Capítulo 6 - Lucha por la vida


Poco tiempo transcurrió desde que la larga caravana se detuvo, pero los hombres ya habían cavado varios hoyos lo suficientemente profundos, en el pétreo descampado, como para refugiarse bajo la arena. La mayoría de las personas se movían de aquí para allá, cubriendo los pozos con unas finas telas brillantes, y asegurándolas firmemente al suelo con estacas y con piedras.

Un sólo hombre se desentendía de ese tedioso trabajo. Se hallaba de pie sobre una duna, un poco alejado de los demás, vigilando el horizonte a través de unos antiguos prismáticos. El vetusto artefacto que sostenía en sus manos, y que le servía para observar a lo lejos, parecía ser un invaluable trofeo de guerra, una reliquia histórica, un tesoro. Y tal vez lo era... Hacía tanto tiempo ya desde que no se fabricaba uno sólo de ellos.

—¡Santo! —gritó uno de los hombres, jadeante, mientras trepaba por la duna y se acercaba al vigía.

El individuo bajó el largavistas, y lentamente giró la cabeza. Sus insondables ojos mostraban seguridad y firmeza, y las pocas pero profundas arrugas de su frente, un estoicismo sin igual. Su pelo era corto, y parecía que lo hubieran cortado con cuchillo, o algún artefacto poco adecuado. El nombre por el que se lo conocía: "El Santo", era totalmente merecido, sin duda se trataba de un hombre inigualable, ejemplar, admirable. Se notaba en su rostro el haber tenido una vida muy dura, como la del resto de su comunidad, que tan sólo necesitaba un poco de paz, algo complicado de conseguir en épocas tan difíciles. El sujeto bajó la vista, y oteó hacia la figura que se acercaba:

—¿Qué ocurre, Esteban, estimado amigo? —le preguntó.

—El momento del crepúsculo es hermoso —respondió el otro, observando los rojizos alrededores—, pero está por anochecer, y pronto llegará la próxima guardia. Me parece que es hora de que nos ocultemos en los refugios.

—No te preocupes, conozco los peligros a los cuales nos enfrentamos —El Santo se quedó inmóvil por un momento, mirando a la lejanía. Parecía un espectro, protegido en la penumbra del ambiente, siendo acunado por las largas sombras que se extendían junto a los últimos rayos del sol. A pesar de que ya anochecía, el calor era insoportable y el sudor empapaba toda su ropa al escurrírsele por la frente. Enseguida se reincorporó—. Vamos... —le dijo a Esteban, y sin mediar palabra más, bajaron de la duna y se ocultaron en uno de los refugios. La tela aislante ya había sido cubierta con arena y algunos arbustos. No querían repetir la desgracia de la última incursión, en la que un grupo de soldados había sido masacrado por los "Demonios Aéreos", quienes habían incorporado entre su instrumental detectores caloríferos y de movimiento. Los pobres humanos fueron emboscados y masacrados en la noche, que creyeron un seguro velo que escondería sus movimientos. El pelotón completo fue eliminado en pocos instantes.

Esta vez el Santo había previsto todo de manera que no ocurriera un percance similar. Los refugios se cubrieron con una tela aislante, que a su vez se disimuló con arena y arbustos, camuflándolos por completo. Los hombres estaban apiñados en tres pequeños agujeros bajo tierra, a la espera de la noche profunda, para iniciar el operativo.

—¿Recuerdan las instrucciones? —preguntó en Santo a los soldados que se hallaban a su alrededor en el refugio.

—¡Sí señor! —respondieron sus compañeros. Los hombres, más que humanos, parecían espectros. Presentaban evidencias de desnutrición y problemas de salud, pero tenían la frente altiva y el alma curtida por la miseria, esa miseria que con profundo anhelo querían evitar a sus hijos.

—Espero que todo salga bien, y podamos descubrir muchos secretos hoy, además de rescatar invaluable tecnología. Recuerden, nos pondremos en movimiento luego de que pase la primera guardia nocturna. No quiero fallas, todo debe realizarse de acuerdo al plan establecido. ¿Hay alguna pregunta o duda al respecto?

Los hombres se miraron entre sí, pero no dijeron nada, salvo alguna que otra tos profunda, intentando ser contenida en un momento tan importante.

—Fernando —agregó, mirando a uno de los soldados—, tu actuación será clave para el éxito de esta misión. Tengo fe en que harás tu mayor esfuerzo para que lleguemos a una victoria segura. No te preocupes por los demás. Nosotros seremos la distracción de los enemigos, de forma a que te dejen tranquilo y puedas actuar. Pero por favor, no falles. Una vez que hayas cumplido tu misión te unirás a nosotros dentro del recinto, ¿Entendido?

—Perfectamente Santo, no te defraudaré —afirmó el hombre con solemne seguridad.

—Así lo espero —insistió el cabecilla.

El Santo tomó una cantimplora semivacía, y dio un sorbo a su refrescante contenido. Tuvo unas tremendas ganas de saciar toda su sed, pero le pareció injusto hacerlo, y por lo tanto la compartió con los demás—. Bueno —dijo—, descansemos hasta que llegue la hora prevista —cerró los ojos, y recostó su cabeza contra la pared terrosa. Al poco tiempo se durmió profundamente. Hacía días que no descansaba, preparando la misión. Costó tanto esfuerzo y sacrificio ubicar exactamente el lugar, y se perdieron tantas vidas y tiempo en las anteriores expediciones, que estas fuerzas ocultas bajo la tierra eran las últimas que quedaban para el ataque, que debía ser un éxito. Las armas con las que contaban eran de proyectiles, pero muy antiguas, provenientes de las Guerras de los Días Antiguos. Las habían hallado en excavaciones cerca de lo que se suponía fue una gran ciudad de aquellas épocas. Era un tesoro inigualable, milagrosamente bien conservado dentro de una construcción subterránea que sobrevivió parcialmente a la destrucción. Las mejores armas rescatadas eran unas de repetición, que contaban con muchas municiones y con un alto poder destructivo. Pero todas las esperanzas estaban puestas en el lanzacohetes que celosamente se guardaba en el refugio del Santo. Esta vez tenían que penetrar en las instalaciones a toda costa. No se podía permitir que ocurriera ningún error, porque jamás volverían a tener tanta gente y semejante armamento junto listo para un ataque.

* * * * *

Un sórdido zumbido despertó abruptamente al Santo, quien por unos instantes no entendió qué ocurría a su alrededor. Tenía aún en su mente las gráciles imágenes del sueño que tuvo, un sueño irreal, en una gran pradera verde como nunca había visto ni imaginado, en la que corría buscando a la imperecedera nada. Los hombres ya estaban aprestándose para la jornada, revisando las armas y esperando a que cese el molesto pero apagado ruido. El Santo se desperezó casi sin moverse, ordenando sus ideas, y con un pequeño suspiro se secó el sudor de la frente, para luego tomar su arma. Ordenó a Fernando que llevara consigo el lanzamisiles y le dio las últimas instrucciones. Otro de los hombres lo ayudó a cargarlo fuera del refugio, y a lo largo del camino que seguirían.

Esperaron unos cinco minutos y salieron con mucho cuidado de los hoyos ocultos. Rápidamente se vistieron con unos trajes hechos de la misma tela aislante, semejantes a unas bolsas con capucha, que les cubrían todo el cuerpo. Se colgaron las armas al hombro y empezaron a caminar a un ritmo acelerado hacia el punto clave. Muy a lo lejos se oía aún el sonido de los artefactos voladores. Los momentos que siguieron después fueron de silencio total, oscuridad y movimiento.

Tuvieron media hora de dura caminata a través de las Tierras del Horror, donde muchos de sus amigos habían perecido emboscados por los Demonios, quienes los hicieron correr por campos minados en la búsqueda de su eliminación. Todavía había restos de las antiguas explosiones, y de las víctimas, lo que les produjo el terrible sobrecogimiento de terminar como ellos. Con mucho cuidado caminaron por zonas en las que parecía difícil que hubiera explosivos enterrados, y finalmente, luego de mucha angustia, los hombres se encontraron muy cerca ya del destino de la misión.

—Estamos retrasados —dijo el Santo a Esteban y al resto de los hombres que se encontraban cerca suyo—, nos quedan pocos minutos antes de que esos dos terribles Demonios regresen —agregó, mientras miraba su cronómetro, uno de esos relojes a cuerda que nadie había visto nunca, antes de que él lo encontrara en alguno de sus viajes. Era otro de sus preciados trofeos.

El grupo siguió moviéndose cuidadosamente en esa oscura noche sin luna. En cinco minutos los caminantes se emplazaron cerca del lugar. A unos cien metros se divisaba la puerta blindada del Búnker, entre las rocas de una elevación. No se podían acercar más, ya que dos potentes cañones situados a los lados del único acceso custodiaban la entrada, y alcanzarían a los cuerpos indefensos de los rebeldes. Por detrás de la construcción de roca y metal estaba emplazada la gigantesca antena parabólica, delineándose obscuramente por delante de las estrellas. Era una descomunal estructura, protegida por rejas, alambres de púas y campos minados. Nunca supieron qué estaba haciendo allí o para qué servía, y tampoco ahora les interesaba, ya que su misión urgente era otra. El grupo se ocultó detrás de unas sinuosidades del terreno, y dentro de unas profundas grietas en la reseca superficie.

—¡Prepárense para el ataque! —vociferó el Santo—. ¡Tenemos pocos minutos antes de que los Demonios regresen!

—Y allí no tendremos chance alguna de triunfar... —agregó Esteban en voz baja, para sí mismo.

—¡Fernando!, ¡Es la hora! —gritó el Santo—. ¡No podemos esperar más!, ¡Hazlo!, ¡Y bien!

Fernando elevó el lanzacohetes por encima de la grieta, ayudado por Mayhem, quien apenas podía sostenerlo desde abajo. Una vez que estuvieron en posición, el primero cargó la poderosa arma en su hombro, y el segundo puso la munición en su receptáculo. Luego, rápidamente, se lanzó a la grieta para cubrirse.

—¡Dispara ya! —insistió el Santo, mientras que el oscuro y peligroso zumbido de los entes voladores empezaba a escucharse en la lejanía—. ¡Pronto estarán sobre nosotros!

El soldado estaba tenso, y prefería ignorar los gritos de los demás. Lentamente logró que la mira se fijara en las gigantescas puertas de acero, y que las manos le dejaran de temblar. Cuando sintió que todo estaba listo apretó suavemente el gatillo, y vio como un hilo de luz, en unos instantes, llegó hasta el objetivo haciéndolo volar en mil pedazos con una inmensa explosión.

—¡Directo en el blanco! —gritó Esteban.

—¡Corran a tomar el lugar! —agregó el Santo, con un tono de extrema felicidad.

Todos saltaron de sus refugios y corrieron desordenadamente hacia la puerta humeante. Instantáneamente, los cañones cobraron vida y empezaron a prodigar sus proyectiles en todas las direcciones, pero al ser un grupo irregular de hombres, esparcidos en todas las direcciones, tan sólo podían acertarles a algunos pocos, mientras que el resto se adelantaba hacia el portal, cubiertos por la noche y por la humareda que se levantó a causa de los disparos y de la explosión. El primero en llegar hasta la puerta fue Esteban, quien empezó a gritar:

—¡Atrás!, ¡Atrás! —y a correr en sentido opuesto. Todos lo miraron atónitamente, y al acercarse un poco más a la entrada, notaron que detrás del blindaje de la puerta existía otro blindaje, similar al ya destruido, prácticamente intacto.

La desesperación cundió en la compañía, mientras que los cañones empezaban a matar a todos aquellos que se quedaron inmóviles por la sorpresa. Los soldados corrían sin rumbo fijo, buscando algún lugar dónde cubrirse, pero en la desolación, no había ningún refugio posible. Los terribles gritos de dolor y el brillo de las explosiones aumentaban el pánico, y los hombres estaban desesperados al ver como sus amigos eran devorados por el fuego de los cañones, o saltaban en pedazos al pisar alguna mina escondida bajo tierra, e invisible en la oscuridad.

—¡Vuelvan a disparar otro cohete!, ¡Fernando!, ¿¡Dónde Estás?! —gritaba desesperadamente el Santo, temiendo lo peor.

Fernando retrocedió corriendo entre la humareda. Tenía sangre en el hombro, y la ropa hecha jirones. Sin mediar palabra tomó el lanzacohetes, y pidió a otro de los hombres que se lo cargara. Apuntó tambaleante a la puerta, con la firme decisión de destruirla definitivamente, mientras intentaba evitar los proyectiles de los cañones. El ensordecedor zumbido de los Demonios ya rodeaba a todos, y el temor aumentaba en cada segundo. Cuando por fin tuvo el blanco en la mira, se quedó inmóvil, y bajó suavemente el arma. Los dos Demonios surgieron de repente por detrás de la construcción, y empezaron a barrer el terreno con su poderoso armamento, tanto de veloces metrallas, como de cañones con proyectiles altamente explosivos. Las luminosas ráfagas de los Demonios, entremezcladas con los disparos de los cañones junto a la puerta y con las minas en el suelo, eran una combinación mortal.

—¡No se muevan!, ¡O los Demonios los detectarán! —vociferaba el Santo, tratando de salvar la situación de alguna manera. Pero era imposible que los hombres se quedaran quietos, porque las balas y bombas surcaban en aire en todas las direcciones, y evitar ser detectados significaba, al fin y al cabo, morir también.

Fernando se recuperó en un instante de la sorpresa y del miedo que le provocaba estar directamente enfrente de los poderosos Demonios Aéreos. Elevó lentamente la mira, y la clavó en el Portal que tenía que abrir a toda costa. Mientras tanto, la cantidad de aliados que aún corría por el paraje disminuía rápidamente, siendo eliminados sin compasión por los cañones y las minas, además que los Demonios descargaban todo su potencial destructivo en los cuerpos de los rebeldes. El suelo estaba repleto de cráteres de todos los tamaños, que servían de improvisadas trincheras a los desdichados soldados. Fernando se sentía impotente ante tanta muerte y destrucción. Firmemente se aseguró que el disparo daría en el blanco y gatilló, pero en ese instante una bala perdida dio en su pierna, y lo hizo caer hacia atrás. El misil levemente desviado, se elevó lentamente por encima del nivel de la puerta, y ante la sorpresa de todos, impactó directamente en uno de los Demonios Aéreos. Una brillante explosión iluminó el cielo nocturno, mientras que la humeante bola ardiente caía pesadamente al suelo, y sus restos se esparcían por toda la reseca tierra en forma de pequeñas brasas.

—¡Fernando! —gritó enérgicamente el Santo desde el cráter en el que se había guarecido, mirando a su amigo a la distancia—. ¿Estás bien?

Fernando asintió con la cabeza, mientras que se tomaba la pierna con ambas manos con cara de profundo dolor.

—¡Vayan a ayudarlo! —ordenó el Santo a dos de los hombres que se encontraban con él, quienes se aprestaron a hacerlo—. ¡A la nave caída!, ¡A la nave caída! —exigió el Santo, dirigiéndose a otros de los soldados—. ¡Rescaten todo lo que puedan de ella!, ¡Todo! —este pedido hizo que algunos de los hombres que se encontraban cerca de la explosión se acercaran al Demonio en llamas.

El propio líder de los hombres, notando la desesperación de los demás, y el pesar que causó el no haber penetrado al lugar, desenfundó el arma automática que tenía colgada en la espalda, y cubrió los movimientos de los soldados con poderosas ráfagas de peligrosas municiones, pero de todos modos el Demonio restante se acercaba de manera lenta e impasible hacia sus amigos, incólume. Dominado por la impotencia, el Santo bajó el arma, sintiendo entre sus manos el tenue calor que emanaba de la misma luego de haberse disparado... Y allí, sólo allí, se dio cuenta de por qué sus hombres eran blancos tan fáciles, a pesar de estar protegidos por la tela aislante...

Cuando el Santo observó otra vez en la dirección de Fernando, su amigo herido, vio con sorpresa, entre el humo de la batalla (si es que huir de la muerte sin ninguna posible defensa puede considerarse una batalla), que los hombres en vez de estar trayéndolo, lo estaban ayudando a cargar el lanzacohetes, poniendo la última munición en su interior.

—¡No!, ¿¡Qué hacen!? —los increpó furiosamente—. ¡Tráiganlo!, ¡No le hagan caso!, ¡El Demonio lo detectará! —siguió chillando. Pero los hombres aparentemente no lo escucharon, porque no prestaron la más mínima atención a sus bramidos.

La oscuridad era casi total, y la única nave que aún volaba, iluminaba el ambiente con una tibia luz que apenas podía atravesar la humareda, mientras escaneaba el suelo en busca de cualquier fuente de movimiento o calor que pudiera ser destruida. Fernando se encontraba arrodillado, cerca del círculo que la luz del Demonio proyectaba sobre la superficie, pero que lentamente se fue alejando de él hacia otra dirección. Cuando por fin se sintió con fuerzas, volvió a levantar la pesada carga a sus espaldas, y a apuntar hacia el maldito objetivo. Pero en ese momento ocurrió lo inesperado. El Santo boquiabierto volteó, y sin poder exclamar nada debido a la sorpresa y al pavor, vio como otros dos Demonios se acercaban por la retaguardia a una increíble velocidad.

—No puede ser —pensó—, ni siquiera los escuchamos venir, no sabíamos que existían más de ellos. ¡Fernando! —exclamó sollozante—. ¡Regresa!, ¡No hay nada ya que podamos hacer!, ¡Es mejor que huyamos antes de que sea tarde!

Fernando prefirió no mirar atrás, a pesar de los gritos de dolor de sus amigos. Apuntó a la puerta, pero entre el brillo de las explosiones que le impedían ver, y con los soldados que corrían de un lado al otro siendo masacrados, a quienes no quería lastimar por error, le era imposible jalar el gatillo. El Santo intentó correr en dirección a su amigo, para traerlo de regreso a un lugar seguro, a pesar de que los dos Demonios se encontraban sobre ellos. Entre las lágrimas pudo ver que Fernando gatilló, pero el arma no escupió su fuego destructivo contra la puerta. Se enjugó los ojos y siguió acercándose, mientras que el hombre golpeaba el lanzacohetes con la mano derecha, intentando hacerlo funcionar. Ese instante se prolongó por siglos. Fernando procuró gatillar de nuevo, mientras que el Santo trataba acercarse a él, para tambaleante caer al suelo, al tropezar con el cuerpo sin vida de un compañero, oculto en la negrura de la noche, al que no había visto en medio de la desesperación. Mientras intentaba levantarse del piso, sintió un trueno y un resplandeciente fulgor a sus espaldas, momento en el que una chispeante centella cruzó el cielo lentamente por encima suyo, hasta alcanzar al soldado indefenso en la extensa planicie. Luego del brillante resplandor, todo se convirtió en eterna oscuridad. El Santo no atinó a moverse, sólo derramaba lágrimas en la reseca tierra.

Los pocos hombres que aún quedaban con vida, y que vieron lo acontecido, estaban estupefactos. Sin la bazuca quedaba poco por hacer, más que huir para salvar sus miserables vidas.

Esteban corrió hasta el Santo, quien se hallaba boca abajo, con un fragmento de metal incrustado en la espalda, a la altura del pulmón. Lo levantó lentamente, y lo dio vuelta. El Santo tenía la cara mojada por las lágrimas y la sangre, y casi inconsciente le dijo:

—Los he visto morir frente a mis ojos, y ¿Qué he hecho?, nada... ¿Qué sentido tiene todo esto?

—Es mejor morir con honor que vivir como lo hacemos, Señor —repuso Esteban—. El sentido de esto es que nuestros hijos vivan mejor que nosotros. ¿No le parece?

—No lo sé, cada vez veo todo más difícil. ¿Acaso cada vida que se perdió esta noche no tiene un valor en sí misma?, ¿Vale la pena arriesgar a más gente inocente en la estúpida búsqueda de un mejor porvenir? ¿Qué diremos a los hijos y a las mujeres de estos hombres?, ¡Dímelo!, ¿Qué les diremos?

Mientras tanto, los soldados corrían en todas las direcciones, sin un rumbo fijo, ya que los Demonios formaban un triángulo que rodeaba a todos, y los empujaba hacia los cañones que, sedientos de sangre, los devoraban sin piedad.

—¡Señor! —gritó Esteban con solemnidad—. Vuelva en sí. ¡Debe preocuparse por los vivos y no por los muertos! Los hombres no resistirán más, no pudieron penetrar en las instalaciones, y las armas enemigas los están destrozando.

El Santo lo miró fijamente a los ojos por un instante, perdidamente. Luego, con un poco de dificultad, se paró sin pedir ayuda, y sacó una pequeña pistola de su cinturón.

—Tenía la esperanza de no tener que utilizarte esta noche —le dijo, con cariño. La levantó y disparó hacia el cielo profundo. Una bengala roja subió por los aires, mientras que Esteban gritaba—. ¡Retirada!, ¡Retirada!, ¡A los refugios!

El Santo tomó por el hombro a su compañero, explicándole lo siguiente:

—Desháganse de las armas que hayan disparado, y no usen ninguna otra, el calor que ellas emanan es lo que hizo que nos detectasen tan fácilmente.

—Comprendo, señor —asintió Esteban.

Entre la humareda y la oscuridad, unos pocos hombres pudieron huir y retroceder por los Campos del Horror, hasta los refugios cavados en la arena. Esteban y Mayhem cargaron al Santo, quien había perdido el conocimiento y se había desplomado en el suelo, sobre un charco de sangre. Le hicieron un vendaje provisorio con la ropa de un soldado caído en la batalla, y lo arrastraron lejos del peligro.

Todavía no había amanecido cuando los hombres llegaron a los refugios, pero se escuchaban en las cercanías disparos y explosiones, puesto que las naves los habían seguido en su huida. Ya poco quedaba por hacer, apenas esperar que se tranquilice la situación, para poder alejarse definitivamente de ese horrendo lugar. Pese al miedo y al dolor, la mayoría de los soldados se quedaron dormidos, dentro de los pequeños refugios subterráneos.

* * * * *

—Señor... Señor... ¿Aún está vivo? —preguntó una voz familiar.

El Santo abrió los ojos lentamente, y poco a poco las imágenes se fueron aclarando frente a él. Intentó reincorporarse, pero un profundo dolor a la altura del pecho le impidió levantarse. Se guardó el dolor para sí mismo, y vio que una venda le apretaba el torso. Prefirió quedarse sentado por un minuto.

—Creímos que habías muerto, Santo —dijo Mayhem.

—No sean tontos, yo no tengo tiempo para morir —respondió el Santo, con una irónica sonrisa—. ¿Qué ocurrió?, ¿Cuál es la situación actual? —preguntó impaciente, a pesar de su debilidad.

—A lo sumo somos siete hombres. Al llegar aquí éramos más, pero los Demonios hicieron un bombardeo sistemático de la zona, y volaron uno de los refugios por casualidad, matando a todos los que allí se encontraban.

El Santo se quedó callado por un momento, pensativo, sentado en la reseca tierra, mirando hacia el infinito.

—Tantas vidas para nada. Tal vez esta no sea la mejor manera de hacer las cosas, tal vez estemos equivocados en nuestros métodos y en lo que buscamos. ¿Y si en realidad, después de tanto sufrimiento, no encontramos lo que queríamos?, ¿Y si allí no hay ninguna respuesta?, ¿Han pensado en todo eso?, ¿Realmente vale la pena todo este dolor? Fernando... —dijo mientras recordaba su imagen desmaterializándose frente a él, y contenía las lágrimas frente a sus amigos—. ...Y tantos otros excelentes hombres murieron hoy, y ¿Para qué?, no conseguimos nada... ¡Nada!

—Eso no es completamente cierto —lo interrumpió Esteban—, creo que en ese Búnker hay mucho más de lo que necesitamos, y obtuvimos pruebas que lo demuestran.

—¿Qué pruebas?, creo que nada me convencerá a regresar aquí —supuso el Santo con un tono pesimista.

—Del Demonio caído hemos conseguido rescatar muchas cosas, aparatos extraños, instrumental, hasta inclusive algunas armas muy raras, tal vez tan destructivas como la que acabó con el propio Fernando. ¿Te imaginas tener un potencial tan grande en nuestras manos?, podríamos vencerlos por fin, ¿No lo crees? —lo animó Mayhem.

—¿Y piensas que funcionarán? —inquirió el Santo con un leve brillo en sus ojos, mirando a Esteban—. La explosión fue muy grande, y esa infame monstruosidad ardió por mucho tiempo.

—Sí, pero aparentemente lo que ardió y explotó fue una sustancia muy combustible que cargaba consigo, tal vez algún tipo de arma que no llegó a utilizar contra nosotros. Gran parte del Demonio estaba sano, y muchos extraños artefactos se salvaron. No sé si funcionan, pero tal vez se puedan reparar.

—Eso es muy interesante, deberemos cargar con ellos cuanto antes y largarnos de aquí, porque nuestra vida corre peligro mientras sigamos escondidos en este lugar. Seguramente volverán a buscarnos —indicó el Santo con un tono de preocupación, luego, cambiando de tema, agregó—. ¿Alguien tiene un poco de agua que me pueda convidar?, no soporto este calor, ni la sed —solicitó mientras se enjugaba el sudor de la frente con la manga de su deteriorada camisa.

Mayhem le alcanzó una cantimplora, casi vací:

—Es lo único que nos queda, mejor será que nos movamos antes de que muramos de sed y de hambre.

El Santo bebió de ella un trago, y se la devolvió.

—Pongámonos en movimiento entonces, porque o sino no llegaremos a casa —Lenta y dificultosamente se levantó, sin pedir ayuda, y salió del refugio. El sol horadaba las estrías de la tierra, como las de los rostros de los sobrevivientes—. La marcha será lenta —dijo—, no creo que podamos ir muy rápido con este calor, y en el estado penoso en el que nos encontramos, además debemos cargar con los trastos del Demonio. Espero que lleguemos a salvo a casa, y que allí podamos pensar en algo, en alguna forma de replantear todo esto. Ya me estoy cansando de esta triste vida que llevamos. Al fin y al cabo yo no soy un soldado ni un líder, soy un hombre de carne y hueso, como todos ustedes. Y cada día me siento más débil de lo que me sentía el día anterior.

—¡No señor! —respondió Esteban, con sumo respeto—. Usted es "El Santo", el elegido para darnos una vida mejor, no es como nosotros, es mucho más, es nuestro héroe y el de nuestras futuras generaciones.

—¡Los héroes militares no existen!, traer sangre, muerte y destrucción no lo convierte a uno en héroe, por más que sea un libertador —insistió iracundo el Santo.

—Pero... a veces no hay otra forma de hacer las cosas. Sin la sublevación del pueblo, nuestros antepasados, como ahora nosotros, hubieran sido esclavos, piltrafas humanas por siempre, mientras que unos pocos desalmados se hubieran aprovechado de ellos eternamente —replicó Esteban.

—Sí, es cierto, pero no podemos caer en el error de considerarnos héroes, porque no lo somos. Somos un grupo de renegados que tenemos que pasar al olvido luego de nuestra actuación. Los únicos y verdaderos héroes aquí son nuestros hijos, viviendo en la miseria, carentes de salud, alimento, ropa y cuidado, y nuestras mujeres, que trabajan tanto o más que nosotros para producir la pobre comida de la que nos alimentamos, y que cuidan a nuestros niños como oro, y pese a todo ese amor, son pocos los que sobreviven. Ellos sí son héroes verdaderos. Si nosotros queremos ser recordados, debemos buscar otros medios diferentes a los de la guerra. Yo sé que no hay otra solución a nuestros problemas y desgracias en este momento, pero cargo con el peso de todos nuestros compañeros muertos, mirándome a los ojos, y preguntándome por qué todo tuvo que suceder así... Fernando —suspiró, con un tono de profunda pena—, y los otros, tantas buenas y valiosas vidas se perdieron hoy. ¿Crees que es justo todo esto?, yo no lo sé, no quiero pensar en ello...

—Pero por lo menos sabemos que estamos luchando por el lado correcto, el del bien verdadero —pensó Mayhem en voz alta.

El Santo lo miró con frustración y pena:

—En la guerra no existen lados buenos o malos, y deberías saberlo. Tan sólo hay bandos opuestos, ambos equivocados. Y de cada lado hay gente, pobre, inocente, engañada, que llega a creer que su causa es la verdadera... Todo es una gran mentira, porque si alguna causa fuera verdadera, las guerras no existirían, no habría motivos para que las personas se maten entre sí. La solución a nuestros problemas se debería haber buscado en su momento, eliminando los pequeños egoísmos que separaron a los hombres poco a poco entre ellos, y los llevaron a las múltiples guerras que en la larga historia de nuestro planeta han existido. ¿No recuerdan las leyendas?, sólo el odio del hombre pudo haber generado la pena y desolación en la que vivimos ahora. A veces pienso que debemos resignarnos y dejar a otras criaturas el cuidado de nuestro planeta, porque hasta los animales más simples sabrían que hacer con él mejor que nosotros. No sé, estoy tan cansado...

—Deje de pensar en todo esto de forma tan pesimista —lo interrumpió Mayhem de nuevo, apoyando su mano en el hombro del Santo, temiendo que sus palabras minaran la moral de los demás soldados, ya desolados de por sí—, si usted abandonara todo, si no estuviera más entre nosotros, ¿Qué haríamos los pobres mortales?, no llegaríamos a nada sin su liderazgo, sin su sabiduría. Lo que pasa es que usted está pasando por un momento de duda, miedo e inseguridad, por todo lo que ocurrió, pero esos sentimientos pronto se desvanecerán, y volverá a ser el líder invencible e infatigable que siempre fue.

—Pero piénsalo —respondió el Santo, virando bruscamente y sacándose la mano de su compañero del hombro—. ¿Es que acaso yo puedo torcer nuestro destino?, ¿Realmente debemos estar aquí?, no lo sé. No sé lo que nos depara el futuro, ni si lo que hacemos es bueno o malo. Estas dudas corroen mi alma... —reflexionó, antes de callar por un momento, durante el cual su rostro cambió, volviendo a su estado de insensibilidad habitual, para luego continuar—. Pero hasta encontrar las respuestas a todas mis preguntas y dudas seguiré entre ustedes, no puedo hacer otra cosa, y por lo tanto ordeno que nos pongamos en movimiento en diez minutos, cargando todo lo que se pueda de regreso a casa, principalmente la tecnología rescatada de los enemigos. ¡Pongámonos en marcha! —gritó con seguridad.

Y así, los hombres cargaron consigo todo lo que pudieron, y se alejaron de esa siniestra zona, que tanto sufrimiento y dolor causó. La lenta y pequeña caravana se puso en movimiento, de regreso a casa.

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