8. Ann.
Después de un largo recorrido hasta la carroza, el príncipe Alan le extiende su mano para que suba y cuando lo hace, se siente muy extraña. Jamás había estado en una y por su conmoción, él lo nota.
—Es cómoda, ¿verdad? — le pregunta.
—Cualquier cosa es más cómoda que caminar cuatro cuadras por día. — Alan se queda en silencio. — ¿A dónde piensa llevarme? No es correcto que esté fuera de casa a estas horas, mi familia se preocupará. — cambia de tema.
—No te preocupes por eso, te llevaré a la puerta de tu casa más tarde y yo mismo les explicaré.
—¿Qué parte de que no quiero que me vean llegar con usted no entiende? Empezarán a rumorear y no quiero eso.
—Pensé que el pueblo solo conocía la generosidad.
—Pues no, hay de todo. Son muy venenosos ciertas veces, sobre todo cuando se trata del honor de una doncella.
—¿Y qué rumores se podrían inventar sobre un príncipe y una pueblerina?
—No lo sé, quizás...que soy una de sus amantes. — se ruboriza al decirlo y Alan sonríe.
—Tienes una manía con las amantes, definitivamente.
—Para usted esto no significaría nada pero para mí lo sería todo. Podría arruinar mi vida.
—Tú tranquila, lo tengo todo controlado. — a Helen no le queda de otra que confiar y quedarse en silencio durante todo el trayecto. No perdía la oportunidad de ver al príncipe Alan cada vez que estuviera distraído y ni siquiera entendía por qué lo hacía. ¿A dónde me estaría llevando a estas horas? Se pregunta constantemente y su respuesta sería respondida cuando la carroza se detuvo.
Estaban en un burdel. El sitio prohibido para las doncellas como ella.
Cuando cruzan la puerta, todos los ojos posan sobre ellos y gracias a la bandana negra que se coloca en la mitad de su cara para que nadie lo pueda reconocer, logran pasar desapercibidos. Helen no entiende qué buscan pero le sigue el juego. Se acercan a la barra mientras todos se la comen con la mirada. ¿Cómo es que estaban tan contentos bebiendo mientras estaban en peligro de guerra? Helen se pregunta pero ya sabe que quizás nunca lo entienda.
—Necesito hablar con Pietro, ¿podrían avisarle que estoy aquí? — Alan habla con la cantinera.
—¿Quién lo busca?
—El futuro rey de Francia. — a Helen le sorprende que lo confiese sin más. Después de un momento de suspenso, la cantinera se ríe desenfrenadamente y Helen también aunque no entienda qué sucede.
—Buen chiste hermano. — por eso se ha reído. — Te creyera pero ningún príncipe de la realeza pisaría este lugar. — está muy convencida de eso.
—¿Ahora puedes decirle a Pietro que estoy aquí? — Alan insiste.
La cantinera se va por la puerta trasera a buscar a Pietro mientras Helen sigue sintiéndose incómoda de estar en ese lugar de mala vida.
—Sea lo que sea esto, ¿no podía resolverlo solo? — le dice.
—No, también necesitas presenciarlo. — frunce el ceño. — Para que dejes de ser tan mentirosa. — antes de que Helen haga sus miles de preguntas, la cantinera vuelve con Pietro de su lado. El investigador personal del príncipe Alan entre los rincones más oscuros del pueblo. — ¿Tienes algo para mí? — le pregunta.
—Sí pero no hablemos aquí, acompáñenme. — Alan deja que Helen pase primero y juntos siguen a Pietro hasta el patio trasero y más privado del burdel. — Mucho mejor. — saca la túnica gris de Sylvie de un saco y Helen la reconoce al instante, ya que tiene una peculiar figura de nieve en la tela.
Cuando intenta acercarse, Alan la detiene colocando su mano delante.
—¿Dónde está? — Alan pregunta.
—Ni muy lejos ni muy cerca de aquí. Lo llevaré con ella cuando me pague el resto del dinero. — dice con miedo de la posible reacción del príncipe ante tal condición.
—Bien, un trato es un trato y soy un hombre de palabra. — Alan saca una bolsa de cuero llena de monedas y la lanza para que la atrape. Cuando verifica que son reales, caminan dos calles más hasta llegar a la casa donde tenía a Sylvie dormida.
Helen aún sin entender nada, corre hasta ella y trata de despertarla.
—¿Por qué está dormida? — Alan pregunta.
—Un té con esas hojas fue suficiente. — señala el humo que sale de lo que sea que cocina. Alan se acerca, la levanta en sus brazos y caminan de regreso a la carroza para sacarla de allí.
—¿Qué es lo que quiere hacer con ella? ¿De qué se trata todo esto? — Helen indaga.
—¿Por qué no me habías dicho que ya la conocías? ¿No era ese nuestro trato?
—No podía decirle nada hasta no saber lo que quería hacer con eso. — le es honesta.
—Y aun así pensabas estafarme, supongo. ¿Para qué aceptaste ayudarme si solo me ocultarías información? — Helen se queda sin saber qué responder por unos segundos. — Tenemos que irnos.
—No me subiré a esa carroza hasta no saber por qué le interesa tanto. — mantiene su posición.
Alan se da la vuelta y la mira.
—Si te lo digo podrías correr peligro.
—Entonces asumiré el riesgo. — aunque Alan no entiende su insistencia en saber, no está muy seguro de confiarle tal información a alguien que después de todo solo sigue siendo una pueblerina. — Un pagano intentó matarme. — confiesa de la nada. — Estuvo a punto de conseguirlo de no ser porque ella apareció. Hizo algo raro con sus manos y lo asesinó. Tuvimos la oportunidad de hablar unos instantes antes de que mi hermano apareciera. Dijo que tenía dones y que los paganos querían evitar que cayéramos en manos del rey.
—¿Qué tipo de dones? — frunce el ceño.
—Detuvo su corazón sin siquiera tocarlo. Le pregunté si era una bruja pero lo negó. Dijo que el rey engañó a su familia para asesinarlos y encerrarla en unas celdas de las que pudo salir. Por desgracia, las demás no.
—¿Las demás? — Alan se siente muy cerca de confirmar lo que por años ha estado buscando.
—Sí, explicó que habían más chicas encerradas.
—¿Dónde?
—Creo que eso solo ella lo sabe. — con toda esta nueva información, Sylvie se convirtió en una pieza mucho más valiosa para Alan de lo que imaginó. Su intuición nunca se equivoca. — Ya le dije la verdad, ahora es su turno. — Helen insiste.
El príncipe resopla.
—Lo único que tienes que saber es que no le haré daño, estoy de su lado y no dejaré que mi abuelo se salga con las suyas otra vez. Solo quiero saber el resto de la historia. — Helen lo mira a los ojos y ve en ellos sinceridad, así que decide poner su voto de confianza en él aunque quizás se arrepienta después.
—¿A dónde la llevará ahora? — pregunta. Aún sigue dormida dentro de la carroza.
—Tengo un lugar seguro, allí estará hasta que despierte. La dejaré descansar y mañana le haré preguntas.
—Me gustaría estar ahí, ¿podría llevarme con usted? Después de todo creo que también estoy en el problema. — le pide y Alan lo analiza por unos instantes.
—De acuerdo, mañana vendré a recogerte. — le ayuda a subir en la carroza nuevamente y avanzan hasta llegar a su morada. Aunque ya es muy tarde, algunos pueblerinos siguen cuidando de las calles y observando a través de las ventanas de sus casas, sobre todo la familia Laurent, quienes estaban muy preocupados por Helen hasta que la ven llegar con el príncipe.
Hacen una reverencia ante él, sorprendidos de verlos llegar juntos.
—Me disculpo por haberme llevado a su hija sin permiso, la necesitaba para algo importante. — Alan cumple su palabra de llevarla a casa y darles una explicación a sus padres.
—¿Y qué era eso tan importante mi lord? Entienda que estábamos muy preocupados. — Benjamín pregunta y ninguno de los dos sabe qué responder pero a Helen se le ocurre algo.
—Artesanía. — dice lo primero que se le viene a la mente. — El príncipe quería donar para las clases de artesanía en el pueblo. — la sonrisa desaparece del rostro de Alan ante tal vil excusa.
—¿Le interesa la artesanía, mi lord? — Benjamín le pregunta, dejando al príncipe en una fatigosa situación ya que su honor no le permite mentir, incluso cuando lo necesita.
—Sí, de hecho se inscribió para la próxima temporada. — Helen miente por él, ajustando la soga más a su cuello. — Nuestro príncipe está interesado por nuestras habilidades así que pronto estará muy a menudo por estos lados, ¿no es así? — disfruta complicarle la situación.
—Por supuesto. — es lo único que Alan contesta. — Bueno, si me permiten...ya me tengo que ir.
—Claro, gracias por traer a nuestra hija señor. — María le agradece.
—No hay de qué. Buenas noches. — se despide y en su carroza junto a sus guardias, dejan a Sylvie en aquel Alcázar que Alan poseía y luego regresan al castillo. Las noticias de que habían Ingleses infiltrados corrió hasta Inglaterra donde el rey muy molesto con el fallo de su plan tomó una decisión que cambiaría el rumbo de toda la historia y próximamente la ejecutaría sin importarle las consecuencias pero con la esperanza de tener el respaldo divino para que todo salga a la perfección.
Mientras todos dormían en el castillo, Belmont salió de sus aposentos y se dirigió a uno de sus pabellones, donde tenía montado todo un altar para Ann, la diosa de luna, capaz tanto del bien como del mal. Estaba relacionada con la brujería, la magia, los portales y las criaturas de la noche, especialmente los perros infernales y los fantasmas. Después de haber encontrado aquel libro cuyas instrucciones por muchos años siguió, descubrió quién estaba detrás de todo ese poder que conseguía para liberarse de los fracasos y tener todo lo que quisiera a sus pies. Ann lo era.
Una diosa que se presentaba en forma de mujer con cabello brilloso y abundante y cientos de símbolos tallados en su piel. Se decía que tenía siete caras que cambiaba constantemente a su favor. Nunca pisaba tierra, sino que flotaba con auras de luz a su alrededor. Fue consideraba una de las más poderosas de todos los tiempos pero incluso ella tenía sus contras. Sabía que cuando usaba demasiado su poder, el balance cósmico se volvería contra ella.
—¿Qué estoy haciendo mal? — Belmont se arrodilla frente a la enorme escultura que había construido en su honor. Muchos velones, jeroglíficos tallados en las paredes y sobre todo, el grimorio abierto en un tablero delante. — He hecho todo al pie de la letra y parece que no está funcionando. Sé que me faltan las dos últimas estrellas pero ¿por qué se aproxima una guerra a mi reino si se supone que está bajo tu protección? — dice mientras mira la estatua, como si pudiese escucharlo. — Necesito que me digas qué hacer. — mientras cierra los ojos, una esfera de luz se forma frente a él. Una que libera un sonido retumbante.
—Mientras no completes el heptágono el poder que te he concedido desvanecerá. — dice un conjunto de muchas voces femeninas provenientes de la esfera. El rey abre los ojos y queda hipnotizado ante tal presencia.
—Entonces dame una señal. La sexta estrella pudo escapar, es cuestión de tiempo para volver a encontrarla pero ¿cuánto tendré qué esperar para obtener a la séptima?
—La séptima estrella ya nació, creció y maduró. Sigue tu instinto y la encontrarás. — la esfera se aleja de su rostro. El rey sabe que buscar a una chica que tuviera la marca en su brazo dentro de miles de doncellas, princesas e incluso mujeres de la mala vida, es muy complicado pero aun así, no desiste. Si no lo hizo hace muchos años menos ahora que está tan cerca de conseguir la vida eterna gracias a este ritual.
—¿Y la guerra contra Inglaterra? ¿Cómo la detengo? — siente que todo lo que vivió hace muchos años se está repitiendo.
—Tienes el poder de cinco estrellas, úsalas. — es lo último que dice a través de la esfera antes de desaparecer. Belmont sabía a qué se refería, así que salió de aquel altar y caminó hasta la biblioteca real donde detrás de un estante de libros viejos, tenía un pasadizo secreto donde ocultaba a las hoy ya mujeres de 30 años que Aarón y Alan han estado buscando.
Recorre el pasillo con una antorcha hasta que llega a ellas. Están en una especie de celdas moderadamente cómodas para que no escapen. Les da desayuno, comida y cena pero las priva de su libertad. Abusa de sus poderes.
—Creo que ya saben por qué estoy aquí. — dice el rey y abre la celda de la que llama "Cinco", por sus cincos puntos en su brazo izquierdo.
—¿Y ahora qué quiere? — le pregunta. Todas lo odian pero como están bajo su poder, no pueden hacer nada contra él.
—Lo que sabes hacer. — se sienta. — Necesito que me digas qué me espera en las próximas semanas.
—Ya sabe que lo que veo no tiene un orden exacto.
—Ya lo sé pero al menos inténtalo. — le extiende su mano y cuando ella lo toca, cierra los ojos, se concentra en el silencio y un viento ligero pasa por los dos. La gota de sangre que sale de su naríz indica que está funcionando, está teniendo visiones del futuro del rey. — Dime qué ves. — está muy intrigado.
—El príncipe Alan detiene su puño con una mano. — dice lo que ve, aún con los ojos cerrados. — Hay...un baile de máscaras. El príncipe Alan está peleando con alguien y usted... está sentado, viéndolo, alrededor de mucha gente. — sus visiones terminan y despierta bruscamente.
El rey no sabe qué pensar con toda esta nueva información pero es suficiente para que tenga claro que Alan, su propio nieto será un obstáculo primordial en su camino. A pesar de su avaricia y de su maldad, su nieto es lo más importante para él, no solo porque será su sucesor, sino porque ha visto en él el hijo que nunca pudo tener junto a su esposa Tomasia. Ve en él todo lo que una vez fue de niño y por ende se ha dedicado a prepararlo tanto como guerrero y como príncipe, para que nunca flaquee en el reino. Aunque nada de esto le dé una solución para la guerra que se aproxima contra Inglaterra, al menos saber que seguirá con vida y si organizarán un baile de máscaras en el castillo, es una buena señal.
—Gracias, mi niña. — el rey se levanta y le da un pañuelo para que se limpie la sangre que sale de su naríz. — Descansa. — después de tantos años, se siente turbiamente muy familiarizado con ellas, aunque luego no le importe sacrificarlas con tal de completar el ritual. Cinco se levanta y vuelve a su celda mientras las otras los observan en silencio. El rey les da una amenazante mirada y sale de aquel pasadizo secreto en el que las ha ocultado todo este tiempo.
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