[08] El fulgor de la vida y la muerte
Jerome
Ya habían pasado cuatro lunas desde la muerte del rey de Lidellín. Y esa era la séptima en la que Jerome no podía dormir.
Usualmente le gustaba estar en el Baluarte Boreal, pues el viento soplaba con fervor, fresco; y desde ese punto se podía ver el suave reflejo de la luna en las mansas y cristalinas aguas del lago Anglabia; y el arrullador canto de los grillos serenaba.
A veces, Jerome se serenaba el estar ahí. Era como una distracción, la calma después de tener un día en el que no hacía más que escuchar el chirrido del acero contra el acero en el aserradero del pueblo, el cual era donde se frecuentaban las peleas a espada armada.
Desde los ocho años había combatido cuerpo a cuerpo con los hijos de los otros nobles, carniceros y alfareros, tratando de perfeccionar su técnica y preparándose para el día en el que acompañaría a su señor padre a la guerra.
Había vivido más del tercio de su existencia sirviendo a la familia real, con suma lealtad y dedicación; pero una vida en la corte no es lo que Jerome quería. Él quería servir a su reino ganando sus batallas y conquistando las tierras, sumando parcelas a sus terrenos; como su padre y su padre antes que él...Una sucesión entera de caballeros de la Guardia Juramentada Real, Lores Comandantes y Protectores del reino, todos y cada uno de ellos nobles de alta cuna y con una vasta fortuna entre las manos.
Jerome no quería ser menos que sus ancestros, quería, como ellos, lograr grandes cosas en nombre del reino y los dioses. Recordaba a su madre cría contarle admirables historias sobre las hazañas de sus ancestros, del cual sobresalía su padre, Laenel la Estrella Conquistadora. Su padre había barrido ciudades enteras, había devuelto la gloria a los dominios de Grendell; y para ellos no sólo tuvo que combatir en cruentas batallas con hombres, sino que también se lanzó a masacres con monstruos.
Toda su familia había adjudicado a su nombre y familia grandes proezas; y a pesar de que el camino era aún muy largo entre las glorias de sus ancestros y las suyas propias, Jerome cada día sentía que la distancia se estrechaba.
—Deberías volver a la cama— dijo una voz sutil y sosegada.
Unos candorosos ojos azules verdosos se clavaron en los suyos, brillando a todo esplendor mientras el viento mecía delicado, unos sedosos rizos rojos como la sangre y resplandecientes como el fuego.
—Lo mismo digo, miladi. —No eran muchas las veces que la llamaba por el título que le correspondía. Casi siempre la llamaba por su nombre o algún calificativo o mote que le pusiera; pero esa vez lo había dicho sin pensarlo, casi de manera automática.
La bella joven, con un vestido de vaporosas sedas violetas y un abrigo de piel de topo hasta los tobillos, se paró a su lado, viendo desde el baluarte, el espectáculo que brindaba la noche.
—Mi padre me informó esta tarde que los preparativos para la despedida de Henrei ya están casi listos. Lo más probable es que se dé mañana por la noche.
—Querrá decir esta noche, Su Majestad —dijo esta vez con la intensión de irritarla, pues desde niña odiaba que la llamaran por "Su Majestad" o "Mi Señora" o "Princesa" o "Miladi".
Lyrissa hizo caso omiso a esto.
—¿Cómo lo sabes? Yo sólo veo la luna y nada más.
—Imagina que la luna es un círculo dividido en franjas verticales. El número de franjas verticales es igual al número de horas de la noche, con la primera hora en el borde derecho y la hora final en el borde izquierdo—dijo señalando la esfera de luz—. Lee la luna de derecha a izquierda, siguiendo una línea media horizontal imaginaria. Busca dónde cruza la frontera esa línea imaginaria horizontal entre la luz y la oscuridad. Además, no olvides que la luna se lee de derecha izquierda, esta va de claro a oscuro.
—Entonces, viendo cuál es la franja que corta puedo determinar a qué hora el sol se pondrá en el cielo por el este y cuándo la luna se ocultará en el oeste. —Jerome asintió—. Por lo tanto, eso significa que faltan unas cinco horas, a lo mucho.
—Seis, en realidad—corrigió con aires de superioridad, viendo el hemisferio este de la cara de la luna consumiendo el oeste con su rutilante fulgor.
Lyrissa se cruzó de brazos sobre los merlones del borde, en los densos muros de la torre y observó, mientras que la gélida brisa le despeinaba los cabellos carmesíes y le hacía moquear.
—Vuelve al castillo, Lyssa. Pescarás un resfriado si sigues aquí.
La muchacha se sorbió la nariz y se apartó de las almenas.
—Tú también terminarás enfermo antes de que se ponga el sol— le dijo con ironía, descansando su fina mano sobre los musculosos hombros de Jerome, cubiertos por una capa con los ribetes de la lana de oveja, que se removían al azote de los ligeros vendavales.
Jerome sonrió y vio a la princesa alejarse, con las delicadas telas de su vestido violáceo ondulándose al viento bajo su gruesa capa de piel gris, preguntándose cómo alguien tan recio y estremecedor como aquella princesa podría proyectar un aura tan melancólica y lóbrega.
"Es porque sufrió la pérdida" recordó pesarosamente. "Que a todos sin falta nos compete afrontar".
Y así rememoró los escombros de la tan querida y dolorosa memoria del rey en las tierras del sudeste, en recuerdo cálido y gélido, al mismo tiempo; pues Jerome lo consideraba como un segundo padre desde su niñez a su adultez. Henrei, desde que negociaba estrechamente con el reino de Grendell, había sido amable, sin necesidad de serlo; carismático, sin razón para serlo; atento y compasivo, sin obligación de serlo. Él fue su padre mientras que su señor padre, amo en el arte de la guerra, defendía las fronteras de su nación contra los belicosos broncos, quienes eran los pueblos guerreros de los Pueblos Huidos; entretanto que sus nobles y monarcas libertanos regían y gobernaban sus territorios.
Henrei le había adiestrado en la destreza de la aristocracia, enseñado a sobrevivir al desafío de la vida y sobreponerse a considerar a la muerte como un obstáculo, le hizo comprender en cómo era la verdadera conducta de los albores del mundo; pero no con aspereza, como seguramente lo hubiera hecho su señor padre, sino con paciencia, como si un hermano, alguien de su igual, le enseñara cómo funcionaba el mundo y qué debía hacer para no caer en su trampa. De él Jerome aprendió a mentir para sus propios fines, a manipular para su propio beneficio y someter a los demás para sus propias necesidades.
Le enseñó también algo: El juego de la vida es un campo de batalla, donde tú decides ser quemado o ser ensombrecido. Obviamente, Henrei le advirtió que la mejor opción era permanecer en las sombras y esperar a ser el ganador a base de experiencia como observador, la cual le proporcionaría una clara ventaja; pues evaluaría a sumo detalle a los demás, con sus miedos y aspiraciones, para ponérselos en su contra.
—Pero recuerda, hijo mío. —El sabio rey siempre se refería a Jerome por ese epíteto—: Ganar el juego de la vida no es ganar el poder o el trono. Sólo es, para nuestro goce y reverencia, un lugar a nuestros grandes dioses, lo nuevos y los viejos por igual, para vivir junto a ellos la verdadera vida celestial eterna. Pues esto, como muchos ya han de saber, es nuestro infierno y la muerte es nuestra perdición y salvación, el cielo— le dijo en una noche como aquella, oscura pero brillante a la vez.
Ya hace días extrañaba la suave voz del afable hombre y como si los mismos dioses hubieran escuchado sus anhelos, una fugaz lluvia de estrellas surcó el cielo iluminado.
"Amarillo" se asombró, mirando el firmamento encendido para los raudos cometas que caían en picado y luego se extinguían en el horizonte, más allá del lago Anglabia donde se extendía una parcela de tierra cubierta por la nieve, la cual relucía al chocar con el fulgor de la danza de luces amarillas platinas.
Jerome recordaba vagamente que las estrellas fugaces amarillas representaban a las llamas del dios Eroies, al cual se le entregaba como ofrenda, en su mayoría de veces, regalos con hierro; y por esa razón se les conocía a sus llamas como las estrellas de hierro. Por casualidad el hierro era el metal preferido de Henrei y el amarillo su color amado; puesto que él creía que, ambos eran un designio divino. El hierro, por su parte, era el responsable de la construcción de iglesias y santuarios, además de ser el primer metal que se acomodó a las necesidades de los hombres para ir a la guerra, forjando los filos de espadas, lanzas, cuchillas y otras mortíferas armas. Mientras que el amarillo, en todo su esplendor, simbolizaba la belleza de los dioses y el mundo, siendo un poder que igualaba al del hierro o hasta lo ensombrecía.
En el oscuro cielo, poco a poco las brasas de oro que zanjaban entre las estrellas fueron perdiendo su ardiente fulgor hasta convertirse en nada, como todas las cosas terminaban siéndolo, en un rastro casi imperceptible.
"Son sus comentas", se dijo entre neblinas borrosas, justo antes de quedar rendido en la dura cama cubierta con trapos harapientos de la caseta de vigilancia en el baluarte. "Un presagio que anuncia la gloria. La gloria después de la muerte...Sí, eso debe ser.
Cuando despertó ya se había alzado el amanecer; la estancia estaba fresca y poco iluminada, y sentía la contractura en sus músculos, adoloridos y helados. Jerome se incorporó con un martilleo en la cabeza y se separó de aquella incómoda piltra, inseguro; pues intuía que su señor padre estaría detrás de esa puerta de madera, esperándolo, para posteriormente, reprenderlo por despertar a esas horas. Casi podía oír su voz enfadada y llena de antipatía que le dedicaba todas las mañanas y todas las veces que se dirigía a hablarle, en realidad. Sin embargo, en el momento en el que abrió la puerta, no había nadie; únicamente un pequeño montículo de polvo y tierra, mezclado con hojas secas, descoloridas por el invierno atroz.
Jerome se recordó mentalmente tener que recoger los desperdicios luego.
—Rom—le llamó alguien a sus espaldas.
Un muchachito, menor que él, menudo y desgarbado, se le acercó a un paso lento y ladeado. Llevaba su jubón de cuero de vaca debajo de una pesada capa con el cuello de piel de marmota, al igual que sus guantes; y vestía unas calzas de lana y botas de invierno. Sus cabellos de oro eran largos y grasientos, atados por la nuca, bordeando su angular rostro del que se prendían unos opacos ojos castaños y sobresalían unos carnosos labios.
—El rey Józef se ha pasado toda la mañana buscándote. No sabía dónde podías estar y, a decir verdad, se encontraba un poco cabreado; pero yo le dije que podía dar contigo. Asumí que estarías tirado en la cama, durmiendo.
Eide era apenas un niñato de quince años, quizás hasta un poco menos; y aunque Jerome aún no era un caballero oficial, el chico lo seguía a todas partes como si fuera su mentor, a pesar de que su verdadero fuera ser Darmien Lejeune.
—Dime, Eide, ¿sabes lo que se le ofrece al rey?
—No, no lo sé. —Alzó los hombros e hizo una mueca—. Sólo sé que es muy urgente y el rey hace horas que te busca, hasta que a mí se me ocurrió venir aquí y por fortuna te encontré.
Jerome se despidió del chico y se giró sobre sí, dándose de frente con unas escaleras, las cuales le conducirían hacia una estancia común, engalanada por suntuosos muebles de madera tallada alrededor de una chimenea rústica, telas de colores ocres en las alfombras, tapizados y cortinas, varias fuentes de luces como candelabros y lámparas de aceite o velas apagadas, y pinturas de óleo enmarcadas en molduras de madera y filos de oro y plata.
A paso apresurado se marchó de aquella habitación ridículamente grande, a largas zancadas, adentrándose en un laberinto de pasillos y escaleras, de las que sólo podía escapar si cogía el camino correcto.
No le tomó más de diez minutos en encontrar entre sus arcaicas paredes de piedra maciza, el establecimiento del rey, donde este recibía a sus visitas y ajustaba cuentas políticas o económicas con ellas, o simplemente se decidía a estar ahí en sus ratos libres. A veces pensando, otras veces leyendo algún libro sobre cuentos, esos de los que el ama de cría le cuenta a uno. Algunas los prefieren de terror, otros de fantasía, y otros, en casos muy repetitivos, de la realidad; pues esta les deja ver la verdad del mundo en el que viven, el cual es tan o más fantástico y terrorífico, a su vez, que cualquier cuento que se tenga hasta la fecha.
La puerta estaba abierta y Jerome se dispuso a atravesarla, viendo por primera vez la enorme estancia que se asomaba. El suelo estaba enlosado con baldosas cuadrangulares y el techo de piedra esta abovedado, sus paredes estaban desnudas a excepción de una de la que se prendía un enorme cuadro geográfico del continente de Russenir, donde frente suyo se alzaba una mesa de ébano lijada y sin relieve que dejaba reposar un mapa cartográfico antiguo y apolillado en sus esquinas, y guerreros y estandartes hechos artesanalmente sobre este. Había candelabros de piso y de mano por todos lados, con las ceras de las velas derretidas; también había grandes cantidades de pergaminos regados, algunos sellados y otros ya abiertos. Los muebles estaban tallados en madera y sin tapizar, una verdadera reliquia, en realidad; ya que el árbol del que se había extraído su leño sólo crecía cada doscientos años.
Jerome sabía que para cuando Lyrissa tenga sus nietos, el árbol volvería a entregar su generoso tronco.
El rey Józef se encontraba parado y de espaldas frente a uno de los pocos ventanales que tenía la estancia, recio por su corona; pero carismático en su corazón.
—Lamento la tardanza, Su Majestad. Me he quedado dormido en la torrecilla del baluarte, me disculpo. —Pegó una rodilla al piso e hizo una reverencia desde abajo.
—Dejémonos de formalidades, querido Rom. Es cierto que hace rato estaba muy molesto por tu impuntualidad; sin embargo, ahora me encuentro mucho más calmado y con ayuda de mi bella Lyssa arreglé el problema.
—¿Le importaría decirme de qué se trataba su problema, Su Majestad?
El rollizo hombre sonrió a través de sus mofletes y bigotes.
—Una insignificancia que no tiene caso recordar. No te preocupes, ya todo fue solucionado.
Su cabello era negro como las alas de cuervos y tenía unos ojos casi idénticos a los de Lyssa: verdes azulados; pero no brillaban en un rostro del que se podía calificar como hermoso. Llevaba mal puesto el gambesón marrón y el abrigo de espesa piel de oso negro. Aunque era rey, Józef casi nunca vestía como tal; sólo la hacía cuando había visitantes de alto rango.
—Pero, si hay algo que necesito que hagas por mí. En realidad, por la familia de Henrei, los Kyngston, y por Lyrissa. Si bien hoy en la noche será el funeral de Henrei, también necesito con urgencia la firma de un Kyngston para el tratado de los Cien Años. Y bueno, en vida, Henrei y yo habíamos conversado sobre reforzar la unión entre nuestras naciones. Como ya sabrás él tiene un hijo, del que no sabemos si está vivo o muerto, pero da igual; y Lyssa, tanto como él, ya están en edad de casarse.
» Escucha, ya he enviado a un grupo de rastreadores a buscar a Eseac, su hijo, pero ser Darmien me ha comentado que tú, mi querido Rom, tienes cualidades de caza excepcionales, las cuales les vendría de gran ayuda al grupo que mandé hace un par de horas. Así que, te lo pido: Por favor, aporta tus habilidades en esta búsqueda de la que depende Grendell.
Jerome sabía que era un caso perdido. Había conocido a Eseac desde que era un crío de cuatro años, siempre llorón, cobarde y egoísta; muy parecido a su padre, pero lamentablemente no heredó su inteligencia. Lo más probable era que los lobos lo hubieran tomado como su cena; aunque no hubiera sido muy apetitosa, pues el chico era puro hueso y piel. Jerome lo sabía, lo sabía perfectamente; sin embargo, no se rehusó y aceptó.
—Usted es mi rey, su Majestad. No tiene que pedir, debe ordenar, simplemente.
El robusto hombretón sonrió y carcajeó en una risa ahogada y rasposa, mientras le rodeaba los hombros a Jerome con su robusto brazo.
—No te preocupes, hijo mío. Serás muy bien recompensado—le prometió el rey—. Oí por susurros de un pajarito que buscas ser un gran caballero de la Guardia Juramenta, aunque sea una pena que no hayas considerado ser de la Guardia Real, estoy dispuesto a nombrarte personalmente caballero oficial y quizás hasta te otorgue un puesto tercer comandante en el ejército, con la aprobación de ser Darmien obviamente.
Jerome sentía que se le inflaba el corazón de amor hacia su querido rey. Todos sus sueños, metas y objetivos en la vida se habían resumido a eso: ser caballero y darle honor a su familia con las guerras que haya ganado en el campo de batalla. No había pensado en nada más que en eso desde que tuvo conciencia.
—Su Majestad, es usted muy generoso y por supuesto que con mucho orgullo aceptaré su promesa—le dijo Jerome en tanto que el rey lo asfixiaba entre sus enormes brazos—. Dígame en dónde se dice que ha quedado el rastro del príncipe y le prometo que para antes de que oscurezca lo traeré devuelta para poder despedirse de su padre como es debido, firmar el contrato y establecer la alianza con la princesa Lyssa.
—En el Bosque Durne. —Jerome asintió—. Te lo dejo todo en tus manos, entonces. —Fue lo último que le dijo el rey antes de que partiera hacia aquel lóbrego bosque, protagonista de infinitos cuentos de terror.
Su caballo botaba nubes de vapor al respirar entre la densidad del aire condesado y difuso. Los árboles, altamente retorcidos y pérfidos, eran densificados por unas difusas brumas, que danzaban.
"Danzaban", reconoció Jerome con un estremecimiento.
Los rayos del sol apenas lograban penetrar la engrosada niebla. Las hojas, secas y sin color, estaban cubiertas por una nieve tan blanca que resultaba hermosa, de hecho; pero era lo único bello en aquel bosque. Desafiando a la blanca nevisca, crecían unas flores tan rojas como las rosas, pero no lo eran, y tan brillantes como un rubí pulido; sin embargo, no resultaban hermosas. No como la nieve, no; sino que crecían perversas como el diablo.
"No por nada se le conocía como el Pasaje del Diablo".
Jerome llevaba horas sobre aquella incómoda silla de montar; tanto su caballo como él, se encontraban exhaustos. Así que desmontó de su semental negro cerca de un arroyo poco turbio y, recostado sobre un tronco, bebió el insípido sabor del agua de su pellejo mientras el animal bebía de las aguas del arroyo.
Del zurrón de piel de oveja que había cogido, atado a las correas del caballo, tomó un puñal de gachas de avena crudas y las masticó, deseando comer algo de mejor sabor. Diablo Negro, su caballo, se acercó hacia él y pidió las sobras que quedaban en el fondo, y con gusto las devoró todas, dejando vacía la bolsa de piel.
Diablo Negro se paró en seco, alerta y con las orejas encrespadas, de manera tan repentina que inquietó a Jerome. Algo había escuchado el caballo, pero... ¿Qué? Todo era silencio, cualquier ruidillo, aun el más mínimo, se hubiera escuchado con claridad. Entonces, qué era.
Jerome desenvainó su espada forjada por el mejor herrero del pueblo y con acero damasquino, atento en las brumas danzarinas...danzarinas. Esa danza perversa, oscura, zigzagueante lo envolvía, era casi palpable. Los remolinos de brumas se revolvían en sus ojos, inundándolos de un blanco grisáceo. Pero no se escuchaba nada, ni una voz, sólo el toque gélido de aquellos zascandiles eclipses pálidos.
Diablo Negro relinchaba, agitado y asustado sin cesar; Jerome tuvo que agarrarlo de las correas de las bridas para tranquilizarlo, pero no parecía funcionar, pues seguía forcejeando como si quisiera salir corriendo hacia otro lugar.
Y el semental con su fuerza descomunal, se escapó del fuerte agarre de Jerome, quién había quedado con las palmas enrojecidas y la cara cadavérica de la angustia y puro terror. Había quedado solo, con la compañía de aquellas brumas que le silbaban y penetraban su alma, congelándola.
En medio del susurrar de los vientos se escuchó los berreos de una cabra, un sonido entrecortado y flemático adecuado para una cría, como Jerome suponía. Poco a poco, minuto tras minuto, la trayectoria del sonido alargaba su distancia. Perdiéndose la música que acompañaba la danza, Jerome la siguió en impulso, como en un embrujo, pero sabía que no lo era, porque no sentía que alguien lo obligara o que un espíritu le ordenara; sino que lo hacía con su propia voluntad. Por su curiosidad.
Aunque, sabiendo las terribles historias que se han contado en ese lúgubre lugar, cabía la posibilidad de que sí fuera un hechizo, de que sí estuviera bajo un hechizo.
Sus pies crujían bajo las flores de sangre que, a pesar de sus zancadas, seguían casi intactas.
"Maldición. Se ha lanzado una maldición sobre este bosque, en el que escucho berreos de cabras, las nieblas danzarinas me silban y flores tan rojas como indestructibles que no se quiebran bajo mi paso, pero sí crujen".
Como el alma, que puede crepitar tanto como pueda, mas siempre estará presente, pura e infinita; sin embargo, aquellas rubíes de sangre y fuego no eran puros, no lo eran en absoluto.
En su mente se empezaban a crear lagunas, cada una con sus propias tinieblas y difusivas, cada una con fragmentos y piezas; pero sin terminar de armas el rompecabezas, sin dar una imagen general. Sólo trozos de lo que estaba pasando.
Mientras que las lagunas de su mente se acrecentaban en medida y adoptaban una forma peculiar, los berreos de la cría se acallaron en un silencio silbante. Y Jerome, con la espada aún en mano, la blandió contra las translúcidas sombras en ataque de nervios y angustia, harto de sus silbidos.
Sus mandobles se hendían en el aire en espirales tajantes, que siseaban en horribles pitidos, como voces clamando por piedad.
Dar vueltas y mandar tajos a la nada, y que esta te consuma de a pocos eran realmente agotador, casi asfixiante.
"Las brumas danzarinas están ganando. Me están ganando".
En el bosque eran todas sombras, cualquiera pensaría que es de noche a pesar de que fuera de día, por esas brumas. ¡Esas malditas brumas!
Arrojó su espada al suelo y lanzó un alarido de euforia y rabia, agotado. Sentía que su cabeza estaba a punto de estallar; las lagunas seguían formándose, las imágenes seguían pasando. Pero ninguna tenía concordancia, sin sentido, puras imágenes.
Veía llamas de fuego azul suspendidas en el aire, flotando; escuchó los gruñidos y quejidos de un zorro, sentía las suaves sedas verdes de un vestido rozándole la piel, fue consumido por unos avispados ojos bicolores: marrón uno y el otro partido entre el marrón y el verde pantano; y le cosquilleó el suave azote de un cabello castaño oscuro ligeramente ondulado y largo.
Esas imágenes se repetían en un torbellino borroso y manchado con tintas de colores: azul, rojo, verde, marrón y negro; aunque siendo el azul el más nítido, tanto como si fuera real, visible.
Y sin darse cuenta, Jerome se encontraba siguiendo aquellas luces en su cabeza, su imaginación traicionera lo engañaba con sueños inciertos. Que bien podían llevarlo hacia el abismo de la muerte o hacia la montaña de la vida. A pesar de las incontables veces de que pestañara, la realidad no se revelaba: continuaba persiguiendo un rastro falso, alevoso para su existencia.
Las llamas azules flotantes centellaban en brillos turbantes, a veces con más fulgor y a veces daban la esperanza de desaparecer; pero siempre presentes. Siempre brillantes aún en lo velado.
"Este es mi infierno", aceptó Jerome. "Esta será mi cárcel por toda la eternidad".
El camino parecía interminable, aún sin saber si lo que veían sus ojos era verdad o era mentira, se detuvo. Se detuvo y, con la perspectiva de despertar de aquel infernal mundo, se agachó sobre el suelo, descubierto de flores y ciego, lo palpó, buscando con sus temblorosas manos unas ramas o rocas filudas.
Buscándolas, logró cortarte la palma de la mano, con lo que aseguraba que era una piedra o cuchillo de filo corto, al resbalarse a causa de la zaína nieve. El ardor fue atroz, pero corto, para su alivio; aunque sabía que era casi certero de que le dejaría alguna marca en su lisa piel, aún virgen de cicatrices o por lo menos en esa parte de su cuerpo.
Por primera vez, las lagunas en su mente empezaron a desvanecerse, como respuesta al dolor.
"Si esta es la forma de despertar de esta pesadilla en la que estoy encarcelado, estoy dispuesto a tomarla y realizarla", se dispuso Jerome.
Inicialmente empezó con sus palmas, dorso de la mano y antebrazo, donde el dolor era menos aflictivo y más soportable. Los raigales de sangre empezaban a brotar, como geiseres escarlatas erupcionando en su pálida piel, filtrándose en su ropa y humedeciéndola en un hediondo olor. Las torturas de las primeras cortaduras se vieron opacadas, después de un rato, por las más recientes; y estas a su vez, por las siguientes. El dolor se veía suplantado secuencialmente, en un martirio sin final.
Su visión empezaba a aclararse, la verdad comenzaba a mostrar sus detalles más minuciosos. Lo primero que captaron sus ojos fue el rojo de la sangre en sus distintas tonalidades: escarlata y guinda, arraigados en las telas de sus ropajes.
Sentía sus manos y brazos hirviendo, y el fuego de sus heridas emanando, ardiente y punzante. En esos momentos, el dolor era insoportable, las lágrimas se desbordaban por su rostro en respuesta a su suplicio y las manos le temblaban incontrolablemente, ensangrentadas en capas secas y frescas.
Aún debía de ser de día, pero la luz del sol no se llegaba a filtrarse lo suficiente; no obstante, el resplandor era mayor, los alrededores de la arboleda eran más visibles, incluso entre la nieve. Y las nieblas danzarinas...Bueno, en realidad ya no estaban. El aire era puro y claro, no había distorsiones en él. Y los rubíes de sangre habían desaparecido, apenas unos cuantos pétalos carmesíes estaban regados. Lo demás se veía resumido a ramas, troncos y hojas marchitas.
Eso es lo que hubiera pensado cualquier otra persona, incluyendo a Jerome; pero cuando el reflejo de un fuego ardiente sangriento se plasmó contra el vidrio de una ventana, oculta entre los tupidos fondos del bosque.
Entre dos árboles se extendía, profundo, un túnel bajo un techado cubierto de nieve, con una ventana circular en un marco de madera. Tras el vidrió las brasas rojas y anaranjadas ardían sobre la hoguera de una chimenea, distorsionadas por el reflector.
Hipnotizado por la belleza de aquel candoroso fulgor, Jerome tomó tres piedrecillas del suelo y las arrojó contra la ventana que, en segundos, se hizo añicos. Con la mirada fija en las lenguas de fuego y con cuidado de no cortarse con los dientes de vidrio de la ventana fracturada, entró en la enorme madriguera.
—Escuchad, escuchad. —Un suave murmullo se extendió por toda la estancia vacía, sólo revestida por paredes de paja y un piso de tierra incinerada.
Del único espacio que quedó intacto, se elevaban las llamas de la fogata. Cerca había quedado un bastón de madera con un mango de bronce en forma de cabra, casi en perfectas condiciones; a pesar del incendio que probablemente se había creado. Como si aquel corriente bastón fuera inmune al devastador mal ardiente.
Jerome desafiando esa teoría, tomó el cayado y dejó que la madera se consuma en las brasas. Pero, después de un rato, se sorprendió al ver que no lo hacía; la retiró y comprobó, con inseguridad al principio, si al menos el calor había penetrado.
"Tibio. Apenas caliente".
Se mostró confuso, anonadado; y dejando a un lado la vara, introdujo su mano en la fogata, con vacilación, temiendo que ardería y las heridas se rostizarían, torturándolo en una agonía absoluta, conductora hacia su abismo.
Pero no pasó nada. Apenas caliente. Tibio como el verano.
—Escuchad. Escuchad. —Volvió a repetir la voz en aquel susurro.
—Heme aquí. —Se irguió Jerome, con el alma zumbándole de miedo.
—Quita las botas de tus pies, porque el lugar en el que pisan estos es tierra sagrada. Mi tierra. Deja que te sienta, hijo mío.
Jerome vio el polvo, las cenizas, los restos mecerse con brusquedad ante los suaves vendavales, petrificado.
—¿Quién eres tú? —preguntó asustado y perplejo.
—Soy yo. Yo soy la que soy, hoy y siempre hasta el final de los siglos. En la muerte y en la vida, siempre presente.
—No lo entiendo— dijo alejándose de ese fuego maldito.
—Yo soy la diosa de tus ancestros. La diosa de Leirnan, la diosa de Fabe, la diosa de Vaivyn, la diosa de Tessec. Todos ellos, sangre de tu sangre, de la generación antigua y la más antigua. Todos ellos mis fieles sirvientes.
Jerome reconocía esos nombres, como un eco, bueno o malo. Quizás de hazañas, quizás de destrucciones; pero las había oído mencionar.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —El pecho le subía y bajaba con gran rapidez, y su respiración era cortante, se asfixiaba.
—Bien visto tengo el futuro desastroso de tu pueblo. He escuchado en un futuro cercano su aflicción y plegarias. —En su cabeza resonó el llanto de las viudas y el de los recién nacidos, los estallidos de las bombas y cañones en la guerra, y los quejidos de los hombres—. Quiero liberarlos de ese destino, pero como diosa no puedo intervenir en el mundo de los mortales, sólo alguien como ellos puede salvarlos, alguien que vivió y morirá tal como ellos.
» He escuchado tus rezos, deseas con todo fervor darle honor a tu padre, a tu familia, ¿no es verdad? Yo te prometo, en nombre divino, que, cumple esta encomienda y no sólo otorgarás honor a tu casa; sino también salvación. Serás reconocido como el héroe que salvó a su pueblo; todos recordarán el apellido de la Valliere, y le ofrecerán homenaje.
—¡¿Quién soy yo para salvar a mi pueblo?! En cuanto diga que vengo a salvarlos del futuro depravado que les espera, se reirán, no me escucharán.
—Yo te diré qué decir y en qué momento, hijo mío. Tú serás mi mensajero, mi representante en la Tierra. La gente te escuchará, porque sabrán de dónde proviene la voz que les profetan. El destino se está acercando, su poder se acrecienta desde las sombras. Pues las llamas, desde los cuarenta y cinco grados, el mundo arderán, y el fuego que descienda de él, se aproximará a la gran Ciudad Nueva. En un instante entonces, se alzará la gran llamarada que les someterá a la prueba extrema.
—Pero, yo quién soy para ordenarles. Yo soy el hijo del hombre que asesinó a hombres y mujeres, niños y niñas inocentes. Cómo voy a dar la cara a esas personas si las almas que rodean a mi padre también me rodean a mí; las muertes que dio también recaen sobre mí. Soy hijo del asesino que torturo a su propio pueble, el cual teme siquiera su nombre. Cómo les hablaré si sienten miedo ante el semblante de mi padre. —Se eximió Jerome—. Te has equivocado de mensajero. No podré ir hacia esa gente y hablarles.
—¡¿Quién ha dado al hombre la boca?! —bramaron las llamas, elevándose aun más—. ¡¿Quién hace al mudo y al sordo, al que ve y al ciego?! ¡¿No fuimos nosotros los dioses?! ¡Ve, ahora! Y redime tus culpas ante a los que has herido, sálvalos y serás perdonado por los crímenes que cometió tu padre.
Jerome se había acurrucado contra las paredes de paja, temblando y con lágrimas de miedo surcándole la cara.
—Oh, mi querido hijo—dijeron las llamas, abrazándolo con su tibio fuego—. Yo estaré contigo, yo extenderé mi mano y te regiré con toda suerte de prodigios para que logres salvarlos. Estaré contigo en todo momento, hijo mío. —Las llamas empezaron extinguirse, liberándolo de su agarre y volviendo a su inicio, convertidas en cenizas.
Jerome vio las cenizas y sobre ellas derramó sus lágrimas de felicidad, su corazón se sentía cálido al sentir la dulce voz de aquella mujer.
—Sálvalos. Sálvalos, hijo mío—susurró por última vez la diosa.
Nota de Autora:
Hola, mis royalcitos. Siento actualizar después de tanto tiempo, pero cuatro palabras: Maldito colegio consume vidas. Ufff, bueno sé que me ha quedado un poco larguito el capítulo, pero espero que les guste :). Y bueno, para quienes no saben, ¡ganamos el tercer lugar del concurso de LoveAwards de @@Loveletters99! De verdad gracias por todo el apoyo que recibo, los quiero muchísimo.
Pd: Para los que están desesperados por saber que pasó con la Gregory, no se preocupen que un capítulo más y lo sabrán. Gracias por leerme y adiós.
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