~Capítulo 60~

Roca Casterly

Bastet y Marie llegaron sin más sobresaltos a la Roca.

Por petición de su señora, Marie fue a inspeccionar las tropas llegadas desde Érinos para ver si se encontraban en condiciones adecuadas. Tras esto, Bastet fue a hablar con el maestre para preguntar por el estado de Cersei. El maestre le dijo que se tomaba los medicamentos que le daba, pero que no dejaba de preguntar por su hermano. Bastet maldijo a Jamie internamente por tardar tanto.

-Echo a todos los presentes -dijo al mestre al despedirse-. Anoche llegó un cuervo con noticias... nada alentadoras.

Bastet bufó. Por alguna razón que desconocía, era la última en enterarse de las nuevas noticias. Si los dioses existían, debían de pasarlo en grande inventando cosas en su contra.

-¿Qué noticias eran esas?

-No soy quien de decirlas; hablad con ella.

Bastet volvió a bufar antes de dirigirse a la cámara de Cersei. Su estado era el mismo desde la muerte de Myrcella: decaída, ojos rojos con ojeras y despeinada.

-¿Jamie? -preguntó Cersei al oír abrir la puerta.

-No.

Cersei se giró hacia Bastet, con cara de desilusión.

-Han llegado noticias que seguro te interesan -dijo con desgana-, de la Capital.

-Eso me han dicho -contestó Bastet.

Cersei señaló un pergamino y Bastet lo leyó. Lo revisó varias veces para estar segura de lo que decía.

Bastet rompió el pergamino y luego arrojó los trozos al suelo.

-No son buenas noticias en absoluto -dijo Bastet antes de irse.

Y no lo eran.

Bastet estaba furiosa; quería llorar, pero no iba a permitir que nadie la viese en la Roca.

Lo que ella quería, su hermana lo conseguía primero. Ahora Daenerys estaba de nuevo embarazada mientras Bastet siempre sería la segunda en todo.

Su idea era salir de Roca Casterly y volver al khalasar, pero una persona la detuvo.

-¿Bastet, os encontráis bien? -le preguntó Lucerys Velaryon. La joven se veía de verás preocupada-. Venid conmigo, hay algo que quiero enseñaros.

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Lord Jacaerys Velaryon estaba al tanto de lo sucedido en Desembarco del Rey, como estaba al tanto de que le habían propuesto a su hijo Daemon actuar como espía.

Jace sabía que su hijo no era tan tonto como para aceptar aquel encargo con rapidez y que algún pasaría algún tiempo antes de que volviese a verlo. Por supuesto, no le había dicho nada de eso a Bastet, Cersei y, mucho menos, a su hija; Lucerys no debía saber nada para evitarle un sufrimiento innecesario. Y para evitar preguntas.

Había tratado poco a la Araña, pero sabía que el eunuco estaba orgulloso de sus pajaritos, los mejores espías en su no tan humilde opinión. Todos los nobles o aspirantes del poder tenían más o menos espías a su cargo; era imprescindible para sobrevivir en aquel reino. Naturalmente, todos pensaban que los que estaban a su cargo eran los mejores de todos, pero Jace sabía que, por mucho que le doliese a la Araña, ninguno podía igualarse a su informante por mucho que lo intentasen; ni aunque volviesen a nacer lo lograrían.

Jace se reprendió por aquel pensamiento, pero al mismo tiempo le pareció divertido y muy acorde a la realidad. Seguro que Isatra se enfadaría luego de saberlo, pero también lo encontraría divertido.

-¿Dónde está mi hija? -preguntó a uno de sus hombres que vigilaban su puerta. Le habían comunicado que no se había sentido bien la noche anterior y quería saber su estado actual.

-Mi señor, se dirigió hacia sus aposentos acompañada de Bastet Targaryen.

Aquello no le gustó nada a Jace.

Fue a la cámara de Lucerys y antes de petar en la puerta, escuchó que estaban hablando. Abrió la puerta con disimulo para escuchar.

-Hace mucho tiempo que deseaba enseñaros algo, pero nunca se había presentado la ocasión -dijo Lucerys, y Jace creyó saber a qué se refería.

-Es verdad que no hemos hablado mucho.

-Aquí tenéis.

-¿Un libro?

Jace sonrió tras la puerta. Su hija había sido muy predecible.

-No es cualquier libro -oyó que contestaba Lucerys-. Escrito por el mismo príncipe Rhaegar para mí por mi quinto día del nombre. Me gustaba mucho oírle cantar y una vez le dije que me sentía triste por no poder oír sus canciones todos los días y que quería que nunca se fuese de Marcaderiva. Mi padre me regañó por eso, pero el príncipe solo se rio y me dijo que buscaría una solución para eso. Cuando llegó mi día del nombre, el príncipe me regaló este libro, diciendo que no podía cantar para mí todos los días, pero al menos tendría sus canciones. Este libro contiene todas sus composiciones. Mirad os diré cuáles son mis favoritas.

Jace sonrió al recordar lo sucedido. Sus ojos se llenaron de lágrimas por el amor de Rhaegar hacia sus hijos; algunas malas lenguas decían que los niños deberían haber sido hijos de Rhaegar y que incluso los quería más que a los hijos tenidos con Elia Martell. Esa gente no sabía la verdad, que Daemon y Lucerys habían sido el soporte de Rhaegar en el peor momento de su vida (Jace sabía que ni el propio Rhaegar lo aceptaría) y que Rhaegar amaba a sus hijos.

-Mi este es de mis favoritos -escuchó decir a Lucerys-. Se titula Más allá del mar.

Jace recordaba cuándo Rhaegar había escrito aquello, fue después de enterarse de la peor noticia de su vida y algunos meses antes del nacimiento de Lucerys y Daemon. Rhaegar odiaba cantar aquella canción, por los recuerdos que le traía, pero Lucerys la adoraba y Rhaegar no podía negarse a cantarla cuando ella se lo pedía. Jace se sabía de memoria la letra de tantas veces que la escuchó:

Como una semilla a la sombra de una piedra
que el destino niega de la siembra,
Donde la fuerza oprime y la ley se quiebra,
Donde el día es intachable y la noche pura,
Alegría de la tierra, mi estrella predilecta.
Con la virtud por guía y la fortuna por compañera,
Ella dura un segundo, pero su recuerdo, a veces, nunca se borra.
De ti son tantos siglos de muerte, de locura,
Mi mundo es esto y afuera nada.
No pienso en esto como quien piensa, sino como quien respira:
Bella y mortal, pasa y no dura.
Bien de mañana, cerca del nido de la Tierra,
el gozo fecunda y el dolor alumbra,
más allá del mar y con brillante corona,
la Diosa dejó caerte, mi estrella.

-Es preciosa -dijo Bastet-. Me recuerda a Érinos.

-¿Qué es eso? ¿La tierra que descubriste? -preguntó Lucerys.

-Sí, también tenían una diosa como la de ese poema, la Diosa Bastet...

Jace entró en la habitación antes de que Bastet pudiese decir nada más.

-Lucerys, he venido a... No esperaba encontrarte con Bastet.

-Estoy bien, padre, salí a dar un paseo y me encontré con Bastet.

-Me alegro, hija, y ya que la casualidad hace que os 3ncuntre juntas, necesito hablar a solas con Bastet.

Las dos aisntieron.

-Toma, llévatelo -ofreció Lucerys-. Espero que te ayude a estar cerca de tu hermano.

-Lo devolveré la próxima vez que venga a la Roca. Cuidaré de tu mayor tesoro.

Jace indicó a Bastet que salieran.

-Supongo que estaréis enterado de las noticias, lord Velaryon.

-Así es.

Hablaron poco sobre el tema.

-Os ruego, por favor, que no dañeis el libro -dijo Jace para evitar poner peor a Bastet-. Mi hija lo adora.

-Lucerys es muy generosa. -Bastet cayó un momento y luego añadió para sí-: Rhaegar nunca me había cantado antes...

-Él murió antes de vuestro nacimiento.

Bastet suspiró.

-Lord Jacaerys, erais amigo de mi hermano y sé que puedo confiar en vos -dijo Bastet.

«Lo sabe. Tiene el don de los sueños», pensó Jace antes de que Bastet le contase sobre sus sueños en voz baja.

«Nunca nos mintió. Él lo sabía». Jace, tras la muerte de ambos, supo muchas cosas que antes negaba, pero siempre mantuvo dudas sobre varios puntos. Y uno de ellos era sobre qué sabía Rhaegar.

Un peso se quitó del corazón de Jacaerys, uno que llevaba años con él, desde el nacimiento de Lucerys y Daemon, tal vez incluso antes.

«Lo sabe, él lo sabe».

-¿Creéis en lo que os cuento, lord Jacaerys? -preguntó Bastet cuando acabó de contar.

-Nunca dudaría de una hermana de Rhaegar; además, los Targaryen tenéis el don de los sueños, como Daenys la soñadora.

«Y siempre supe de tu existencia antes de que nacieras, pero negué la evidencia».

A Jace nunca le molestó que Isatra no le contase todo. Ahora, gracias a la revelación de Bastet, podía dormir en paz con el recuerdo de su amigo.

«Rhaegar lo sabe todo».

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Bastet no escuchó llegar a Jon Nieve, pero no le molestó que la interrumpieran.

Al volver al khalasar, Bastet buscó su carcaj con su arco y flechas y se fue lejos para estar tranquila.

Viseniam ya estaba esperándola cuando salió de la Roca y la acompañó todo el camino desde el aire. La dragona sentía lo mismo que Bastet por su vínculo y en aquel instante estaba tendida en un claro, con su enorme envergadura reposando mientras Legolas pastaba tranquilamente.

Bastet dispara flechas al pobre árbol que había elegido como blanco de tiro. Las diez primeras flechas se clavaron en el tronco, pero las siguientes no. Bastet miraba fijamente al árbol, tensado tanto sus músculos que le dolían, pero ella no sentía el dolor. Cuando volvió a fallar, gritó de rabia, provocando que Viseniam alzace su cabeza. Fue en ese momento cuando llegó Jon.

Bastet supuso que lo había enviado alguien, tal vez Sansa, o que iba por voluntad propia a saber qué le pasaba. Drogo aún no había vuelto a su regreso al campamento y Bastet sentía que no podía contarle a nadie lo ocurrido; pero el bastardos fue muy claro con que no se marcharía hasta asegurarse de su bienestar o acompañarla de regreso al campamento.

Bastet, abrumada por todo, fue junto a su caballo para guardar sus armas y coger el libro que le había prestado Lucerys. Luego, se sentó apoyada en la garra de Viseniam y Jon, primero dudando sobre si acercarse a la dragona, la siguió.

Con el libro entre sus brazos y sin saber porqué, Bastet le confesó todo a Jon. Sintiendo otra vez las lágrimas, abrió el libro por una página al azar y leyó en voz alta para distraerse.

Jon Nieve escuchó todos con atención.

-El príncipe Rhaegar fue un gran guerrero y poeta al mismo tiempo, por lo que parece. A Sansa le habría encantado escuchar esto hace unos años. Y la del invierno... me recuerda a una profecía.

-¿Qué profecía?

-Cuando estuve con el Pueblo Libre, una bruja me contó una supuesta profecía que vio en el fuego -contestó Jon-. Hablaba de cuatro coronas: una se quemaría en su propio fuego; otra no vería a sus hijos crecer; la tercera estaba rodeada de lágrimas y la última lo iba a perder todo. Desvaríos, según mi hermano de la Guardia.

Pero a Bastet no se lo parecieron. Cuatro coronas... Cersei, Margaery, Daenerys y ella misma. Sí, la situación actual se ajustaba a esa profecía. Una se quemaría en su propio fuego, tal vez ella o su hermana por sus dragones. Bastet apretó los puños hasta hacer sangre. Ninguna situación era favorable en esa profecía.

Bastet se levantó y volvió a coger sus armas. Quería hacer daño, devolver todo el dolor que le habían causado.

Disparo otra vez al árbol, imaginando que era sus hermana, sus sobrinos que no conocía, la Reina Flor con su hija y Cersei.

Quería hacer daño y eso es lo que iba a hacer.

Bastet se asustó ante su propia idea.

-Promete una cosa, Jon -le dijo al bastardo, quien se levantó, atento a su petición-, si alguna vez intento cometer una locura... quiero que me detengas.

Jon asintió.

Volvieron juntos al campamento. A su regreso estaban varias personas esperándolos: Drogo y Jamie.

-Por fin pasa algo bueno en este día -dijo Bastet-. Si llegas a tardar más, yo misma te hubiera traído a rastras con Viseniam.

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