Capítulo 54
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CAPÍTULO 54
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Mi pecho palpitaba con fuerza, mientras mi mente intentó aferrarse a algo que se me había escapado.
Sentí como si el mundo comenzara a dar vueltas, pero luché contra la sensación, abriendo los ojos.
Me encontraba en mi dormitorio, con las paredes claras destacando que era temprano en la mañana. Sin embargo, algo no estaba bien. Mis músculos protestaron cuando intenté moverme, una sensación de pesadez y agotamiento me invadió por completo.
Noté con sorpresa que estaba vestida y sucia, con arena sobre el colchón. Tan parecida al carbón, incluso había teñido la sábana.
Recordé mi visita a la vieja estación. Sin empargo, ¿qué ocurrió después? Mamá me regañó por dejar la puerta abierta, así que la suciedad debía ser producto de todo eso.
Pero no hay nada más.
Mientras buscaba mi teléfono, noté que algo estaba mal con el aparador, inclinado y con una pata rota. Al final, no lo encontré por ningún lugar.
Con una extraña sensación de vacío en el pecho, mareada y con un potente dolor en la cabeza, me tambaleé hacia el baño, donde me invadió la necesidad de echarme a llorar sin razón aparente.
Tomé una ducha rápida. Al abrir mi armario, encontré una prenda que, antes de que pudiera examinar su forma, se deshizo en arena negra, similar a la que hallé en mi cama.
La situación me sobrepasaba. Sin comprender por qué, me encontraba temblando. A través de una exhalación, comprobé que mis ojos se habían llenado de lágrimas. Acabé agitando la cabeza, tal vez se trataba de un ataque de pánico, solo que nunca había sufrido de eso.
Me vestí rápidamente y corrí por la casa buscando a mi familia, pero no encontré a nadie.
La angustia me oprimía el pecho mientras me desplazaba por cada habitación.
La visión de mi cocina hecha un desastre casi me hizo soltar un grito.
¿Qué había pasado?
Mi estómago, sin comprender la seriedad del asunto, emitió gruñidos, manifestando un gran vacío. Pero no era el momento ideal para preocuparme por ello, había algo más importante por solucionar: mi familia había desaparecido.
Decidí ir a la estación de policía.
Al salir de casa, tropecé con la familia de enfrente. Examinaban su buzón, sin comprender lo que pudo haber causado una gran abolladura, como si alguien la hubiera golpeado con un martillo. No me detuve mucho y seguí con mi camino.
Mientras recorría las calles, me crucé con otras familias, todas lucían desorientadas y confundidas. Parecía que no era la única que se sentía así. Algo extraño estaba ocurriendo en Port Fallen.
La estación de policía bullía con gente preocupada, clamando por respuestas ante las desapariciones repentinas. Un tablero en la entrada estaba lleno de imágenes de los desaparecidos, con espacio insuficiente.
Me abrí paso entre la multitud hacia el mostrador, buscando información, pero un anciano me detuvo, preguntando si necesitaba ayuda. Tenía la piel rosada y un gran estómago, al que un par de tirantes mantenían en su lugar. También llevaba el cabello rubio con rayos blancos, como si fuera la peluca maltratada de algún payaso. Además, poseía el accesorio perfecto sobre su hombro: un bonito titi con sombrero rojo que, al notar que le observaba, sonrió.
—Buenos días —cabeceé.
Me miró extraño. Ambos.
—¿A quién buscas?
—A mi familia.
—Ellos están bien —aseguró con calma. Introdujo las manos en sus pantalones bombachos y su estómago pareció crecer durante una fracción de tiempo.
—¿Los conoce?
Una voz familiar se alzó en el bullicio, repitiendo un «Lo siento» mientras se abría camino entre toda la gente. El oficial West, era un hombre alto y de piel morena. Tenía el cuerpo más trabajado que hubiese visto jamás en Port Fallen.
—Zara, ¿cierto? ¿También vienes a llenar un reporte?
—Mi familia... —Tragué saliva cuando su lamentable expresión se precipitó como ser apaleada con un bate en la cabeza.
—Lo siento, estoy solo en esto. El oficial que trabajaba conmigo desapareció hace casi un mes, la última semana de julio. Fue el primero de todas estas personas, y tampoco sé si esté relacionado.
Me sentí como si estuviera rindiendo una prueba para la que no había estudiado absolutamente nada.
—Pero si jueves ocho de agosto fue anteayer —señalé.
Me contempló preocupado.
—Hoy es martes. —Verificó su reloj de muñeca—. Veinte de agosto. Ni siquiera la magia puede hacer algo como esto.
Estaba segura que el día anterior había sido viernes 9 de agosto, la noche en que visité la vieja estación. Por primera vez me pregunté por qué lo hice sola. Además, ¿cómo fue que salté tanto en el tiempo? Los demás parecían estarse haciendo la misma pregunta.
El gran hombre que todavía se encontraba junto a mí, soltó una carcajada casi insonora. Miró de reojo al policía y declaró: «La magia existe». Luego, habló sobre la leyenda del Circo de la Muerte, explicando cómo una presentación hipnotizadora sumió a todos en un sueño lleno de sombras y espantajos el sábado 17. Después, narró el episodio del Spits Fire en la vieja estación y el encuentro en el faro el lunes, donde todos fueron absorbidos por el arco de la muerte. Concluyó que estaban preocupados por personas que probablemente se encontraban disfrutando de la fiesta ahora mismo.
El silencio se hizo en la sala. Todos habían prestado atención al relato del anciano con pelos resecos.
—Bien. Eso suena... Fascinante... —El oficial pasó junto al mostrador, hablando con nerviosismo—. Señor, le traeré una silla, para que tome asiento y descanse un poco.
—Me acaba de llamar viejo loco, ¿o no, Mango? —Su mono sonrió, como si hubiera entendido todo. Quizá sí estaba igual que una cabra.
El sonido de una radio regresó mi atención al oficial, a su figura detenida poco antes de cruzar la puerta.
«Calle Fray y Mastine. Los encontramos. Están en la feria. Repito, los encontramos en la feria».
Todo tipo de miradas esperanzadas cruzaron en el lugar, elevando murmullos.
¿Había tal cosa?, ¿desde cuándo?
Con irritación, el oficial West le dio un puñetazo al mostrador, capturando la atención de todos en la estación, y haciendo chillar al primate que jaló las greñas de su dueño.
—¡Por favor, señores, conserven la calma!
—¿Qué está pasando? —preguntó una mujer desde el fondo—. Al despertar, todos se habían evaporado.
—También escuchamos hablar del suicidio. ¿Es cierto que tiene algo que ver? —La mujer junto a la anciana preguntó más calmada, aunque sus piernas delataban su ansiedad.
El oficial, colocando los brazos sobre su cintura, se vio obligado a responder:
—Es cierto. En la mañana, encontramos el cuerpo de un hombre en la secundaria Fallen. Pero no hallamos más que tiras de tela y un muñeco quemado junto a él. Era el dueño de la feria.
Hubo murmullos de espanto e incredulidad.
—Además, la noche del domingo, ocurrió un incendio en la antigua estación, escuchamos a los bomberos. ¿Todo está vinculado? Acaba de mencionar que el muñeco estaba quemado —señaló un hombre.
No recordaba ningún evento del que la mayoría parecía coincidir.
—Por ahora, no podemos concluir ni especular más. Deberán esperar por las respuestas un poco más. —El oficial se apresuró a salir de la estación, seguido por mí, que aproveché la oportunidad para escapar de toda esa gente.
Cruzamos la calle hasta su patrulla.
—Necesitamos más personal. Nunca sucedió un evento de tal magnitud —dijo para sí mismo, abriendo la puerta del piloto—. Anda, sube. No tienes quién te lleve, ¿verdad?
Asentí, y al cerrar, aceleró la patrulla.
El policía se limitó a permanecer en silencio a lo largo del camino. Al llegar a la feria, vimos a muchas personas dando vueltas, con rostros pálidos y llenos de confusión.
Avanzamos con la patrulla entre la multitud, observando los estragos dejados a nuestro paso. Los puestos de las tiendas estaban destrozados, como si una fuerza descomunal los hubiera arremetido. La rueda moscovita yacía esparcida en fragmentos por el suelo, recordando a un naufragio en tierra firme. Al final del recorrido, la carpa del circo se alzaba rasgada y el escenario junto a las butacas se encontraban fragmentados, como testigos mudos de un caos repentino.
—Esto es imposible —comentó, asombrado.
Todo me resultó familiar y recordé algo.
El viernes, tuve un accidente con Natale. La visita a la feria con mis hermanos, y luego... desperté.
Evidentemente tenía un gran vacío en la memoria. Y si quería creer en las habladurías de ese anciano en la estación, todo parecía estar enlazado a este lugar.
El oficial me sacó de mis pensamientos con un susurro, señalando el caos que nos rodeaba mientras bajábamos del coche patrulla.
—Hace poco todo esto estaba intacto.
Un grito rompió el caos. Mi familia completa apareció entre la multitud.
—¡Eh, Goliat! —Vincent avanzó, con la evidente intención de que todo el mundo lo escuchara.
No me importó.
Corrí hacia ellos, sin pensar, y los abracé con fuerza, emocionada por verlos. Como si hubiera estado sin su compañía durante meses, en lugar de tan solo una hora aproximadamente.
—Estás... ¡Oh Dios mío, estás llorando! —exclamó Vincent, sorprendido.
—Cierra la boca, bestia. ¡Estaba preocupada! —respondí, tratando de disimular mi emoción.
Pronto los gemelos se envolvieron en una conversación animada, pero algo en mí se sentía extraño, no solo por expresar mis sentimientos abiertamente. Creí que la preocupación se marcharía al verlos a todos a salvo.
¿Qué me estaba pasando?
Seguí llorando, incluso cuando mamá, con remordimientos, se disculpó por haber desconfiado de mí, conmoviéndome e importándome poco lo que pudo haber sucedido entre nosotras. La quería a pesar de todo.
Sabía que, en medio de la incertidumbre, lo más valioso era el amor y la conexión que compartía con mi familia. Eso, debería haberme ofrecido consuelo, sin embargo, el doloroso sentimiento que aún latía en mi pecho me refrenaba.
Aunque habían pasado diez días y Port Fallen parecía haber recobrado su rutina habitual, habiendo superado la evidente amnesia temporal que habíamos sufrido todos, quizá empecé a creer un poco en los relatos de algunos, sobre ser un puerto maldito y todo eso.
Por otro lado, la incomodidad en mi pecho no cedía. Incluso a veces me costaba respirar con normalidad.
Cada noche, la oscuridad invadía mis sueños con imágenes sombrías y deprimentes, de las cuales no recordaba nada al día siguiente. Pero sin lugar a dudas, la humedad en mi almohada me dictaba que había perdido algo importante.
Esta mañana, aguardé hasta las diez para levantarme, y me negué a que mamá me acompañase. Hoy la darían de alta. Solo esperaba no llegar tarde.
Al entrar en la habitación de hospital, una fuerza me arrastró casi de inmediato. No estaba preparada, por lo que mi espalda golpeó el muro que se encontraba detrás.
—¡Zara! —exclamó, mientras la pareja de adultos con la que residía en este país nos observaron sorprendidos. Me quedé inmóvil, incómoda por el abrazo, pero Natale sonrió al apartarse—. ¡Gracias por salvarme! ¿Pensaban que Zara intentó asesinarme? Ya se los dije, ¡fue un accidente!
Enganchó su brazo con el mío y se acercó lo suficiente para que solo yo la escuchara decir:
—Están preocupados. Cuando abrí los ojos no dejaba de hablar tonterías. Pensé haber visto que las cosas se movieron solas, quizá si fue un poco ridículo. Pero estoy segura que no fuiste la culpable.
No pude evitar el escalofrío que trepó por mi espalda.
—Siento mucho haber creído que serías capaz —se disculpó la señora, e intenté sonreír, pero debió parecer una mueca.
La puerta se abrió y, al mismo tiempo, un muchacho alto y de presencia imponente entró, lo que provocó que Natale se distanciara de mí.
—Zara, él es Nil, mi novio. También es extranjero y gimnasta. Estudia Gestión Deportiva en la universidad de Port Flowery.
Me quedé boquiabierta. Su apariencia me recordó al muñeco Ken de Barbie. Por alguna razón, mi mente lo retrató como un repartidor de volantes atractivo y persuasivo.
—Hola —saludé.
—¿Qué tal? —respondió Nil, tomando la mano de Natale.
—Te llevaremos a casa. Estoy en el auto —dijo el hombre, y agradecí.
De camino, Natale y Nil conversaban animadamente. Sin embargo, algo en su interacción me hizo sentir incómoda. Hice todo lo posible para darles privacidad, pero éramos los tres en la última fila del auto.
—¿Hablas en serio?
—Te lo juro. Pasé toda la tarde del lunes en casa, y el martes desperté con la ropa quemada.
—Pero, ¿estás bien?
—Ningún rasguño —aseguró.
Una vez el coche aparcó en frente de casa, Natale se las ingenió para bajar y abrazarme de nuevo.
—Perdona, por mi culpa debiste pasar un mal rato. Pero lo aclararé. Somos amigas, ¿verdad?
Asentí, ella volvió a despedirse animadamente y contemplé el auto hasta que lo vi perderse al final de la vía.
Me sentí abatida por mi incapacidad para mostrar más entusiasmo. En los últimos días, incluso llegué a cuestionar si me encontraba atrapada en un sueño, sin poder despertar del letargo emocional que me embargaba.
Crucé la calle y en la puerta tropecé con una caja. Un obsequio.
La envoltura era de un rojo íntegro, al igual que la cinta que lo adornaba. Entonces, no entendí por qué el inquilino en mi pecho acabó dando un latido de más.
Me incliné para levantarlo, y tomé asiento en las escaleras del pórtico.
Desaté la cinta, y las paredes del obsequio cedieron con suavidad, descubriendo una caja rectangular, de color oscuro perlado, adornada con grabados y cuerdas que conectaban flores y estrellas.
Al levantar la tapa, encontré una muñeca suspendida de un trapecio, balanceándose sobre un suelo de blanco y rojo. Era una caja musical, pero a pesar de los engranajes en movimiento que se podían ver a través del frente, no producía ningún sonido.
—¿Zara? —Di un salto hacia la puerta. Mamá se acercó y tomó asiento junto a mí, con la mirada en el objeto sobre mis piernas—. Es bonita.
—Pero parece estar dañada.
La tomó entre sus manos, echando un vistazo.
—Yo la veo bien —reveló, y levanté una ceja con incredulidad. Debía estar bromeando. Se suponía que las cajas musicales, por definición, emitían música. Pero esta no. Tampoco tenía una palanca o botones de ningún tipo—. Te la dio alguien, ¿un amigo?
—La encontré aquí. —Señalé hacia la puerta y mamá examinó alrededor.
—¿Alguna tarjeta?
—No había remitente.
—Se habrán equivocado.
—No —respondí sin pensar y me miró.
—¿Cómo estás tan segura?
—Yo... No sé.
—La llevaré mañana a la oficina de correos. Quizá reconozcan el error —dijo, poniéndose de pie. En ese momento, sentí una sensación desagradable atravesarse en la garganta—. En el mejor de los casos, tal vez la conserves.
—¿Qué? —Era extraño que propusiera algo así.
—Probablemente esté mal, pero es la primera vez que te veo sonreír desde que... —Suspiró y confundida la miré—, vamos juntas y así salimos de dudas.
—De acuerdo.
—Te amo. —Besó mi sien—. Ahora entremos a preparar algo con los chicos, te han estado esperando.
—¿Sí? —Me puse de pie, limpiándome la retaguardia.
—Lo que sea que pasó en esa feria, parece haberles sentado bien. Ya no quieren separarse de ti.
Hice una mueca y ella soltó una carcajada. Últimamente, estaban mostrando un nivel de protección excesivo.
Nadie lo reclamó.
Después del colegio, pasamos por la oficina de correos, pero ni siquiera reconocieron haber entregado el paquete, pues en un comienzo no lo habrían dejado de no tener un remitente, así que mamá sugirió que me lo quedara.
De camino a casa en el auto, cuando el semáforo se puso en rojo, abrí la caja una vez más, curiosa por su significado. Gesto que he repetido varias veces a lo largo de las últimas horas.
—La melodía es hermosa —dijo mamá, y poco después empezó a tararear. Era una tonada dulce y armoniosa. Su voz flotaba suavemente en el aire, como un susurro delicado que acariciaba los sentidos.
—¿La conoces? Nunca oí nada parecido. —Por un momento pensé que me estaba tomando el pelo.
—Creo haberla escuchado alguna vez, hace mucho tiempo. Solo que no recuerdo... —No terminó la frase, algo visto a través del parabrisas capturó su atención—. ¿Eso es una luciérnaga, a esta hora de la tarde?
Seguí su mirada y, tal como señalaba, había un ser diminuto que parecía fuera de lugar en medio del tráfico y la multitud de personas. Y lo más importante, se suponía que no brillaban con la luz del sol presente.
—¿Zara? ¿Adónde vas?
Ni siquiera me di cuenta de que estaba bajándome del coche hasta que escuché su pregunta.
La presión de los autos detrás aumentaba con el insistente sonido de las bocinas, y era difícil concentrarse lo suficiente para encontrar una respuesta en ese momento.
Fingí no haberla escuchado y, siguiendo el compás acelerado de mi corazón, perseguí a la luciérnaga con pasos más rápidos, hasta que se detuvo frente a una reja de metal.
La vieja estación.
Aunque en circunstancias normales habría retrocedido hacia casa, en esta ocasión, la atracción por lo desconocido me impulsó a seguir adelante, ignorando las voces de duda en mi mente.
Con cautela, empujé la puerta oxidada de metal y entré.
Me encontré inmersa en un escenario surrealista. Ferrocarriles abandonados y maleza crecían entre de los contenedores. Además, la luciérnaga se materializó entre el grupo, iluminando el camino más de lo posible hasta desvanecerse en frente de una infraestructura larga que me llevó a preguntarme cómo llegó un ferrocarril casi intacto a un lugar así.
Avancé entre las filas de contenedores blancos, cuyas paredes estaban adornadas con vívidas pinturas circenses que parecían cobrar vida ante mis ojos. Cada ilustración era una obra de arte detallada y realista, con personajes que saltaban de los muros y parecían invitar a adentrarse en su mundo.
En las pinturas, había una joven de cabello malva y ojos oscuros, con una camiseta blanca rasgada y un puñal en mano, llamó mi atención junto al contenedor "Procyon". Más adelante, dos hombres jóvenes, "Vega" y "Capella", vestidos de manera extravagante, capturaron mi interés. Otro mural mostraba a un hombre recostado cómodamente en una fina cuerda, "Rigil Kentaururs", y más adelante, un retrato de "Arturo" con un enterizo blanco y rojo. Luego, un contenedor con la palabra "Achernar" y, de pronto, la figura de un niño formada por luciérnagas apareció de la nada, señalando una dirección especial.
—Imposible. —Cada vez me convencía más que era un sueño.
«Vamos», agitó sus manos, y dudé por un momento. Luego, giró sobre sus talones y, al enfrentarme de nuevo, mostró dos objetos que podrían parecer insignificantes, pero mi corazón los recibió de otra manera.
Dio un par de saltos con ánimo, luego golpeó su sombrero con el bastón, y mariposas luminosas salieron, precipitándose hacia mí. Sus aleteos en mi cara me causaron cosquillas.
Ningún truco de magia superaría ese.
No me importaba si era un sueño, tampoco estaba asustada, sino todo lo contrario, así que lo seguí lejos del ferrocarril, pero tampoco nos alejamos demasiado. Pronto nos encontramos junto a un contenedor descarrilado, cubierto por vegetación.
—Canopus —leí escrito en una de las paredes, y un cosquilleo me recorrió desde los pies.
Después de abrir la cortina de enredaderas que cubría la única entrada, di un paso en la oscuridad del lugar sin vacilar. Debió parecerme importante evitarla, pero no lo hizo. En cambio, fue algo normal.
No experimenté miedo ni temblores, sino más bien una emoción, como si aquella oscuridad pudiera albergar algo precioso.
Las luciérnagas iluminaron varias zonas, creando una atmósfera mágica. El suelo estaba cubierto de flores y se encendió con cada paso que daba.
En las paredes y el techo, contaba una historia, la de un circo que sucumbió a la oscuridad, bajo sombras que se alzaban como espectros en la noche, donde la luz de las luciérnagas no alcanzaban a iluminar.
En sus telones desgastados yacían los ecos de un pasado glorioso, un lugar en el que la risa resonaba entre las carpas y los aplausos llenaban el aire.
Pero ahora, solo quedaban vestigios de lo que una vez fue. El eco de los gritos de alegría, reemplazados por el susurro inquietante del viento entre las grietas de los muros. Los actores que una vez hicieron reír a multitudes de repente yacían en la oscuridad, sus rostros pintados desdibujados por el paso del tiempo y el abandono.
La carpa principal, que una vez fue el corazón palpitante del circo, ahora se alzaba como un fantasma entre las sombras. Sus colores desvanecidos daban testimonio de la gloria pasada, mientras que los agujeros en el techo de lona dejaban pasar la luz de la luna, creando un espectáculo de sombras y reflejos en el suelo de tierra batida.
A mis pies, las flores se habían marchitado, y la imagen me desgarró el alma.
En medio de este escenario desolado, una figura solitaria se alzó, con el rostro oculto bajo un manto oscuro.
Aunque no podía verlo del todo claro, sabía que era real, no una el producto del juego de sombras recreado por las luciérnagas.
De inmediato se me comprimió la garganta.
Parecía el guardián de este lugar olvidado, el último custodio de los secretos que yacían entre sus ruinas. Sus ojos recorrieron cada rincón con una mezcla de melancolía y resignación, mientras las sombras danzaban a su alrededor, como recordándonos la tragedia que una vez se desplegó en la historia que parecía estar llegando a su fin.
Pero incluso en la oscuridad más profunda, aún quedaba un destello de esperanza. A sus espaldas, entre las sombras de los árboles sombríos, se vislumbra una luz tenue, como una estrella solitaria en la noche. Parecía la promesa de un nuevo amanecer, la posibilidad de que algún día, el circo volviera a brillar con todo su esplendor y la magia regresara a ese lugar olvidado.
Quería verlo mejor, sin embargo, las luciérnagas se habían aglomerado a mi alrededor, sumiéndolo en la penumbra.
«¿Eres real?», tenía la intención de preguntar, pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta. Fue entonces cuando un sonido a mis pies captó mi atención, llevándola al sombrero de copa alta que rodó hasta golpear la punta de mis zapatos y se quedó inmóvil. Lo contemplé durante lo que pudo haber sido horas, perdida en la intensidad de mis latidos, hasta que un carraspeo me hizo levantar la mirada hacia la sombra una vez más.
—Disculpa, estoy un poco nervioso. ¿Me lo devuelves?
Me agaché de inmediato. No había terminado de levantar el sombrero, cuando sus pasos lo acercaron a mí, y pude verlo de mejor manera, tanto que estuve a punto de dejarlo caer por segunda ocasión.
La quijada, sus labios...
Me enderecé, al tiempo en el que redujo la distancia que nos separaba casi por completo.
—Tú. ¿Por qué...?
«Me resultas tan familiar».
Tanto que dolía.
«¿Por qué?».
Miró sobre nosotros, al pequeño e insignificante agujero en el techo por el que se colaba un rayo de luz. Ni siquiera me había percatado en ello, hasta que su mano se alzó para tocarlo. El gesto me hizo contener el aliento. Casi estuve a punto de gritar... algo.
«¡Detente!»
Quise sujetarlo.
Pero me contuvo con su sonrisa. Era hermosa, pura y real. Sus dedos vacilaron bajo la delicada luz, como si estuvieran a punto de quemarse o le causaran incomodidad. Luego, jugaron un poco, rozando una melodía invisible en el aire.
De repente sentí la garganta seca.
Él tenía la piel pálida, como si hubiera pasado mucho tiempo desde la última vez que tomaba el sol. Quizá era de ese modo. Este contenedor; un espacio mágico, oscuro, y fuera de lugar, parecía haber sido su hogar durante un largo letargo.
—Después de tanto tiempo, la luz del sol se siente extraña —susurró.
—¿Quién eres? —Tuve que tragar saliva, porque la voz me traicionó en el primer intento.
Se remojó los labios, que sin lugar a dudas, y a pesar de la falta de luz, podría jurar que tenían un color cereza.
—Ashton. —Inclinó su cuerpo con elegancia al responder con un saludo cortés. Todavía de ese modo, sus ojos, de un increíble amarillo verdoso, me observaron detrás de la cortina de pestañas espesas, y luego sonrió—. Ashton Nilsen, sucesor de Stjerne Circus.
La familiaridad en sus palabras no pasaba desapercibida, sembrando semillas de confusión en mi mente.
—Tú, ¿me trajiste hasta aquí? ¿Por qué?
Su mano alcanzó el sombrero mientras se enderezaba, y creí haber visto al objeto desaparecer a sus espaldas, pero no estaba segura. No podía, ni quería apartar la mirada de él. Sentía que se desvanecería con el viento. Tenía miedo, porque después de las últimas horas, sus palabras parecían haberme devuelto la sensación de poder respirar.
—Fue parte de una promesa.
—¿Cuál?
«¿Cómo?»
Mi cabeza era un lío.
—Perseguir a mi estrella. La más brillante de todo el cielo, sin importar lo que sea. —Bastó un movimiento de su muñeca para que las luciérganas ascendieran hasta el techo, formándose como una galaxia.
Cada vez me resultaba más difícil salir del trance en el que cada acto mágico se volvía más surrealista.
—Pero tú estás... Tú eres... —Cerré los ojos, sintiendo una mezcla tumultuosa de emociones. Había tanto por decir, pero algo en mi mente se negaba a funcionar de manera correcta. Las palabras se atropellaban en mi cabeza, incapaces de formar una frase coherente que expresara todo lo que sentía.
Lo único que percibí con claridad fue la calidez de su tacto cuando sus dedos rozaron mi mano. Abrí los ojos lentamente, temerosa de descubrir que todo era solo un sueño. Pero él seguía ahí, tan real como la noche misma.
—Olvidaste traer el obsequio contigo. —Apretó mis dedos, luego acarició mis nudillos, y contempló nuestras manos con los labios entreabiertos, respirando profundamente. Parecía encantado y al mismo tiempo sorprendido por la sensación. A mí también me tomó un momento retomar el hilo y saber de lo que hablaba.
—La caja musical, ¿la enviaste tú? —susurré, recordando que la dejé en el auto con mamá.
—No importa. Puedo presentarme por segunda vez, y todas las que sean necesarias. Quiero contarte una historia distinta, una que termine bien.
—Ya nos habíamos conocido.
—Me acompañaste en mi infierno, y me salvaste. Así que vine a este, tu cielo. Si todavía quieres... Si aún estás dispuesta a... —Las palabras escaparon de sus labios con una mezcla de temor y esperanza. En ese momento, el vacío que había atormentado mi pecho durante días desapareció de golpe, como si la presencia de Ashton llenara cada espacio vacío dentro de mí.
Y fue más que suficiente.
—¿Me enseñarás ese truco? El que acabas de hacer con el sombrero —pregunté, tratando de desviar la atención de la intensidad emocional que amenazaba con abrumarme. Pero su respuesta, llena de ternura y complicidad, solo logró avivar las llamas de algo grande que ardía dentro de mí.
—Todos los que quieras —respondió con una sonrisa cálida, y en ese instante supe que había estado perdida, pero acababa de encontrar mi lugar en el mundo, justo a su lado.
—Zara. —La voz de mamá me tomó de sorpresa, y me volví de golpe hacia la salida. Las enredaderas se movieron suavemente con el paso de su cuerpo, mientras observaba todo con asombro. Luego, posó su mirada en Ashton y en nuestras manos entrelazadas.
Sentí su apretón en mi mano justo cuando dos personas más entraron. Solo reconocí a una de ellas.
—El loco de la estación y su mono —solté en voz alta. Nunca supe su nombre.
Una risa suave, como el viento en verano, me rozó la mejilla y me estremecí. Ashton sonreía, y en ese momento pareció lo más hermoso que había visto jamás.
—Elin. —El otro hombre llamó a mamá. Por un segundo pensé que se conocían. Él estaba a punto de lanzarse hacia ella, ya sea para tomarle la mano o darle un abrazo, pero el dueño del mono lo detuvo justo a tiempo. Aun así, lágrimas surcaron sus mejillas mientras repetía «Lo siento».
Se me cerró la garganta.
—¿Quiénes son? —pregunté, desconcertada.
—No es de los que causan buena impresión la primera vez que lo ves, pero es un buen hombre. Ambos —explicó Ashton. De pronto, tenía el sombrero dando vueltas sobre su mano libre, como si lo hiciera de forma inconsciente.
El anciano con el mono se golpeó el pecho, y su voz resonó con un eco del pasado.
—Mikkel Larsen —dijo, y luego señaló al otro hombre, cuyo nombre se quedó atrapado en su garganta.
—Larsen —repitió mamá, y en sus ojos danzaba un mar de emociones, como si los recuerdos se agolparan en su mente—. Suena igual que...
El hombre del mono suspiró, como si cargar con el peso del tiempo fuera una tarea abrumadora. Luego, con voz temblorosa, reveló una gran verdad:
—Ellinor Larsen era mi hija, y él es...
—Reidar Svendsen. Ellinor era mi prometida, aunque nunca llegamos a casarnos. —Parecía luchar con las palabras, como si cada una fuera un peso que llevaba sobre los hombros. Sus manos formaban un nudo tembloroso frente a su estómago, y su cabeza se inclinó en un gesto de saludo, disculpa y dolor.
Mientras tanto, la oscuridad que nos rodeaba comenzó a desvanecerse, revelando los rostros iluminados de todos. Me sorprendió ver la expresión de mamá; esperaba verla furiosa, lista para llevarme lejos de ese lugar de locos. Sin embargo, dio un paso hacia los hombres, deteniéndose en frente de Reidar para mirarlo mejor. Casi estuvo a punto de lavantar la mano y tocarlo, pero se contuvo a mitad del camino.
—Lo único que tenía era una fotografía y dos nombres en la reversa —comenzó a decir ella, con una mezcla de melancolía y esperanza en su voz—. Uno de ellos ni siquiera sabía cómo se pronunciaba, así que cuando la perdí, lo olvidé por completo... Svendsen.
Reidar parecía luchar por contener las emociones que amenazaban con desbordarse. Pero yo también estaba preocupada por la reacción de mamá, así que cuando intenté hablar, no pude. Me temblaban los labios.
Aunque nadie nos había proporcionado una explicación de lo que estaba ocurriendo, yo tenía una idea bastante clara. Habíamos escuchado a mamá y papá contar historias sobre su pasado, del orfanato en el que se conocieron.
—¿Estás dispuesta a escuchar la historia de un viejo arrepentido? —preguntó Reidar con humildad—. Aunque eso signifique no tener una segunda oportunidad.
—Esperé tanto por esto, por su regreso, que llegué a darme por vencida —confesó mamá con sinceridad—. Puede que sea ingenua, pero todavía hay una parte de mí que anhela conocer la verdad.
Exhalé como si hubiera estado conteniendo el aire, mientras los nombres de Mikkel, Mango, Reidar, Ashton, Procyon, Achernar, Rigil Kentaurus, Vega, Capella resonaban en mi mente como si los conociera de toda una vida, las estrellas más brillantes del cielo nocturno. No me di cuenta de que los estaba recitando en voz alta hasta que noté que todos me miraban.
—Sirio —pronunció mamá, que sostenía la caja musical entre sus manos, y no me había dado cuenta. Desplazó las yemas de sus dedos por los grabados con ternura. La tapa se abrió un segundo después, la trapecista empezó a dar vueltas y la música llenó el aire, golpeándome con un sinfín de recuerdos que estuvieron a punto de derribarme, de no ser por los brazos de alguien que me sostuvo firme, alguien que ya estaba a mi lado.
—Ashton —susurré, levantando la mirada hacia él como si tuviera resortes en el cuello, a veces viéndolo claramente en el presente, y otras en un estado más difuso, pero indudablemente... vivo.
—¿Me recuerdas? —preguntó con esperanza en sus ojos.
—¿Cómo es que tú...? —Mi mano encontró su mejilla cálida, y contuvo el aliento mientras se estremecía—. Estás vivo.
—Te hice una promesa, y voy a... —comenzó a decir, pero lo interrumpí recordando sus palabras de hace unos instantes.
—Contarme una historia distinta —terminé por él.
—Una que termine bien —asintió, con determinación en su mirada, y algo que por fin supe reconocer: amor.
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Aquellos que leyeron la primera versión notarán los cambios, pero la esencia permanece intacta. Agradezco enormemente su compañía hasta este momento una vez más. La historia de Ash y Zara siempre estará grabada en mi corazón, ya que fue la puerta de entrada a este mundo ❤️
Todavía me queda un par de material extra por subir, así que no ha terminado del todo.
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