~Capítulo 39~
—Láquesis... ¡Láquesis! ¿¡Dónde está, Medea!? ¿¡Dónde está!? —Sansa miraba aturdida para todas direcciones. Varios pares de ojos le devolvían la mirada con piedad, pero ninguno era el que buscaba.
Medea empezó a llorar, angustiada por toda la situación. Eso no hizo más que seguir enloquecido más a Sansa. Sansa de pronto comprendió. Miró a su alrededor para confirmar sus sospechas. Faltaba más gente, más mujeres.
—Los guardias... Ellos se las han llevado...
Medea asintió. Sansa intentó calmarse. «Se la han llevado. Se han llevado a Láquesis» . Hay cosas peores que la muerte, y eso era algo que los guardias sabían bien.
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—¡Láquesis! —gritó Sansa cuando la vio. Ella y Medea la buscaban entre los restos de roca que había por la prisión.
—Sansa... Medea... —Daba la impresión que ponía todas sus fuerzas para hablar pero su voz apenas fue un susurro roto.
Láquesis estaba tirada sobre las rocas como un trozo de tela viejo. Pequeños hilos carmesí recorrían todo su cuerpo, como un mapa de caminos de sangre. En su piel se veía las marcas de distintos golpes y arañazos. Una rosa roja se abría en su vientre.
—Ayúdame a ponerla en el suelo. —Sansa y Medea lograron entre las dos bajar a Láquesis de montaña de restos rocosos—. Estamos aquí, Láquesis, estamos aquí.
Láquesis no podía mantenerse erguida sin ayuda de sus amigas. Sansa permitió que se apoyase en ella, Medea la cogió de la mano. Su amiga parecía mar muerta que viva.
—Todo va a salir bien. Todo va a salir bien —Sansa lloraba mientras lo decía—. Las tres nos vamos a ir a casa. Podemos irnos las tres a Invernalia.
—Sería muy bonito... Debe de ser un sitio precioso. Ojalá puedas volver... —La voz de Láquesis se rompía a cada palabra, como una vidriera golpeada por una piedra.
—Todas lo vais a ver. El bosque de dioses, el septo que mi padre mandó hacer para mi madre, los prados blanc...
—Medea, díselo tú —rogó Láquesis consciente de que Sansa no veía lo evidente.
—La herida del vientre ha provocado que pierda mucha sangre. No va a sobrevivir.
—¡No! ¡No, no, no! ¡No!
Medea intentaba aguantar por su amiga. Sansa negaba con la cabeza frenética. No podía perderla.
—Sansa, escucha no me queda mucho. Luchad, luchad las dos. Encuentra a tu amiga, la enviada por la Diosa, salid de aquí. Vuelve a tu casa, donde la tierra es siempre blanca.
—Láquesis... —Sansa notaba cómo su amiga perdía fuerzas—. ¿Quién fue?
—Fueron varios. El nuevo estaba allí. Decían... Decían que si no te tenían a ti tendrían que conformarse conmigo o Medea. Pero tú eres el juguete del Consejo.
—¡Te vengaremos! ¡Ninguno saldrá vivo!
—Cantame algo, a ti te gustaban los bardos... Por favor... Sansa.
Sansa no se le ocurría otra canción que aquella. «Florián te hubiera rescatado. Tú eras Jonquil, no merecías morir así», pensó Sansa mientras cantaba. «Tendría que haber sido Jonquil Darke por ti».
—Gracias por todo... Medea... Sansa...
Un sonido horrible que ninguna olvidaría en su vida. Sansa sintió como la energía de Láquesis se desvaneció de su cuerpo, dejando atrás la triste muda del espíritu.
—Que la Diosa te acoja y muestre su lado más maternal contigo. —Medea cerró para siempre los ojos de Láquesis—. Que la Desgarradora acabe con los que te hicieron daño.
Medea y Sansa quedaron allí un rato inmóviles, sin saber qué hacer aparte de mirar al cuerpo de Láquesis.
—No permitiré que acabe en una fosa común —murmuró Sansa.
Ella y Medea se dispusieron a cavar una tumba para Láquesis. En la prisión te quitaban todo, incluso un lecho eterno único. Eran los propios presos quienes cavaban para enterrar a sus compañeros.
«Gracias por ser una de las mujeres más maravillosas que he conocido. No sé qué hubiera hecho sin ti. Adiós, Láquesis».
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—He de admitir que vuestro numerito de hoy me deja impresionado. A pocos imbéciles se les ocurriría un motín.
—Solo fui yo —respondió Sansa. El afentikó Nephertum Azinun había ido a buscarla en persona, a buscar al juguete favorito de Érinos.
—Pues felicidades, eres la mayor imbecil que he conocido y mira que a veces Minat tenía sus momentos.
—¿Quién es Minat?
—No te incumbe. —La cara de Nephertum ganó seriedad de golpe. Cogió el informe sobre el ataque de Sansa—. Veamos... Has matado a varios guardias solo con los instrumentos de la mina. Has tenido especial ensañamiento con uno, ¿por qué?
En realidad, Sansa fue la artífice de todo y la que espoleo al resto. Cargaba con todo el peso de la culpa por ser la rehén que los afentikós no podían perder.
—Solo le devolví un favor.
El nuevo, aquel al que señaló Láquesis como culpable. Él fue uno de los primeros en oír el aullido del lobo, no sin antes Sansa mandarle recuerdos.
—Y luego, cuando tenéis a mano la oportunidad de huir, nunca mejor dicho, lo único que haces es poner tu mano sobre la muralla.
—Para demostrar que podía hacerlo.
—Claro que sí, Sansa. Ahora, como premio por tus esfuerzos, te vamos a trasladar a otra prisión. Es más cómoda, a decir verdad. No podrás salir sin mi permiso y la única que entrará, a parte de mí, será una doncella que te lleve comida.
Sansa asintió. Nephertum y dos guardias la acompañaron por los pasillos. Una mujer salió a su encuentro llorando y a pesar del esfuerzo de un guardia, llegó hasta Sansa y la abofeteo.
—¡Asesina! ¡Era mi hijo! —La mujer parecía fuera de sí. Uno de los guardias la retuvo para evitar que volviese a agredir a Sansa pero no consiguió calllarla—. ¡Mi hijo! ¡Deberías de estar camino de la ejecución!
—Lamentablemente, tengo otros planes para la joven Stark —respondió Nephertum. Parecía cansado de tantos problemas.
—¡Esperaba esto de otros hombres, pero no de usted, lord Azinun! ¿ Cuándo verá una madre vengado a su hijo? ¡También permitisteis que matasen a Thyma!
—Vaya, es la primera vez que veo que te preocupas por el hijo de tu marido. Ya sabes... Como fue idea tuya mandarlo a Paideia...
—¡Las madres lloran por sus hijos y los hombre lloran ante la malnacida de la Reina de las Cadenas! ¡Es una vergüenza que todavía siga respirando!
—Ya que tan dispuesta estás, te invito a qué dirijas el nuevo ataque. Por cierto, si ves que algo se acerca volando, huye. Tiene un dragón de tamaño considerable.
—¡Cómo se atre....?
—Qué desconsiderado soy. No vas a tener que ir muy lejos: los explotadores han visto al dragón en los cielos de las cercanías.
Viseniam.
El corazón de Sansa se aceleró ante la idea de que estuvieran cerca por fin. A una señal de Nephertum, el guardia apartó a la mujer de su camino y lo reanudaron.
—Aquella era la madre del afortunado guardia al que le devolviste el favor y, además, la madrastra del primer niño quemado por tu amiga —explicó Nephertum, a pesar de que Sansa no había preguntado.
«Son cosas que les contáis vosotros, Bastet nunca haría algo así. Nadie de los que la acompaña la dejaría».
Sansa se mordió la lengua ante lo que iba a decir.
Un pequeño animal de color rojo y negro corriendo por el pasillo la sobresaltó.
—¿Qué es eso?
El animal era un pequeño zorro. Gran parte de su pelaje era negro, pero en varias zonas su color cambiaba bruscamente a rojo. Cuando caminaba, el animal parecía una ascua en movimiento.
—Una de mis mascotas.
—No sabía que tuvierais mascotas.
—Hay muchas cosas que no sabes y es mejor así.
El zorro caminaba junto a su amo. De cerca, Sansa pudo ver que su pelaje se asimilaba mucho a su propia cabellera antes de pasar esa temporada entre rocas.
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Dos días estuvo Sansa aislada en su nuevo cuarto. A la tercera mañana un ruido la sobresaltó. Sólo podía oír gritos y gente corriendo. La puerta se abrió y entró Nephertum Azinun.
—¡No hay tiempo de preguntas! Toma, tu espada. —Le tendió a Nymeria. Parecía bien cuidada—. Tú amiga está muy cerca. Los esclavos han comenzado otro motín. Corre únete a ellos.
—¿Pero que vas a hacer tú? Puede que Bastet te perdone la vida si...
—Sansa, vete. Tengo que hacer lo que debería haber hecho hace mucho.
Sansa asintió. Aceptó su espada y salió de la habitación.
—Sansa, una última cosa. Dile que tenía razón. Dile a la Diosa Bastet que lo siento. Dile a la Diosa Bastet que su amigo lo siente.
Sansa no entendió estas últimas palabras. Nephertum Azinun desapareció de su vista. Él tenía razón: llevaba mucho tiempo evitando su obligación.
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Sansa corría entre las calles esquivando a la gente. Algunos antiguos presos la reconocían y se la seguían en su carrera hasta las puertas. Si abrían la entrada principal desde dentro, Bastet lo tendría más fácil. Algún imbecil se ponía en su camino, pero pronto se encargaba de él la propia Sansa o uno de sus seguidores.
Sansa corrió entre gritos, sangre y desesperación hasta que por fin la vio: la puerta.
—¡Abridla! —No sabía a quién gritaba, solo tenía claro que tenía que hacerlo.
—¡No! —Uno de los pocos leales a los afentikós intentó impedirlo, pero era tarde.
Cuando Sansa Stark salió al exterior, una fuerte ráfaga de aire fue a recibirla, provocando que casi se cayera. Pero no tenía miedo. Sabía quién era. La dragona rosa descendió del cielo a poco distancia de Sansa. En sus ojos podía ver que la reconocía. La jinete también la reconocía.
Bastet descendió de Viseniam. Sansa permaneció en donde estaba, inmóvil.
Bastet apuró el paso hasta ella. Sansa soltó la espada.
El reencuentro no hubiera tenido más sentimiento de haber compartido sangre. Bastet primero había duda de que fuera ella, pero cuanto más cerca estaba, más segura estaba de que era Sansa. La abrazó como una madre tras una larga ausencia. Sansa correspondió.
—Por fin te he encontrado. —Fue lo único que dijo Bastet.
Por fin el dragón encontraba al lobo.
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Nephertum Azinun había cumplido su deber. Ningún afentikó allí presente había conservado la vida. Algo que tendría que haber hecho desde el principio.
«He esperado demasiado. Auset no lo habría dudado. Él era más fuerte que yo».
Salió al balcón para ver por última vez su hogar.
«Epiket... Nunca has estado tan hermoso como hoy».
Lo que empezó años atrás con un Neferbah había acabado con un Azinun.
Irónico.
«Perdona a uno de tus hijos, Epiket».
Desde el balcón veía al dragón volando sobre la ciudad. También vio a la motiva que se acercaba. Distinguió a Sansa por su pelo.
«A veces me recordaba a ti, Minat. Te vi en sus ojos y cuando se reía o fingía hacerlo, también sonaba como tú».
Minat... Esperaba que pudiese perdonarlo. Su imagen la veía cada vez que cerraba los ojos.
«No tendría que haber acabado así. Aquello no tenía que pasar».
Una lágrima solitaria corrió por la mejilla de Nephertum Azinun por primera vez en mucho tiempo.
Al lado de Sansa la vio. Una mujer del pelo como la luna. Incluso en la distancia, podía percibir sus ojos violetas. Justo como había sido ella al final, como le advirtió que pasaría.
«Isatra...».
Nephertum Azinun no tenía miedo de lo que iba a pasar.
«Diosa Bastet, sé que yo soy el último que puede pedirte algo, pero perdóname. Minat, Auset, Isatra... Os ruego que me perdonéis todos» .
Nephertum Azinun no tenía miedo a la muerte. Ya había convivido con sus fantasmas demasiado tiempo.
Nephertum Azinun se precipitó por el balcón. Mientras caía no era consciente de lo que había por el balcón.
Escuchaba la risa de Minat.
Veía a Auset con ese porte tan característico suyo.
Isatra lo recibía con los brazos abiertos.
«Isatra, Minat, Auset... Bastet». Fue lo último que pensó Nephertum Azinun en este mundo.
Y la Diosa Bastet acogió a su hijo descarriado como un viejo amigo.
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