~Capítulo 30~

—¿Una profecía? ¿Estás tan serio por... una profecía?

—¡No es cualquiera profecía, Sam! —respondió Jon—. Esta mujer me habló de ellos, de los caminantes blancos.

—¿Qué decía? —preguntó Sam un tanto temeroso.

—Que esto es solo el principio.

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Cersei no soportaba ver a la Pequeña Flor allí. 

Margaery estaba sentada casi a los pies de Tommen, en los escalones del Trono de Hierro. Y ella se contentaba con ver todo desde la galería.

—Entendemos su necesidad, ser —decía Tommen.

«Es solo un niño», pensaba Cersei mirando al más pequeño de sus hijos, al único que continuaba allí. 

Cersei todavía creía que su hijo era un niño pequeño, alguien que recurriría a ella. Apenas reconocía a aquel muchacho que estaba sentado en el Trono. La cara de Tommen se deformaba con la corona. No era como su hermano.

—Majestad —llamaron a su espalda.

Era aquella mujer, Brienne de Tarth, que había vuelto con Jamie. Desde aquel momento su hermano y ella estaban muy unidos. Brienne lo único bueno que parecía tener eran sus ojos. Lo único bonito que había en su rostro eran sus ojos azules. Grandes e inocentes, como la mirada de un niño.

—¿Qué deseáis, Lady Brienne? —dijo Cersei remarcando su título.

Cersei no estaba celosa. ¿Por qué estarlo? Jamie le había dicho muchas veces que era hermosa. ¡Incluso aquel patán de Robert se lo decía! ¿Tenerle celos a una dama con ínfulas de caballero?

—Su tío desea verla.

Cersei se dirigió enfadada a las estancias de su tío. Ser la Mano no le sentaba demasiado bien... se creía con poder.

—¿Me llamabas tío? —le preguntó al hombre.

—Déjate de juegos, sabes perfectamente qué haces aquí.

—Empieza a pensar que estás perdiendo oído —contestó Cersei—. Te he dicho en repetidas ocasiones que no pienso casarme con Loras.

—Pues entonces volverás a Roca Casterly—sentenció Kevan Lannister.

—No eres quien de darme órdenes.

—¿Ves esta insignia?— dijo Kevan señalando la mano de oro que acreditaba su rango—. Soy la Mano del Rey, tú misma me diste el cargo.

«Sí, pero fue por necesidad. Ahora eres demasiado molesto».

—Cersei... —Su tío parecía cansado—. Sé que todo puede ser duro, pero entiéndelo. Tommen ya tiene una reina y a menos que te cases con Loras no pintas nada aquí. 

—¡Tommen es mi hijo! —replicó airada.

—Tommen es el rey y un rey no puede estar siempre bajo las faldas de su madre —respondió la Mano del Rey—. La Tyrell pronto le dará un heredero y asegurará dinastía.

Eso era lo que más temía. Un león juntándose con una rosa.

—Pero ya que te niegas a casarte con Loras —continuó Kevan—, mañana partirás hacia Roca Casterly. Aquel es ahora tu lugar. Yo lo ordeno.

Cersei se levantó. Sus labios formaron su mejor sonrisa. Se despidió de su tío con un beso en su mejilla.

—Así será, tío.

Varys no era el único con pajaritos.

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Bastet miraba las grandes puertas de la ciudad. A su espalda su ejército, frente a ella, una ciudad cerrada a cal y canto. Tyrion se lo advirtió. 

«Si las puertas están cerradas es una locura. Unas pocas flechas bien tensadas serán vuestro fin. Abre las puertas y haz que tus soldados rasos entren. Sin caballos y, visto la nota, sin Viseniam, a menos que quieres ver la ciudad arder». Tyrion pensaba en todo. Tenía razón. Esta vez, la ciudad se tomaría no por el fuego, sino por las espadas y los arakhs.

—¡Escuchadme todos! —gritó Bastet dirigiéndose a los dothrakis y a los nuevos hombres y mujeres libres—. ¡El enemigo no cree que seamos capaces de atacar sin un dragón! ¡Flechas caerán sobre nosotros, pero si atravesamos las puertas todo estará ganado!

Sus seguidores la aclamaban. Bastet volvió a dirigir su mirada violeta a las puertas. Los guerreros del interior eran pocos y la mayoría arqueros, según su información. Las distancias cortas eran las más seguras, al menos en esta situación. Drogo estaba al otro lado, frente a la entrada norte. Ambos batallones atacarían cuando el sol del mediodía brillase. El momento estaba cerca.

Bastet desenvainó su espada. Era la misma que el hermano de Tyrion, Jaime, le había regalado en su estancia en Desembarco del Rey. Aquella época parecía tan lejana.

—¡Ahora! —ordenó.

El astro rey ya estaba en cúspide. Las flechas empezaron a caer como gotas de lluvia.

—¡Derribad las puertas!

Pero, para sorpresa de todos, las puertas se abrieron. Un grupo de hombres apareció desde el otro lado. «Una carga directa», pensó Bastet. Pero aquellos hombres también eran atacados por los arqueros. 

Unos traidores a los suyos.  Aquellos hombres, peleaban contra los suyos. Poco importaba eso ahora.

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Cersei y Jaime miraban descansar el cadáver de su tío en el Gran Septo.

—Nuestro tío no merecía morir así —le decía Jaime muy serio. No tenía ninguna duda sobre que aquello era cosa de su hermana—. Era un Lannister de Roca Casterly. Se merecía mucho más.

—Se estaba volviendo muy molesto —dijo Cersei. Apenas podía ocultar su buen ánimo—. Ahora no me enviará lejos de Tommen y de ti. Y Tommen necesita una nueva Mano.

Jaime no sabía qué pensar de su hermana. Algo era distinto, pero ¿el qué? Desde su charla con lady Catelyn se sentía diferente. Miró su mano de oro. El hombre que le devolvía la mirada no era conocido para él.

Margaery permanecía ajena a la charla de los mellizos Lannister en su habitación. Se peinaba su larga melena castaña. La muerte de lord Kevan era una jugada arriesgada y precipitada por parte de Cersei. 

Su abuela no se equivocaba al decirle que fuera con ojo. Cersei no podía tocarla, pero necesitaba asegurar su posición. Ella era una reina. No, ella era la reina. Tenía a Tommen casi comiendo de la palma de su mano. Solo necesitaba una cosa más. Margaery suspiró. Dejó el cepillo y miró su reflejo. Sus ojos castaños inocentes y su pelo de igual color. Necesitaba parir cervatillos. Tenía que darle herederos a la corona. Así ganaría a la leona. No con armas ni ejércitos. Con un bebé que llevase el apellido Baratheon y la sangre Tyrell.

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La ciudad apenas resultó dañada. 

Bastet estaba con Drogo, su dragón y una gran multitud en los jardínes del afentikó. La lucha dentro de las murallas no resultó tan sencilla. Había más hombres de lo esperado pero contaron con la ayuda de los que se atrevieron a desafiar a su amo. Bastet había recibido una herida en la pierna. Una flecha perdida. Pero incluso así, ella dirigió al grupo durante el ataque. Aunque nadie pudiese verla ahora, Bastet sentía que le quemaba.

—Tenías miedo de que quemara tu ciudad —dijo Bastet dirigiéndose al cautivo afentikó. Ignoraba cuanto podía el dolor de su pierna—. Tenías miedo que mi Viseniam acabará contigo. Es gracioso, porque eso es justo lo que va a ocurrir.

Bastet se apartó de él y miró a su dragona.

—Viseniam, a cenar —dijo.

Después del espectáculo, Bastet entró en la sala principal de la mansión. El presumido esclavista se creía un rey y había ordenado fabricar un trono.

—Sitari será nuestra base mientras estemos en Érinos —dijo a su grupo—. Necesitamos un lugar donde mantener al ejército. Esperaremos a la vuelta de Asha y Sansa para decidir nuestro siguiente paso.

Acto seguido miró al trono. Era mucho menos imponente del Trono de Hierro que aparecía en las historias de Viserys. Se sentó. Aquella sensación volvió a ella. Nunca había querido ni el trono de su familia ni una corona. Pero ahora se sentía a gusto sintiéndose poderosa.

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—¿Qué decía esa profecía, Jon?—preguntó Sam.

—La he escrito para no olvidarla. Visto lo visto, no era necesario. Solo pienso en ella.

Sam leyó el pergamino que le tendía su amigo:

Los seres de hielo solo son el principio.
La magia ahora dormida, despertará.
Un gran sacrificio la devolverá.
Cuatro coronas de oro y plata.
La primera corona se quemará en su propio fuego,
la segunda no verá a sus hijos crecer.
La tercera corona lo perderá todo,
la cuarta estará rodeada de lágrimas.
Cuatro coronas. Un sacrificio. Gran enfrentamiento.
Es solo el principio. Escucha la llamada de los muertos.
En el reino caído hallarás la verdad.
Mas ten cuidado con lo que encontrarás.

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