Capítulo 42
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CAPÍTULO 42
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El espejo daba vueltas en el aire.
—¿Dónde está? Frey debe estar escondido en algún lugar. —Runa detuvo su desenfrenada búsqueda, y permaneció de perfil mientras ayudaba a Mango a trepar hasta su hombro—. Si el crío quiere jugar... —Situó la palma de su mano en dirección al piso y levantó el brazo. Mi bolsillo iluminó hasta los árboles más próximos.
Con la ayuda de la arena en el suelo, moldeó seis leones gigantescos. Todos ellos echaron a correr en diferentes direcciones, cubriendo gran parte del terreno, excepto el trayecto hacia donde nos encaminábamos: el faro.
Jadeé en mi empeño fallido por acallar el insoportable ruido de los graznidos que provenían de todas partes. Necesitaba paz en mi cabeza, así como también recuperar el aliento que los brazos de Ashton me robaban al sujetarme con tanta fuerza.
Vi dos manchas y parpadeé al creer que era obra de mi extenuada mente, pero se movieron de su sitio a gran velocidad. La reacción de Ashton me sacudió como a un trapo, e igual que cañonazos, nuestros nuevos atacantes se estrellaron contra el árbol que antes se encontraba detrás.
Froté mis ojos con angustia.
Cuando logré enfocar la imagen con nitidez, distinguí a dos diminutos individuos. Uno de ellos lanzó lo que parecían ser pinos de malabarismo al otro, quien los elevó tan alto como pudo. Acto seguido, el segundo flexionó las rodillas y su compañero aprovechó rápidamente el impulso para trepar sobre sus hombros. Los pinos cayeron en línea recta. Y en ese mismo orden, ambos nos los arrojaron con fuerza y rapidez. Pero Ashton ya estaba listo, así que nos apartó y terminaron golpeando las copas de varios los árboles.
—Runa —la llamé. Ella contemplaba la araña que descendía por el tronco vertical.
Me tensé e incrusté los dedos en los brazos de Ashton.
No podía ser posible. Esos horrendos animales, como tal, no existían en el mundo de las sombras. Entonces advertí que solo tenía cuatro patas, o, más bien, dos brazos y un par de piernas que ejecutaban vibraciones y se retorcían como si estuvieran hechas de goma.
—Es Arturo, el contorsionista. —Runa me miraba con preocupación. Ashton debió mencionarle algo en referencia a mi temor por las arañas—. Los pequeños son Vega y Capella, los malabaristas.
Los preparativos para su próximo lanzamiento estaban en marcha, con el contorsionista posicionándose para saltar sobre nosotros, así que no dejamos de movernos. Mientras tanto, los persistentes graznidos se intensificaban, acercándose con cada momento que pasaba.
A nuestros pies, los títeres mostraban una agitación creciente, empujándose entre sí para acercarse a Vega y Capella, los malabaristas, según Runa. Parecían ansiosos por unirse al juego de arrojar pinos, pero el temblor del suelo los hizo tambalearse como aprendices en sus primeros pasos.
Mi bolsillo aún resplandecía con intensidad, y pareció intensificar su luminiscencia. La risa suave de Runa me indicó que ella era la responsable. Desde el suelo se moldeó otro animal, más grande que los anteriores. Al alzar su larga trompa, su peso impactó contra la superficie más cercana, generando un sonido similar al de un tambor, y arena se espolvoreó por todas partes.
—¿Un elefante? —pregunté escéptica.
—Será mejor abajo. —Runa imitó mi voz.
—Mi plan no era quedarnos quietos —protesté.
Josef y Vincent, sin esperar demasiado, treparon por el lomo del elefante y tomaron asiento.
Poco después descubrí de dónde provenían los graznidos. Pude verlas. Pequeñas figuras cruzaban el terreno, rebotando como pelotas. Un solo salto bastó para elevarlos igual de alto que la copa de un árbol. No eran demasiadas, pero, de todas formas, estaban muy bien esparcidas.
Di unas palmaditas en el brazo de Ashton y señalé hacia el lugar para alertarlo.
Algunas se lanzaron sobre la sombra llamada Arturo, el contorsionista con apariencia de araña, y lo arrojaron al suelo. Al verlo ponerse de pie, confirmé que se trataba de la silueta de un hombre.
Las pelotas, que graznaban como aves, rebotaron en el suelo y empezaron a golpearlo. Aquel ser, una vez más, hizo uso de todas sus extremidades para no perder el equilibrio, recordándome a una detestable araña, solo le faltaban los pelos, pedipalpos, y... De pronto, echó a correr con todas sus extremidades en uso, y el pavor que me produjo verlo me estremeció.
Arturo se arrojó sobre los malabaristas. El fuerte impacto hizo que las sombras se fusionaran en una sola figura nueva, de la cual primero brotó una pata, y luego otras más. Al final, fueron ocho las que se clavaron en la arena como agujas. También tenía la cabeza y el tórax unidos, texturizados como si estuvieran cubiertos de pelos. Sus ojos eran perfectamente circulares, marcados como obsidianas. Y como si quisiera llamar aún más mi atención, el enorme abdomen en forma de gota se sacudió detrás.
Mis manos temblaron, y dentro del mismo segundo se me adormecieron las piernas. No supe en qué momento fue que también empecé a sudar frío.
Una araña gigantesca.
Era una proyección de mis miedos otra vez.
¿Cómo podría resolver mi conflicto con Ashton si la ansiedad me custodiaba ante cualquier indicio de temor? ¿Qué acciones podía tomar para confrontar uno de mis mayores miedos?
Un solo pensamiento, el de huida, invadió mi mente. Pero nada podía pasarme. Después de todo, Ashton estaba conmigo, y yo confiaba en él.
Una ola de calor surgió de la nada, haciendo que Runa soltara un grito y que todos tuviéramos que alejarnos.
La araña se consumió entre las tórridas llamas de un fuego ansioso por exterminarla. Así, ya no me parecía tan aterradora. Era vulnerable, igual que Ashton o Runa. Casi tanto como yo.
El crepitar se acopló con un nuevo chasquido que insistía cada medio segundo. No me gustaba. Me traía malos recuerdos.
—¡Ahí! —señaló Runa.
Entre los árboles, dos piedras chisporroteantes trazaron un sendero de luz, atrapando a uno de los leones de Runa en medio del fuego que solo ellas podían engendrar. Poco después, la luz que habían generado se extinguió junto con él.
—Tramposo —lo acusó ella.
Las piedras persistieron con su veloz recorrido. Frey debió arrojarlas desde algún lugar, y tendrían que volver a sus manos en cualquier momento. No andaría muy lejos, comprendí.
Las piedras sorprendieron al siguiente león, deshaciéndolo. Luego continuaron con su recorrido, en busca de los faltantes y eliminándolos uno por uno.
—¡Rápido! Hay que perderlos de vista. —Runa señaló con un gesto hacia el faro.
¿Qué haríamos al llegar? Según lo que había podido ver, Reidar y Mikkel no se encontraban por ningún sitio. Existía la posibilidad de hallarlos petrificados como estatuas.
El elefante usaba la trompa como un bate de béisbol para mantener los pinos de malabarismo lejos. Vincent sacudió a Josef de los hombros con emoción, y me preocupó que alguno se fuera a caer. ¿Cómo los llevaríamos de ser el caso?
Runa soltó una carcajada y me pregunté cuál era el motivo.
—Reuniste a todos tus pretendientes en el peor lugar. Las sombras te quieren muerta por su libertad, otro ansía mantenerte apresada y haciendo caso disciplinado a sus órdenes, y el último... —Escupió una risa amarga cuando volvió a mirarme—. Te quiere para sí mismo.
—Deliras —le hice saber.
A medida que avanzábamos cerca del suelo, el bosque se volvía cada vez más tétrico y sin fin. La sensación de haber perdido de vista a las sombras nos mantuvo alerta. Tampoco quedaba rastro del fuego.
—Tómalo por el lado gracioso: eres popular. —Runa no parecía querer callarse. Quizá fuera su nuevo intento por mantener mi mente ocupada, y de ser el caso, estaba teniendo éxito. Resultaba sumamente irritante cuando se lo proponía.
Las pelotas dejaron de graznar y se impulsaron tan altas como nosotros. Una pasó muy cerca de mi mejilla. Poco antes de caer, me miró y sonrió.
Se me erizó cada vello presente en mi cuerpo. Entendí que no se trataba de pelotas, sino de cabezas de muñecas talladas en madera. Eran similares a la que aún sentía quieta en mi bolsillo.
—Zara, Zara, Zara... —entonaron en unísono—. Algo tuyo me pertenece. Únete a mí. No te lastimaré. Zara, Zara, Zara...
Presentí que Frey sabía de Ashton. Estaría al tanto desde que escapamos de su casa árbol.
Mi bolsillo resplandeció con potencia, como nunca lo había hecho jamás.
Tuve que protegerme los ojos, así que lo único que aprecié fueron dos montañas de arena idénticas que emergieron del suelo, formando una boca deforma, pero bastante próxima a nosotros. Estaba conformada por lo que parecían espinas, pero también los colmillos de un engendro. Incluso tenía bigotes, y detrás de la coronilla sobresalían dos largas orejas como cuernos.
Sin lugar a dudas era un conejo terrorífico. El resultado de la oscuridad.
Ignoraba qué diablos tenían con los animales, pero este no era bonito en lo absoluto, y tampoco salía de ninguna chistera. Tan solo se dirigió a nosotros. Como una ola gigantesca con la clara intención de tragarnos.
Las cabezas de muñecas escaparon en dirección opuesta mientras gritaban mi nombre con mayor fuerza. Poco después, el hocico empezó a arrastrarnos igual que una aspiradora.
—¡No puedo cambiar de curso! —gritó Runa, moviendo sus extremidades en el aire como si nadara.
Sin consentirlo, nos encaminamos hacia el creciente hocico que parecía expandirse, igual que un universo propio, absorbiendo nuestra percepción del espacio.
¿Acaso éramos nosotros los que nos encogíamos, o era la magnificencia de la criatura la que nos hacía sentir diminutos? No podía discernirlo con certeza en medio de la monstruosidad que se desplegaba ante nuestros ojos.
Allí, en el lugar donde se esperaba encontrar la úvula, emergió una estructura imponente que desafiaba cualquier lógica. Era una especie de casa, pero su forma me recordó a un gigantesco cono de helado invertido.
La luz del medallón se proyectó sobre sus colores, transformando la punta en una maraña de rojo y blanco que se deslizaba en espiral por las paredes, como si fueran ríos de lava congelada.
En la base de esta prodigiosa construcción, las tonalidades se deslizaban en formas caprichosas que, al principio, parecían tentáculos serpenteantes. Pero que al contemplarlos con detenimiento, se revelaron como elegantes banderines ondeando en la brisa etérea del lugar.
Ese cono luchaba por mantener sus colores intactos en contra de la poderosa oscuridad que, alrededor, manifestaba arduos deseos de sumergirlo bajo su manto. Era sorprendente que no pudiera con tan diminuto objeto.
El silencio me atravesó el pecho. Y luego, Runa manifestó con auforia:
—¡Aun con vida, querida estrella!
El hocico comenzó a cerrarse a nuestras espaldas. Los banderines revoloteaban como los encajes de una falda, extendiéndose para acogernos como toboganes entre los árboles que aún permanecían a nuestro alrededor, pero que de pronto parecían más grandes.
Nos deslizamos de uno a otro, algunos rojos, otros blancos, pero tan suaves como la seda. Todos conectaban a la entrada de esa construcción que, de a poco, se hacía más grande, adquiriendo un tamaño extraordinario, al igual que la apariencia tan particular de una carpa de circo con forma de cono.
—¡Velkommen til Stjerne Circus!
Mis hermanos títeres saltaron del elefante y de cabeza se arrojaron hacia un tobogán de tela, persiguiendo nuestro recorrido. Giraban como trompos sobre sus estómagos, y de repente los banderines los separaron. Cada uno resbaló hacia una rampa distinta.
No seguimos un camino recto y empinado, sino más bien retorcido y enroscado. Con altos y bajos. A veces, las curvas que tomamos eran tan cerradas que me sorprendió no caer. Y los repentinos descensos me producían vacíos nauseabundos en el estómago.
Runa cruzó por debajo, levantó los brazos y gritó de emoción cuando cayó hacia el vacío. Justo a tiempo, otro banderín la levantó a su siguiente travesía, obligándola a retomar el rumbo nuevamente. Se la estaba pasando en grande, y mientras tanto me preocupaba haber dejado de sentir la cercanía de Ashton en algún momento.
Deslizarse en espiral a través de un reducido espacio no ayudaba demasiado con mi vértigo. Además, debía mantener las manos en mi bolsillo para que los objetos en su interior no fueran a caer. De este modo, sentí las pequeñas manos que se aferraron a mi dedo índice con desesperación.
Cuando vi al espejo adelantarse por un camino diferente, se me ocurrió que debía alcanzarlo. Pero porque tuve recelo de tocarlo, lo evité. No resistiría salir de mi cuerpo otra vez y sentirme aún más cansada.
A metros de alcanzar la carpa, el camino resbaladizo terminó. En el borde, divisé el suelo a la distancia, pero antes de caer, un último banderín me impulsó como un resorte hacia la entrada de la carpa, donde un par de cortinas, que más bien parecían fideos, servían de puerta. Di un giro en el aire y, una vez dentro, caí a través de una oquedad que cada vez se oscurecía más.
Esto no debía ser una carpa. Lo pensé, ya que de repente me sentí cayendo dentro de un pozo que no parecía tener fondo. Ahogué un grito. Pero al final del todo, conseguí ver al espejo descansando en el suelo y reflejándonos como sombras por falta de luz. Mi bolsillo había dejado de iluminar. Con esfuerzo, también logré ver a Ashton, quien caía a mis espaldas. Con los brazos extendidos hacia mí, deseaba alcanzarme con desesperación.
Chocaríamos con el suelo, y no podríamos frenar porque el lugar nos seguía atrayendo como un imán de forma curiosa. Tuve presente la extraña gravitación, incluso en la manera en la que mis cabellos se estiraron hacia el suelo, cuando, en realidad, debería ser al revés.
En el último momento, Ashton me alcanzó. Rápidamente enredó mis piernas con las suyas, giramos y rebotamos sobre la espalda, como si en vez del suelo nos hubiera esperado una cama elástica.
Por alguna razón, me trajo recuerdos de la vez en la que un amigo de papá nos invitó a pasar un par de noches en su casa en Port Flowery, el puerto precedente al nuestro, donde las más hermosas flores crecían hasta en las veredas. La casa era inmensa, y todas sus alcobas gozaban de un balcón sobre la cama. Josef y Vincent tenían mi edad en ese entonces, yo tan solo trece años. Me convencieron de lanzarme del balcón hacia la cama. No era tan alto, así que lo hice, y claro que caí sobre el colchón, pero reboté. Giré como un pescado en el aire y terminé estampando mi trasero en el suelo. No pude caminar bien por casi tres semanas y me convertí en su mofa durante meses. A partir de ese entonces temo caer desde lo alto.
Los gemidos que resonaron en el pequeño espacio desplazaron mi atención a Runa más allá, revolcándose de la risa. De vez en cuando parecía agotarse, pero miró hacia el borde cercano a la pared, a mí, y de nuevo estalló de la risa.
—El límite... del elástico... No puedo... —Se abrazó el estómago.
Me senté y entendí a lo que se refería porque la superficie que nos sostenía era incluso más suave que un colchón. Y junto a mí, tan solo el contorno marcado en la arena.
—¿Cómo es posible? —solté con espanto. Ashton se había hundido en el suelo. No cayó del todo sobre el colchón—. ¡Por Dios! ¿Él está bien? —le pregunté a Runa, pero ella seguía partiéndose de la risa. Y cuando decidió hablar, se atrancó con sus palabras:
—¡Fue espectacular!
—¡Runa! —reprendí.
—Te aseguro que este no es un dolor que podamos sentir. Incluso a él le hace gracia. —Señaló la silueta marcada en el suelo con el dedo índice y algo en mi interior se resquebrajó. Sentí envidia de Runa porque nunca escuché a Ashton reír con verdaderas ganas.
Me puse de pie. Con recelo, observé las paredes arenosas alrededor. Luego, el espejo y la carpa en el suelo, muy cerca de mí. Me costaba ignorar el primer objeto, pero más bien contemplé el segundo.
De similar tamaño que los medallones, se trataba de un simple juguete de láminas metálicas que no tenía pinta de pesar nada. Sus detalles estaban trazados a pinceladas y los banderines colgaban de cada extremo sin ninguna gracia. Se trataba de la misma carpa por la que ingresamos. Parecía un mal chiste.
Miré de regreso a la entrada de la oquedad, sobre nosotros. El techo se agitaba como sucedería al arrojar una roca en el agua del lago, aunque más bien, era como verlo sumergido desde lo más profundo. A poco tardar, las ondulaciones borraron la arena, e igual que una ventana cristalina, mostraron el cielo anubarrado.
—Eso que ves ahí, es el suelo mismo. —De un salto regresé a ver al hombre formidable que no supe de dónde salió. Su voz era firme y serena—. Por más cristalina que sea el agua de cualquier lago, desde el exterior, nunca podrás alcanzar a ver sus profundidades. —Hizo una pausa para examinar mi expresión—. El agua es pura, lo anula todo, y eso Frey no puede saberlo.
Lo reconocí en cuanto lo vi, y fue a su causa que empecé a creer que tal vez sí me estrellé contra el suelo, tan duro que a lo mejor esto era una alucinación.
—No debí traerlos de esta forma. La estrella... —Se aclaró la garganta—. La que parece un juguete. —Señaló la pequeña carpa junto a mis pies, la misma que me apresuré a levantar—. Es un corta caminos. Entras en ella a cierta distancia del circo, y al salir ya te encuentras en su interior. Entiendo si te resulta confuso.
Observé mis alrededores, pero seguía pareciéndome un pozo, nada más.
Él se acercó a mí, estiró la mano y como reflejo le entregué el juguete. Las yemas de mis dedos, cuando rozaron la cálida tela del guante blanco pegado a su palma, me hizo estremecer. No era un fantasma. No estaba muerto.
Escalofríos helaron mi cuerpo y se me secó la garganta cuando abrí la boca en espera de que las palabras surgieran. Pero no hubo nada, ni el más mínimo susurro.
Con mayor atención, observé el antifaz blanco que cubría la mitad de su rostro y exponía su fina boca. Relucía un mostacho muy bien peinado sobre su labio superior. También tenía descubierta una mejilla y su brillante quijada.
Un par de guantes impecables mantenían abrigadas sus manos, y aunque no lucía el frac rojo del retrato pintado en uno de los contenedores del ferrocarril, su camisa blanca con vuelos fue el toque que encendió la chispa en mi cabeza.
Era él. El padre de Ashton.
Con su mano hizo un movimiento semicircular en el aire. Las paredes a nuestro alrededor empezaron a desaparecer. Sabía con seguridad que se movían, ya que desprendían nubes de polvo, pero no conseguí despegar la mirada de su rostro enmascarado.
¿Durante todo este tiempo había permanecido oculto en la oscuridad? ¿Era posible que se mantuviera entre las sombras, en el propio escondite de su enemigo? No podía negar que me parecía una idea brillante, aunque también bastante estúpida. A ninguno se nos hubiera ocurrido semejante cosa.
De este modo, casi me reí de Frey. Aunque fuera capaz de deshacerse de Mikkel y Reidar, hasta del propio Mango, no le serviría de nada, pues los artilugios se aferraban a su propietario. Y al menos, en lo que nos constaba a Runa, Ashton y a mí, no contábamos con que el dueño del circo siguiera con vida.
Todo de repente cobró un sentido escalofriante: el que Ashton lograra escucharme pronunciar su nombre antes de manifestarse ante mí por primera vez, cuando nos ubicamos entre ambos mundos al escapar de los títeres de Dallas. También estaba ese momento en el que fuimos a la vieja estación y conocimos a Mikkel y su mono. Ashton dijo que había sentido que era ahí a donde debíamos ir, que el medallón parecía guiarlo.
El artilugio siempre actuó de manera extraña. Como si tuviera mente propia, brillaba y nos advertía de la presencia de las sombras. Todas esas veces, pudo haber sido su padre. De alguna manera, se comunicó con nosotros a través de él. Quizá era una idea extraña, pero tenía sentido para mí.
Todavía en trance, descubrí que a Runa por fin se le habían agotado las ganas de reír, y miraba al hombre con la boca abierta.
Si ambas nos encontrábamos así, ¿cómo luciría Ashton al ver a su padre vivo?
Algo en el interior de mi pecho se inquietó y mis rodillas temblaron. Pero cuando regresé la mirada al último lugar en el que lo vi por última vez, me tambaleé y todo se volvió oscuridad.
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Ashton padre 🛐
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