~Capítulo 55~


Meñique no se atrevió a hacer nada contra Jacaerys. Fueron los señores del Valle, presididos por lord Yhon Royce, los que juzgaron a Petyr Baelish por asesinato y quienes formaron un consejo de regencia que duraría hasta que Robalito fuese mayor de edad, pero la encargada de acabar con él fue Arya Stark, quien dijo hacerlo por su padre. Tras esto, los nuevos regentes se reunieron con Bastet y juraron serle fieles si el conflicto bélico empezaba.

Bastet, al ver que nada más tenía por hacer allí, decidió que ya debían volver a Roca Casterly y esperar a qué moviese ficha el otro bando. Había conseguido aliados en el Norte, las Tierras de los Ríos y el Valle, pero Margery y su hermana tenían las Tierras de la Corona, las Tierras de la Tormenta y el Dominio. El padre de Asha había decidido no participar (lo que según su hija era una majadería y un acto digno de un cobarde), por lo que permanecían neutrales Dorne y las Islas del Hierro, y en Essos no estaba claro a quién apoyaría cada nación en caso de participar. Desde la lejana Érinos llegaban noticias favorables y la regente había enviado tropas en nombre de su reina.

Bastet se preguntaba cómo les estaría yendo a Aucaman (antes Elisaerys) y a su madre Fridaerys. Había sido totalmente inesperada la verdadera identidad de la pequeña Elisaerys y todavía quedaban varias incógnitas sobre ella y su relación con Isatra. ¿Qué era Isatra para Elisaerys? ¿Su tía? Ella no le había hablado de hermanos, aunque, para ser sincera consigo misma, Bastet no sabía mucho de ella. ¿Era su prima o su abuela? No lo sabía e Isatra parecía no querer decírselo.

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Bastet decidió descender esta vez con el resto. Unos días antes de su partida, un pequeño grupo se había adelantado para investigar el revuelo entre los clanes de la montaña.

—Tengo trato con ellos, yo iré con los demás —dijo Tyrion, quien seguramente se arrepintió cuando se enteró que Richard, Jack y Ordon irían con él.

Los dioses fueron benévolos con ellos en aquella ocasión y no tuvieron grandes problemas. Le revuelo había sido un conflicto de territorio entre clanes y no necesitó de sí intervención.

Bastet fue informada de todo cuando descendió del Nido de Águilas. Descansarían al pie de la montaña aquella noche para después partir hacia Roca Casterly.

Bastet llamó a Tyrion a su tienda para pedirle explicaciones.

—¿Nada de lo que debamos lamentar? —preguntó.

—Sólo la nueva afición de Richard por leer el futuro. Una bruja del bosque se lo enseñó y ahora dice ser capaz de «ver entre las nieblas del futuro». ¡Lleva dos días diciendo chorradas!

Drogo y Bastet, divertidos por la situación, hicieron llamar a Richard.

Llegó con unos trozos de pergaminos, si es que podían merecer ese nombre. Cada uno tenía un dibujo distinto junto con un número y parecía que una brisa leve los rompería.

—¿Richard, qué es eso? —preguntó Drogo.

—Mis armas contra el futuro; atacamos a los hombres con arakhs; al futuro, con esto.

Bastet le pidió que les indicase su futuro y Richard comenzó a mezclar unos trozos con otros. Luego, sacó unos cuantos del montón y los dispuso del revés en la mesa, que normalmente se usaba para discutir estrategias, en forma de pirámide.

—Veo... veo que alguien va a tener más de cinco hijos —dijo mientras les daba la vuelta—. Alguien de nuestro grupo.

—Mis condolencias a ese pobre ser —bufó Tyrion.

—Sí, este es el pergamino de la natalidad. Veo más de diez niños y menos de doce.

—Pobre mujer que tenga que pasar por eso —volvió a interrumpir Tyrion—. ¡Chorradas!

Richard le ignoró y siguió viendo los dibujos de los trozos que había separado.

—La carta de la muerte. ¡Veo mucha muerte y sufrimiento! ¡Una mujer llorando!

—Es lo que suele suceder en la guerra. —Tyrion se veía hastiado. A Bastet le divertía la situación y hacía lo posible por no reír—. ¡Los hombres mueren en la guerra y sus mujeres sufren y lloran! ¿Has necesitado ver un dibujo feo del Desconocido para saberlo?

—Alguien dejará atrás algo muy importante en su camino. —Richard parecía ido, lo cual constituía una muy buena actuación de supuesto trance—. Cuatro coronas de oro y plata, las de la profecía de Jon Nieve, van en parejas, una de plata con otra de oro. Están cerca de derretirse, con su metal se forjarán nuevas coronas. El resultado serán cinco coronas de plata y ninguna de oro. De esas cinco, sólo cuatro no serán rotas.

—Es un gran cuento, Richard —dijo Bastet.

—Y hay algo más. —Dio la vuelta al último trozo—. Un gato negro es el titiritero: maneja los hilos del mundo a su antojo y con una finalidad desconocida hasta que llegue el invierno.

Cuando Richard acabó de contar, se hizo el silencio.

—Richard, ve a que te vea un sanador —ordenó Drogo—, la bebida de Jack debe de haberte sentado mal. Muy muy mal.—recalcó.

Richard abandonó la tienda acompañado por Tyrion, quien salió diciendo algo de «pamplinas, absurdeces, chorradas».

Cuando Bastet y Drogo quedaron solos, rieron a carcajadas.

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Desembarco del Rey

Daemon se encontraba en la biblioteca de la Fortaleza roja cuando Aegon lo mandó llamar.

El lugar se había convertido en uno de sus pocos refugios allí en la capital. El primer día que reunió el coraje suficiente, Daemon preguntó si podía acceder allí. Había oído que algunos nobles vetaban el paso a sus bibliotecas a todos aquellos que no fueran de su casa y esperaba que aquel no fuese su caso.

Se le preguntó a la Reina de las Espinas durante uno de sus encuentros y la anciana rio ante su ocurrencia, con la boca tan abierta que Daemon pudo ver que la anciana había perdido ya todos sus dientes

—El maestre se sentirá bien por tener un súbdito en su reino de polvo por una vez —dijo—. La gente desconoce ese lugar, dudo mucho que alguien le incomode, y si alguien os dice algo, decidle que tenéis mi venia.

Luego la anciana ordenó a uno de sus guardias gemelos que llevase al joven Velaryon hasta la biblioteca.

El recinto era enorme, con libros y más libros. Todos los autores posibles, todas las historias que cabía imaginar estaban allí. Se imaginó qué haría Lucerys en caso de tener esa biblioteca en Marcaderiva. Se rio él solo. Lucerys no saldría de allí ni para dormir, tal vez su padre hubiera tenido que obligarla a salir a comer.

Aquel pasó a ser su refugio. Lady Olenna tenía razón: nadie iba por el lugar. En ocasiones, la anciana aparecía por allí para hablar un poco con él. La Reina de las Espinas parecía disfrutar de sus pequeñas charlas. Daemon creía que era porque le recordaba a aquella mujer que podía ser su madre.

—Y decidme, joven Velaryon, ¿vuestra hermana es también una gran lectora? —preguntó aquel día.

—Más que yo, nuestro padre jura que Lucerys ha leído más libros que la mayoría de los maestre.

—Hay muchos incompetentes en la orden, así que no lo dudo. Debe de ser una mujer culta, me gustaría conocerla, aunque es una lástima la situación actual. Ella podría dar mejores conversaciones que la mayoría de doncellas.

Daemon no veía a su hermana hablando con aquella mujer, aunque Lucerys a veces sacaba una inusitada lengua afilada al igual que Olenna Tyrell, pero eso era solo cuando se enfadaba (y mucho).

—¿Habéis heredado el gusto de vuestro padre?

—A mi padre no le gusta leer. Quiero decir, sí, de vez en cuando lo hace, pero siente pasión por ello.

Uno de los guardias gemelos de lady Olenna los interrumpió.

—¿Qué ocurre, Derecho?

Lady Olenna no distinguía a sus guardias, dos gemelos llamados igual que los protagonistas de la balada Adiós, hermano mío, los Capas blancas ser Arryk y ser Erryk Cargyll. Daemon recordó una vez que Lucerys y él había representado la historia de su enfrentamiento; una composición preciosa, pero pensó que llamar a tus hijos gemelos como aquellos era una falta de originalidad. La anciana los llamaba Derecho y Izquierdo para diferenciarlos, aunque puede que ni así pudiese y solamente decía un nombre al azar.

—Aegon Targaryen llama a lord Velaryon para una reunión —contestó Derecho (o puede que Izquierdo, pensó Daemon, pero él tampoco los diferenciaba).

—Parece que te necesitan, una lástima. —Lady Olenna se levantó con dificultad y tomó su bastón—. Ya que os llama, preguntadle cuando piensa anunciar la llegada de otro príncipe dragón, el futuro prometido de mi bisnieta.

Daemon asintió y se dirigió a la sala reservada para Aegon. Jon Connington ya lo estaba esperando.

—Por fin llegas, Daemon, llevo un rato esperando.

—He venido tan rápido como me han avisado. ¿Qué ocurre?

—Eres uno de nuestros aliados, señor de Marcaderiva —Connington resaltó este último como si se burlara de él—, es lógico que nuestro señor quiera que estés presente.

Daemon no supo qué decir. ¿Ahora confiaban en él?

Connington abrió las puertas y lo dejó pasar.

Una gran mesa dominaba la estancia. Aegon ya se encontraba allí, junto con otro hombre vestido con un jubón verde que Daemon no conocía. Otros hombres le resultaban vagamente familiares, puede que fueran miembros de la Compañía.

—Velaryon, siéntate a mi lado —dijo Aegon, señalando la silla vacía a su izquierda.

Daemon obedeció. El desconocido lo saludó amablemente y Daemon vio los bordados de su ropa: rosas doradas. Era un Tyrell.

—Este es Theodore de la Casa Tyrell —presentó Aegon—. Tengo que llevarme bien con la familia de mi futuro hijo, ¿no crees, Daemon?

—¿Está encinta al fin la reina Daenerys?

—Los dioses aún no han querido que suceda, pero pronto ocurrirá, no es que le hayamos rezado poco a los Siete. Muchas noches les hacemos llegar nuestras plegarias. —Aegon le guiñó un ojo y se puso a reír.

—El motivo de esta reunión no es hablar de herederos, mi señor —carraspeo Connington, sentado a la derecha de Aegon.

—Ah, Jon, siempre atento a todo. No, es cierto, estamos aquí para otras cosas. Acaba de llegar un cuervo procedente de Dorne. Mi amado tío ha fallecido.

—¿Doran Martell ha muerto? —preguntó Daemon. No conocía al dorniense, pero su padre sí y hablaba bien de él—. ¿Qué ha ocurrido?

—Una enfermedad ha sido más fuerte que él —contestó Connington—. La princesa Arianne lo ha sustituido.

«¿Y esa enfermedad no será por casualidad la misma princesa?», pensó Daemon. Años atrás, que tal pensamiento se le hubiese ocurrido a él lo hubiera asustado, pero existía el mal en el mundo, y este no respetaba ni los vínculos familiares.

—Una desgracia, mi señor —dijo Daemon en lugar de vocalizar sus sospechas—. La pérdida de un familiar, sobre todo si es uno largo tiempo perdido, es terrible.

—Sí, terrible, pero ahora no es tiempo de llorar, hay cosas más importantes sobre la mesa. La nueva señora de Dorne nos ofrece abandonar su neutralidad a nuestro favor, pero hay un problema. Ella afirma que entre nuestros padres había un pacto de matrimonio, que, por desgracia, no puede comprobarse.

—¿Y la reina Daenerys sabe de esto? —preguntó Daemon.

—Por supuesto, pero la propuesta de la princesa de Dorne iba dirigida a mí, no a mi esposa —contestó Aegon, y Daemon pudo ver que sus ojos la codicia—. Mis antepasados tuvieron varias esposas. Mi tocayo tuvo dos y Maegor el Cruel se casó con tres mujeres a la vez teniendo ya dos reinas.

—Pero eran reyes por derecho propio, no consortes de reinas —contraatacó Jon Connington.

Daemon supuso que esta discusión ya la había tenido con su protegido y que la reunión era solo una burda representación teatral. Daemon había tratado lo suficiente con Aegon para conocer que, cuando tomaba una decisión, el joven dragón redivivo no cejaría en su empeño.

—Mi señor, permitidme el atrevimiento —Daemon tenía que actuar rápido para conseguir su confianza de una vez por todas; Connington no le quitaba el ojo de encima a pesar de decir ser amigo de su padre, pero si ganaba el aprecio de Aegon no tendría que temerlo—, es una idea arriesgada, al menos por el momento. Nadie pretende deciros qué hacer, solo os avisamos. Seguro que la princesa Arianne sabrá esperar también al momento adecuado.

Aegon lo miró con curiosidad.

—Me gusta cómo piensas, Velaryon.

—Sí, Daemon es inteligente, justo como su padre —bufó Connington.

—Bien, la decisión está tomada, la alianza será una realidad, pero el pago debe retrasarse. Pasemos al segundo punto. La princesa Myrcella, la hija del repugnante Usurpador y de la leona de Roca Casterly. La joven está comprometida con el príncipe Trystane y pronto se casarán; debemos decidir qué hacer con ella antes de que eso ocurra.

«Es una amenaza, tiene derecho al Trono en caso de que la princesa Alerie muera», pensó Daemon, y se dio cuenta que estaba asistiendo a la reunión para decidir la muerte de una desconocida.

Daemon pensó que era su hermana la que estaba en lugar de la princesa Myrcella. Daemon daría la vida por su hermana, evitaría a toda costa su muerte.

—¡La joven Myrcella es solo una niña indefensa! —dijo Theodore Tyrell—. No es una amenaza, es solo una mujer.

—Mi esposa también es solo una mujer y tiene tres dragones nada inofensivos —dijo Aegon—. Y su hermana Bastet también tiene una criaturilla voladora que echa fuego. ¡Que sea una mujer no la hace inofensiva, Tyrell! Que tu hija Elinor lo sea no significa que las demás también.

Daemon supo que era el momento adecuado.

—Ser Theodore no se refería a eso. Myrcella no es poderosa en el sentido que no tiene grandes aliados ni habilidades.

—¿Y qué sugieres tú, Velaryon?

Daemon evitaría a toda costa la muerte de Lucerys...

Pero Myrcella no era su hermana.

Daemon hizo frente a Aegon.

«Perdonadme, Lucerys, papá y mamá. Perdóname, diosa Bastet».

—Mi señor, nosotros somos solo sus vasallos; lo que usted ordene, así se hará. Si Myrcella ha de morir, que muera.

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Bastet no podía dormir.

Tenía su cabeza reposada sobre el pecho de Drogo, mirando al techo de la tienda. Afuera, aullaba un poco el viento, pero no era demasiado molesto. La piel de Drogo exhalaba calor, como un pequeño fuego.

—Espero que lo que no te deje dormir sea pensar sobre los nombres de nuestros once hijos —dijo Drogo.

Bastet se apoyó sobre su hombro, con cara de sorpresa.

—Richard dijo que alguien de nuestro grupo tendría once hijos.

—No vamos a tener once hijos, me da igual lo que diga Richard con sus juegos mágicos.

—¿Ah, no? ¿Entonces cuántos quieres tener?

Bastet volvió a recostarse sobre él.

No creía que fuera capaz de tener hijos. Bastet nunca había tomado el Té de la Luna ni nada similar en su vida. Si esta ahora no se había quedado embarazada, dudaba que lo fuera a hacer. Puede que fuera estéril, como algunos de sus antepasados. Que su hermana tuviera dos hijos no significaba que ella también pudiera ser madre. O puede que diera a luz a un monstruo como otras mujeres Targaryen, como la princesa Rhaenyra, cuya hija Visenya nació muerta y con graves deformaciones: una oquedad en su pecho y una cola cubierta de escamas. Bastet se imaginó alumbrando a un monstruo y un escalofrío recorrió su espalda.

—¿Bastet, qué pasa?

Drogo la abrazó. Bastet sintió que el calor pasaba a su cuerpo. Bastet no quería llorar a causa de eso. Muchas mujeres no eran madres, y no había nada malo en serlo.

—No sé si soy capaz de tenerlos.

—¿Pero quieres tenerlos? ¿Quieres ser madre?

Bastet se imaginó con un bebé en brazos mientras Drogo enseñaba a montar a su hijo mayor, el khalakka. Era una imagen feliz, lo que nunca tuvo en su infancia.

«Cada vez que un Targaryen nace, los dioses lanzan una moneda al aire y el mundo aguanta la respiración para ver de qué lado caerá», recordó Bastet. Ella creía creer que su lado era el de la grandeza, pero a los dioses les gustaban las bromas.

No sabía si le era posible tener hijos, pero estaba cansada de los dioses. Ella misma se ocuparía de hacer que la cara de la moneda de sus hijos fuese la de la grandeza.

—Sí que quiero.



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