Capítulo XXIV
Dormir separados como antes de conocerse, después de poco compartir un lecho y techo, era extraño y lejano; ambos se acostumbraron no solo a su compañía y las rutinas, ambos acordaron con los giros inesperados en ellas, pero esto llegó muy lejos. Meliodas daba la espalda al espacio vacío a su izquierda, escondiendo su mano bajo la almohada con un gesto ecuánime. Serenidad que dilataban sus ojos centrados en el ventanal y una extraña sensación de soledad que hacía mucho no lo saludaba. Gozaba de tenerla a su lado y buscar refugio mientras entre sueños lo abrazaba. No podría acostumbrarse nuevamente a sus muros reforzados en frialdad. Ella era su familia ahora. Elizabeth, en cambio no dejaba de preguntarse sus inseguridades y darse respuestas absurdas y secas que seguramente él blondo ausente diría. Al menos, eso le hacía sentirlo cerca y menos sola. Lo quería ahí y simplemente soltarle todo el miedo que cargaba mientras la consolaba con fríos abrazos, pero ¿Cómo evocar una sensación física si ni tenía fuerza mental para recordar con claridad su imagen? Estaba agotada.
Quería que todo acabara. Lástima que ella decidía cuando dar el punto final; después de todo, es tan corto el amor y tan largo el olvido. Una hermosa tortura, ¿no? Sobreviviría al masoquismo de su memoria, solo debía superar esa y mil noches más hasta acostumbrarse.
Sin embargo, tanto que pensar lo llevaron a bostezar antes de caer en cuenta que ya se encontraba decaído y desvelado frente al escritorio de la oficina, viendo sin respuesta alguna a los mensajes enviados a Elizabeth. Quizás seguiría dormida o avergonzada.
Habían sido días muy estresantes y doblemente casados para ella, era entendible que estuviera más exhausta. Pero...
— ¡Capitán~! — Como mala costumbre que nunca abandonaba y característico de Ban, interrumpió alegremente en un alargamiento exagerado en la última sílaba; sin embargo, no estaba de humor para quejarse al respecto. El albino se percató de esto. — ¿Eh? Meliodas, ¿qué te sucede? — Estaba preocupado; lo sabía ya que nunca lo solía llamar por su nombre más que en momentos críticos.
El rubio pestañeó negando ligeramente en una bocanada rígida, como si el espectro del mismo Meliodas antes de Elizabeth estuviera presente en ese lugar como una medida defensiva.
— Nada en particular, solo un difuso listado de trabajo arduo. Es extenuante. — el albino resopló cruzado de brazos. No podía permitirle volver a su antiguo desinterés solo por un mal rato o simple problema de quisquillosa solución.
— Nada de que nada. Sé que eres muy sereno y de limpio vocablo, pero te ves realmente mal como para fingirlo. — los ojos verdes le vieron inexpresivos y con las cejas tenuemente arqueadas. — ¿Pasó algo con la familia de Elizabeth? — No trató de adivinar, ¿qué otra razón congruente existiría?
Meliodas suspiró en silencio.
— Precisamente. Está muy afectada. — Tomó un grupo de hojas y comenzó a apiladas, buscando calmar su inquietud. — Tuvo una impetuosa disputa con su padre y su abuela por algo tan... absurdo y bizantino. — O al menos de eso se quería convencer. Aún así, Ban se vio algo sorprendido.
— ¿En serio? No creí que tan mal fuera a terminar. — Sabía que las reuniones familiares, sobre todo cuando se trataba de presentar la pareja, siempre había una inconformidad o desacuerdo, pero no creyó que sería intenso. — ¿Estás así porque saben tu apellido? — ¿Cuál sería otra razón? Solo negó apretando los labios.
— No es por mi que me siento así. Yo puedo condescender cada una de las injurias ajenas, pero no que hagan llorar a Elizabeth. — Soltó abrumado, escondiendo su rostro en sus manos. Lo había notado, los orbes bicolores pedían a gritos derramar todo el dolor de su cuerpo y eso... deploraba verlo. — Tuvo un fuerte desgaste emocional.
— Supongo que es la razón por la que no se presentó a trabajar. — el rubio afirmó dando un vistazo a su teléfono.
Nada.
Elizabeth leyó sus mensajes, pero no respondió a ninguno. Soltó un vago suspiro.
— Le dije que tomara el tiempo de analizar las cosas. Hay muchas circunstancias que quedaron inconclusas. — el oji rojo mostró una sonrisa despreocupada, tratando de animar al más bajo.
— Cualquier cosa en que pueda ayudarte, no lo dudes capitán. Somos los mejores amigos después de todo, ¿no? — su sonrisa se tensó un poco. — Además, no hay nada imposible para Demon.
— Gracias, Ban. — No lo dudaba, confiaba en él para cualquier problema, pero ¿Cómo pedir ayuda con algo que ni él mismo podía comprender? Se sentía tan ecuánime y desgastado como para detallarlo.
Mientras tanto, frente a la pequeña pantalla del teléfono, Elizabeth soltó un largo suspiro contra el vapor que la taza de café desprendía y dejó de lado la conversación sin ánimos. Su noche fue muy larga y ni así sus pensamientos culminaron, se notaba en las pequeñas ojeras y en cada bostezo lloroso.
— ¿Segura que estarás bien? — cuestionó la mayor con un porte blanco y formal de oficina. Se notaba lo preocupada que estaba por la menor, dudando en continuar sus labores del día o quedarse a consolarla como acostumbraba.
La albina movió la cabeza un par de veces en ademán de afirmación, manteniendo una sonrisa floja y hastiada de esconderse en el calor maternal. ¡Debía afrontarlo por su cuenta!
— No es la primera vez que me quedo sola. — hundió de hombros. — Ve y atiende a Arthur en la oficina, no quiero ser yo quien lo regañe por alguna distracción o mal trabajo. Sabes como es él. — Trató de bromear, pero la mujer negó suavemente e ignorado lo dicho.
— En serio, ¿estás bien? — volvió a preguntar sintiendo una fuerte corazonada en su pecho que la estancaba en una casilla preocupante. — Te noto algo extraña y... diferente. No sé, como si... — Pero calló dubitativa antes de completar alguna frase deductiva.
Elizabeth titubeó nerviosa al sentirse descubierta. Decían que las madres tenían un fuerte instinto sobre sus hijos, sobre todo cuando se trataba de preocupaciones u observarlos detalladamente.
— Es que... — relamió sus labios desviando la mirada de los zarcos. — Me siento avergonzada por los sucesos de ayer. — sin embargo, Inés no creyó en que esa excusa fuera verídica. Se resignó a ser paciente y dejar que ella le dijera sus preocupaciones en su momento.
Le brindó un pequeño abrazo reconfortante antes de depositar un beso en la frente y sonreírle.
— Todo se resolverá. ¿Si? — No estaba segura, pero si era necesario meter las manos al fuego, lo haría sin pensarlo. — Llámame o avísame si vas a salir. — Un último asentimiento e Inés salió vacilante, dejando a la albina en la fría casa.
Estaba acostumbrada al silencio interno y el ruido de la vialidad al exterior con anterioridad, pero ¿tan pronto lo había olvidado? ¿Así de contaminado se sentía el ambiente? El aroma de la cafeína era solo un tenue distractor que se hacía cada vez más desagradable y nauseabundo con sus pensamientos.
— ¡Ugh! — se quejó ligeramente antes de apartar la taza de su olfato y visión. ¿De un momento a otro repudiaba la bebida caliente a causa de sus cambios hormonales o sería temporal? — También estás intranquilo, ¿huh? — Afirmó bajando la mirada a su estómago plano. Apretó los labios y palmeó ligeramente sobre la tela, pensativa en alguna otra opción para calmar sus náuseas y hambre. — Quizás pueda comer algo menos asqueroso.
[...]
— ¿Entonces, hoy la conoceré? — insistió en voz quisquillosa. — ¡Conoceré a mi abuela!
— Amice, quédate quieta, por favor. — Inquirió la rubia en una mueca antes de soltar una risa de ternura. — Si, mi cielo. Por eso debes estar presentable. — Dicho esto, la infante mantuvo quieto su cuerpo ansioso para que Gelda terminara de cepillar su corto cabello azabache.
Sus pies colgando de la silla y sus manos reposando sobre sus rodillas, arrugando la tela del vestido mientras arrugada un mohín inquieto. Su madre era suave con sus cabellos, pero detestaba como se esmeraba en cepillarla y sujetar media coleta. ¡Al final del día siempre terminaba despeinada!
— Mami... — La aludida hizo un pequeño sonido de atención. — ¿Por qué papá no me deja jugar con mi amigo? — Esto desconcertó a la mayor, más entendía a que se refería.
Había estado regañando a su marido, pidiendo que minimizara su celos de padre y dejara de ser tan consentidor con su pequeña hija, pero al parecer, Zeldris era muy cabeza dura para acatar alguna petición que conllevara permitir a Amice convivir con pequeños varones.
— Tu padre es muy obstinado, pero te quiere mucho. — comenzó con una tersa voz jovial. — Cree que aún eres una bebé y no quiere perderte de vista. — La infante infló sus mejillas y cruzó de brazos.
— ¡Ya soy grande! — recalcó. — Mis compañeros no se me quieren acercar porque dicen que papi da mucho miedo. — los ojos rojos rodaron ligeramente en negación. Zeldris seguramente habría hecho algo o un mal gesto como para que esos pequeños inocentes tuviese pavor a su presencia.
Gelda terminó de colocar perfectamente el moño sobre la pequeña coleta y dejó por fin el cepillo de lado para alivio de la oji marrón.
— Hablaré con tu padre, ¿si? ¡Listo! Solo no vayas a despeinarte. — Advirtió antes de que esta bajara de la silla y corriera lo más pronto a la televisión, buscando entretenerse con alguna serie animada.
Por otro lado, Gelda suspiró ladeando una mueca, preguntándose el porqué Cusack había llamado de emergencia a su marido. Solo estaba consiente que Chandler tenía una petición, pero desconocía el asunto.
Ignoró los asuntos ajenos y negó un par de veces; no debía ser grave. De cualquier modo se lo preguntaría una vez que el de ojos jade estuviera de regreso.
[...]
No aguantó el cansancio a medio día; resignado entre papeles y problemas desmedidos en su mente, se dejó caer sobre el gélido escritorio, cerrando perezosamente los ojos para tomar una corta siesta hasta que su próxima actividad se le asigne; mientras no sería molestado.
Suspiraba tranquilamente, escondiendo su dormido rostro con sus brazos. Tan adentrado entre el limbo de la lucidez y el sueño que no se percató del silencioso viento al abrir la puerta de su oficina.
La mujer alta y esbelta sonrió complacida al verlo solo y sin la presencia de su cónyuge; por más cruel y egoísta que fuera, amaba la sumisión de un hombre de gran prestigio. Eran más fáciles de manipular y Meliodas, no era una excepción, solo debía encontrar su punto débil: Elizabeth.
Cuidadosa y deslizándose como si caminara en nubes, la intrusa lo apresó silenciosa y tentada. Por primera vez un hombre le había seducido sin expresar, ansiosa por conocer cada manía de poder y excitada por su ágil manera de pensar en los negocios. Lo anhelaba junto a ese poder que cargaba y poder subir sobre los demás que juzgaba sus descabelladas manías.
¿Sería imprudente adelantar sus movimientos y seducirlo? Era dócil, era obvio que como cualquier hombre era susceptible a cualquier provocación femenina, solo debía encontrar la combinación para que este cediera a pasar una simple aventura.
Cuidadosamente pasó sus largos dedos por sus rebeldes cabellos rubios, jugando con las hebras de su nuca y acariciando cada tramo de piel descubierta de su cuello. Lo escuchó suspirar.
Soltando una risilla melosa, inclinó su cuerpo sobre su espalda, presionando suavemente sus atributos y rodeando con sus brazos su pequeño cuerpo midiendo su fuerza. Meliodas volvió a jadear, claramente algo incómodo por las manos pasando por su estómago sobre la tela de la camisa, la nariz hundiéndose en su cabellos y soplando su oído derecho.
— Hmm... — comenzó a abrir los ojos, reaccionado poco a poco al aroma femenino que lo arropaba. La mujer pelinegra sonrió casi victoriosa creyendo que este no se molestaría en verle al rostro y solo la apresaría; sin embargo... — ¿E- Elizabeth? — la mujer frunció el ceño.
A pesar de la molestia de escuchar otro nombre menos el suyo, estaba celosamente dispuesta a conseguir algo más y, quizás, borrar de su mente a esa albina bisoña de su memoria, pero ¿Cómo adivinaría que ni así lo lograría?
Recuperando la compostura y tenso por ese repentino beso en su cuello, por la mente del blondo pasó una advertencia: Elizabeth no tenía uñas de punta y mucho menos era tan insistente. Su Elizabeth estaría tarareando mientras pasaba sus manos sobre su coronilla y no usaba perfumes fuertes que embriagaban.
— Uh, Señor Demon... — esa voz cargada en placer le hizo apartarse rápidamente y saliendo del trace de su cansancio, encontrándose con unos juguetones ojos dorados y una sonrisa torcida.
— Merlín, ¿qué haces aquí? — cuestionó sereno mientras pasaba su mano por su nuca, intentando borrar algún rastro de maquillaje. Un alivio acunó su cuerpo al no encontrar residuo de pigmentación.
— Lo siento... — los ojos verdes se fruncieron. — Te noté muy tenso y estresado. Creí que tal vez pudiera ayudar con algo o... — intentó acercarse, pero solo consiguió alejarlo más.
Estaba confundido, ¿por qué Merlín se comportaría con ese tipo de atenciones? ¿Cuáles eran sus intenciones? O quizás, estaba tan agotado que deliró con el inicio de un encuentro con esta. Y sí era así, ¿Por qué su mente le jugaría una mala pasada? Pensar tan siquiera en la infidelidad le repugnaba que ni en mente podría suplantar el dulce rostro de la albina.
¡Elizabeth!
Como palabra clave de su trance, ese nombre solo lo impulso a querer irse y alejarse de cualquier otra fémina.
— ¡Tengo que irme! — Fue lo único que dijo antes de tomar sus llaves rápidamente y salir huyendo de ese ambiente abrumador, dejando desconcertada a la mujer de pobre orgullo arrastrado.
No importaba. Solo fue un pequeño tropiezo; pronto, mañana o en los siguientes días, Elizabeth sería un acontecimiento pasado y Demon caería ante ella. Estaba segura.
Por otro lado, el oji verde caminaba rápido y seguro, tomando el teléfono mientras marcaba el número de su tutor esperando tener una respuesta a su petición de la noche anterior. No iba a estar tranquilo si no resolvía el asunto de los contratos y mucho menos podría estar pendiente de su alrededor con ellos agobiándolo.bm
Mientras tanto, en la residencia Goddess, la joven mujer de cabellos plateados calmaba su ansiedad y hambre comiendo una gran cantidad de palomitas frente a la televisión, riendo ligeramente ante las actuaciones ridículas del reality show; sin embargo, eso no quitaba de su mente los conflictos sueltos en su vida.
No sabía ni como responder a los mensajes de su cónyuge. ¿Habría sido muy grosera?
El frío del exterior entraba por debajo de las puertas cerradas y el grisáceo cielo no daba un buen pronóstico climático; seguramente llovería antes de terminar el día, por lo que había optado por vestir un conjunto ligero y un gran suéter tejido color beige en conjunto a una botas cafés. Algo cómodo al menos para sobrevivir al indeciso clima de la capital.
— Meliodas no me dijo a que hora pasaría. — mordió su labio inferior dubitativa. Quizás tenía muchas cosas que atender o saldría más tarde de lo usual. — Le llamaré a Grayroad.
Tomó el teléfono y rápidamente se comunicó con el chófer esperando que este tuviese una respuesta.
[En la tarde]
El exterior se sentía abrumador con ese clima frío y nublado, pero no comparado con el punzante silencio entre Demon y tutor en el pequeño despacho. El nerviosismo era tanto que incluso sentía su corazón golpeando fuertemente contra su pecho, sintiendo los latidos retumbando en sus oídos; aún así, mantuvo su severa postura.
— ¿Los tienes, Chandler? — una temible sonrisa se curveó en los labios del senil de cabellos verdes.
— Como me lo pidió. — extendió el manojo de hojas al rubio quien los recibió receloso y sin apartar la mirada. — He dado algunas hojeadas previas, y no hay duda. — La alegría no podía pasar por desapercibida, con esa pequeña esperanza sobre la próxima decisión del rubio. — Están las firmas de ambos en el contrato.
Sin saber reaccionar a esto, Meliodas se tensó ligeramente buscando dichos garabatos en el pie de las páginas. Sin embargo, ninguno de los dos se percató de la repentina llegada de la albina.
— Gracias. — Murmuró amablemente al chófer quien solo asintió ligeramente antes de montar el vehículo y dar marcha a su lugar de trabajo.
Mientras Elizabeth se le hizo extraño el silencio y el abandono del lugar. Ni siquiera las gemelas estaban presentes en su labor habitual. Seguramente Meliodas les habría dado el día o estarían fuera en la ciudad; fuera la ocasión, eso no explicaba el fúnebre ambiente.
— ¿Huh? — a medida que buscaba el origen de esas voces inquietas, se hacían cada vez más audibles y claras.
Curiosa por lo que los hombres discutían y aprovechando el silencio, posó su atención en la puerta entrecerrada, concentrada en su disturbio.
— Entonces, es cierto... No podía existir lazos entre nosotros. — respondió el rubio con algo de desconsuelo al afirmar eso que temía. Las firmas se mantenían ahí, frescos y prepotentes como sus acuerdos.
— Seré directo. Analizado todo al pie de la letra, me lleva a indicar que efectivamente el divorcio en su matrimonio es válido. — podía sentir el alivio en sus palabras. La posibilidad de alejar al rubio y a su familia de una arpía como Goddess estaba a un paso.
— No. Mi padre fue estricto y claro. — Esta vez opuso el contrato entre ellos como posible defensa. — Elizabeth firmó "la señora de Demon", no puede existir el divorcio ni pautas fuera del trato a menos que uno perezca. — Chandler negó ligeramente mientras señalaba un párrafo del trato contrario.
— Vea esto. Las pautas fueron impuestas por Melías Demon; su palabra está por sobre cualquier otro término legal. La abuela de Elizabeth, Isabel Goddess, firmó de acuerdo. — No mentía y falso no podía ser. Era tan impecable que solo comenzaba a vacilar en sus contradicciones; sobre todo, al momento que se atrevió a leer esas líneas.
— "Cualquier trato entre Goddess y Demon será invalidado mientras exista este contrato..." — amortiguo su jadeo. — Eso quiere decir que...
— Su matrimonio sigue siendo legal, pero existe la opción de divorcio si así lo quieren. — Un nudo se formó en la garganta de Elizabeth. — Romper cualquier contrato y tu, mi jovencito Meliodas, puede encontrar otra esposa digna que pueda con el puesto de señora de Demon. ¿Entiende? Alguien que esté interesada en seguir con la dinastía y sea responsable. — Esas palabras arrancaron lágrimas en los ojos de la fémina escondida detrás de la puerta, amortiguando su pesar con los dedos sobre los labios.
— No, esto...
— No hay porque pensarlo. — Trató de convencerle. — Esa niña es inexperta y hostil, apenas puede cubrir sus responsabilidades. Te lo he dicho, desde que llegó no ha hecho más que traer problemas a nosotros. ¡Ni siquiera leyó el contrato la primera vez! ¿No le da a entender lo interesada que era? — Pero antes de que Meliodas pudiese responder respecto a su acusación, la mujer albina se dejó ver con los ojos inundados y un desencanto marcando su rostro.
— ¿Cómo puede creer eso? — respingó ligeramente, frunciendo el ceño en respuesta de lo que dijo el hombre de cabello verde.
— Elizabeth... — Murmuró el más bajo. De nuevo estaba con esa fachada que tanto incomodaba ver y a la vez, derrochaba dolor.
— Usted sabía lo insistente que fui al momento de querer romper el contrato. ¡Yo deseaba irme en primer instante! — El hombre senil no pensó y mucho menos midió la manera en que afectarían sus palabras. Tantas burlas y malos ratos que le hizo pasar esa chiquilla; cobraría factura a cada una de ellas.
— ¡Felicidades! Ahora puedes hacerlo. — sonrió para desconsuelo de la mujer. — Supongo que podemos comenzar de nuevo, amo Meliodas. Es tiempo de buscar a alguien a su altura, ¿no cree? Esa niña es del todo caprichosa y solo una pérdida de tiempo. Igual que Isabel Goddess, engatusando a Demon con ojos pizpiretos para terminar derrochando sus esfuerzos. — sus ojos negros se centraron en ella con desprecio, insatisfecho con las furiosas lágrimas. — Niña, le harás un favor a Meliodas si solo desapareces de su vida. ¿No?
— ¡Cállate Chandler! — exigió el rubio en un gruñido.
Y ese último golpe, fue suficiente para derrumbar esa seguridad que con años y cinta logró reparar. No podía soportar el dolor que le causaba pensar que todos solo le advertían al lado de Demon: ella daría un paso en falso y caería con la misma piedra.
Si lo que querían era solo apartarla, no había necesidad de hacerla trizas y barrerla cual polvo aferrado a cualquier objeto de valor. No era necesario revivir sus miedos para burlarse que aún les temía. No era necesario.
— No sé como pude creer que podría con algo más grande que yo. — las esmeraldas se dirigieron a ella inmediatamente que escuchó su sollozo. — Ya veo que me equivoqué. — Como asunto del que no tenía porque pensarse, se dio la vuelta y se marchó.
—¡Eli...!
— Debería dejarla ir. — detuvo el tutor, ignorando la molestia en sus ojos y su mueca. ¿Cómo podía ser tan cínico después de lo que causó? — No cometa el mismo error que...
— Toma esos malditos contratos y déjalos en la oficina. — ordenó en seco sin afán de seguir escuchando sus absurdos consejos llenos de resentimiento. — No quiero verte por aquí en estos momentos.
— Pero... — Y el rubio terminó corriendo detrás del lagrimal que dejó la peli blanca, dejando a Chandler negando en desacuerdo. — Lo que hace Demon por una Goddess. — No tenía sentido si todas las fuerzas o coincidencias le insistieran en librarse de esa niña; Meliodas era aferrado y no la soltaría así de fácil.
A regañadientes comenzó a juntar las hojas para posteriormente marcharse del lugar. Con suerte, Grayroad estaría por ahí para pedir el favor de transportarlo a la empresa y de paso distraerse en algún bar cercano con algún colega.
— Elizabeth... — La albina solo evitaba mirarlo y subía cada vez más rápido las escaleras. Huyendo como siempre acostumbraba. — Elizabeth, vamos a hablar. — antes de que pudiese atravesar la habitación, logró alcanzar su muñeca temblorosa para detenerla. — Por favor...
Su garganta ardía, sus cuerdas vocales se retorcían en un dolor incesante hasta su pecho y su mandíbula se tensaba de tantas palabras retenidas.
— No hay qué hablar de lo obvio. — No se atrevió a mirarlo. — Todo este tiempo tuve la opción de irme y no lo hice. Siempre pude ser libre y ahorrarme esta humillación, pero... — apretó los labios bañándose en su quedito llanto salado.
— Elizabeth no tiene que ser así. Tu puedes continuar y...
— ¡¿Y qué si no quiero continuar?! — su mirada ardió en dolor, su ceño dolía y sus labios temblaban. — Meliodas, siempre he tenido cada vez mas razones para irme, pero ahora tengo lo suficiente para hacerlo. — El aludido amplió los ojos sintiendo como todo frenaba de golpe en un choque de emociones.
— Quieres el divorcio. — Elizabeth no dudó en soltarse bruscamente de su agarre para tensar sus puños a los costados y desviar su mirada.
— Parece que lo entendiste bien.
Después de todo, ese teatro en el cielo por fin cayó. Toda farándula y hecho hermoso para ella se disolvió en su sufrimiento en un segundo. Estaba cansada de tantas decepciones y mal de amores, pero se aferraba a amar la jaula que la tenía cautiva y deslumbrada por miedo a su soledad. ¿Cómo podía vivir así en primer lugar?
Por otro lado, Meliodas pasó de un momento preocupado a su patente serenidad vigorosa. Comenzaba a disgustarse.
— Te lo daré si tan solo te atreves a pedírmelo de frente. — No debió retarla. Ella no dudó en verlo a los ojos aún con todo ese dolor desgarrándola y sus lágrimas hiriendo su rostro.
— Quiero el divorcio Meliodas. — todas sus fuerzas se fueron en una oración.
— ¿Por qué? — Se atrevió a preguntar. Estaba molesto, sabía que no lo quería sobre todo lo dicho, pero algo más la motivaba a aceptarlo. — ¿Por qué lo quieres? — insistió desesperado sin recibir más que una mirada baja y cobardía. — Carajo, dame una sola razón. ¡Elizabeth, dímelo!
Una vez escuchó decir que el impulso no te motivaba a soltar la verdad, sino la situación como instinto de supervivencia. No podía callarse más ahora que no tenía ya nada que perder, todo ya estaba en el suelo hecho añicos, doliendo en su pecho, ardiendo en su garganta, pesando en sus ojos, tambaleando en sus labios... sus manos sangraban por ello.
— ¡Te amo! ¡Me enamoré de ti, ¿de acuerdo?! — avergonzada, sintiéndose patética y estúpida, cerró sus ojos instintivamente esperando no ver el desprecio del rubio en sus ojos. No soportaría ver esa hermosa indiferencia enmarcando su rostro.
Él prometió no amarla de cualquier forma.
Meliodas soltó un sordo jadeo sorpresivo por tan agresiva respuesta, paralizado con el choque de sensaciones que esas dos palabras provocaron. Todas las emociones se quedaron estancadas en la entrada de su cuerpo, pero ninguna lo tocó para reflejarse.
— ¿Segura? — los ojos bicolores fruncieron de más. ¿Cómo se atrevía a dudarlo después de tantos momentos compartidos? ¿Después de esos torpes gestos que correspondido? ¿Después de cada suspiro cada vez que tontamente se sentía importante para él?
¡¿Cómo no ilusionarse?!
— Yo... Yo no acepto que solo me des la mitad de ti; por eso me he resignado a dejarte ir. — murmuró en bajo, tomando su dedo anular de su mano izquierda para deslizar ese anillo que la encadenaba a él. — Sé que jamás llegarás a sentir lo que yo siento por ti, pero si realmente es así solo te pido que me sueltes. Puedes encontrar a alguien más a quien romperle el corazón. Prometo que no te guardaré rencor. — En contra de su voluntad tomó la mano del rubio para dejarle la sortija, resignada a que este no la detendría. — Después de todo, eres la ironía más bonita de mi vida.
Sarcasmo o ironía; ya no había diferencia. Su exaltación no logró romper las barreras del interés; no quedaba más que salir de ese campo inerte y buscar otros rumbos donde se acostumbraría a su ausencia.
Meliodas se negó arrugando el entrecejo.
— Elizabeth, reconsidéralo antes de que... — molesta e inquieta por sus palabras le interrumpió, dejando ver que la frialdad y el dolor de una Goddess era aun más lastimosa que la suya.
— ¿Antes de qué? ¿De que me arrepienta? ¿Es lo que quieres escuchar? — lo vio esconderse de su mirada furiosa. Miedo, era lo único que lo agobiaba. — Esto es difícil para mí. No no tengo por que pensarlo y menos ahora que es más que claro... — con ello, las miradas se derrumbaron e incluso, no imaginó que de una hermosa persona, saldría el peor golpe emocional de su vida. — Meliodas, no puedo seguir estando cerca de alguien tan distante.
— Pero...
— Entiende que no puedo estar sin ti, pero tampoco contigo. Es mejor separarnos. Si podemos librarnos de ese contrato, es mejor dejarlo de lado. — insistía en hacerlo fácil para ambos, pero Demon era terco por razones que desconocía, y su esfuerzo por mantenerla le dolía.
— De acuerdo. — Accedió al momento que la tomaba de las manos con gesto decidido. — Pero cásate conmigo otra vez. Olvida ese absurdo contrato y empecemos de nuevo, pero sin nada de por medio qué nos tenga forzados. — La mujer arrugó el entrecejo. — ¡Me niego a dejarte ir o juro que no me importará dejar todo por irte a seguir!
¿Qué debía pensar? Su mente se encontraba tan saturada de negativas e inseguridades que sus palabras solo fueron un detonante a su temperamento. ¡Era un cínico!
— N-No... ¡No digas estupideces, Demon! — se echó hacía atrás mientras negaba a la ironía en la que estaba envuelta. — ¿Por qué seguir juntos? ¿Por qué casarnos de nuevo? ¿Por qué ir detrás de mí? ¡¿Por qué?! — sus lágrimas no paraban de salir con cada pregunta, temiendo las respuestas. — ¡Si no sientes nada por mí de qué sirve que yo siga aquí!
Terminó en un sollozo más fuerte cubriendo su rostro con sus temblorosas manos. Por ende, Meliodas, ni aún frente su amarga agonía mostró algo más que serenidad. No se molestó en formar algún gesto ante sus lágrimas o cambiar su postura tranquila sabiendo de antemano que no funcionaría.
— Elizabeth. — en un llamado suave caminó hacia ella, atrapando su rostro y obligarla a mirarlo con ojos inundados. Sus cejas se relajaron, sus pulgares limpiaron la humedad de las mejillas sonrojadas a la vez que suspiraba al esbozar una genuina sonrisa. — ¿Quién dijo que no siento nada por ti?
Sus ojos bicolores se ampliaron y un jadeo escapó de sus labios.
— ¿Qué...?
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Sin más, gracias por leer y nos vemos en la próxima actualización ùwú
*Se va corriendo mientras ríe diabólicamente*
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