Capítulo 02
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CAPÍTULO 02
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El enfado me asedió y, tan pronto, la sensación de miedo se convirtió en un cabreo inexplicable. Ni siquiera conté con palabras o una voz para objetar.
Estaba convencida. Thomas debió ocultar el medallón en mi mochila mientras salíamos de la estación. No pude darle más vueltas al asunto, tampoco conseguí encontrar ningún otro discernimiento.
—Basta de juegos. —Finalicé la llamada y con hastío arrojé el teléfono sobre la almohada.
Después de los minutos que me tomó el vestir con el pijama que constaba de unos shorts y camiseta, avancé de regreso a la cama, queriendo ignorar el despreciable deseo por arrojar aquel espantoso objeto por la ventana.
Mientras dejé el medallón sobre el pequeño aparador arrinconado en una esquina de mi cuarto, mi mente se debatió en cuál podría ser la mejor manera para vengarme de Thomas. Tampoco tenía planeado devolvérselo. De alguna forma me las pagaría.
Abrí la puerta con un sonoro clic y salí al pasillo. Pensaba mejor con el estómago lleno.
Bajé por la escalera lo más rápido que pude, saltando una grada o incluso dos. Mis piernas me lo permitían, eran largas y debía agradecer ese aspecto, aunque de manera física no resultaba un punto a favor en cuestión de conseguir un buen prospecto.
En el pasado, la única persona con la que logré formalizar una relación, resultó ser de mi estatura. De todas formas, no estuvimos juntos por más de dos semanas. Hubo algo en este chico que no logré comprender, o es posible que fuese yo quien desalineaba. En el colegio, él iba un año por delante de mí, pero como la mejor inexperta en relaciones que era yo, no sabía qué hacer. Supuse que estaba bien si me acercaba, sin embargo, al verlo con sus amigos y por miedo a molestarlo, nunca lo hice. Y mi mayor debilidad solían ser las palabras, así que eso empeoró la situación.
¿Cómo es que la gente podía hablar de sus sentimientos?
Eso, en la actualidad, seguía sin entenderlo.
Una vez en la sala, al pie de la escalera me paralicé mientras que, con angustia, observé las hojas de álamo arrastrarse por el suelo.
Mamá iba a matarme.
Desplacé la mirada entre los sofás, hasta descubrir el origen del desorden.
La puerta principal estaba abierta a plenitud, por lo que el viento invernal se colaba de por medio, esparciendo las hojas húmedas por culpa de la tormenta que en algún momento empezó.
Me abrí camino hasta la entrada, temblando ante el frío y la conmoción.
Con gran claridad recordaba haber cerrado la puerta con pestillo después de entrar, entonces, ¿de qué manera fue que ocurrió?
Di media vuelta hacia la cocina y, tan pronto como las luces de toda la casa parpadearon, creí ver la silueta de algo moverse por lo alto de la escalera.
Mi corazón dio un vuelco inesperado, congelándome en el mismo sitio.
Mis pensamientos maquinaban de prisa, llevándome directo hasta la conclusión más justa y razonable de todas, y culpando, por supuesto, a mi imaginación.
Una vez aclarada la situación, decidí moverme y lo hice con torpeza.
Fui hasta la puerta, la cerré con pestillo otra vez, y me devolví por el mismo camino.
A paso lento avancé al pie de la escalera y eché un vistazo al piso de arriba. No advertí señal alguna de nada fuera de lo común, así que me puse de puntillas, hasta observar el umbral de mi habitación inundado entre tinieblas.
El frío decidió trepar por mis piernas desnudas y me sacudió con fuerza, pues recordé haber dejado esa luz encendida, y lo mismo con todas las del camino que seguí hasta llegar a donde me encontraba en ese instante. No era un misterio con la noche presente. Nunca me agradó la idea de estar a oscuras con la casa sola.
Pronto padecí ante una terrible sensación de culpa. Empecé a preguntarme cuánto tiempo me tomaría limpiar el desastre antes de que alguien llegase a casa, cuando el estallido a mis espaldas me hizo subir la escalera en menos de cinco saltos.
La puerta principal se había abierto otra vez, y desde el segundo piso, alcancé a definir el reluciente calzado de charol detenido en medio del umbral a oscuras.
Otra luz que se apagó sin ninguna explicación.
En compañía del miedo desbordante y el corazón desbocado, estuve a punto de entrar en mi alcoba y encerrarme, pero entonces recordé las luces apagadas y decidí quedarme en el pasillo, con mis dientes royendo mis labios con ansiedad.
¿Estaban atracando mi casa?, ¿ladrones? Pero también podrían ser secuestradores.
La simple idea me obligó a retroceder, además de los pasos que retumbaron igual que balazos en la sala. Y como guinda del pastel, recordé que había arrojado el teléfono sobre la almohada. No podía pedir ayuda.
Un pensamiento descabellado floreció en mi cabeza dentro del mismo segundo. Era, de hecho, lo único que podía salvarme. No había nada más.
Corrí a la habitación. No me detuve para cerciorarme del estado de las luces, y como un atleta profesional salté por arriba de la cama. De esta forma recuperé el teléfono, rodé sobre el colchón, y el suelo se encargó de recibir el impacto de mi trasero.
Mientras mis dedos golpeteaban la pantalla, me quejé del dolor.
Debía apresurarme, sin embargo, la adrenalina me volvió torpe y tuve que borrar e intentar de nuevo varias veces. También creí escuchar un sonido. No supe de dónde provino con exactitud, pero tampoco quise averiguarlo.
Se me heló la sangre y me convertí en un témpano de hielo cuando un resoplido desalineó los cabellos rubios, húmedos, y probablemente esponjados de mi nuca. Cada músculo que componía mi cuerpo estaba en tensión, de modo que solo pude volver la mirada como un robot oxidado.
Al verlo, el celular resbaló de mis manos, y mi grito se ahogó entre sus ojos entintados de un aterrador rojo sanguinolento. El inmenso animal, por otro lado, estiró su cuello hacia atrás y expuso un desafinado relincho.
Me arrojé al suelo y me arrastré, mientras las pezuñas golpearon con fuerza las tablas por las que terminaba de serpentear.
Encontré refugio bajo la cama, preguntándome qué demonios hacía un caballo en mi habitación. No era como si tan voluminoso animal fuese capaz de pasar por la puerta principal o alguna ventana.
Con el mentón pegado al suelo y el cuerpo rígido, observé el pelaje atezado que, sobre sus dos patas delanteras, pateó el aparador con violencia, estrellándolo cerca de mi cabeza. Como consecuencia algo rodó por el suelo y me pegó en el hombro. Por ende, con el mismo horror, desplacé la mirada hacia el medallón.
Las fuertes inhalaciones del animal resonaron en mi alcoba, y de inmediato el calzado reluciente hizo su gloriosa entrada. Con finura se desplazó y detuvo junto a la cama, a tan solo centímetros.
El caballo fue el primero en desaparecer, y un momento después, el calzado se esfumó detrás del estruendo de la ventana que azotó con fuerza al abrirse.
No fui capaz de prestar atención a lo que sucedía afuera de mi infantil escondite, y fue peor cuando la potente ráfaga de viento entró, tumbándolo todo y obligándome a cerrar los ojos.
Transcurrió una eternidad, tiempo en el que todavía percibí la brisa acceder con demencia, hasta que todo se detuvo detrás de lo que pareció un chasquido.
Examiné mis aledaños y el resto de la habitación. No vi los charoles, ni mucho menos las pezuñas, y por algún motivo, tampoco encontré las patas de mi cama, tan solo un leve resplandor azulino junto a mi hombro que provenía del medallón. Brillaba en verdad, pero como un foco averiado y con baja recarga de energía.
Con dilación di vuelta hasta quedar sobre mi espalda, y mi boca se abrió sin ser capaz de gesticular una sola palabra.
Mi cama estaba flotando cerca del techo.
Lentamente, el sombrero de copa alta, seguido por el flequillo colgado sobre la frente, asomaron detrás del colchón. Y junto con ellos, la mirada fisgona del que parecía ser un apuesto muchacho. Apenas me di cuenta del nivel cruel de oscuridad que albergaba en ese momento, porque no pude definir más nada.
—Eso... —Me apuntó con el dedo—. Eso es mío.
Su acento era extraño. Extranjero quizá.
Comencé a dudar de mi realidad. Por consiguiente, una idea loca se ensambló en mi cerebro.
—¿Ashton? —Me atreví a preguntar, y fue como un susurro.
Ladeó la cabeza con cautelosa curiosidad, examinándome. Si él se había sorprendido, podía estar segura de que yo lo estaba más.
—¿Quién eres tú? —Cuando mis ojos tropezaron con su mirada por segunda ocasión, gracias a esa última pregunta descubrí que su voz manifestaba anhelo.
Transcurrido el instante en el que mi cerebro padeció al procesar la situación, insinuó una sonrisa que me heló la sangre.
Ashton. Un fantasma.
¿Era siquiera posible?
Además, lucía más joven de lo que imaginé en un principio.
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Aquí para las personas que en su momento pensaron que Ashton era un caballo 🙋🏻♀️😂
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