Capítulo 11



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CAPÍTULO 11

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Contuve el aire en mis pulmones. Incluso su forma de hablar era majestuosa y natural, tanto que por un momento casi le creí.

—Hay algo que quiero entender —confesé—. ¿Por qué el medallón se queda conmigo?

—Todavía no sé cómo funciona. Te expliqué que las cosas se salieron de control poco antes de que pudiera conocer todos sus secretos. Es por razones que todavía ignoro, que regresa a ti cuando el sucesor soy yo. Es como si te hubiera elegido.

Su hipótesis me aterró.

—No me apetece ser la heredera de tu circo.

Aguardó en silencio, tiempo que aproveché para sacudirme la ropa y detener la comezón. Luego, él dijo:

—Ven conmigo.

—¿A dónde?

—¿Puedo? —preguntó. Y sin saber a qué, accedí.

Su mano en mi cintura me causó escalofríos, y como si se tratara de una elegante danza, caminó a mi alrededor hasta detenerse a un lado. Luego, con sencillez me estrechó contra su costado, de modo que nuestras caderas permanecieron juntas, sometiéndome, una vez más, a su temperatura glacial.

—Conocerás tu mundo desde mi perspectiva. Además, para ser franco, quisiera evitar otro encuentro desagradable con aquel espantajo exhibicionista. De ser posible.

Así que también había la opción de que los títeres y su titiritero hubieran podido escapar al igual que nosotros. No tuve que ir demasiado lejos para suponer que también contaban con esa posibilidad. Es decir, los había visto moverse sin cuerdas. Tenía más sentido que el chico al que golpeé en la entrepierna, no se hubiera inmutado si en realidad resultaba ser uno de esos muñecos.

—¿No es normal ver a personas semidesnudas en los circos? —Contemplé su perfil.

—No puedo negarlo, exceptuando que la presentación conlleva más elegancia. No vamos corriendo sin camisa fuera del escenario —ironizó con desagrado.

De pronto me asaltó la fantasía de Ashton con los pies desnudos, el torso al descubierto, y pantalones holgados. Era una imagen atractiva, pero tampoco se trataba del momento adecuado para profundizar un poco más.

—¿Nunca fuiste a uno?

—A un... ¿Qué? —indagué, perdida.

—Un circo.

—Hoy era mi primera vez.

En busca del suelo para ocultar la inesperada vergüenza que me invadió por fantasear en cosas indebidas, descubrí que nos habíamos alejado de él.

La feria se encontraba bajo nuestros pies, y no supe en qué momento sucedió, sin embargo, lo abracé del cuello por miedo a caer.

Escuché su risa ronca y la corriente del viento, pero también aumentó la preocupación con respecto a qué haríamos para sacar a mi familia de ese lugar.

—¿Cómo es posible que puedas hacer esto? —exhalé con espanto.

Estábamos volando, y todavía no podía creerlo.

—No es obra del medallón —apresuró.

—Ah, ¿no?

—No. Es cosa mía. Por lo que ahora soy.

El miedo me hizo obviar la pregunta de por qué hablaba con tanta seguridad.

—Me alegra que no fuera tu primera vez en un circo —manifestó y no pude comprender la razón—. ¿Tienes fobia a las alturas? —Cambió de tema por segunda ocasión.

A lo mejor podía haberme equivocado, pero por primera vez Ashton parecía estar nervioso.

—De ser el caso, pienso que ya habría perdido el conocimiento. De lo que tengo miedo, es a caer desde tan alto. —Así como depender de él, y que fuera a soltarme sin previo aviso. Pero eso no iba a decírselo.

Volteó a verme y nuestras miradas se encontraron. Escasos centímetros separaban mi rostro del suyo. Por un momento deseé que sus ojos amarillos verdosos pudieran hablar, porque al encontrarse a la vista de todos, era posible que almacenaran secretos de los que me hubiera gustado ser partícipe.

—Me aferraré a ti, Zara. Lo prometo.

Di por hecho que yo no podía estar mejor enganchada. Estaba apretándolo con todas mis fuerzas, e ignoraba por qué todavía no se había quejado.

—¿Por qué puedo tocarte? —le pregunté.

—También me sorprendió, pero le atribuiré la culpa al medallón otra vez. —El pesado metal parecía cualificado para cosas que no éramos capaces de comprender del todo. Ashton devolvió su mirada hacia el frente. Por mi parte, no tenía pensado apartar la mía de su rostro—. Tengo el buen presentimiento de que, si encuentro los otros dos medallones, todo vuelva a ser como era antes. Debe funcionar, estoy convencido. No doy con otra forma.

Así que existían otros dos medallones y eran la clave. El relato de Thomas no fue del todo falso.

Guardé silencio mientras profundizaba su teoría. De ser verdad, para mí, presuponía recuperar a mi familia, que las sombras se marcharan, y tal vez no volver a ver a Ashton.

—Entonces, ¿llevas buscando los medallones durante todo este tiempo? —intuí.

—Y vaya sorpresa la que tuve al encontrar el que guardabas. —De nuevo estaba observándome, y por alguna razón no pude decirle que no fui yo quien lo obtuvo, sino hasta el día en el que nos conocimos—. Echa un vistazo. —Señaló hacia abajo.

Me atreví a hacerlo, y en lugar de sentir miedo, más bien me impresionaron las vistas.

Todo Port Fallen ampliado desde la altura. Se trataba de un pueblo pesquero con las calles estropeadas, y de pequeñas cuadras iluminadas por escasos postes. Aquello que le beneficiaba era la iglesia con muros góticos, y el reducido parque en frente de la misma. A un costado del pueblo, el lago que nos conectaba a los otros cuatro puertos, disponía de aguas tan negras, que era posible ver al cielo reflejado con cada una de sus estrellas. No encontré palabras para describir lo que su encanto produjo en mí.

—Fascinante —Todavía estaba mirándome cuando lo pronunció—. ¿O no?

—Sí... —Alargué mi respuesta y me atreví a contemplar un poco más allá, a la vieja estación de trenes que, al parecer, era el lugar al que nos dirigíamos.

Descendimos con lentitud en terreno llano, junto a uno de los tantos ferrocarriles deteriorados por el tiempo y el mal clima.

No reconocí el sitio. A causa de mi recelo, nunca avancé más que ciertos metros de la entrada.

—¿Qué hacemos aquí? —Me acomodé la levita que todavía me resguardaba del frío de la noche, como si también fuera capaz de protegerme de la oscuridad.

—Ya lo verás. —Hizo un ademán para que caminase primero. Y avancé hasta que, en frente de mí, un muro montado con lona verde me impidió continuar.

—¿Construyen algo del otro lado? —pregunté curiosa mientras de puntillas intentaba ver, y por primera vez no resulté ser tan alta como me hubiera gustado.

—Mantienen ese algo del otro lado. Pero no te preocupes, tú puedes pasar. —Su voz se percibió lejana.

Desplacé un vistazo alrededor, hasta encontrarlo junto a un montículo de escombros. No supe cómo, pero se había desplazado muy rápido.

Me acerqué a su lado, y observé el corte horizontal del suelo sobre la lona. Con un poco de esfuerzo, conseguí entrar a través de él.

—¡Increíble! —expuse con asombro, pero tampoco es que me hiciera feliz, no con el sentimiento amargo que pesaba sobre mí desde el momento en el que dejamos la feria.

—Lo es —secundó a mis espaldas.

Crucé los rieles cuidando de no tropezar, y me detuve a observar el ferrocarril con detenimiento. Pese a que el polvo y la maleza presumían sus buenos años, me impresionó verlo todavía de pie.

Después de aproximarme al primer contenedor, pude destacar que todos los que seguían en la fila eran blancos y con un perfilado rojo. En las esquinas tenían estrellas que debieron ser dibujadas a mano, aunque era a causa de la senilidad que ya casi no se podían apreciar.

Precipité la palma para limpiar el polvo del primer contenedor, y encontré un retrato muy realista pintado en la mitad.

Suponiendo que se trataba de algún integrante del circo, primero descubrí su elegante traje de cola rojo. El modelo era casi idéntico al que usaba Ashton. Sus manos sostenían un sombrero de copa, y encima su nombre yacía escrito en letra cursiva.

—Mi padre. Nos llamamos igual —aclaró poco antes de que pudiera preguntar—. Él era el maestro de ceremonia.

Al limpiar el lugar en el que se ubicaba su rostro, entendí la razón por la que Thomas dijo que las mujeres se embelesaban al verlo. Era bastante apuesto. Otro detalle certero en su relato.

Fijé la mirada en su expresión relajada, y no pude imaginar cuán terrible debió ser morir en un incendio.

—¿Funciona todavía? —pregunté.

—Ha pasado alrededor de medio siglo sin ponerse en marcha. —Tampoco sonó muy entusiasmado, aunque sí distante. Se había desplazado a varios metros de distancia otra vez. Por lo visto tenía la capacidad de aparecer y reaparecer en cualquier sitio.

Ashton fingía estar sentado sobre el contenedor mientras acariciaba el techo, como si acarreara un sinnúmero de recuerdos nostálgicos. La imagen fue capaz de conmoverme tanto, que pegué un brinco cuando la puerta bajo sus pies se abrió con un molesto chirrido.

—Por un saltimbanqui endemoniado, ¿quién anda ahí?

Me paralicé al mirar al hombre, pero no fui la única sorprendida. Su expresión de furia, al verme, cambió por completo. No obstante, comencé a retroceder cuando las lágrimas rodaron sobre sus mejillas.

Debía tratarse de un vagabundo drogado, pues además tenía un aspecto mal logrado. La cortina de cabello marrón, cano y desordenado le caía sobre los ojos, de modo que no pude verlos, aunque sentí su mirada penetrante en mí.

—E... El... El... —balbuceó el hombre mientras cojeaba en mi dirección, luego estiró el brazo con el que sostenía una lámpara de aceite encendida.

—No debería estar aquí —refunfuñó Ashton a mis espaldas, tomándome por sorpresa—. Tenemos que irnos.

Me pareció una idea estupenda, así que eché a correr todo el camino de regreso hacia la lona verde.

—¿Quién era él? —pregunté después de tropezar con Ashton. Me encontraba a punto de vomitar mi corazón. Por suerte, el hombre del ferrocarril no me había perseguido. Si acaso era un integrante del circo, al final conjeturé que seguía con vida porque se encontraba rodeado de luz, y además, probablemente vivió en ese lugar durante muchos años.

—Reidar —contestó tajante—. Vamos. Te acompañaré de regreso a casa.


Cuando entré, esperé a que hiciera lo mismo, pero Ashton continuó apoyado en el bastón con ambas manos, y se balanceó hacia delante para echar un vistazo al interior.

—Debo emprender algo primero.

Era posible que regresara a la estación, aunque no quisiera admitirlo.

—Quiero ayudarte. Necesito recuperar a mi familia.

—Lo siento —se disculpó—, por hacerte parte de todo esto. Creo que hubiera sido mejor que no fueras tú la que encontró el medallón —suspiró resignado—. Te veré dentro de un momento. No olvides encender la luz.

Me dio las espaldas y avanzó hacia la calle. La farola sobre la vereda parpadeó, y al volver a prenderse, él ya no estaba.

Consiguió molestarme que pasara de mí de esa manera. Pensé que lo haríamos todo juntos.

Cerré detrás de mí, arrimé la espalda contra la puerta y encendí la luz de la sala. Cuando suspiré me contestó el silencio. Era la verdadera soledad.

No importaba el qué, pero estaba dispuesta a lo que fuera para traer a todos de regreso. Pese a cualquier diferencia, se trataba de mi familia.

Precipité mis pasos hacia la escalera, y me detuve cuando alguien llamó a la puerta.

Troté de regreso con la ilusión de que Ashton estuviera de vuelta. Para ser honesta, no quería estar sola, pero vacilé al recordar que no podía tocar objetos del mundo de los vivos.

Tranquilicé mi respiración, sin embargo, todavía era capaz de escucharla al girar la cerradura.

Asomé la mirada, no obstante, me encontré con la misma perspectiva vacía de minutos atrás.

Comprobé hacia ambos lados de la calle, pero tampoco había nadie.

A punto de cerrar la puerta, divisé el llamativo obsequio sobre el tapete de bienvenida. El envoltorio parecía un pétalo de loto cerrado, en el que las tonalidades rojas y blancas se intercalaban en similitud a una piruleta de dulce. Sobre él, en la punta, un exagerado lazo de color dorado le daba vida, gracia, y mantenía cerrado el paquete, pero también había una pequeña tarjeta.

Después de empujarlo con el pie y confirmar que no era ninguna trampa, me incliné para levantarlo del suelo. Pero fue al leer el remitente en el pequeño trozo de papel, que el frío escaló por mi espalda.

Escrito con tinta que parecía metalizada, y una excelente caligrafía, yacía el nombre Stjerne Circus en pleno centro.


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Un obsequio en nombre del circo, ¡bien! 🙂


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