Capítulo 34
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CAPÍTULO 34
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La profunda fragancia del incienso de canela embalsama el desconocido lugar.
«¿Un recuerdo?» Es lo que me pregunto.
Mientras avanzo, alrededor brilla con intensidad. Hay los columpios ubicados de forma estratégica por todo el sitio, uno más alto que otro, extendiéndose a metros de distancia. Es la primera vez que consigo moverme con libertad.
El grupo de columpios, mayormente elevado sobre el nivel del suelo, se balancea a causa de una brisa que no soy capaz de percibir. Traen consigo retazos de tela tan rojos como la sangre. El simple roce contra mi piel convierte estas piezas en chispas pirotécnicas que los hacen arder.
Aunque no experimento sensación alguna, este detalle refuerza la idea de que perdí la consciencia poco después de que el anillo brillara con tal potencia que agotó mi suministro de energía.
Una lluvia de fuego comienza a caer, desintegrándose antes de tocar el suelo. Es curioso, pero me otorgan la capacidad de ver con claridad la figura sombría del muchacho con el sombrero de copa alta que surge de la nada, con la mano en el pecho y el bastón en la otra. Está inclinado con gracia hacia adelante, dedicándome un perfecto ademán, algo así como un saludo, o más bien, igual que la invitación a una elegante danza.
—Supongo que se cierra el telón —dice. Se coloca el sombrero sobre la coronilla, aunque en ningún momento veo mover los labios. Es como si pudiera llegar a mi mente sin la necesidad de hablar. Se endereza, acto seguido desliza el bastón hasta que golpea el filo de su reluciente zapato de charol. Luego gira sobre sus talones y empieza con su marcha lejos de mí.
Todo cobra un sentido horripilante. Su inclinación no fue en forma de saludo, sino más bien una despedida.
Me apresuro a estirar el brazo en su dirección, como si pudiera alcanzarlo, teniéndolo tan lejos de mí.
—¡Espera! —grito con desesperación. Se detiene en seco y sufro ante la desagradable impresión de un témpano de hielo recorrerme la espalda.
—¿No tienes miedo? —pregunta. Alguna vez lo mencionó en el pasado, aunque solo en esta ocasión puedo saber a lo que se refiere con exactitud.
No habla de la oscuridad, ni de Frey o lo que fuera capaz de hacer. Tampoco tiene nada que ver con Thomas, menos aún con la gran posibilidad de no poder recuperar a mi familia, sino más bien, de él mismo. De que luce como aquel frágil temor que todo el tiempo se acomodó en alguna parte en mi interior, intentando pasar por desapercibido, y que tan solo le había sido suficiente un momento para emerger, logrando desarmarme.
Ashton es una sombra.
Abro la boca sin tener en claro lo que quiero decir, pero todo alrededor se esfuma, Ashton incluido. Tan simple como eso.
Cierro los ojos, ya que tan solo perdura el fuerte resplandor. No tiene sentido. No es real. Las sombras no hablan, poseen otra forma de comunicarse, y estos no son sus recuerdos, no puede existir ningún lugar capaz de resplandecer tanto. En cuanto a todo lo demás, es imposible que tan solo desaparezca, situándome en ningún lugar.
Mi corazón se acelera al repasar la funcionalidad de cada anillo. El azul hipnotiza. El negro introduce en cualquier mente. El turquesa permite encontrar algo de valor en dicho lugar, como un recuerdo. El blanco puede plasmar un deseo, no sé hasta qué nivel; sin embargo, las últimas veces ha creado luz para mí.
Al fin y al cabo, uno de ellos sí se accionó: el de color blanco. Pero no deseé hacerle daño a Ashton. Lo que quise, más bien, fue dormir.
Todavía no puedo creer que se haya convertido en una de ellas. Las sombras alguna vez fueron personas que fallecieron, pero que por acercarse a la luz quedaron atrapados en un mundo en donde reina la penumbra; una maldición causada por separar los tres medallones. Y la luz las deshacía, pero regresaban. No podían morir, pues ya lo estaban. Tampoco desaparecer, porque la oscuridad los había condenado. Port Fallen también ha sufrido sus estragos tras amparar al mundo de las sombras y el de los vivos en el mismo lugar, tomando un aspecto como apocalíptico.
Con el corazón apretado, me resistía a aceptar que Ashton se había ido.
¿De qué manera podría solucionarlo? Parecía imposible.
Todo era un maldito desastre.
Cuando abrí los ojos, la imagen que se formó al principio me hizo creer que continuaba soñando. Parpadeé y tuve un enfrentamiento mental al descubrir que alguien me observaba con firmeza. Me intimidaba. Además, pesaba. Tenía su frente pegada contra la mía.
Tardé en reaccionar lo suficiente para enfocarlo con mis ojos.
—¿Thomas? —Al pronunciar su nombre, el lugar en el que me encontraba recostada se agitó como una balsa.
Desconcertado, él se apartó. Pero continuó mirándome con detenimiento. Sin delimitar expresión alguna.
Era él, en verdad.
Intenté incorporarme, y no me resultó fácil. Mis músculos se contrajeron, ocasionando un dolor que me recorrió el cuerpo entero. También experimenté mucho calor, debilidad, y gotas de sudor se arrastraron por mi cuello, volviéndolo húmedo y pegajoso. Entendí que la mezcla de síntomas tan excéntricos era origen de la fiebre, tal vez por la impresión, o por pasar tanto tiempo empapada.
Sin embargo, Thomas solía hacer cosas como tomarme la temperatura de esta manera, porque siempre fuimos muy unidos y nuestra relación se basaba en la confianza. Pero ya no era así, y recordármelo dolió incluso más que el malestar físico.
—Ya no se encuentra tan alta —reveló con la voz áspera y poco después se aclaró la garganta.
Me preocupó su presencia, porque significaba que no se trataba de la persona que creía conocer, pero también me inquietó no reconocer el lugar en el que nos encontrábamos.
—Ya hiciste demasiado. —Empecé a escupir ese nudo que tenía atorado y que impedía el paso de mi voz. Me gustaría que el significado de esas palabras lo golpeara tan fuerte como para que todo el relleno de felpa en su interior emergiera por su boca.
—Debes comer algo —dijo, habiendo ignorado mis palabras.
Rellené mis pulmones con aire. ¿Le importaría siquiera un poco todo lo que causó? No lo parecía.
Me puse de pie, sorprendida al notar que la cama conservaba la apariencia de una gaveta de madera, suspendida de un árbol y cercana al suelo. Había más de esos cajones alrededor, pendiendo de los árboles circundantes. En su interior, colchones apilados y sábanas con estrellas resplandecían como si tuvieran polvo de fósforo entre sus componentes. La variedad de colores destacaba vívidamente en contraste con el negro profundo del entorno poco iluminado.
Desvié la mirada hacia los demás árboles que nos rodeaban. Me pareció que todos se conformaban de esa arena negra, pero no se deshacían por alguna razón. Lucían más fuertes y resistentes. De ellos también colgaban gavetas con telas de todo tipo, botones y demás materiales de costura. Ignoraba si era normal, pero se balanceaban con delicadeza, como si un temblor hubiera sido el origen.
Sobre nosotros, una gran sombra se instalaba en forma de techo, como una pirámide pentagonal. Estaba conformado por tela oscura escarchada con igual apariencia a la de un cielo desértico nocturno, y descendía hasta el suelo, dando el efecto de no tener fin.
Introduje las manos en el bolsillo de la sudadera y encontré el medallón. Era de esperarse que siguiera ahí.
Después de reflexionar un poco, una revelación surgió, indicándome que Frey podría conocer el motivo por el cual no podía liberarme de él; sin embargo, también era evidente que algunas cosas no le habían salido según lo esperado. Mi certeza radicaba en que no deseaba que las piezas se volvieran a unir hasta que se deshiciera de los demás integrantes que aún estaban con vida, razón por la cual me lo había entregado.
Y, como lo había dicho Ashton, en el circo eran una familia, pero trágicamente habitaba el desdichado que ansiaba quedarse con toda la herencia. Y este último, resultó ser nada más que mi mejor amigo.
—Sígueme —ordenó Thomas, arrastrándome fuera de mis pensamientos.
Consideré prudente obedecer.
Al perseguirlo por un angosto pasillo forrado con tela azul, me sentí perturbada. Las paredes y el suelo estaban recubiertos por retazos de distintos tamaños, formas y diseños. Toda la tela existente en el lugar emitía ese tipo extraño de brillo. Ninguna alumbraba como lo haría una linterna, pero al menos permitía delimitar paredes, techos y otros objetos forrados de ellas.
Por otro lado, Thomas se había mudado de ropa. Ahora usaba una camiseta blanca sencilla y pantalones a cuadros que se pegaban a sus piernas como una segunda piel. De vez en cuando bajaba la velocidad, regresaba a verme de soslayo y volvía a caminar con normalidad.
Yo arrastraba los pies mientras procuraba mantener cierta distancia de él. También tenía la impresión de que mi cuerpo pesaba el doble y que mis piernas estaban a punto de traicionarme.
—¿Qué eres en verdad? —indagué, degustando el sabor amargo que tenía la monstruosa realidad.
Thomas frenó su marcha y sus hombros se contrajeron cuando me miró. Una arruga definía el límite entre sus cejas, y apretó los labios con tanta fuerza que se pusieron blancos.
—Justo ahora, por la forma en la que actúas, me hace creer que Frey mintió —declaré y su rostro dejó de estar tan tenso, casi parecía sorprendido—. Son diferentes.
—No fue un engaño —apresuró, y la profundidad en su voz me hizo estremecer—. Yo soy parte de él, pero él... Él no es del todo yo.
—¿De qué hablas? —Mi boca se movía con lentitud y de forma extraña.
Rodó la vista lejos de mí y, ofuscado, continuó con el recorrido. Lo seguí en silencio y con la curiosidad alzándose en mi mente.
Al llegar a la nueva estancia, me sorprendí todavía más. Las paredes tenían la apariencia de hojas secas inmensas, y detrás era como si estuviera oculto un reflector que las hacía cambiar de color cada cierto tiempo. Pero no existía ninguna luz, tan solo era cosa de las hojas.
¿En qué mundo fantástico vine a parar? Algo así era imposible en la realidad que yo conocía.
A un lado del cuarto descansaba una mesa con un mantel llano resplandeciente, y varios taburetes de distintos colores rodeándola. Haciendo de centro, se encontraba una regadera con rosas que, asumí por su variedad de matices, también eran de tela. Ningún objeto se salvaba de estar forrado o elaborado de alguna. Tampoco era algo cansino de ver, más bien, tenía cierto tipo de encanto.
—Espera aquí. —Thomas abandonó el lugar.
Caminé alrededor de la mesa y, en su momento, siendo consciente del cambio de luces, «azul, rojo, verde, violeta, naranja...». La rodeé tres veces y, de paso, me aprendí la secuencia de colores sin quererlo en realidad.
No podía quedarme quieta. Eso era algo que Thomas también debió asumir.
Observé la salida cuando, de repente, la regadera cayó y rodó hacia el lado opuesto al que me encontraba. Las rosas permanecieron en su interior, a excepción de la única de color blanco que, en cambio, dio vueltas hasta la salida del cuarto, se detuvo y luego continuó rodando.
Tuve un buen presentimiento. Aunque también podía estar equivocada, me transmitía un poco de seguridad, así que la seguí hasta la puerta.
Antes de salir, observé el pasillo azul por el que llegamos. Estaba vacío, pero conectaba con otros dos: uno de color rojo y otro verde. La rosa se dirigió hacia el primero, hasta detenerse. Me agaché para levantarla del suelo. De manera inconsciente, la acerqué a mi nariz y mi corazón bombeó alocado al percibir el perfume a incienso de canela que ya conocía bastante bien.
Susurré su nombre, levanté la vista y al final del pasillo una figura que había estado cruzando con tranquilidad, en tan solo un parpadeo, apareció frente a mí, sobresaltándome.
—¿Ashton Nilsen? —preguntó eufórica.
Llevaba una falda de encajes repleta de parches, coordinada con un top de tiras y mallas rotas que trataban de ocultar sus piernas. Todo en su atuendo danzaba. Desde mi perspectiva, su nariz destacaba por ser pequeña y respingona, mientras que sus ojos, de tono aceituna, se veían opacados por el marcado maquillaje. Su cabello malva formaba un enredo sobre su cabeza, similar a una pelota de tenis, con algunos palos rojos atravesándolo.
La observé con la boca abierta. No me hablaba a mí, en realidad, miraba hacia la pared y daba brincos de alegría.
—¿Quién eres? —pregunté con la voz como un susurro.
Volteó de un salto para verme y sonrió ampliamente.
—Elli... —Por suerte se detuvo. Con total confianza me pellizcó las mejillas y ejecutó una mueca de desilusión—. Estás viva. ¿Quién eres? —Hizo una pausa al retroceder apenada—. ¿Zara? ¡Oh!, lo lamento.
—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunté.
—Me lo acaba de decir —aseguró con sencillez—, Ashton.
«Ashton Nilsen», mi mente repitió.
Tal vez estaba loca y lo imaginaba todo, porque la rosa también me trajo hasta aquí, a su encuentro.
—Soy Runa, por cierto. Me gustan los cuchillos —se presentó con el mismo entusiasmo.
—Estupendo —solté atónita y sonrió.
—Maravilloso. Aunque... También fueron la causa por la que morí.
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Así, como si nada 🫠
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