Parte 6
1
El sol salió por el horizonte y su cálido abrazo comenzó a derretir poco a poco la fina capa de hielo transformándola en rocío matinal. Martha se había descompensado al ver el cuerpo de su pequeña, golpeado, carente de vida, frío como el hielo.
María se había desmayado. No pudo soportar el horror y la perdida.
Pedro permaneció estático, pensativo mientras la ambulancia se llevaba el cuerpo de la pequeña. En su interior un miedo atroz se retorcía. ¿Cuánto tardarían en culparlo? ¿Cuánto tardarían en descubrir lo que había hecho? ¿Cuánto tardaría su hermana en hablar? Todas aquellas dudas se agolpaban en su cabeza.
Cuando el comisario Peterson se presentó dispuesto a hacerlo preguntas, permaneció con el semblante sombrío. Simulaba una tristeza profunda que en el fondo era incapaz de sentir.
Le explicó como las niñas a veces jugaban en aquella ventana. Explicó cómo les había advertido que era peligroso. Le aseguró una y otra vez que él estaba durmiendo cuando los gritos de la hermana lo despertaron y corrió junto a su esposa para descubrir la horrible escena. Su declaración fue acompañada de un llanto profundo que solo un padre dolido sería capaz de hacer. Todo fue muy convincente.
–De acuerdo. Creo que solo resta hablar con su hermana. ¿Fue ella la primera en descubrir el cuerpo no es así? –Preguntó Tom.
–Si fue ella. Pero no creo que sea una buena idea. No se encuentra muy bien. No quisiera que en estos momentos le estuvieran haciendo preguntas sobre su hermana muerta. Si quiere puede hablar con mi esposa cuando ella se encuentre mejor. Pero agradecería que dejara a mi familia transitar este difícil momento. Luego habrá tiempo para las preguntas.
Tom lo miró dubitativo por un instante. Su instinto le decía que algo no estaba bien. Sin embargo no era el momento de acosar a una pequeña con preguntas sobre su pequeña hermana muerta.
–Está bien. Lamento mucho lo que ha sucedido. Por favor dile a Martha y a la pequeña que cuentan conmigo y por favor dele mi sentido pésame.
–Lo haré comisario. Gracias por todo. –Le respondió Pedro con una ligera sonrisa en su rostro lleno de pena.
2
El día fue transcurriendo en la tristeza absoluta. María no se levantaba de su cama. Lloraba amargamente y de vez en cuando, en un ataque de ira se golpeaba a sí misma. Se culpaba por no poder ayudar a su hermana. Si tan solo no se hubiera quedado dormida. Si tan solo hubieran huido cuando las cosas se habían puesto horribles, quizás todavía estaría allí. Todo era su culpa, no pudo protegerla y ahora estaba muerta.
Cuando los hombres bajaban con sogas el pequeño cajón a las profundidades de la tierra, María solo podía mirar la escena, perpleja, incrédula. Su hermana estaba allí, descendiendo hacia la oscuridad donde su padre había descendido antes que ella. El golpe de la tierra cayendo sobre la madera sacudía su cabeza como martillazos.
Se tapó los oídos para no oírlo. Aquel sonido era insoportable. Con cada golpe venía a su mente el cuerpo de su pequeña hermana arrojado sobre el helado césped con la helada de la madrugada cayendo sobre él, congelando su sangre, volviéndola oscura a medida que fluía desde las horrible heridas.
María se alejó de las miradas afligidas de los vecinos que habían asistido. Se alejó y se ocultó tras el gran árbol junto a la tumba de su padre. Permaneció allí sollozando, culpándose una y otra vez de no haberlo evitado.
Mientras se secaba las lágrimas se sintió observada. Miró hacia las sombras de los árboles del oscuro bosque que se alzaba más allá del cementerio. Observó fijamente, y aunque no vio nada, aquella sensación de ser vigilada la estremecía. Caminó hacia el bosque lentamente. Se acercó esperando verla. Quería verla. Aquella mujer del bosque quizás la ayudaría. Quizás las estaba advirtiendo. Quizás había llevado a su hermana a un lugar mejor, un lugar sin sufrimiento.
Sin darse cuenta, atravesó los primeros arboles del bosque. Las sombras la cubrieron y una fría sensación de soledad la invadió.
– ¿Estás aquí? –Preguntó llorando. – ¿Estás aquí? ¡Muéstrate! –Esta vez su voz fue un grito furioso que resonó entre los árboles. Pero nadie respondió. Aquella mujer no apareció. Pero fue en ese momento en que María se percató de algo. No estaba triste, estaba furiosa. Sus manos temblaban de impotencia. En su mente apareció el rostro sonriente de Pedro, como el de un demonio disfrutando del sufrimiento que causaba.
Un brillo metálico llamó su atención. Allí, clavado en la descascarada corteza de un gran pino en donde fluía lentamente la amarillenta resina, había un pequeño puñal. Su hoja reflejaba la luz del sol. Era increíblemente brillante. Quien sabe cuánto tiempo estuvo allí, quizás abandonada por algún borracho o algún cazador. Pero ahora estaba allí, esperando por ella. Era como si aquel puñal la llamara, como un obsequio dejado para ella y para nadie más que para ella.
María se acercó. Con suavidad tomó el puñal. El brillo de la hoja se reflejó en sus ojos anegados nuevamente por amargas lágrimas. Pasó su dedo suavemente por el filo y la sangre fluyó de inmediato. Estaba increíblemente afilado. María sonrió.
–Gracias. –Susurró al viento.
3
La niña volvió al cementerio. Ya todos comenzaban a marcharse. Junto a la tumba solo permanecía su madre, arrodillada, llorando desconsoladamente. Pedro estaba a la distancia. Observaba a María dudosamente. El miedo de que la pequeña hablara era muy grande. Estaba decidido a hacer algo, pero todavía no sabía qué ni como lo haría. Solamente esperaba el momento adecuado, como hacen los depredadores. Pero esta vez se sorprendió cuando María también lo miró, con su mirada furiosa sostenida. Ya no parecía una niña inocente e indefensa, en aquellos ojos se podía ver un profundo odio.
Pedro se dispuso a acercarse, cuando horrorizado vio como el policía surgió de entre las tumbas y se acercó a hablar con la pequeña. No se había percatado de la presencia del Oficial, vestido con un elegante traje negro, hasta ese momento.
María siguió sosteniendo su mirada furiosa aun cuando el policía comenzó a hablarle.
–Siento mucho lo de tu hermana. –Le dijo el comisario apoyando su mano en el hombro.
–Si hay algo que quieras decirme, puedes hacerlo.
Pedro pensó en huir. Aquella mirada parecía indicar que gritaría a los cuatro vientos lo que él había hecho. Pasaría un buen tiempo tras las rejas, si es que los vecinos no lo golpearan hasta la muerte. Una niña había muerto por su culpa y su hermana estaba a punto de delatarlo. El sudor comenzó a recorrer su frente a pesar del frío de aquella mañana. Miró hacia la calle lateral, donde su vieja camioneta estaba aparcada. Quizás podría llegar hasta ella corriendo antes que el comisario le disparara por la espalda. Quizás tendría que empujar a un par de ancianos, pero estaba seguro que llegaría. Un halo de histeria recorrió su mente, pensando en las horribles cosas que le esperarían en la cárcel cuando llegara allí y todos se enteraran lo que había hecho. Sus piernas comenzaron a temblar. Estaba a punto de ceder al miedo pero se contuvo. Mantuvo su mirada triste, como la que tendría un padre afligido con la muerte de su pequeña.
Pero para su alivio nada ocurrió. Un escueto "gracias", fue la única respuesta que la niña dio al policía. Quizás el miedo que la pequeña le tenía la mantenía a raya, no estaba seguro. Pero aquella mirada desafiante parecía indicar que tramaba algo.
Pedro despidió al Oficial haciendo un gesto con la cabeza mientras este se alejaba. Se acercó a María quien lo continuaba mirando. Se agachó junto a ella hasta que sus rostros quedaron a la misma altura. Tras ellos Martha continuaba llorando desconsolada, mientras los obreros se acercaban dispuestos a terminar la tétrica labor de cubrir la tumba.
–Sé que me culpas por lo que pasó. –Dijo casi susurrando para que nadie más lo oyera.
–Pero quiero que sepas que no quise que nada de esto pasara.
María no respondió. Solo lo miraba con un intenso odio. Tanto que se tornó insoportable para Pedro.
– ¿Podrías dejar de mirarme de esa manera? –Reclamó. –No tuve la culpa de que tu hermana se cayera de la ventana. Así que mejor lo dejamos así. Será lo mejor para ambos. No te metas conmigo y yo no me meteré contigo. ¿Está bien?
María no respondió. Se alejó en silencio y se acercó hasta la tumba de su hermana donde su madre lloraba. Su madre la miró. Intentó decirle unas palabras pero ella solamente la miró con desprecio. Aquella mujer que alguna vez fue su madre era tan culpable como aquel hombre. Miró al interior de la profunda fosa donde el marrón barnizado del cajón todavía brillaba.
–Muy pronto hermanita. –Susurró. –Muy pronto.
4
Aquella noche había algo extraño en el aire, era denso como una niebla, casi irrespirable. El frío afuera era atroz. No se recordaban temperaturas tan bajas hacía muchos años en aquel cálido territorio de campos y granjas. En algún rincón del cercano bosque el ulular del búho se estremeció entre las sombras.
María permanecía en su habitación. En su mano sostenía el puñal. Lo miraba fijamente, casi de manera hipnótica. No podía apartar su vista mientras en su mente se arremolinaban cientos de imágenes a la vez. En el cuarto contiguo, su madre se había quedado dormida profundamente luego de pasar todo el día entre llantos y calmantes.
María esperó pacientemente, sentada en la cama, mirando la luz de la luna que se colaba por entre las cortinas. Abajo aun podía oírlo. Sentado, mirando la televisión. Destapando la quinta cerveza de esa noche. Tenía que ser paciente. Con suerte pronto se quedaría dormido al calor del pequeño brasero junto al sillón. Solo debía esperar.
Afuera el viento rugía como un animal furioso. La pequeña se levantó y se acercó a la ventana. Afuera oscuras sombras se agitaban como espectros, furiosas, clamando por sangre y venganza.
Miró hacia los cultivos. Allí estaba el espantapájaros, mirándola fijamente. Siguió recorriendo los campos con su mirada buscándola, pero no pudo verla. Aquella mujer espectral no había regresado. Volvió a mirar el puñal. Bajo la luz de la luna, su hoja tenía un brillo azulado, casi fantasmal.
Miró el reloj en su mesa de luz. Eran casi las tres de la mañana. Abajo solo podía oírse el tenue sonido de la televisión. Pedro no había vuelto a levantarse. Había llegado el momento.
Muy despacio abrió la puerta. Las bisagras chillaron escandalosamente. María se detuvo. Nada. No hubo ningún sonido. Debía estar profundamente dormido, había bebido condenadamente. Debía estarlo.
Se acercó muy despacio hacia las escaleras y miró hacia abajo. Distinguió el brillo naranja de las brasas en la salamandra iluminando la intensa penumbra de la sala. En la televisión solo se veía una pantalla lluviosa. El canal local dejaba de transmitir a esa hora. María esperó. En el sofá se distinguía la figura de Pedro. Estaba sentado con la cabeza hacia atrás. En el piso se veían varias botellas vacías, una junto a la otra.
Se dispuso a bajar en silencio, pero luego de que diera el primer paso, se detuvo. Volteó y miró hacia la habitación de su madre. Ella era tan culpable como él. Ella también debí pagar. Apretó con fuerza el pequeño puñal, hasta casi hacerse sangrar.
Decidió primero ir por su madre. Abrió lentamente la puerta hacia la oscuridad de la habitación. Fuera de la ventana, las ramas de un viejo árbol se agitaban como las garras de un gigantesco monstruo.
Su madre estaba en su cama. Tapada hasta el cuello, de costado, mirando hacia la ventana. Estaba inmóvil. María se acercó. Afuera, por sobre el silbido del viento, se oyó el canto del búho.
Se acercó hasta la cama. Con la tenue luz azulada que entraba desde la ventana pudo ver el cuello de su madre. Estaba allí, a su alcance. Levantó el puñal. Su pequeño brazo no alcanzaba para llegar hasta el cuello, al menos no para hundir la hoja. Subió sobre la cama y se acercó hasta estar sobre el cuerpo indefenso. Apoyó el cuchillo justo en el cuello. Todo su cuerpo temblaba y su respiración se agitaba. Su corazón latía rítmicamente. Intentó presionar el puñal, hundirlo hasta el fondo de su garganta pero no pudo. Las lágrimas comenzaron a caer sobre las sábanas blancas. Allí estaba, impotente, incapaz de cumplir con lo que se había propuesto.
Afuera el búho volvió a cantar.
Su madre continuaba inmóvil. Ni siquiera podía distinguir el movimiento de su respiración. Entonces vio sobre la meza de luz algo que llamó su atención. Allí estaba el pote de calmantes, sin tapa, volcando sobre un costado, pero dentro no había nada, ni siquiera una pastilla.
Su madre seguía inmóvil. Afuera el búho volvió a cantar como un espectro.
Quitó el puñal del cuello. Bajo la luz de la luna, su madre lucía fantasmalmente pálida. María puso su mano sobre su frente. Estaba helada, sin la más mínima calidez de la vida. La volteó con cuidado. Los ojos abiertos de su madre la miraron, carentes de alma, carentes de vida. Una estela de espuma salía de su boca todavía abierta en un último grito ahogado.
El búho volvió a cantar.
Allí estaba el cuerpo de su madre, tieso, azulado. No pudo soportar la pena ni la culpa, no pudo hacerlo. María quedó perpleja. Un mar de sensaciones invadieron su mente, sintió tristeza, rabia, pero lo que más sintió fue alivio. Entró a esa habitación dispuesta a hacer algo, pero su madre se le adelantó, evitándole el horror.
Una tenue sonrisa se dibujó en su rostro, incontenible. Le dio un último beso a la frente de su madre. –Adiós mamá. –Le susurró al oído.
Afuera el viento golpeaba con cada vez más furia, como si la estuviera alentando a concluir su labor. Ya solo faltaba él y para él no habría piedad.
Afuera el ulular del búho se diluia en el silbido del viento.
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