[03] Larga vida al rey

Lyrissa

La princesa ya hacía rato que había dejado de prestar atención a la conversación que había entablado con los monarcas de sus reinos vecinos. Ni bien finalizó el trato con el rey de Baeré, su integración en la plática se limitaba a asentir con la cabeza y colar alguno que otro comentario sobre lo bueno que era tenerlos como invitados en la corte.

—No niego, mi señor, que sus plantaciones de jengibre y galanga sean muy abundantes y comerciales; pero los huertos de Baeré producen el doble. Y eso sin mencionar que mis especias son más requeridas por el mercado, sobretodo mi especia estrella: la pimienta.

—Lo que en verdad importa no es la cantidad es la calidad—le aseguró el rey de Adler—. De seguro, los mercantes y comerciantes se darán cuenta de la baja calidad de los productos que consumen. Y no hay duda que yo seré su siguiente opción, posicionándose a mí y a mi pueblo en el primer lugar en cuanto a exportaciones e importaciones.

—Siempre aspirando a ser el mejor, pero sigues siendo uno del montón—murmuró el rey baerés.

—Atrévete a repetir eso—amenazó.

Lyrissa interrumpió la discusión justo a tiempo.

—¡Hey, caballeros! No hay razón para pelear.

Se veía cómo la tensión seguía entre ambos hombres, cómo se fulminaban con la mirada y sin atreverse a mediar palabra alguna.

Después de minutos, Lord Darnley, ya rendido, estiró la mano hacia Lord Castler para estrechársela y hacer las paces. En un principio, Lord Castler se negaba, pero finalmente se la estrechó amistosamente y le sonrió, como si nada hubiere pasado.

A los ojos Lyssa, aquellos adultos no eran más que niños siendo controlados como peones por el poder de una corona o un trono. Y pensó que, si se hallaban en una verdadera disputa, ellos tendrían todas las de perder. Sin embargo, no refutaba que con una cara bonita uno le podía hacer ojitos a otro para que cumpliese con su voluntad, pues eso era exactamente lo que ella hizo con el rey de Baeré, haciéndole cumplir un trato en el que involucraba el cambio de madera y una pequeña legión de soldados, por grandes tierras y abundantes cantidades de especias.

—Sería un tonto si no aceptara su propuesta, Miladi— le había concedido el rey, tomando su mano para luego besarla suavemente.

Y tampoco podía negar que aquellos hombres, ambos altos y delgados, eran posesores de un gran atractivo; seguramente serían capaces de engatusar a cualquier mujer con esos lindos ojos, pero no a Lyssa. Pues no se le puede derrotar a la reina en su propio juego.

De estos dos reyes, uno era adleriano y el otro baerés. El primero, moreno y sumamente elegante, con un bigote pulcramente recortado sobre los finos labios, era parco en movimientos y palabras, parecía hablar o gesticular solamente bajo el impulso de un resorte que operaba a intervalos regulares; pero cuando entraba en confianza era todo parlanchín y alguien muy carismático. Mientras que el otro, de rasgos más finos y con cabellos dorados y ondulados tan desarreglados como su barba, era tan petulante como orgulloso, se expresaba de diferentes maneras para reflejar su pensamiento y sobre todo, era arrogante, pero apasionado y observador.

El aparato óptico de Lord Castler, señor y amo de Baeré, en efecto, había quedado singularmente perfeccionado por el uso. La sensibilidad de su retina debía de ser tan instantánea y hábil como los prestidigitadores lo son con las ilusiones. Este baerés poseía, pues, en su más alto grado, lo que se ha dado a llamar "memoria visual", la cual le resultaba muy útil estando en el puesto del rey; ya que podía valerse de sus ojos que no mentían, para estar al tanto de lo que ocurría en su corte.

Lord Darnley, por el contrario, parecía especialmente organizado para escuchar y guardar silencio. Cuando su mecanismo auditivo llegaba a la impresión de captar una voz, esta no era olvidada nunca. A su pensar, el adleriano consideraba que escuchar y oír eran las mejores herramientas para resolver problemas. Consultar y guardar silencio era su criterio, un viejo truco que consistía en hacer una pregunta y luego permanecer callado, pero sin romper el contacto visual después de la respuesta inicial; eso daría pie a que el cuestionado, por la incomodidad, regale mayor información de la debida. Este método era bastante útil cuando debía de resolver conflictos civiles dentro de su corte o pueblo.

—... ¿No le parece así, Miladi?

Lyssa se mostró confusa y cortésmente preguntó si podía repetir lo dicho.

—Decíamos que su castillo no es ni comparable con los nuestros. ¡Es realmente hermosa toda la infraestructura! —exclamó maravillado Lord Castler.

La princesa sabía a qué rumbo iba a parar la conversación. De seguro, uno de los reyes haría uno que otro comentario diciendo que por lo menos, su palacio superaba al del otro y discutirían y discutirían para ver una vez más, quién era el mejor entre ellos dos. Lyssa ya estaba realmente aburrida sobre esa peleíta de niños grandes, y si quería escapar de ahí tenía que idear una excusa creíble.

Por suerte, vio a una de sus damas de compañía pasar y fue cómo si el foco se le hubiera iluminado.

—¡Ah! —gimió, fingiendo dolor.

Rápidamente captó la atención de los dos reyes, quienes alarmados voltearon a socorrerla.

—Miladi, ¿se encuentra bien? —preguntó con desesperación Lord Castler.

Al lado de Lyssa se acercó Ayleen, una muchachita menuda y de rostro apacible, con las mejillas sonrojadas a causa del frío y el cabello castaño recogido en un elegante moño un tanto despeinado.

Ayleen descansó su mano sobre la frente de la princesa y fingió retirarla con brusquedad, dando más credibilidad de que esta tenía fiebre.

—Lo lamento, Su Altezas, la princesa no se encentra muy bien— mintió la doncella.

—Oh, no se preocupe—se adelantó Lord Darnley—. Espero se reponga, Miladi— le susurró a Lyssa.

La doncella asintió y se llevó a la princesa que fingía estar enferma.

—Veo que no fue una plática muy fluida, Miladi—le comentó.

Antes de responderle, Lyssa se aseguró que estuvieran lo suficientemente alejadas de los dos reyes para que estos no notarán su repentina mejora. Después de dar la vuelta a una esquina, la princesa respondió:

—Realmente no pensaba que esos dos pudieran ser tan aburridos. Se la pasaban todo el tiempo discutiendo, intentando adelantarse al otro. ¡Fue una verdadera molestia! Esos dos tórtolos no eran ni la mitad de interesantes que el rey de Argecos o la reina de Niblia. Y ni eran tan amigables como Henrei.

Su dama de compañía se limitó a soltar una pequeña risita.

—Al parecer no hay nadie quién la complazca, Miladi.

Lyssa suspiró y siguió caminando al lado de tan agradable jovencita, mientras que compartían risas y cotilleaban entre sí. A pesar de que Lyssa era una persona bastante seria y centraba en sus objetivos, a veces a la princesa le gustaba estar rodeada de mujeres, pues después de los días malos, sus doncellas la animaban y le hacían pasar un buen rato para olvidar el mal trago.

Entres susurros y sonrisas, Lyssa levantó la cabeza y distinguió a su padre a los lejos, acompañado de sus dos guardias y un joven de veinte años con vestimentas dignas de un príncipe, pero uno bastardo. La princesa se despidió gentilmente con su doncella, enviándola con las otras para que esperasen en su habitación.

Aquellas cuatro figuras avanzaban con rapidez, casi como corriendo. Angustiadas por algo en concreto. Lyssa corrió suavemente hacia ellos para descubrir qué es lo que estaba pasando.

—Padre—le dijo en cuanto le alcanzó—, ¿qué está pasando?

—Lyss, será mejor que regreses a tu habitación con tus damas de compañía. Este es un asunto un tanto... delicado. Te quiero fuera de esto.

La princesa estaba dispuesta a protestar, pero sabía que discutir con su padre públicamente y cuestionar sus órdenes, le haría ver menos recio y más susceptible a ser doblegado. Puesto que optó a callar y obedecer, presta a cumplir el mandato de su padre y marcharse.

—Si me permite, Su Alteza—dijo el bastardo antes de que Lyssa se marchara—, creo que la princesa debería por lo menos enterarse de lo que está ocurriendo, ¿no cree?

El padre de Lyrissa fulminó a Aidan con la mirada, ante la cual el príncipe bastardo se encogió ligeramente de hombros y dio una pequeña sonrisa de lado.

—Princesa, como su padre ha dicho, es una situación delicada; pero es un asunto que, a mi parecer, debe de estar informada. —Lyrissa le dio una mirada apremiante a continuar, Aidan suspiró dramáticamente y continuó: — Seré breve. El rey Henrei, de Lidellín, está o muerto o está a punto de estarlo.

La noticia fue impactante e inesperada. El rey Henrei había sido el primero, además de su padre, en mostrar verdadera simpatía cuando su madre murió. Fue el primero que fue honesto con ella. Él no le dijo que todo estaría bien, porque ni él mismo lo sabía; sino que se sinceró con ella. Le dijo que sería difícil superar la pérdida y que, aunque lo intentara, el recuerdo de su madre siempre estaría presente. Sin embargo, le ayudó a reestablecer su vida, le enseñó que a pesar de los problemas que pudiera tener, ella debía de levantarse y seguir adelante. Le mostró que podía volver a ser feliz, aunque su madre ya no estuviera. Le ayudó a buscar la felicidad en cosas simples de la vida como la familia y los amigos. Y aquel hombre resultó ser tanto su amigo como parte de su familia.

Y aquella desafortunada revelación fue como si le clavaran una estaca en el corazón y luego se la fueran desenterrando lentamente para ver si era capaz de seguir en pie, mientras que se desangraba. Era como una prueba para ver si era lo suficientemente fuerte para lograr que la herida cicatrice, y de lo posible, que no dejara huellas gravadas.

Lyssa quería verlo con sus propios ojos, quería ver qué tan complicado sería sanar la herida abierta.

—Iré—respondió decidida—. Lo siento, padre, pero ahora poco me importa lo que digas. Iré. Y que pase lo que tenga que pasar.

Su padre no dijo nada, ni se inmutó, sólo siguió con paso rápido y la mirada en alto.

Mientras caminaban, los pasillos daban la ilusión de ser eternos, como un largo túnel sin salida. El alboroto dentro era incontrolable. Con personas entrando y saliendo, siendo también partícipes del espectáculo. Giraron a la esquina y se dieron de frente con unas grandes escaleras que dirigían hacia el Salón de Baile y la Sala del Trono.

—Su Majestad—llamó un guardia desde la cúspide de la escalinata—. Se ha enterado, ¿no es así? —adivinó, bajando con velocidad los peldaños hasta estar a la altura de su padre—. Pues debe saber que el Lord Kyngston ya ha sido llevado a la enfermería por el hijo de Lord de la Valliere.

Al parecer Jerome había cumplido su promesa.

Tal como había pedido, Jerome y otros guardias de confianza, fueron a buscar al rey lidellino. El grupo había partido hace días con una vaga pista de que posiblemente este y su hijo Eseac, se encontrarían montando su carruaje por Miritria, guiados por el Camino Real.

La princesa le había confiado tan importante misión a Jerome, porque como estaba claro, era de fiar y nunca le había fallado en nada. Además, este tenía cierta experiencia, pues cuando era un crío se había decidido a ser un caballero de la Guardia Juramentada, pues los temas políticos y sociales de la corte en los que participaba su abuelo, no le interesaban en lo más mínimo. Él había iniciado siendo un paje, tutorado por ser Darmien Lejeune, el actual jefe y comandante del ejército; luego pasó a ser escudero, aprendiendo en un principio a cómo cuidar y usar apropiadamente la armería y caballos. En esos momentos, sólo esperaba recibir el título de caballero y Lyssa le había prometido que, si le ayudaba con el cometido, ella misma le ayudaría para ganarse la consideración de su mentor para nombrarlo caballero.

Lyssa observó cómo su padre mantenía una ligera plática con aquel guardia. Decidió que lo mejor sería adelantárseles y llegar a la enfermería para comprobar qué tan malo era el estado de Henrei.

—Será mejor que no vaya sola, Miladi— le susurró Aidan al oído, atrapando su muñeca en su firme palma.

—¿Por qué? —le respondió amargamente. Tanto a ella como a su padre, aquel príncipe bastardo no le daba buena espina.

—¿Podría dejar de comportarse como una niñita engreída? —le regañó—. ¿Acaso no recuerda, Miladi, que el rey Henrei significa tanto para mí como para usted?

La princesa se liberó del agarre del bastardo y siguió su camino, sin importarle si este le seguía o no. Dobló una esquina del corredor y se encontró con otro, atestado de ventanales enormes al lado derecho y paredes planas intercaladas por columnas de granito al lado izquierdo. Siguió su camino hasta toparse con un arco de piedra pulida y sin puerta. Avanzó hacia esta y cuando estuvo a punto de penetrar en el interior, escuchó dos voces masculinas, ambas cansadas y graves, que hablaban entre sí.

—¿Los escuchaste? ¿Estaban cerca? —preguntó una voz ronca y entrecortada.

La respuesta tardó en llegar. Lyrissa se asomó ligeramente por el arco y distinguió dos figuras familiares para ella: El curandero Perceval Lestrange, un hombre de pocas palabras y grandes conocimientos, con un porte impecable y distinguido. Y apoyado contra la pared se encontraba sereno, Jerome Ménard, un amigo de la infancia de Lyssa y aspirante a ser un guarda juramentado.

—No tuve sentido de ellos. —Se decidió después de un rato de reflexión.

—¡Algunos dirían que no tuviste sentido común! —protestó con amargura el otro hombre—. Que profanaste su fe—dijo esta vez más calmado.

—¡Una fe manchada por sangre de sacrificios humanos! —contraatacó indignado—. ¿Cuándo comenzó eso?

El curandero no contestó en el acto, sino que empezó a interactuar con objetos metálicos. Pero Lyssa no se arriesgó a observar qué es lo que hacía exactamente con estos por miedo a que los presentes en la habitación se dieran cuenta que eran vigilados. Así que siguió con la espalda pegada a la pared y el oído pegado al marco.

—Se han practicado sacrificios sangrientos desde hace siglos.

—Sí, pero sangre de animales, solamente—interrumpió Jerome.

—No siempre— le contradijo—. Sólo eran mejor ocultos y no tan descarados y sangrientos como los recientes.

Lyssa escuchó como Jerome soltaba un bufido con gracia y abandonó el muro para acercarse al curandero.

—Creí que estos asesinos, estos cadáveres colgando del cuello y drenados tenían como principal y único propósito el asustar a las personas o ahuyentar a los extranjeros de sus tierras. Sin embargo, son a la gente civilizada que reclaman tierras que creen que son suyas o que la usan como territorios de caza a las matan sin piedad. ¿Y con cuál propósito? Pues el de satisfacer al diablo mismo.

—Quizás no eran gente tan civilizada después de todo—farfulló el hombre—. Tal vez los atraen por una causa mayor que ellos mismos.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que les hizo cambiar de opinión en cuanto a qué sangre usar para los sacrificios?

—No lo sé, pero sí sé esto—dijo al tiempo en el que se ponía en pie—: Interrumpiste un ritual, algo crucial en sus creencias, y no lo aceptarán amablemente. Los herejes son aún más vengativos que el propio diablo al que adoran. Será mejor que te quedes cerca y no salgas del castillo por unos cuantos días, si no quieres terminar como este pobre hombre.

Lyrissa había dejado de comprender la situación desde hace un largo rato. Conocía sobre los paganos, porque eran los protagonistas de las historias de terror que le contaba su ama de cría cuando niña; pero para Lyssa no eran más que eso: personajes ficticios de historias ficticias. No obstante, existían de verdad y habían cobrado la que seguramente no fuese su primera víctima. Y aquellos dioses, causa principal de todas sus pesadillas, eran tan reales como ellos; y tanto o más sanguinarios que sus fieles.

Por un momento pasó por alto las últimas palabras que dijo el curandero: Si no quieres terminar como este pobre hombre. No había otra respuesta además que es desdichado personaje que había tenido la mala suerte de cruzarse en el camino de los herejes, era el rey Henrei, quién como Lyrissa sabía desde un momento, que o estaba gravemente herido o que ya estaba muerto.

Alarmada por la idea, Lyssa ingresó a la habitación de piedra gris, con un escalofrío helándole los huesos y con un nudo en la garganta imposible de tragar. Al entrar tan abruptamente, no se fijó que cerca de la entrada había un arcón tallado en madera y se golpeó con fuerza, llamando la atención a los presentes en la estancia.

—¿Lyss? —dijo con genuina sorpresa.

Jerome se encontraba al lado de una mesa de madera desvencijada, junto con un montón de utensilios médicos y hierbas medicinales sobre cuencos de cerámica encima. Algo lejos de él se encontraba Perceval, sentado en un banquillo mientras que con toallas ya húmedas removía la sangre seca de las profundas heridas.

—¿Está muerto? —inquirió con hilillo de voz.

—No aún, Miladi. Pero lo estará pronto—respondió Perceval.

Para la princesa una cosa era imaginarse a una persona al borde de la muerte y otra muy diferente era experimentarlo. La cara del rey, demacrada por cortes severos y rasguños superficiales, aunque estuvieran ya limpios, seguían causando una fuerte impresión. Lyssa sabía que aquellas imágenes jamás se le borrarían de la mente.

Se apretó las manos con fuerza, clavando sus uñas contra su piel para centrarse en el dolor externo y no en el interno.

—¿Me darían un tiempo con él, por favor?

Ambos hombres asintieron en su dirección y desde la posición en la que se encontraban, se marcharon silenciosamente.

La atmósfera de la estancia se sentía cargada a pesar de que era considerablemente amplia. Vio una vez más el sol en su punto más alto, con una fusión de colores tan cálidos como los ojos de Henrei y tan vivos como él lo fue hasta la muerte.

En aquel apocalíptico amanecer aún se podía observar el rastro de la noche y Lyssa vio lo susceptible que era el cielo para devolverse a las tinieblas de la noche. Y en realidad, el rey lidellino tenía cierta semejanza con aquella alborada, pues todavía estaba iluminado de vida, aunque su estado físico lo niegue; pero sabía que con un solo toque de la noche, los rayos de luz que seguían intactos en su interior, se opacarían en el oscuro ocaso de la muerte.

—Algún día en el paraíso, juro que junto a los que amamos, veremos un amanecer más bello que este. Cuando los lobos dejen de aullar y el viento deje de soplar. Cuando las montañas se reduzcan a cenizas y las guerras dejen de arder. Ahí será entonces cuando nos volvamos a ver, no antes y no después.

Lyssa encontró en el cuarto un cuchillo de filo corto con una empuñadura simple y sin gracia. Lo estrechó contra sí y volvió a con el rey.

Cada paso le dolía, como si estuviera atravesando un camino de rocas afiladas prendidas al fuego que le cortaban y le quemaban. Querían dejar de soñar y despertar en la realidad. Sin embargo, esa era la única realidad.

Se arrodilló a los pies de la camilla y derramando una escurridiza lágrima sobre la cara de Henrei, le encajó la hoja al costado de la garganta, justo debajo de la oreja izquierda.

La respiración del rey se entrecortó y dio su último suspiro en este mundo, con los ojos sangrantes aún abiertos para ver el mundo a través del cadáver sin alma.

Lyrissa se secó las lágrimas con el dorso de su mano y salió a dar la cara a Jerome y Perceval.

—Ruego por su discreción, señores—pidió la princesa con la mirada baja—. El rey Henrei Kyngston, el primero de su nombre, ha muerto.

El maduro hombre asintió con pesadez.

—¡Larga vida al rey!

Nota de la autora:

Bueno mis queridos lectores aquí me tienen otra vez y con un nuevo capítulo....¡Yeii! Por lo visto, escribirlo me tomó menos tiempo de lo programado , por eso es que se los traigo antes. En fin, ya que estamos aquí me gustaría compartir algo con ustedes (en realidad son muchas cosas).

La primera es que estoy participando en unos cuantos concursos de escritura, ¡en los que ya fui aceptada! La segunda son unos logros que deseo compartirles: Para empezar, ¡ya somos casi 500 lectores! Y sí, si sé que eso no es casi nada comparado a otras novelas que tienen millones, pero a mí me hace ilusión. Y ya para finalizar quiero mostrarle unas estadísticas/gráficos de las que estoy muy orgullosa.

Como podrán ver en la imagen, somos ya casi toda Sudamérica y espero que esta pequeña familia no haga más que seguir creciendo. 

Y bueno como cereza del pastel, les dejo a mis queridos pelleK y Raon Lee con otros de sus maravillosos covers en lo que me dejé llevar mientras escribía este capítulo. Gracias por leerme y adiós.

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