[07] El significado del mundo
Eseac
Las brasas consumían la madera y el día consumía a la noche; y oculto en las sombras de una amplia cueva, era consumido el joven príncipe.
El goteo del agua generaba un eco que resonaba gentilmente en las paredes rocosas, en las cuales Eseac había permanecido toda la noche. Llevaba, desde su conteo, tres días y dos noches buscando el rastro de su padre; sin embargo, era en vano, pues nada daba indicios de su ubicación. Quizás Eseac esté perdiendo el tiempo buscando una sombra, un alma desfallecida, en el mundo de los vivos. Pero, quizás, simplemente ya perdió la esperanza de volver a verlo.
Con la espalda apoyada en la pared y la cabeza reposada sobre sus rodillas retraídas al pecho, Eseac se detuvo a ver como el fuego, algo tan enérgico, se tornaba a meras cenizas. A nada.
Eseac sonrió ante la idea de igualdad. Él era un príncipe, próximo rey de Lidellín y más fuerte aliado al gran reino de Grendell, era un noble de alta cuna. Él era el fuego. Pero también era aquellas brasas extintas, reducidas a su futuro: cenizas.
Su vida pasada, la de lujos y privilegios, no eran más que reliquias que eran añoradas, recordadas con aflicción y furia.
Aquel montoncito de polvo fue sacudido por una fuerte ventisca y disuelto por las ráfagas del viento, las cuales esparcieron los restos del ardiente fuego en el exterior de la cueva. Las corrientes transportaban las cenizas en ondulantes piruetas y giros en armonioso enredo, acarreando consigo hojas de un grisáceo verde, ramitas rotas y minúsculos copos de nieve.
Eseac tenía la ilusión de que su pasado fuera reemplazado por el viento e intercambiado por un futuro donde valga la pena vivir. Donde se puede albergar esperanzas y deseos. Sin embargo, el viento sí que se había llevado todo de él, su familia, sus derechos, su corona, su vida; pero no le dejó nada, sólo le arrebató todo sin dejarle nada.
"¿A caso este era un castigo de los dioses?", reflexionó Eseac.
Su padre siempre le había dicho que tarde o temprano, todos obtendrían lo que se merecían por lo que obraban.
"¿Es este el precio por todo lo que he hecho? ¿Por mis pecados? ¿Miss culpas? ¿Por mi endeble espíritu? ¿Es este el precio que todos pagarán?".
Gateó hasta llegar a la que en su momento fue una hoguera. Observó con detenimiento la marcas en suelo y los trozos de madera ahumados que fueron lo suficientemente firmes para no vencerse a las llamas del fuego; pero que se dejarían vencer al tiempo.
"Tiempo", rio Eseac. "Qué palabra tan extraña, para algo tan preciado como olvidado. Que ha generado necesidad y carencia, abundancia y riqueza. Que con un poco de tiempo se ganan vidas, y con menos, se pierden. ¿Es la palabra Tiempo idónea para representar a lo mejor y peor de la humanidad? ¿A la más grande esperanza como a la más grande desgracia? ¿A algo eterno e indetenible?"
Con un poco más tiempo, el futuro pudo cambiar; al igual que con menos. Con un poco más de tiempo, Eseac y su padre hubieran podido escapar. Pero el tiempo no fue suficiente. Para ninguno de los dos.
Desperdigado en el suelo, junto a los huesos de una libre que había cazado el día anterior, estaba un cuchillo que encontró el primer día en la cueva, cubierto de una capa de sangre seca.
Antes, en su vida pasada, Eseac jamás había empuñado un arma ni mucho menos había matado con ella; pero Eseac cada vez se repetía: "No lo hago por placer. Lo hago para vivir". Sin embargo, también es cierto que el hombre mata a otros hombres para vivir, para vivir sin amenazas ni peligros. A veces se mata más por decisión propia que por necesidad.
Con el cuchillo en mano, abandonó la cueva. Listo para cazar a algún animal cerca, cualquiera. Quizás unos conejos o un par de ardillas.
Ando con cuidado de hacer ruido o ser visto, ocultándose tras los troncos de los árboles y los pastizales que no habían sido cubiertos por la nieve, donde tenía la mirada fija por si encontraba el rastro de su presa.
Gravada en la nieve, estaban unas huellas ovaladas con una rasgada justo por la mitad. A juzgar por las pisadas, Eseac aseguró que les pertenecía a las pezuñas de un ciervo macho; pues sus huellas son más anchas y tenían una hendedura más estrecha.
El rastro le condujo hacia unos bajos herbales, donde pastaba un sano y joven ciervo. Eseac se acercaba, dejando que sus botas se enterraran en la suave nieve y con el sumo cuidado de dar un paso en falso para alertar al animal. No obstante, aunque ningún ruido lo pudiera alertar, el animal giró.
Eseac del susto, se tiró hacia atrás. El animal que tenía enfrente no era ni de cerca algún ser que hubiera visto en toda su vida; pues, a primera vista, parece un ciervo común, pero ningún ciervo que él haya visto tiene dos caras.
Una de sus caras, la que era anormal, era, en realidad, muy parecida a la de un ciervo; sin embargo, había ciertos detalles que negaban aquella impresión. Como, por ejemplo, el hecho que la deformidad de su rostro se deba a la gran cantidad de tumores ennegrecidos y que sus ojos estaban nublados, como si estuviera ciego.
Con su punzante cornamenta, la bestia le obligaba a retorcer, dándole la advertencia que, si no lo hacía, no repararía en atravesarlo con sus astas.
Eseac, muerto del miedo, se arrastró hasta llegar a un tronco hueco, en donde no encontró otra escapatoria. Estaba literalmente entre la espada y la pared, acorralado entre las astas del demonio y el madero.
Trató desesperadamente de encontrar su cuchillo, y cuando se percató que se le había escapado de las manos en el momento en que cayó al suelo, quiso abofetearse por estúpido.
Consumido por la adrenalina, en el momento en que las astas de la bestia arremetieron contra él, rodó a un lado, en busca de su cuchillo. Y justo cuando lo tuvo en sus manos, el ciervo volvió a precipitarse sobre él; pero, antes de que sus astas lograran perforarle el cuerpo, Eseac lanzó con determinación su cuchillo por los aires, siguiendo su trayectoria hasta que unas sombras plateadas le nublaron la vista. Vio en segundos, al cuchillo perdiéndose en la ráfaga de viento, la cual lo arrojó hacia el tronco de un viejo roble.
Desconcertado, vio con asombro a su enemigoornamentado derribado y envuelto en los raigales de sangre que brotaban de sugarganta desgarrada. Al lado del agonizante ciervo, se hallaba exhaustiva, una loba albina, con la boca y patas ensangrentadas.
Aquellos ojos escarlatas, tan brillantes como las llamas del fuego, le miraban ferozmente; tal parecía que el fuego retenido en sus ojos se desbordaría en relámpagos venidos del infierno mismo.
La loba desvió la mirada al escuchar el suave hundimiento de la nieve y el crujir de las hierbas.
Escondido tras unas rocas y pajas medio cubiertas por la nieve, salió un muchachito desgarbado y menudo, con un jubón de cuero y calzones de lana marrones debajo de una capa desgastada color jade. Llevaba el cabello totalmente desordenado y grasiento, con un corte desparejo sobre sus ondulados cabellos castaños.
Sus ojos dorados apaciguaron la fiera mirada de la loba, acercándose hacia esta y Eseac.
—Ten— le dijo una dulce voz, alargándole con su brazo, un pellejo de cuero—. Debes de estar deshidratado después de tres días.
—No en realidad. Tomaba agua de los arroyos —repuso, pero de igual manera tragó algunos sorbos.
—¡Peor aún! —se alarmó el niño—. Sería un problema si cayeras intoxicado, porque madre tenía intención de poder hablar contigo. Dime, ¿cómo podrá hacerlo si estás todo el día en cama?
Eseac no le creyó en un principio, sería demasiada casualidad. Pero ahora estaba seguro. Ese niño, esa voz, madre, fueron los culpables de todo; ellos causaron este delirio. No había duda, él, con su rostro angelical, no era más que un disfraz para aquel demonio que le arrebató su vida, su futuro.
Lo tomó del cuello de la capa sin delicadeza alguna, y con el brusco movimiento, logró ver oculto un dije circular hecho de espinas atado a los lados por una cuerda cola de ratón.
La loba le gruñó, enseñando los dientes, como si tratara de defender al pequeño demonio.
—Tranquila, Yinora—le ordenó el niño—. Veo que por fin recuerdas, ¿no es así? —le canturreó a Eseac, regalándole una sonrisa torcida.
Cegado de rabia, lo lanzó por los aires, dejando que se golpeará contra el suelo congelado.
La albina gruñó por segunda vez y se abalanzó contra Eseac, mandándole un zarpazo hacia la cara. Quizás si no hubiera reaccionada rápido, le hubiera desfigurado el rostro; en vez de eso, sólo le dejaría una tremenda cicatriz en el antebrazo.
—¡Yinora! —bramó el muchachito, caído—. Madre dijo que debía de estar ileso. Así le es casi inservible, por no decir totalmente.
—Estás loco si crees que iré contigo a ver a la zorra de tu madre, que no hecho más que destrozar mi vida. ¡Igual que tú!
El niño rio, en un sombrío arrullo.
—Bien, como tú lo desees. De todas maneras, te desmayarías a medio camino por la pérdida de sangre y los demonios del bosque vendrán a por ti; pues no creas que aquel ciervo de antes no lo era. Y los hay peores, ese fue un simple espíritu posesor menor, sólo pueden dominar el alma de los animales y no muy recurrentemente consumen la energía de los vivos. A lo mucho, logran beber su sangre, pero no en grandes cantidades. En cambio, los rakkhat, por ejemplo, son también demonios menores; sin embargo, ellos son más fieros. No sólo pueden tomar tu energía o beber tu sangre, también son capaces de poseer espíritus, mas no su cuerpo; de eso se encargan los siniyad. Los toyah, a diferencia, se limitan únicamente a poseer el alma de animales.
» Así que, adelante. Sigue tu camino para encontrar a tu padre. ¡Arriesga tu vida, si eso es lo que quieres! De todas maneras, todavía es de día, quizás logres refugiarte en alguna aldea y protegerte con ese cuchillo que traes. Obviamente no te servirá de mucho cuando tengas a un demonio menor o mayor frente a tus narices.
"Maldita alimaña", despotricó.
—No confío en ti, ni en tu loba, ni en tu madre, quiero dejar eso en claro. Así que, iré con la condición que después de que tu madre me vea o cual sea el plan que tiene conmigo, me lleves, junto con tu loba, al Castillo Rojo. Sano y salvo, obviamente; sino, olvídalo. Ya veré yo cómo me las arreglo.
—¿Te refieres a la Fortaleza del Dragón?
Eseac se sorprendió, la primera vez también se había referido al Castillo Rojo por ese nombre. Naturalmente, algunos pueblerinos y cortesanos lo consideraban blasfemia pronunciar ese nombre; o esos eran los rumores que había oído en la corte de Lidellín.
—Si esa es tu única condición, pues no me quede de otra que aceptarla.
—Júralo por los Dioses, los nuevos y los viejos.
En el rostro del niño se dibujó una sonrisa un tanto torcida y siniestra, como la anterior.
—Juro por los Dioses, los nuevos y los viejos, que yo, Julien Sorrel, hijo de Lorraine Osteler y Jonathan Sorrel, nacido de las tierras de Júpiter, que protegeré con mi vida a este joven príncipe, próximo rey de Lidellín y protector del reino, hasta llegar a la Fortaleza del Dragón; junto a la ayuda de esta loba albina, Yinora, tercera cachorra de la primera camada de la loba alfa de la manada Duiwels.
Aquellas palabras sonaban insípidas y sin fuerza, como si las leyera con desgano de un libro de texto o algún ensayo.
—Bien, ya lo juré. Ahora, aprovechemos que aún tenemos la luz del día como protección contra los espíritus de este bosque.
El menudo cuerpecito del niño fue alejándose, desapareciendo entre la espesa niebla del Bosque Durne.
Los ojos de su loba albina, Yinora, se clavaron en la mirada de Eseac; tan fiera y temeraria, con sus ojos de fuego y sangre amenazadores. Y gruñéndole en quejidos huecos y ásperos, enseñando los afilados colmillos.
—¡Yinora! —llamó Julien.
La loba fue corriendo tras el pequeño, dejando unos mínimos segundos a Eseac para seguirle el paso.
Era increíble la manera en que la neblina, en pocas horas, había ensombrecido toda la arboleda; teniendo en cuenta que el día había amanecido fresco y despejado. Aun así, los pinos y robles se erguían recios ante las espesas brumas. Estos, a su vez, estaban cubiertos en gran medida por un delgado manto de nieve; aunque aún dejaban ver la sombra del color violeta y rojo en sus hojas secas.
Eseac había dejado de ver el níveo pelaje del animal desde que se paró a descansar un rato a la sombra de un robusto pino. Estaba tumbado sobre una capa de agujas de ocote de color castaño, con la barbilla apoyada en los brazos cruzados, mientras el viento, desde lo más alto, soplaba fervientemente entre las copas de los árboles.
Llevaba un largo rato siguiéndoles el rastro desde unas marcas en los troncos morenos, los zarpazos de unas garras; además de las huellas y pisadas en la nieve.
Sobre las agujas de pino y montoncitos de suave nieve desplegó la copia de un antiguo mapa que hurtó de su padre y lo estudió meticulosamente. El viejo trozo de papel mostraba exclusivamente las tierras del suroeste de Russenir, junto con sus mares e islas.
Con su dedo índice trazó una recta desde el punto en el que se encontraba hasta el Castillo Rojo, en Arcalisia. Mientras que, por su parte, el bosque Durne, era graficada como una mancha que separaba a Ridoria, una de las siete ciudades de Grendell, de Zimandas, la capital de Siréne.
En esos momentos, se encontraba en lado este del Bosque Durne, el cual era de dominio sirénez; pero donde al menos, el clima era un poco más cálido y seco.
Dobló sin cuidado el antiguo mapa en uno de los bolsillos de su casaca forrada con piel de oveja y del interior de sus botas, tomó el cuchillo de acero, el de un filo no muy tajante y jugueteó con él entre sus dedos, haciéndolo girar entre sus dedos a una velocidad mínima y pausada. El filo del cuchillo relampagueaba al ponerse en contacto con los destellos del sol, creando un resplandor plateado que se reflejaba en la nieve.
Mientras giraba lentamente el cuchillo, con cuidado de no cortarse, Eseac reconoció que en varias ocasiones había tenido la curiosidad de qué se sentiría apuñalar a alguien, una persona. Muchos soldados o veteranos de la guerra afirmaban a todo pulmón que te hacía sentir imponente, como un dios capaz de tomar vidas. Que era goce, un total deleite y desahogo en las penas, a veces rememoraban. Sin embargo, su padre le decía que era algo vil y retorcido.
—Hijo mío, la guerra a nublado su mente; el odio y la muerte, sus corazones. Pero como todos sabemos, somos nosotros los únicos en este mundo que sólo matamos por placer, una ignorancia subestimada. Pues quien juega con cuchillos, con apuñaladas muere— le había dicho su padre hace mucho.
Siempre había creído que su padre era débil y un cobarde por ser un rey que le tiene miedo a la muerte, a la guerra; a diferencia de su tío Benjen Kyngston, que había defendido el reino de su hermano mayor en varias de las que, hoy en día, se les conoce como unas de las batallas más cruentas de Lidellín.
Eseac desde pequeño había admirado eso de su tío: su valentía, su coraje, su honor y su sentido del deber a su nación. Pero por mucho que lo admirara él sabía que jamás sería como él, aunque lo tratara; ya que, como su padre, era alguien cobarde y sin fuerza de espíritu. No obstante, en esos momentos agradecía ser más como él; pues mientras hacía rotar el cuchillo entre sus huesudos dedos, poco a poco se daba cuenta que odiaba tener que sostener aquel puñal. Odiaba la sensación que este le trasmitía, la sensación de un vacío perverso y oscuro que te arrastraba hacia un abismo sin final, como la muerte y la guerra.
El repentino zumbido de un insecto alarmó la conciencia de Eseac, crispándole los nervios y congelando sus movimientos. El cuchillo que traía en mano se suspendió y punzantemente hendió su filo en la yema de su dedo anular, en un corte profundo del que se deslizaban hilillos de sangre.
Eseac ahogó un gruñido que se le escapó de la boca ante el dolor. Desde que nació tenía las yemas muy delicadas, susceptibles a sangras al más superficial rasguño.
Con la mano derecha reteniendo las gotas de sangre que fluían de la herida abierta, se dirigió hacia un angosto arroyo que se encontraba cerca. Con miedo a caerse, Eseac se agachó sobre la ribera de las revueltas aguas y hundió su dedo ensangrentado en estas, limpiando con suavidad y cuidado de no rosar la herida.
Desgarró un trozo de tela de su camisa mientras presionaba con fuerza el dedo anular contra el pulgar para detener la leve hemorragia, por el momento. Envolvió el lino en la herida e hizo presión para retener la sangre que no dejaba de correr. Eseac vio con desgano cómo los fluidos del corte empezaban a empapar el trocito de tela; pero lo dejó pasar y se paró bruscamente, chirreando sus entumecidos músculos.
Ya había tenido una prolongada pausa desde que dejó de seguir al niño y a su loba albina. Lo más probable era que esos dos ya estuvieran bastante alejados de él y que seguramente, Eseac los había perdido.
¡Zaass!
Una alteración en el aire y un gorgoteo del agua. Los sonidos se acallaron y fueron amortiguados por el peso del caudaloso arroyo.
"Helado", pensó con un escalofrío.
Los caudales túrbidos eran oscuros, pero brillantes a la vez.
Y el dolor, dolor era lo que más le afectaba. Algo comprimía su brazo derecho con una fuerza excepcional y la sangre manaba del corte desvendado. Eseac pudo ver, distorsionado y sombrío, el paño teñido a un fulgente rojo escarlata.
No podía ver nada. Sólo podía sentir y sentía dolor, más que nada. Intentó forcejear, rezando a que su opresor redujera la resistencia de su agarre, lo suficiente para poder escapar y nadar hacia la orilla. Pero antes de que pudiera idear un plan en base a eso, el agarre se intensificó.
El aire empezaba a cortarse, su respiración empezaba a cortarse y sus pulmones parecían llenarse de agua en vez de aire.
La fuerza sin rostro, jalaba hacia el fondo, sin piedad, ahogándolo hasta matarlo. Eseac pateaba con las energías que le quedaban, pero sentía que con cada golpe el poco aire que aún le quedaba se escapaba a modo de danzarinas burbujas.
Desde ese punto, sin más fuerzas, se quedó paralizado, observando la luz débil del sol atravesando todas aquellas sombras negras.
"Tengo confianza. Tengo confianza en ti, papá", sollozó.
Y como si fuera una respuesta, el agarre se deshizo. Pero como respuesta, también fue un augurio.
El sol fue ensombrecido por una figura alargada y flexible, negra. Un negro resplandeciente, de una hermosura siniestra y peligrosa, como todo lo bello en este mundo.
Escuchó las sibilantes oscilaciones del agua bajo los gráciles movimientos de aquella belleza negra y por primera vez, comprobó su fiera magnificencia.
El brillante negro era cruzado con el vibrante color amarillo en sus franjas. Cinco pares de ojos, de un rojo eléctrico, miraban, amenazantes y salvajes; que llameaban como fuego ardiente en cinco mortíferas cabezas. Cada una enrevesada por bordes amarillos y negros. Sus rostros eran cubiertos por una serie de anillos óseos y llevaban una corona irregular en la cabeza; y su hocico era fino y alargado como sus lenguas bípedas violetas que se asomaban por sus boquillas.
Eseac aprovechó el repentino descuido de la opulenta bestia y nadó, lo más rápido que podía, desesperado por coger aliento en la superficie. Sin embargo, a pesar de que Eseac era muy buen nadador, la bestia estaba en su terreno, su fuerte; y rápidamente lo alcanzó con sus inmensas lenguas violetas.
A pesar de la fuerza que tenía aquella bestia, Eseac no se rendiría. No estaba dispuesto a morir, no así y no ahora. Así que, con lo que le quedaba, forcejeó y se impulsó hacia más allá del borde del arroyo.
Al tacto, sintió que la nieve era hasta más cálida que aquella glacial agua.
Cálido, hirviendo. Fuego.
Una sensación ardiente dominó su mente, pero el sufrimiento consumió su cuerpo. Su pierna derecha había perdido la movilidad, quedando paralizada, muerta. Por eso no sintió nada cuando aquellas adherentes lenguas violetas tiraron de él hacia lo recóndito.
Eseac presionaba sus brazos contra la nieve, estancándose en ella. Como un ancla entre la vida y la muerte. Se aferraba a ella lo mejor que podía, aun cuando la bestia tiraba de él con suma brutalidad.
Las fuerzas se le agotaban y cada vez estaba más hundido en su muerte, con las sombrías aguas tapándole casi por completo.
Y...Frío. Negro. Sombras
Otra vez veía el sol ennegrecido por aquellas aguas del infierno. Y la luz, la luz cada vez se alejaba y oscurecía más.
"Como las esperanzas", reflexionó, desolado. "Cada vez menos cercanas y más falsas"
Un tirón jaló nuevamente de él arrastrándolo, quizás más profundo todavía. Pero porqué los rayos del sol se veían con claridad si en el abismo del arroyo todo debería ser más sombrío, porqué el aire empezaba a llenar sus pulmones en vez de ahogarlos, porqué las heladas aguas eran más cálidas, y porqué ya no sentía la presión del agarre.
Sintió una callosa, pero acogedora mano tomándolo y salvándolo del averno en el que por poco tuvo la desdicha de descender. Esta tiró de él y sin mucho cuidado, lo arrojó a la nieve.
—¡Idiota! —chillo una vocecilla—. No debiste quedarte atrás.
El siseante murmullo de un cascabel agitándose inquietó la poca tranquilidad de Eseac, alarmándolo, torturándolo.
Entre la nieve se movía zigzagueante una desmedida serpiente negra como el alquitrán y amarilla como el azufre, al mismo tiempo. Erguida y con cinco huesudas cabezas alzándose. Y aquel mortal cascabel agitándose, con un terrible aguijón en la punta, cargado de veneno, quizás.
El niño a su lado chirrió los dientes, furioso; mientras Eseac observaba la escena con pánico, tiritando de frío y espanto, a la vez.
La bestia era descomunal y temeraria, con gruesas placas y largas lenguas rasposas que se podían extender metros. Y un cascabel que no dejaba de zumbar.
Julien desenvainó el cuchillo de filo largo que traía y embistió contra el demonio. El reptil tanteaba con su veneno, tratando de apuñalar el cuerpo del pequeño; mientras que este lanzaba estocadas, evitando el aguijón.
Su loba se lanzó a defenderlo, dejando a Eseac. Con sus fauces inmovilizó la cola, pero esta forcejeaba con ferocidad, sacudiendo el cuerpo de la albina; al tiempo que sus lenguas violetas aprisionaban al niño, quien se agitaba y lanzaba horribles chillidos.
—¡Coge el cuchillo, idiota! —aulló—. ¡Mata a este maldito demonio!
A Eseac le temblaban las manos. El cuchillo estaba entre todas esas mortíferas lenguas, tan lejos y tan cerca. Las gotas de sudor se resbalaban por su frente y el aliento se le entrecortaba de sólo pensarlo.
Ya había estado entre las fauces de esa bestia una vez, porqué debía arriesgar su vida por un niño, el cual destrozó la suya hasta los cimientos. Pero...porqué tampoco podía despegar los pies del suelo y huir, salvarse.
Y en cuanto vio la mirada de Julien lo comprendió. Lo comprendió.
"Claro", reconoció. "Él debe de estar tan asustado como yo lo estuve. Él me salvó, de alguna u otra manera. No puedo ser así con alguien que ha sufrido por lo mismo que yo, que ha sentido el mismo horror que yo y que no tiene a nadie más que una loba albina, como yo".
Apretó el puñal antes de arremeter contra el demonio. Lo apretó hasta tener los nudillos hasta los huesos, centrando su mente en el dolor y no el temor.
Oyó el crepitante sonido de la carne al cortarse, y escuchó el sonido hueco de esta al caer. El cuchillo que blandía Eseac segó con fluidez las lenguas de la bestia, las cuales se retorcían alrededor de Julien incluso después de haber sido mutiladas.
Y con certeros mandobles, decapitó las cinco cabezas de la colosal serpiente, que cayeron como un huracán sobre la nieve, envueltas en torrentes de sangre que se deslizaban hasta desbordarse en las aguas del arroyo.
Apartada a un lado, la loba escupió la sangre que había guardado es su boca y fue corriendo a socorrer a Julien, quien era asfixiado por unos desenfrenados ataques espasmódicos.
Eseac se arrodilló a su lado y golpeó la espalda del niño, hasta que este dejó de toser.
—Entiérralas— dijo Julien entrecortadamente.
—¿Qué?
—Las cabezas, idiota. Las cabezas del demonio.
Eseac no trató de esconder ni disimular su desconcierto, para lo que el niño se le limitó a virar los ojos dramáticamente y dar un largo suspiro.
—Yinora, ayúdame.
Su loba le siguió y cavó un profundo hoyo, donde el niño iba metiendo las esmirriadas cabezas. Una por una hasta tenerlas todas bajo tierra.
De uno de sus múltiples bolsillos de la camisa de lino blanca, Julien extrajo unas piedrecillas, ambas filudas y de un rojizo brillante, y las chocó entre sí, creando una chispa que con cada choque se engrandecía hasta que llamas de un color violáceo platino se expandiera.
El niño dejó caer las piedrecillas sobre el hoyo recubierto, dejando que las brasas lo incineraran.
—Vámonos— ordenó Julien, alejándose de las flameantes llamaradas.
Yinora lo siguió, como todas las veces.
—Esta vez síguenos el paso. No quiero tener que retrasarme por errores tuyo— dijo hostilmente el joven niño.
Eseac corrió a su lado, pero un punzante aguijón lo hizo parar y gemir de dolor. El veneno que le había inyectado ese demonio empezaba a surtir su fatídico efecto.
Julien reaccionó rápidamente y con el filo de su cuchillo desgarró el dobladillo de sus calzas de lana, sirviéndole como torniquete para impedir que el veneno se expandiera al resto de su cuerpo.
—Por todos los demonios del infierno. Tú sí que me vas a causar un montón de problemas—refunfuñó mientras le ataba con fuerza el pedazo de lana por debajo de la rodilla, en la pantorrilla.
Eseac gemía y se revolvía de dolor.
El niño maldijo por la bajo y susurro alguna blasfemia que Eseac no logró alcanzar de oír; de hecho, casi no podía escuchar, los sonidos eran mitigados por un ruido insoportable.
—Me parece haber visto un par de arbustos con milenrama encima. Eso quizás pare el sangrado y alivie un poco el dolor, pero no puedo asegurar nada. — Al ver el rostro afligido de Eseac, se agachó a su altura y tomó con suavidad su hombro—. Tranquilo, ni bien lleguemos con mi madre, ella te pondrá en cuidado de unas curanderas. No estamos muy lejos de ahí, así que creo que podrás soportar el viaje.
Asintió de mala manera y vio el pequeño cuerpecito de Julien escabullirse entre los troncos.
La loba se quedó junto a él, vigilándolo, mientras él se quejaba por la tortura en la que estaba pasando. Yinora, compadecida, tal vez, se acercó a la herida, por la que se resbalaba un fino hilillo de sangre, y con su rugosa lengua la lamió. El sufrimiento empezó a cesar mínimamente, pero a momentos volvía y luego se disipaba.
La visión y audición poco a poco se le desvanecían en difusas sombras transparentes y arrolladores zumbidos.
—Bien—dijo una voz saliendo de las ramas—. Encontré algunas hierbas de milenramas y semillas de abrojo.
Julien se arrodilló alrededor de su pierna, que se había tornado a un azul grisácea y las venas sobresalían de la piel en un color violeta oscuro, y vendó la herida con las hierbas. Le alcanzó las pequeñas semillas de abrojo hacia la boca y Eseac las masticó.
—Listo—suspiró Julien—. Esto detendrá la hemorragia lo mejor posible y las semillas surtirán su efecto después de un par de minutos. —Le tendió la mano para ayudarle a pararse y lo sostuvo por el brazo, rodeándolo en su cuello—. Yinora ayúdame.
Su loba, obediente, cruzó su gran cabeza entre el brazo flojo de Eseac y lo apoyó sobre su espalda, equilibrándolo.
Los minutos transcurrían a una velocidad sumamente ralentizada y agonizante. El dolor, por su parte, no cesaba ni un poco si quiera.
Ya había perdido la certeza si todo en cuanto veía era un sueño después de desvanecerse o era una realidad desdibujada, en la que su vida volvía a pender de un hilo demasiado susceptible a quebrarse.
Y luego, luego fue negro. Todo su mundo se volvió negro, pero con el sufrimiento aún presente.
Nota de la Autora:
Royalcitosss! Qué tal, qué tal. Se preguntarán que hago publicando un miércoles. Bueno, para empezar, amo los miércoles (esa el primera razón jiji) y la segunda es que la suspensión de mis clases se alargó hasta el 27 marzo por este tema de los huaicos aquí en Perú (por si no lo sabían sí, soy peruana); y en fin, que sí, tengo mucho tiempo libre ahora.
Como había dicho en la anterior nota de la autora, ¡ya tenemos booktrailer! y si quieren verlo está en el multimedia del apartado "Preludio".
Y ya, qué más le puedo decir además de que gracias por leer, comentar y votar. Pasen un lindo día, tarde o noche. Gracias por leerme y adiós.
Pd: Déjenme en los comentarios de quién creen que será el proximo punto de vista narrado (si quieren, claro).
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