~Capítulo 69~

«Yo me encargo».

Nadie sabría nunca las palabras que los salvaron. Nadie sabría durante su vida, durante los años que viviesen cada uno, las palabras que evitaron lo peor. Ninguno sabía que lejos de allí, muy lejos, en el frío Norte, en el Bosque de Dioses de Invernalia, tres palabras habían bastado para cambiar su destino.

«Yo me encargo».

Tyrion había caído al suelo al lado del arciano. El bebé lloraba debido al ruido. Tenía que levantarse, debía hacerlo.

Sintió otra saeta. Tyrion se giró en por instinto para ver dónde estaba el enemigo.

Grave error.

Había dejado al bebé expuesto.

Una flecha volaba hacia ellos, hacia el bebé.

«Yo me encargo».

Como si cayera un relámpago, un rama del arciano se partió y cayó sobre la flecha, cortando su fatal trayectoria.

Un milagro de los dioses.

Tyrion se quedó patidifuso mirando a la rama caída. El bebé también se silenció, como si fuera consciente del milagro sucedido. Una rama blanca de arciano había sido su escudo, los había salvado, no, había salvado al bebé.

—¡Levanta! —No sintió que Jon Nieve había vuelto a su lado para ayudarlos—. ¡Corre!

Tyrion volvió a la realidad. Estaban huyendo, intentando salvar a los hijos de Bastet.

Khal Drogo seguía luchando contra sus perseguidores para darles más tiempo.

—¡Vamos! —espoleó Jon Nieve.

Tyrion lo siguió, sin poder quitarse de la cabeza lo que había visto.

Iba a tener que empezar a creer en los dioses después de lo visto.

Sabía que las leyendas decían que los dioses observaban a través de los ojos en la madera. Aquello solo podía ser cosa de dioses.

Durante mucho tiempo se había vanagloriado de su inteligencia, pero Tyrion Lannister inadvertidamente había acertado en su razonamiento.
Lejos de allí, muy lejos, los ojos de un ser divino, castaños y llenos de sabiduría, estaban mirando en su dirección.

«Yo me encargo».

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Sus labios ardían y por mucho que los mojase con su propia saliva le dolían como si alguien se los intentara arrancar.

Se había dejado caer una vez que Viseniam volvió a tierra, pero más allá de saber que estaba en un terreno rocoso, no sabía dónde estaba.

Estaba tirada boca abajo, lejos de sus hijos. Los había dejado cerca de una muerte segura.

Bastet abrió sus ojos doloridos por la fiebre. Viseniam seguía a su lado, mirándola con sus enormes ojos de bestia.

—Te odio —murmuró Bastet—. ¡Te odio!

Viseniam ahora se mostraba increíblemente tranquila a pesar de su comportamiento anterior.

Bastet agarró una piedra cercana. Quería herir a su dragona, atravesar uno de esos ojos inquietantes que no dejaban de mirarla.

—Te odio.

Ya tenía la mano en alto, lista para lo que iba a hacer, pero el temblor de su brazo hizo que dejara caer la piedra otra vez al suelo.

—Te odio. —Una lágrima empezó a correr por su rostro. La sintió como un río de lava—. ¡Te odio! ¿¡Por qué lo hiciste!? ¡Mis bebés…!

Ni siquiera sabía el sexo de su segundo hijo, solo había visto que tenía el pelo oscuro de Drogo.

Iban a morir, los había dejado en medio de una batalla.

«Lo hice por ti».

Bastet se sobresaltó. Juraría haber oído una voz. Alzó su mirada hacia Viseniam.

—¿Fuiste tú?

«Quería salvarte». Era su dragona quien hablaba con ella pero al mismo tiempo no hablaba, Bastet solo sentía lo que… lo que… no, imposible. Sentía lo que sentía Viseniam.

«Siento tu dolor en mí. Habríamos muerto si te hubiera dejado subir con tus cachorros».

Cachorros, se refería a sus hijos.

—Tengo que volver…

«Cuando descanses».

Era la fiebre, sí, era eso, estaba alucinando.

Bastet dejó que su cuerpo reposara en la tierra aunque le doliese sentir la piedras clavándose en su cuerpo como dientes.

No se permitió dormir aunque su cabeza se lo pidiese a gritos. Tenía que combatir la fiebre.

Oyó pasos que se acercaban, lentos, pero seguros.

Ni siquiera tenía fuerzas para luchar por su vida si la habían encontrado.

Estaba lista para afrontar su muerte, pero… Viseniam no se había alterado con el recién llegado. Si no atacaba entonces se debía a que no era un enemigo, puede que fuese uno de sus amigos…

Sintió que llegaba a su lado y se sentaba.

Intentó abrir los ojos. Vi que alguien se había sentado a su lado, entre ella y Viseniam, pero su visión solo permitía observar que abrazaba sus piernas, como si fuera un niño con miedo.

—Qué sitio más tranquilo, me recuerda a Refugio Estival.

«Estoy alucinando, es la fiebre, se inventa cosas que no son posibles».

Porque aquel hombre que estaba a su lado era Rhaegar, su hermano.

Bastet levantó la vista todo lo que pudo. Rhaegar había apoyado su barbilla en sus rodillas. Nunca lo había visto con aquel gesto de debilidad y derrota.

—¿Te alegraste de hablar con mamá?

—¿Estoy soñando? —preguntó Bastet en vez de responder a la pregunta de su hermano.

—No.

Fiebre, era la fiebre entonces.

—Tengo que pedirte disculpas, hermanita. —Rhaegar suspiró, el movimiento de sus hombros era de derrota—. He sido un hermano horrible.

—No… no digas eso.

—Pero es la verdad, siempre supe que esto iba a pasar. Justo todo no, pero sí que algo parecido tarde o temprano pasaría. Y no hice nada, ni siquiera pude avisarte.

—Rhaegar…

Bastet intentó incorporarse. Dolía, pero quería ver a su hermano y demostrarle que no estaba tan débil.

Rhaegar puso una mano sobre su hombro, deteniéndola. Aquel toque se sintió distinto a los de sus sueños, más real.

—No hagas esfuerzos innecesarios, no tienes que domostrar nada.

Bastet se quedó como estaba, tirada en el suelo. Las pequeñas piedras que se clavaban en su pecho le recordaron que todavía no había muerto, que estaba viva.

—Lo siento, Bastet.

—No entiendo nada, ¿qué está pasando?

Rhaegar volvió a suspirar.

—¿Puedo decírselo? —preguntó, pero no a ella. Bastet no había oído a nadie que a Rhaegar.

—Hay algo más grande que el trono mortal en juego —dijo Rhaegar tras esperar una respuesta que Bastet nunca llegó—. Valyria, la Ciudad de los Dioses, un apodo muy literal, más de lo que crees. Los seres humanos no somos los únicos con rencillas por el poder, y cualquier enfrentamiento nuestro al lado del otro es de risa.

Bastet no entendía nada, su mente febril estaba creando una historia demasiado complicada.

—Pero no pueden actuar directamente —continuó Rhaegar—, no si quieren evitar otra larga noche. Necesitan peones para que acaten órdenes directa o indirectamente, y se pelean por conseguir los mejores. Por supuesto, no todos sus planes se desarrollan como tenían planeado en un principio.

—De verdad que no entiendo… —respondió Bastet—. Rhaegar, mis hijos…

—Están bien. Tienes dos niños preciosos, uno con el pelo de plata y otro como el carbón.

«Dos niños…».

Saber que había tenido dos varones no la tranquilizó. Su mente le jugaba una mala pasada.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Bastet.

—Hacerte compañía —contestó el espejismo con forma de su hermano—. Y aclararte que ese Aegon no es mi hijo con Elia. Tuve hijos, tres han muerto, pero dos siguen vivos, y ninguno es Aegon, un Fuegoscuro que tiene la osadía de llamarse Targaryen.

—Pero solo tuviste dos hijos con Elia. Y los mataron los Lannister.

—Ay, hermanita, si tú supieras.

Sin hacer caso a la último aviso de su hermano, Bastet consiguió sentarse, cara a cara con su fantasma.

Su alucinación iba vestida de azul y ¿jugaba con una flor?

—Oh, ¿esto? —Rhaegar se la acercó para que pudiese verla bien—. Es una Lágrima de la Diosa, una flor de Epiket, aunque ahora se llama Érinos. Seguro que las viste y no les prestaste atención. Es bonita, ¿verdad? Su color azul representa mi luto.

Esa flor se parecía a su collar, a rosas azules de Invernalia que sí había visto.

—¿Por quién guardas luto? —preguntó Bastet.

—Por nuestra madre, por mí amigo Jace, por mis tres hijos muertos y por los dos que me quedan, por Khal Drogo, por ti, por Elia, por Lyanna, por nuestros hermanos y… por Isis, mi Estrella de la Mañana.

—Rhaegar…

Bastet se levantó con cuidado por si sus piernas aún no tenían la fuerza suficiente para aguantarla.

«Ya nos podemos ir», dijo la mirada de Viseniam.

Rhaegar la ayudó a subir a la grupa de se dragona.

—Nunca quise tener un dragón como nuestros antepasados, pero me das un poco de envidia.

—Nunca pensé que tú me envidiarias —contestó Bastet.

Rhaegar se encogió de hombros.

—Ve a salvar a tu hijos, hermanita. Y recuerda confiar en la Diosa Bastet, ella hace todo lo que puede.

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—¡Cuidado! —gritó Marie para advertir a Asha.

Marie paró una estocada dirigida a la espalda de Asha.

—Gracias.

No habían empezado el combate juntos, pero tuvieron la suerte de encontrarse en el campo de batalla entre miles de rostros.

Habían visto por separado a Viseniam marcharse en dirección desconocida.

Juntas, Asha y Marie acababan con los últimos hombres de una escuadra perdida ante la linde del bosque. Habían recibido la orden de proteger costase lo que costase el bosque y aunque desconocían la razón, ellas hicieron todo lo posible para que así fuera.

—¡Estoy harta! —gritó Asha al tiempo que lanzaba una de sus hachas un hombre con el emblema de los Martell.

Acertó, pero se veían superadas ampliamente en número.

Asha y Marie se prepararon para lo que se les acercaba hasta que…

—¡Dragón! —gritó uno de sus enemigos.

Marie levantó la vista y se protegió del sol con la palma de su mano.

Viseniam había vuelto, y también Bastet con ella.

Sus llamas acabaron con gran parte del enemigo allí presente y los que se salvaron huyeron en dirección contraria al bosque.

Bastet debía de tener muy buena vista, pensó Marie, porque Viseniam aterrizó cerca de ellas.

Corrieron a su lado, aprovechando que, por el momento, la situación a su alrededor estaba más tranquila. Aunque todavía se oía jaleo proveniente del bosque, las tres estaban a salvo protegidas por Viseniam, excepto si Aegon hacía acto de presencia con su dragón, pero había desaparecido hace tiempo rastreando el bosque.

—¿Qué ha pasado antes? —preguntó Asha—. Se corrió la voz de que estabas en el bosque y… ¿¡Qué ha pasado!?

Bastet se veía horrible, con sangre seca en sus piernas y suciedad por todo su cuerpo.

Marie comprobó que su señora no estuviera herida y, gracias a la Diosa, la sangre de sus piernas no procedía de ninguna herida.

—Me puse de parto —farfulló Bastet—, Viseniam se encabritó y Drogo está con mis hijos. En el bosque…

—Mi señora —dijo Marie—, no se ve muy bien…

—¡Yo diré cuando me encuentro bien o no! —respondió Bastet, aunque el gesto de dolor la delató—. Mis hijos, debo salvarlos… Aegon…

—El centro de la batalla se ha desplazado al bosque —informó Asha—. Los están buscando. Aegon ha desaparecido en esa dirección.

—Debemos ir —murmuró Bastet—. Vamos a buscarlos…

Bastet dio un pasó, pero se tambaleó y habría acabado en el suelo de no ser por Marie y por Asha.

—¡No estás bien! —gritó Asha—. Marie, voy a llevarme a Bastet a un lugar seguro lejos de aquí; te dejo la misión de encontrar a Khal Drogo y los bebés y ponerlos a salvo.

—Así lo haré, lo juro por la Diosa.

—Yo… puedo —intentó decir Bastet.

—¡Tú te callas! —cortó Asha—. ¡Y tú! —Señaló a Viseniam con un dedo—. ¡Escúchame, serpiente voladora! ¡Tú vas a quemar a todos los enemigos que intenten acercarse al bosque! ¿¡Me entiendes!? ¡Y si te encuentras con el maldito Aegon y su maldito dragón los quemas igual! ¿Ha quedado claro? ¡Quiero que el olor a carne quemada se pueda oler en la capital! ¡¿He sido lo suficientemente clara?! ¡Así que arrea, al aire!

Para sorpresa de Marie y puede que de la propia Bastet, Viseniam obedeció a Asha.

—Lo dejo en tus manos, Marie —se despidió Asha antes de pedir a gritos que alguien le trajese un maldito caballo.

Marie las dejó, lista para internarse en el bosque.

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Avanzaba con cuidado porque era difícil distinguir entre amigo o enemigo con tantos obstáculos naturales.

Marie vio árboles ardiendo y otros que habían sido arrancados de cuajo. Aegon debía de haber pasado por allí buscando a Bastet. Sabía que podría quemar todo el bosque para encontrarla; debía darse prisa.

Sintió que alguien la seguía. Se giró, espada en mano, lista para atacar.

—¡Marie! Os he estado buscando a Asha y a ti.

Era Richard.

Marie no dejó que hablase; le contó lo que había sucedido y cómo Asha había huído con Bastet hacia un lugar seguro y su misión de encontrar a Khal Drogo.

—Me separé de ellos hace un rato —contó Richard—, y parece que siguen bien escondidos porque Aegon sigue dando vueltas por ahí.

—¿Sabes en qué dirección partieron? —preguntó Marie. Richard asintió—. Bien, vayamos por ahí. Debemos encontrarlos.

Marie partió junto con Richard.

«Diosa Bastet, te lo suplico, protege a los niños hasta que tu humilde seguidora los encuentre»

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