar a tu padre.
Se escucharon pasos por el pasillo, apagarían las antorchas.
—Fue un gusto conocerte, hijo del cocinero.
Se convirtió en una rata y volvió a escabullirse fuera de la celda, del castillo y del reino.
El día de la ejecución llegó y todo oo heroico que podría tener el hijo del cocinero se derrumbó.
Ante la cercanía de su muerte, Orión se volvió débil y su obsesión por la muerte pareció esfumarse. Se había decidido a aceptar la oferta de Ryker, aceptaría el exilio en las montañas.
Pero el anuncio jamás llegó y se encontró caminando tras el rey entre la muchedumbre de plebeyos que acudían a ver su ejecución. No vio a Ryker, tampoco a Vaughn; solo llevaba el pequeño frasco con el veneno más letal jamás conocido.
Llegaron a la plaza principal, el rey frente a él.
—¿Cómo prefieres morir, asqueroso bastardo? —preguntó el rey con una gran sonrisa.
—Dando la cara al rey cobarde —respondió.
Lo pusieron de rodillas, cara a cara frente al rey. Le alcanzaron la espada al hombre más importante de esas tierras y antes de que pudiera atravesar al hijo del cocinero, este extrajo el frasco y lo rompió... contra su propia mano.
Prefirió morir por su propia mano antes de permitir al rey acabar con toda su familia, ahora Vaughn podría encargarse de su criatura, ahora ya no le importaba nada.
Pero esta es solo una versión.
Algunos dicen que el rey reclamó su vida sin piedad, otros que una luz azul lo envolvió y fue salvado por las hadas. Muchas son las versiones, pero solo una la verdadera.
En un principio, dije que esta era la más brutal, ¿lo recuerdas? Eso no era porque la sangre abundara o la guerra lo arrasara todo; es la más brutal de todas las ya contadas y por contar porque es la verdadera. La verdad siempre será más despiadada que la fantasía, sin excepciones.
¿Cómo puedo estar seguro de la verdad? Lo sé porque el mismo Orión me lo contó, porque yo vi su muerte con mis propios ojos desde una torre donde me encerraron por clamar ser asesinado en el lugar del hijo del cocinero, porque por mí sucedieron todas las tragedias en su vida.
Aún me persigue la última mirada que dio Orión al castillo. Yo estaba lejos de él, pero pude notar decepción en su mirada. Él murió pensando que era un mentiroso, un traidor más, y se marchó sin perdonar a quien lo amó.
Esta es la leyenda del hijo del cocinero, una verdad que ha sido tan contada que se convirtió en un cuento de fantasía. Pero es la historia la más desesperada realidad de la que yo mismo fui partícipe.
El antiguo rey prohibió hablar de él por su nombre. Pero ahora yo, Ryker, soy el rey y devuelvo la verdad a la luz.
Y lo que dice un rey, es la verdad.
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