24. La estafa.
Atravesando miles de lagunas en su mente, Helen logra despertar. Fue trasladada hasta los aposentos del príncipe y atendida por médicos. Todos, especialmente su madre, se encontraban muy preocupados por ella. Pero el príncipe se aseguraría de que pudiera descansar.
—¿Qué pasó? — intenta salir de la cama.
—Te desmayaste de repente. ¿Te sientes mejor? — el príncipe se sienta a su lado. Está preocupado.
—Sí. ¿Dónde está mi madre?
—Están bien. Estaban aquí hace un momento. — eso la deja más tranquila, pero solo por una parte. — ¿Qué fue eso? ¿Qué te pasó en la mesa? — mira el brazo del que vio aquellos diminutos círculos brillar.
—No fue nada. ¿Qué creíste ver? — evade el tema.
—Creí ver algo que respondería a muchas de mis preguntas. — el príncipe duda. — Helen... ¿segura que no tienes nada que decirme? — la fulmina con la mirada. ¿Qué otra mentira podría inventarse para este instante? ¿Qué podría combatir contra el intenso azul de sus ojos juzgándola firmemente?
—Yo... — los intensos golpes de alguien tras la puerta interrumpen el momento de tensión. Lo que la salva y respira profundamente de alivio.
—¿Qué sucede? — el príncipe se asoma por la puerta. Es Max.
—Loana quiere hablar con usted, parece algo impaciente. — Max sabía que cuando de ella se trataba, sería importante para el príncipe. Solía ser su fuente más útil de información.
—Dile que voy enseguida. — Max asiente y se retira, volviendo el príncipe al aposento con su prometida. — Tengo que irme, pero no tardaré. Seguiremos esta conversación mañana. Ahora descansa. — se acerca y le acaricia la mejilla.
—¿Descansaré aquí? ¿En su aposento? — se exalta.
—¿Por qué no? — hace una mueca y se retira hasta llegar a Loana, quien lo esperaba en el posterior del castillo. La zona estaba asegurada por sus guerreros, teniendo a Max al mando. La oscuridad de aquel sitio favorecía la discreción de sus encuentros, por lo tanto, mientras nadie como Vittorio los viera, todo estaría bajo control. — ¿Loana? — frunce el ceño al verla. Lleva una túnica con capa negra y bandana, como si se escondiera de algo o de alguien.
—Sí, ya sé. No puedo quedarme mucho tiempo. — observa su alrededor. — Tu abuelo, acaba de descubrir la estafa de mi padre.
—No comprendo lo que dices.
—Le dio una falsa poseedora de la séptima constelación y hace unos minutos descubrió su fraude. Mientras ustedes están aquí él está en el bosque, abriendo portales a un mundo que desconoce. — parece muy asustada. — Su plan, por lo que ha estado sacrificando a toda Francia, no funcionó gracias a ello y sabe que es culpa de Silas.
—Entonces este es el último lugar al que deberías pisar. Escóndete hasta que sea seguro. — luego de comprender, está igual de preocupado.
—Lo sé, tenemos un plan, pero no quería irme sin antes darte esto. — le pasa un amuleto en forma de calavera en un pañuelo púrpura. — Es el amuleto de Mohat. Si algo te pasa, si mueres con esto en tus manos o en cualquier parte de ti, puedes volver a la vida. Puedes burlar a la muerte.
—Disculpa si sueno algo cruel, pero creo que en estos momentos te serviría más a ti que a mí. — suelta una sonrisa burlesca.
—Cuando te des cuenta de que esto va más allá de lo posible gracias a tu abuelo el rey, sabrás que debiste tomártelo más en serio. Francia dejó de ser un lugar seguro desde hace mucho tiempo. — la seriedad con la que habla angustia al príncipe. — ¿La encontraste? ¿Pudiste encontrar a la séptima estrella? — Alan se queda en silencio, como si estuviera pensando su respuesta.
—No, estoy muy ocupado con mi compromiso.
—¿Desde cuándo te importa tanto casarte? — lo conocía muy bien. — Da igual, ya tengo que irme. Mi padre, nuestra gente y yo tomaremos un barco hasta que sea seguro. Espero que nunca te olvides de mí.
—Con esa rareza en tu frente, es imposible. — bromea y ambos sonríen. — Cuídate mucho, Loana. Y cuenta conmigo siempre. — toma el amuleto.
—Gracias, Alan. — le echa una última mirada y se desvanece entre la oscuridad.
—¿Todo en orden, señor? — Max se acerca.
—Eso espero. — contesta, observa el oscuro cielo por última vez y entra nuevamente al castillo.
3:15 de la mañana.
Como si sus horas de sueño hubieran terminado, Helen se despierta. La cama era enorme pero, aun así, el príncipe podía ocupar casi toda la mitad del espacio. Era la primera vez que lo veía dormir. Como un niño cansado soñando profundamente. Aunque estaba casi segura de que, cuyos sueños para poder relajarse, serían todo menos pacíficos. Observa su desnudo torso a su costado, reprimiéndose las ganas de tocarlo atrevidamente. Cierta parte en su interior le asegura que podía hacerlo sin temor, pero no podía romper las reglas del acuerdo si quería que después, él tampoco lo hiciera.
Contrólate Helen.
Se dice a sí misma. Se levanta, toma una bata en tela de seda gris en conjunto con su pijama y sale por los corredores silenciosamente hasta llegar a la cocina. Se sirve, toma un poco de agua y vuelve a recorrer los oscuros pasillos del castillo. Ann. De repente su nombre llega a su mente. Se suponía que todo esto era por ella, por las cosas que había creado. Se suponía que el poder que poseía venía de ella y por consiguiente, aún tenía muchas dudas al respecto.
Sin miedo alguno, entra directamente al santuario oculto del rey. Donde estaba la enorme estatua de Ann. El grimorio ya no estaba, así que empezaba a sospechar que aquel desmayo tenía algo que ver con lo que sea que excuse la ausencia del rey en la cena.
—Todo esto es por ti, y ni siquiera estás aquí. — toca los pies de porcelana de su estatua suavemente. — ¿Por qué no hiciste algo mejor con todo ese poder? De no ser por el rey y su obsesión por lo que le prometiste, mi padre hoy estuviera aquí. Vivo, conmigo. — una llama de melancolía e ira se le enciende por dentro. — Mi padre estuviera vivo. No existiría ninguna maldición, no habría tanta maldad. Francia no sería el infierno en el que se ha convertido. — deja caer una lágrima. — Yo no sería quien soy. No tendría que ocultarle al hombre del que me estoy enamorando que soy parte de esto. Que soy parte de ti. — un angustiante silencio invade el salón. — Pero si me dieron este poder para ayudarte, también puedo destruirte. — retrocede dos pasos, deja la magia emerger de sus manos y mira con furia el rostro de porcelana de Ann.
—No mereces...ser adorada por nadie. — fusiona su poder con la cerámica hasta separarla de su base y alzarla del todo. Con una sola mano logra equilibrar todo ese poder mientras los escombros tiemblan a su alrededor. Con un poco más de fuerza, logra destruir la estatua en mil pedazos. Liberando rayos de luz por los huecos del templo. Los que Aarón, quien recién llegaba de una de sus aventuras en el pueblo, pudo notar.
—Solo quiero arreglar las cosas. — Helen se arrodilla en el suelo del santuario mientras deja una que otra lágrima caer. — ¿Por qué? — mira las palmas de sus manos, de las que emergen todo el poder. Lienzos de luz salen de los trozos de porcelana lentamente hasta convertirse en una esfera. Una que Helen observa hasta que se acerca a su rostro. Las mismas voces polifónicas comienzan a resonar mientras ella alza la mirada. ¿Qué es esto? Fue la primera pregunta que llegó a su mente.
—Helen... — las voces polifónicas provenientes de la esfera pronuncian su nombre. — Tú...guardas un poder que aún no comprendes. No hay nada que puedas arreglar. — aquella fácilmente podría ser la escena más aterradora que habría presenciado.
—¿Qué eres? — pregunta con rabia, sin moverse de su posición.
—Soy tú. — la esfera contesta con una voz más dulce. — Somos la misma cosa creadas en épocas diferentes.
—Ya leí tu historia, Ann. — sabe que es ella. — Y me niego a ser igual que tú. Jamás condenaría a tantas personas inocentes a morir por tus caprichos.
—No son caprichos, es una nueva monarquía. Una que ni siquiera Belmont Rutherford ni ningún otro rey, podrá romper. — Helen frunce el ceño y la esfera de luz se acerca un poco más. — La profecía está creada para que solo una persona pueda reinar. Un único ser que pase lo que pase saldría beneficiado.
—¿Tú? — cree entender lo que dice.
—Eres muy inteligente. Por eso el balance cósmico te eligió como la séptima estrella. La poseedora del poder que me pertenece.
—Estás muerta. Ya no existes y no hay manera de que vuelvas de forma humana a estas tierras. Ni siquiera perteneces a esta nación.
—Pero el que activó la maldición sí lo es. — el rey llega a su cabeza como respuesta. Su obsesión por capturar a las siete doncellas que tiene que sacrificar para obtener el poder de unas de las profecías que Ann había creado, era una constante suficiente. — Esto no solo se trata de Francia, he visto el lado oscuro de universos que jamás te podrás imaginar.
—¿Y por qué no solo soy yo? ¿Por qué hay otras seis más?
—Porque están consagradas a protegerte. Si mueres con este poder, nada de esto será posible. Mi propósito jamás se cumplirá.
—Pero se supone que somos tu destrucción. El balance cósmico nos escogió para detenerte y no permitir que destruyas el mundo otra vez.
—Eso es lo que ellos piensan. Siempre tuve una última carta con la que jugar, así que encontré la forma de mantener mi conciencia viva hasta que sea necesario. Y esperado suficiente para esto.
—¿Y si decido no dártelo? ¿Si decido no devolverte ningún poder? — mantiene postura.
—No es algo que puedas escoger. Las cosas siempre vuelven a donde pertenecen. — un refuerzo de luz en la esfera hace presión en la magia del interior de Helen, haciéndola quejarse del dolor. — Tengo demasiado control sobre ti. — presiona con sus dedos su frente para soportar el fuerte dolor de cabeza que le provoca. — Ese poder me pertenece. — sin soportarlo más, Helen recuerda todo lo que ha tenido que sufrir para ser parte de esto y de las personas que podrían salir heridas después, dentro de ellas, su familia. O lo que queda de ella. Y es incentivo suficiente para enfocarse en su poder y suprimir el dominio de Ann.
Poco a poco el sufrimiento comienza a desaparecer y Helen alza la mirada, esta vez, con un inmenso destello de luz blanca en ellos.
—No te lo dejaré tan fácil. — dice antes de obligarla a desvanecerse en el aire. ¿Sería esto un problema para los planes de Ann?
Luego de aquel "peculiar" encuentro, Helen sale del templo. Sin saber que ha sido vista por nada más y nada menos que, Aarón Rutherford.
Belmont Rutherford.
El rey, muy enojado por el fallo de su plan, regresa al castillo y da vueltas en el pabellón de su trono esperando nuevas noticias de Vittorio. Ya que lo había enviado junto a otros de sus guerreros a saquear las aldeas dentro del bosque donde sabía que se escondían los paganos. Donde se escondía Silas, el responsable de que todo saliera mal.
—¡Señor! — Vittorio cruza los portones con varios guerreros detrás.
—Dime que tienes buenas noticias para mí. — el rey se acerca impacientemente.
—Algo así, señor. — empuja del brazo a Loana, quien tenía las manos atadas por precaución. — Estaba a punto de escapar, pero para su mala suerte, llegué a tiempo. — se lanzan mortíferas miradas.
—Pagana, puedo olerlo desde la distancia. — el rey la observa, manteniéndose al margen.
—Es hija de Silas. La protectora del bosque y la rebelde de su manada. — Vittorio informa.
—Parece que sabes demasiado sobre mí. — Loana le responde con ironía. — Pero prefiero que me llamen rebelde a el perrito faldero del rey. — lo provoca y la obliga a arrodillarse en el frío suelo del pabellón de un empujón.
—Dime algo, Foster... — casi le sorprende que la llame por su apellido. Uno que no muchos conocían. — ¿A dónde escapó tu manada? ¿En qué lugar creen que se pueden esconder después de traicionar a su reino por segunda vez?
—¿Y crees que te lo diría? Mejor mátame de una vez.
—Tienes las mismas agallas de tu padre, es impresionante. Pero matarte, es lo último que haré. Si Silas de verdad siente el más mínimo respeto por ti, haré lo que sea para que se arrastre hasta aquí y suplique por tu vida.
—Esas cosas nunca funcionan con él y lo sabe. La reina es más que un gran ejemplo de ello.
—Eso ya lo estamos por ver. — planes macabros estaban formándose en su mente. — Enciérrala. Y así la mantendremos hasta que útil nos sea. — le ordena a Vittorio, quien la acata de inmediato.
La levanta bruscamente y la lleva hasta su nueva celda.
—¿No tienen otra manera de tratar a sus invitados no deseados? Tal parece que lo único que conocen es secuestrar, encerrar y torturar. — dice mientras caminan por los oscuros pasillos de las afueras del castillo.
—Y volar cabezas también. — contesta sin expresión alguna.
—¿En serio siempre haces todo lo que te ordena? Qué aburrido. — lo provoca.
—No me obligues a vendarte la boca también.
—Cuando Alan se entere de esto te matará y me sacará de aquí. Estaré de pie frente a ti y te veré morir en sus manos. — la empuja fuertemente dentro de la celda, arregla las cadenas y cierra la cerradura. — Voy a disfrutarlo plenamente. — lo mira a través de las rejas.
—Sino me mató por la que hoy es su prometida, mucho menos por alguien como tú. — la observa con desprecio y se marcha, dejándola completamente sola y sin escapatoria.
El rey.
Inconforme y con miedo a lo desconocido, camina de aquí para allá en la prisión de las estrellas. Todas están asustadas, pues no saben qué más el rey sería capaz de hacer de ahora en adelante. Belmont sabía que de cierta forma ellas estaban al tanto de la estafa y que prefirieron callar. Pero aun así, por lo que vio a través de aquellos portales, no sabía qué hacer al respecto.
—Paciencia; es una de las cosas que más poseo. Porque de lo contrario, ya hubiese quemado y colgado sus cuerpos delante de todos junto a los paganos por traición. — dice. — Lo tenía todo en mis manos para que esta noche finalmente se cumpliera mi propósito, ¿y qué pasó? Parece que son las primeras en querer quedarse aquí para siempre.
—Está jugando con cosas que no entiende. Ni siquiera nosotras sabemos qué más hay del otro lado. Estos errores, esta obsesión suya por anhelar lo imposible puede condenar al mundo a una realidad que nadie podrá mejorar. — Cinco interviene, la única que siempre había tenido voz y voto ante el rey.
—Las que tientan con su suerte, son ustedes. Si fueron escogidas para tener este poder y cumplir las órdenes de su amo, también deberán cumplir con ese propósito. Lo quieran o no. — controla la rabia y la impotencia que ahora lo invade. — Esto solo termina cuando yo lo decida. — las observa nuevamente y sale de la prisión.
Mientras camina por los corredores hacia sus aposentos, se encuentra frente a frente con Helen Laurent. La cual se detiene y se inclina ante él con muchos nervios. Venía de destruir su templo y sabía que en cualquier momento lo descubriría.
—¿Qué hace la prometida de mi nieto despierta a estas horas? — junta sus manos en su espalda. — ¿No puede dormir?
—Solo quería un vaso de agua y de paso...tomar un poco de aire. — intenta calmar sus nervios.
—Pensé que los aposentos eran lo suficientemente frescos. Recuerde que tenemos forasteros, es muy peligroso que camine sola. Incluso en el lugar más seguro de toda Francia.
—Lo tendré más en cuenta, señor.
—Parece que también hay mucho polvo por aquí. — Helen frunce el ceño. — Lo digo por el sucio en su ropa. — mira las manchas en su bata.
—¡Oh! Sí, es...el viento trajo arena consigo y creo que estuve en un mal lugar. — miente piadosamente. — Disculpe darle tantas malas impresiones.
—Tranquila. Admito que me he portado exageradamente desconfiado contigo, pero si mi nieto decidió escogerte como la futura reina de esta nación, esperaré a que demuestres que te lo mereces. — se acerca más a ella. — Solo ten cuidado con las cosas que piensas y dices en este lugar. Cualquier cosa puede no jugar a tu favor. — casi le susurra al oído y juega con un mechón de su cabello. ¿Qué acababa de ser eso? Evidentemente una más de sus sutiles amenazas. Una que alimentaba más la sed de venganza de Helen.
En el campo de los condenados.
Después del fracaso del ritual del rey, algunas entidades lograron filtrarse a través de los portales antes de que estos pudieran volver a cerrarse. Un profundo eco y voces polifónicas vuelven a resonar desde la oscuridad mientras una extraña y alta figura masculina con una túnica de una especie de humo arenoso negro, sale del suelo quemado hasta la superficie. Cuya figura correspondía al dios de la muerte, Mohat.
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