Capítulo 04



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CAPÍTULO 04

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Era viernes al mediodía, y la última clase estaba a punto de comenzar.

En el gimnasio del colegio, sentada en una banca de madera, intenté convencerme de que el desvelo no era a causa del medallón, ni tampoco del supuesto dueño.

Durante las noches pasadas a lo largo de la semana, intenté dormir con las luces encendidas, pues cada vez que las apagaba, me atacó la sensación de que alguien se encontraba vigilándome desde la oscuridad. Y aunque tampoco volví a ver a Ashton, empecé a lucir un par de ojeras alucinantes.

Decidida en no pensar más alrededor del tema, ajusté las agujetas de mis zapatos deportivos blancos, y me puse de pie junto al estridente sonido que produjo el silbato de la entrenadora, mientras nos repasó a todos con sus ojos agrandados por unos lentes de lupa.

—Corran veinte minutos alrededor de la cancha. Quien se detenga puede sumarse un cero al promedio —advirtió con el silbato chirriando entre sus labios. Mis oídos apenas fueron capaces de tolerar el sonido.

—Si suma un cero a cualquier número, seguirá siendo el mismo —balbuceó NataleBarone, la estudiante de intercambio. La chica era de linaje francés y sus padres vivían en París. Por lo pronto se estaba quedando en casa de Bonnie, una excompañera de clases, quien por impecables calificaciones fue de suplencia a su hogar, a treinta minutos de la torre Eiffel. Suerte de cerebritos.

El grupo de tan solo mujeres de penúltimo año, dentro del coliseo, nos formamos alrededor de la cancha de baloncesto y comenzamos a correr.

Les tenía envidia a los hombres porque gozaban de mejor suerte. El entrenador, como al mismo tiempo hacía el papel de director, casi no rendía clases.

—¡Mátense! —les dijo mientras, en la cancha de al lado, arrojó la pelota de fútbol al aire y poco después desapareció por presuntas cuestiones disciplinarias.

Algunos minutos más tarde, la entrenadora sopló el silbato con fuerza.

Con una leve sordera y el corazón vacilante me dejé caer al suelo. Estaba cubierta de sudor.

—No se sienten, ¡estiren! —ordenó. Volví a ponerme de pie y me temblaron las piernas—. Barone, tú las guías.

Natale anduvo hasta el frente de la línea de mujeres y, con aire de superioridad, empezó por el primer ejercicio.

Al igual que todas las demás, doblé la rodilla derecha y la mantuve durante diez segundos contra mi pecho, luego repetí el proceso con la izquierda.

En el siguiente ejercicio, todavía de pie, me incliné hacia adelante para alcanzar las puntas de mis zapatos, pero el gran problema, por culpa de mis piernas largas, es que ni siquiera podía llegar a los tobillos.

—Becher. —La entrenadora se refirió a mí—. Baja más.

Su indicación me resultó más ofensiva que la estridencia producida por su molesto silbato.

Intenté de nuevo, esta vez tomando impulso desde arriba. Pero en vez de alcanzar los pies, apenas me salvé de caer de cara al suelo.

Con torpeza estabilicé mi cuerpo y las demás se rieron al verme. Yo no era la persona más flexible del planeta.

La entrenadora exhaló pesadamente, y contemplé sus piernas regordetas cuando se detuvo a mis espaldas.

Podía saltar cualquier obstáculo o incluso hacer barras, pero algo como esto era imposible. Estaba lejos de mis capacidades.

—Abajo —dispuso.

Sin protestar, me incliné por tercera ocasión y dejé que mis brazos cayeran en dirección al suelo, pero nada cambió. Me faltaron los mismos veinte centímetros.

La entrenadora puso sus manos en mi espalda y empujó. El dolor se precipitó igual que un cosquilleo al principio, pero luego fue a peor. Mis músculos se estiraron como un elástico en tensión, y temí porque fueran a romperse.

Ignoraba si era correcto que me hiciera esto, pero ella intentó con mayor fuerza cada vez y mi cuerpo no era de goma. No iba a ceder. Estaba a punto de arrojarme al suelo e implorar para que se detuviera.

—Eres como un tronco, mujer —comentó, ejerciendo toda la presión posible.

—Un palillo de dientes más bien. —El comentario anónimo y las risillas dejaron en claro mi constitución delgada, así que eso facilitaría el trabajo de la entrenadora si su finalidad era, más bien, el partirme en dos.

Las burlas se ahogaron junto al sonido que produjo el medallón al caer sobre el parqué. Al convertirlo en un collar días atrás, debí suponer que la cadena no mantendría el objeto pegado a mi pecho en caso de que me agachara demasiado. Pesaba bastante debido al metal del que estaba compuesto. Incluso los moretones que adquirí por su agresión hacia mí el viernes pasado, todavía me impedían caminar sin cojear.

Sin pensármelo dos veces, me agaché para levantarlo antes de que alguien pudiera verlo, olvidando que la entrenadora aplicaba toda su fuerza y concentración en partirme la columna, por lo cual, junto a mí, aterrizó de lado, como si fuera un pingüino.

—¡Becher! —aulló desde el piso. No me atreví a mirarla.

Las risotadas estallaron dentro del gimnasio. Sin embargo, para mí aquello solo podía significar que estaba en problemas.


¿Qué implicaba el hecho de que Ashton me hubiera dejado el medallón? Thomas mencionó que el dueño fantasma del Circo Estrella se manifestaría para reclamarme como suya. ¿Fue verdad después de todo? Creo que, en la cochera, cuando me dijo «Te encontré», se refería a eso.

Si Tom tenía razón, la noche del viernes pasado Ashton me reclamó como suya, pero ¿entregarme el medallón fue prueba de eso?

No estaba segura.

Sin embargo, tampoco podía deshacerme de ese objeto. Bastaba con dejarlo en el aparador patojo por culpa del caballo, ir a tomar un baño, y que al salir, lo encontrara reluciente sobre el lavamanos.

No era, sino, una forma de restregarme lo estúpida que fui.

No debí aceptar el reto.

Después de las veces en las que inútilmente intenté deshacerme del medallón, al final opté por colgarlo con una cadena, la más gruesa que pude encontrar, y esconderlo detrás de mi camiseta. En ocasiones solía olvidarlo, no obstante, más tarde sentía el peso engullirme el cuello, sin contar el helado roce contra la piel que muchas veces me hizo estremecer. Pero al menos así no iba a intimidarme cada vez que lo viera aparecer en frente de mí, como si tuviera vida propia e inexistentes ganas por querer dejarme en paz. El solo pensamiento me acobardaba bastante. No podía imaginarme llevando el resto de mi vida junto con él.

Por más que lo pensé, no era capaz de comprender el motivo por el cual Ashton lo había dejado conmigo y luego desaparecido sin más.

Hacía una semana que lo vi por primera y última vez. El desconocimiento acerca de todo me enervaba la sangre, por lo que mi pulso aumentaba como si estuviera enferma o a punto de sufrir un paro cardiaco.

—¡Zara! —Casi tropiezo al escuchar la voz de Thomas—. Sigue corriendo así y pronto vas a desaparecer.

No tenía que recordarme el amargo castigo que gané por falta de flexibilidad y discreción. Me habría ahorrado veinte vueltas si el estúpido medallón no hubiera aparecido en mi vida.

—¿Qué quieres ahora? —increpé.

—Las clases finalizaron, te estaba buscando. Es muy tarde, y al parecer sigues molesta. —La vergüenza se filtró en el tono de su voz—. Te vi cojear.

Asimilé sus palabras y la media sonrisa amable que me obsequió.

—Deja de ignorarme, llevas así toda la semana. —Tomó asiento en una de las bancas de madera cercanas al graderío.

Después de terminar la serie, me incorporé a su lado, usando su brazo como espaldar. Tuve dificultades para recuperar el aliento.

Con la mirada busqué a la entrenadora por los alrededores, pero tan solo descubrí la puerta principal abierta a la par. Me alivió no encontrarla, y al mismo tiempo, consiguió fastidiarme que me dejara corriendo sola.

—¿Estás bien? —preguntó Thomas.

—Define bien. —El sarcasmo en mis palabras delató mi mal humor. No podía estar tranquila con él después de lo que me hizo hacer.

—¿Qué hiciste para que te castigara? —preguntó.

—¿Yo? Ser nada flexible. Tú, por otro lado, darme ese estúpido medallón.

Durante los últimos días fingí frialdad y absoluta indiferencia hacia él, de modo que no estaba al tanto de nada sobrenatural.

—Estoy seguro de haberlo dejado en el sótano. —Me miró de soslayo. Sus ojos marrones brillaban—. No será que...

Me estremecí ante el desagradable sentimiento que su sospecha produjo en mí. Al fin de cuentas, él no se equivocó.

—Háblame de ese circo —pedí—. Me refiero, a todo lo que sepas de él.

Necesitaba aclarar mi cabeza, y de verdad que estaba aterrada. Ya apareció un caballo y se esfumó a causa de la inesperada manifestación de Ashton. Entonces, ¿qué más debía esperar? No había noche en la que dejara de sentirme observada.

Se acomodó, presionando su pesada espalda contra la mía.

—Por dónde empezar... —Emanó un largo suspiro. Debía tener una idea planteada de la situación por la que estaba atravesando, fue él quien me entregó el medallón en primer lugar—. Supe que las pocas personas que lograron entrar al Circo Estrella, gozaron de suerte. Decían que presenciar su acto de magia era tan real que casi parecía imposible. Los niños se regocijaban junto a los fuertes silbidos de sus padres, mientras que las mujeres, en cambio, se deleitaban ante su deslumbrante encanto. —Percibí lo difícil que le resultó decir eso último, motivo que me hizo reír.

—¿Tienes idea de qué edad tenía? —pregunté.

—¿Y tú sí? —me observó de reojo, con una ceja elevada.

Según lo que vi, no parecía mucho mayor que alguno de nosotros. Eso, o su magia antienvejecimiento en vida, lo conservó como un muchacho de no más de veinte años. Tampoco quise pensar que fingía esa edad de muerto.

—Lo lamento, continúa.

—La segunda noche, después de en la que Ashton falleció, el trapecista se encontraba haciendo sus maniobras en los columpios que colgaban desde lo más alto, tratándose de una gran función. Ese fragmento del espectáculo consistía en que su sombra se reflejara en la carpa mientras maniobraba por el aire, pero las luces se apagaron de pronto y, al encenderse después, lo encontraron fuera de la red de seguridad. Se había estrellado contra el suelo, tenía la mirada perdida y tampoco hallaron su pulso. —Hizo una corta pausa—. Algo parecido fue ocurriendo con los demás. Las luces continuaron apagándose durante las siguientes seis noches que restaban de presentaciones en el puerto y, en cada una, alguien del elenco perecía poco antes de que volvieran a encenderse, razón por la que nadie pudo conocer la verdadera causa de tantos episodios.

Sentí la boca seca y la piel erizada tras imaginar por todo lo que tuvieron que pasar.

—Dijiste que sufrían accidentes, pero más bien parece que alguien lo hizo a propósito —supuse. Las luces no se apagan de locas. En casa, el viernes pasado, estallaron varios focos debido a la manifestación de Ashton, o yo le impuse aquel significado—. ¿Alguno logró salir ileso?

—Fue a causa de cada apagón, o es lo que la gente supone. —Sentí la forma en la que se encogió de hombros—. Se crearon muchas leyendas alrededor de lo ocurrido, pero no hubo manera de comprobar si alguna fue cierta porque desaparecieron. Además, se rumora que tan solo unos cuantos vivieron, pero desde aquel entonces ha pasado alrededor de medio siglo, y ellos... Supongo que tampoco eran tan jóvenes. Sin embargo, hay algo que no deja de llamar mi atención.

—¿El qué?

Se alejó y mi espalda quedó suspendida en el aire. Tuve que sujetarme del borde de la banca para no caer.

—¿Por qué de pronto te ves tan interesada en todo esto?

Abrí la boca con la finalidad de responder, pero las palabras se atascaron entre mis labios, renegándose a salir.

—Becher. —De un respingo volteé hacia la entrenadora de pie junto a la puerta del gimnasio—. Sígueme.

Abandonó el lugar como si lo detestara.

—Creo que te odia —indicó Thomas, sus ojos brillaron con diversión.

Resoplé al levantarme y me alejé cojeando, siendo la mejor forma en que se me ocurrió andar sin sentir demasiadas molestias en las piernas y el pie.


«La oscuridad no es tu amiga, no la busques».

No resultó ser tan solo el recuerdo de la voz de Ashton lo que mantuvo mi miedo a punto de saltar la alarma de paranoia, menos aún el relato de Thomas. El motivo, más bien, fue saber de antemano que no me gustaba, en lo absoluto después de la experiencia con el caballo.

Esforcé la mirada, pero a duras penas identifiqué los escritorios apilados al fondo de la bodega, y fue gracias al par de ventanas con sus respectivas persianas recogidas a cada extremo del polvoriento cuarto.

—Necesito sacar los chalecos para los cursos de baloncesto a llevarse a cabo el día de mañana —me dijo la entrenadora.

Con pavor observé el moretón de su barbilla. Thomas tenía razón, había empezado a manifestar sus deseos por convertir el resto de mi vida escolar en una auténtica pesadilla.

—¿Sabe en dónde se encuentran? —Tragué saliva.

Los objetos formaban montones, las partículas del polvo escapaban por la puerta, y también olía a humedad.

—Tienes mejor vista que yo, así que me ayudarás con esto. Por cierto, el cerrojo está dañado. Una vez que encuentres la bolsa, no vayas a cerrar la puerta. —Se acomodó los pesados lentes sobre el puente de la nariz, y sin agregar nada más por su parte, se marchó.

Me pregunté por qué, en momentos así, no tenía mi celular a la mano. El flash habría sido de gran utilidad.

—Más bien, debí optar por colgarme una lámpara en el cuello —susurré, acomodando el medallón bajo la camiseta de mi uniforme de deporte.

En la bodega, me desplacé con exagerada precaución. Todo parecía estar a un soplo de venirse abajo. Eran demasiados objetos para un espacio tan reducido.

Empecé a rebuscar en todas las bolsas que ante mis ojos aparecían, pero cada vez que abrí alguna, gran cantidad de polvo se introducía en mis fosas nasales, haciéndome estornudar. De esta forma llegué hasta el fondo, cuando de un azote la puerta se cerró.

Di media vuelta para encontrar la silueta que me hizo gritar del susto.

—Lo siento —se disculpó Natale—. Mi intención no era tomarte sin cuidado. La entrenadora me envió para ayudar. Está como una bruja a causa del golpe en su mejilla, y me castigó con el pretexto de escuchar mi comentario con respecto al promedio.

—Demonios —solté, atragantándome con el polvo que su inesperada entrada levantó.

—Lo sé, es una resentida —resopló.

—No. La puerta. El cerrojo está dañado.

—¡No es cierto! —enfatizó cada vocal con su acento francés.

Con el corazón golpeando como un tambor contra mis costillas, alcancé la puerta e intenté abrirla. Pero aunque le di de patadas, no hubo manera.

—¡No se abre! —Pensé en cuál sería la mejor forma para hacer funcionar el cerrojo, o al menos conseguir romperlo. No podía ser tan difícil. Lo había visto en cientos de películas—. La silla, ¿puedes alcanzar una?

—Eso creo.

Observé la puerta con resentimiento y luego a Natale, quien se esforzaba en separar los escritorios de las sillas. En cuanto consiguió hacerlo sin derribarlos, comenzó a jalarla hacia mí, pero se detuvo cuando las persianas se desplazaron, presentándonos a las tinieblas. Sin embargo, todavía quedaba un poco de luz, y procedía de mi pecho.

Como un robot oxidado, bajé la mirada hacia ese lugar.

El medallón había comenzado a brillar, pero su luz era igual que un lento parpadeo. De todas formas, se percibió como si estuviera anunciando el inminente peligro.

Algo cayó al suelo, y guiada por el sonido, advertí la sombra que saltó desde una esquina del techo. Veloz, se desplazó por las paredes y entre los objetos, dirigiéndose a nosotras.

Por alguna razón, la clase de movimientos ágiles y espontáneos me hicieron pensar en un trapecista. Eso, o la conversación con Thomas me afectó demasiado.

—¡Natale! —Mi grito quedó enterrado bajo el estruendo que produjo la pila de escritorios al derrumbarse sobre ella.


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Hoy sábado capítulo nuevo, ¿por qué? Pues porque me entraron ganas jaja

Estoy despertando muchos sentimientos con este libro 🥹❤️🎩

Saben que pueden encontrarme en redes sociales como gabbycrys, ¿no?, y que si encuentran algún error en lo que voy subiendo, también me lo pueden decir con toda confianza. No me enojo, mas bien agradezco 🤧

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