[02] Un ladrón en las mazmorras

Józef

El anuncio le llegó una hora antes del amanecer, cuando el mundo seguía sosegado en un sueño eterno.

Tres fuertes golpeteos resonaron contra la puerta de la alcoba del rey. Józef, aún soñoliento y aletargado, salió con torpeza de la calidez de su cama y dejó que sus pies descalzos tocaran el gélido piso. Envolvió su cuerpo semidesnudo en una bata forrada en distintas pieles y se encaminó a recibir a quien lo necesitase con tanta urgencia.

Antes de que Józef pudiera atender, la puerta se abrió de repente.

—Su Majestad— pronunció con urgencia Michael, miembro de la Guardia de Plata, luego de dar una rápida reverencia—. Disculpe en molestarle, Su Majestad. Pero vengo a informarle que Su Alteza, el rey Roderick Castler de Baeré y Su Alteza, el rey Nicholas Darnley de Adler, han llegado y esperan poder tener unas palabras con usted.

El caballero siguió al rey hacia el interior de la habitación, dejando a sus guardias en el marco de la entrada, recios y silenciosos.

—El rey Henrei Kyngston de Lidellín aún no ha llegado, ¿no es así?

La mirada del caballero se oscureció y suavemente negó con la cabeza.

—Puede retirarse, ser Michael—permitió.

El rey Józef tenía en cuenta las hostilidades que podía mostrar el camino y la abundante nieve que podía retrasar el paso; pero aun así el trayecto de Lidellín a Grendell no debía alargarse a más de cuatro o hasta cinco días. Józef era consciente de lo impuntual que aquel rey lidellino podía llegar a ser; no obstante, este le advirtió con antelación que su presencia era especialmente requerida. Pues como representante del Centro y legítimo descendiente del mismísimo Jacob Boissel, era obligatoria su presencia para firmar el tratado de los Cien Años. Él sabía perfectamente las consecuencias que involucrarían no solo a su reino; sino a sus demás vecinos. Sin mencionar que podría provocar una guerra civil entre las colonias.

El tratado de los Cien Años había sido formulado por William Lefevre y Jacob Boissel, regentes de Grendell y Lidellín, y expandido hacia los demás reinos (con la excepción de los Pueblos Huidos) con el propósito de crear una alianza que proporcionara la paz entre los reinos y la unión de sus fuerzas en tiempos de guerra.

Y es sabido que el reino de Henrei, Lidellín, era uno de los más avanzados en cuanto armas y soldados se refieren. Los otros monarcas podrían tomarse esto como traición a la alianza y alzarse en una guerra civil; y sería cuestión de tiempo para que los líderes de los reinos más allá de la costa sean informados de la inestabilidad del imperio y ataquen en busca de conquistar más de media Russenir.

Si Józef quería evitar aquel futuro, debía entretener a los señores para que no noten la ausencia del rey lidellino, mientras que rezara para que el gordo Henrei se diera a aparecer.

—Guardias, vayan a buscar a mis sirvientes. Díganles que me traigan unas prendas adecuadas para recibir a mis invitados—ordenó a los hombres que custodiaban las puertas de su alcoba.

Estos, desde su posición, asintieron con cierta reverencia hacia su rey y uno de ellos fue en busca de algún sirviente que rondara por los pasillos cercanos; mientras que el otro permaneció en su puesto de vigilia.

Józef se dejó caer sobre su cama, exhausto y dispuesto a volver a dormirse; hasta que otros golpecitos se escucharon y un hombre alto y musculoso hizo su aparición.

—Veo que no me equivoco al pensar que usted está planeado en reunirse con Su Majestades, ¿no es así? —adivinó Darmien, comandante y jefe del ejército—. Sin embargo, su hija, la princesa, se le ha adelantado. Si me permite darle mi opinión—dijo con cierta discreción, como si temiera que alguien le escuchara—, debería hacerle entender a la princesa que ella no debe inmiscuirse en problemas de hombres y menos si estos tienes tanto poder como usted, Su Majestad.

Aquel hombre había acompañado al rey casi desde el principio, dándole mejores consejos que sus propios consejeros en algunas ocasiones. Las ropas que traía puestas, las tierras y títulos que poseía era sólo un recordatorio de lo que un rey podía ofrecer a quienes este quiere premiar o a quienes les haya sido de utilidad. Hacía ya varios años, Darmien era un simple soldado sin tierras o si quiera una esposa; era sólo un soldado que al ir a la guerra se convirtió en un héroe, salvando la vida de muchos al ser un gran estratega militar. El rey vio el potencial de mil guerreros en un solo hombre y creyó estar desperdiciando un talento innato como tal si lo dejaba como un simple peón de batalla. Así que, después de la celebración por la victoria, Józef lo nombró comandante y jefe del ejército.

El hombre obtuvo riquezas y mujeres por igual; así como el uniforme que su puesto en la sociedad requería. Bajo la vesta de cuero de la mejor calidad, se asomaba el gorjal y sus brazos cubiertos por la armadura dorada. Sus manos cubiertas por guantes de cuero estaban apoyadas sobre la empuñadura de su espada atada al cinto que rodeaba su cintura. Debido al clima, ser Darmien Lejeune traía puesta una capa de capuchón, la cual hacia juego con el color verdoso de sus ojos y con el rizado y claro cabello que enmarcaba su rostro duro y poco agraciado.

—Le agradezco una vez más por uno de sus sabios consejos—contestó el rey con serenidad—. Pero no reprimiré a mi hija de querer hacerse con temas de política, economía o leyes; no si quiero convertirla en una reina inútil. El pensar que una mujer no puede resolver este tipo de problemas, a mi juicio, es la razón por la que los reyes no llegan a los mejores tratos, pues nosotros carecemos de un arma: la seducción. A veces, ser Lejeune, estas circunstancias necesitan de los encantos de una mujer; y no va a negar que la princesa ha sido bien instruida en ello.

El comandante levantó las cejas y abrió los ojos con mucha sorpresa. Al principio el rey lo vio extrañado por su reacción; pero luego comprendió a que se debía y su reacción propia fue horror y sorpresa.

—¡Oh, no, no, ser Lejeune! Me ha malentendido completamente—protestó alarmado—. Jamás vendería a mi querida hija para ser la amante de alguien de la realeza. Sólo digo que ella sabe muy bien como persuadir a las personas para que cumplan su voluntad.

—Disculpe por pensar lo peor, Su Majestad.

Józef levantó una mano para indicarle que no había problema alguno.

—Bueno, no me parece justo, ¿sabes? —dijo repentinamente el rey—. Mi hija tiene a los reyes de Adler y Baeré para entretenerse, bien por ella. Pero, ¿y yo con quién me quedo?

A Darmien no le dio tiempo de contestar, puesto que el guardia que se fue en busca de los sirvientes había hecho su aparición, acompañado de dos criadas vestidas iguales. Con una camisa de lino de manga larga, un corset negro encima de esta y una falda lisa de color guinda.

En brazos de las mujeres estaban las prendas del rey. Ellas dispuestas a colocarlas en su cuerpo.

—Su Majestad— dijo de repente el guardia—. De camino vi al príncipe Aidan llevándose a uno de los asistentes de la cocina. Murmuraba algo como que el criado le había robado o algo así. Sus guardias lo acompañaban, sosteniendo ferozmente al hombre y parecían conducirlo hacia las mazmorras.

El rey reaccionó rápido y ordenó a todos los presentes que se retiren, menos a las dos mujeres con las vestiduras en brazos. Estas, por órdenes del rey, lo vistieron y acicalaron lo más rápido que pudieron.

Las prendas que poseía el rey eran las más lujosas de todas y con la mejor calidad. La camisa de lino que traía era bordada en las muñecas y anudada en el cuello dejando entre hileras, un triángulo de piel descubierta; los pantalones y botas, tan lujosos como la camisa, eran de cuero de vaca y brillosamente negros. Debido al frío, las mujeres lo arroparon con un abrigo forrado en piel de marmota.

Para cuando las domésticas terminaron con las órdenes de su señor, este les ordenó que junto a las otras limpiaran su alcoba y que esta esté lista para cuando el regresara.

Salió de su habitación y se encaminó hacia la puerta de entrada.

—Llévame hacia las mazmorras— le ordenó Józef al guardia que envió hace poco para buscar a sus sirvientas—. Al parecer debo recordarle a mi sobrino que esta no es su corte y, por tanto, no puede hacer lo que le venga en gana.

En realidad, Aidan no era su sobrino. No de sangre, pues este era el hijo bastardo del esposo de su hermana, quien su estancia en el castillo de Esparista, era bastante incierta. No había pasado mucho desde que la terrible noticia llegó a todos los oídos, el rey, con sólo un heredero legítimo de diez años, había muerto por causas naturales. O así dicen.

La corona de su hermana se ha visto en peligro desde entonces, ya que la amante de su difunto esposo estaba haciendo arreglos con el papa para legitimar a su hijo y ponerlo en el trono.

Desde un inicio, Józef no simpatizó con el niño bastardo.

—Bueno, ¿a qué esperas? —instó el rey, tomando desprevenido al guardia—. A pesar de que sea de día, abajo es bastante oscuro; así que consígueme una lámpara de aceite y danos el alcance—le ordenó y este asintió y se fue a cumplir las órdenes de su rey.

Con una mirada, Józef le indicó al otro guardia, esbelto como un cuchillo, que lo condujera hacia su destino.

Caminaron por los pasillos, encontrándose a sirvientes siguiendo con sus labores, inclinándose cuando pasaban por el lado de Józef.

De vez en cuando le resultaba confuso. Todos los presentes se inclinarían ante una corona, no hacia la persona; pues si él fuera un simple campesino, sería tratado igual o hasta peor que a los sirvientes y criadas. Realmente le parecía increíble que por un objeto todo el mundo se arrodille o de su vida. ¡Por un objeto!

"¿Quién habrá sido el tonto que consideraba que una simple pieza de oro, y otras cosas, podía significar más qué una vida humana", reflexionó. "¿Cómo habrá llegado a esa conclusión?

Eran dudas tan complejas y tan sencillas de responder que el rey no sabía cuál era la correcta. Józef sabía que esa era una forma de vivir desde hace siglos, que los primeros hombres tenían la necesidad de un líder, alguien a quién seguir y obedecer.

Las personas se proclaman a sí mismas como independientes, capaces de marcar su propio camino; pero no es cierto. Sean nobles o comerciantes, príncipes o campesinos; no importaba tu posición en la sociedad, aunque sea privilegiada o desafortunada, todos eran dependientes de alguien. Por ejemplo, el pueblo necesita seguir a un líder, su rey, y el rey necesita de su pueblo; pues si no hay nadie quien le sirve o obedezca, de qué le sirve ser el rey, si no tienes a un pueblo al cual mandar.

—La fuerza del lobo es la manada y la fuerza de la manada es el lobo—murmuró para sí mismo, mientras el guardia le dirigía a rumbo.

Los pasillos del castillo eran amplios y el ambiente era tan gélido como para hacer tiritar al rey. El golpeteo de las botas contra las losetas de porcelanato resonaba débilmente en los oídos de Józef.

No quería admitirlo, pero la situación le causaba un poco de ansiedad. Corrían rumores de que el príncipe Aidan golpeaba a sus servidores y hacía uso de niños de azote, con bastante regularidad. También se cotilleaba en la corte que él asesinó a su padre, y su siguiente paso era planear la muerte de la reina de Esparista junto con su hermanastro.

Dios sabía qué estaría haciendo en esos momentos con aquel muchacho allá abajo.

—Su Majestad— le llamó alguien.

Instintivamente, Józef se volteó y vio a su lado a un robusto guardia con la armadura de plata mal puesta, con una lámpara de aceite en la mano izquierda. El rey le da una última mirada y sigue caminando. Al ver que el guardia no se mueve, este le menciona:

—¿No vienes? —Rápidamente el guardia reacciona y se posiciona al lado del rey, para caminar junto a él.

Józef dio una pequeña sonrisa. Aunque no lo pareciera, aquel guardia era solo un muchacho de dieciséis años. Tan humilde y tan confiado como su padre. Quizás fue esa ingenuidad la cual le condujo a su propia muerte, dejando en la pobreza a su familia. Como hermano mayor, Roland tuvo que encargarse de la estabilidad económica familiar, tomando así, el puesto de su padre. A pesar de que haya tenido que madurar para convertirse en un hombre ante los ojos de sus hermanos y madre, Roland a veces se comportaba como el crío que era, tan inexperto y novicio. Era como un niño aprisionado en la vida de un adulto.

Después de minutos deambulando por los corredores, los guardias dejaron a Józef en frente de una puerta de madera desvencijada.

—¿Tienes la llave? —le preguntó Józef a Roland.

—Eh...— Se mostró nervioso—. No, Su Majestad.

—No te preocupes—le tranquilizó su compañero—. Yo traje un juego—dijo sacudiendo las múltiples llaves de bronce y plata que tintineaban a la par, agrupadas en un aro oxidado. Metió una de estas y con un simple giro, la puerta se abrió silenciosamente.

Tras la puerta, el interior estaba oscuro, a pesar de que ya era de día. Los primeros en bajar por las escaleras fueron los dos guardias, luego se les unió Józef. La luz que proyectaba la llama de la lámpara extinguía casi por completo las tinieblas que aún quedaban del recuerdo pasado de la noche.

Bajando por los tortuosos peldaños estrechos, se escuchó un grito de agonía tan rasposo como la lija y tan eterno como la muerte.

Los guardias bajaron con extrema rapidez, dejando a Józef atrás. Las sombras se agitaron a causa de la luz. Estos corrieron en dirección al alarido, siendo seguidos por el rey que a duras penas les seguía el paso.

Sortearon las columnas de granito que se alzaban ostentosamente a la par en la oscuridad hasta dar con el lugar de origen. Esta vez los gemidos y chillidos eran más claros y atroces. Roland, de un golpe, abrió la puerta.

Tras esta se encontraba un hombre atado a una silla con ambas manos clavadas a los manubrios, mostrando una capa de sangre fresca y otra de sangre seca. Alrededor de aquel hombre se encontraban tres hombres, uno de ellos con armadura dorada y capa blanca las cuales indicaban que era miembro de la Guardia Real.

—¡Retírense! —despachó el rey a los tres intrusos.

—No seguimos sus órdenes, idealista rechoncho—le escupió el hombre de la Guardia Real.

Roland desenvainó su espada, dispuesto a blandirla.

Józef sin reparo, tomó la hoja con la mano, sin preocuparse del dolor que le podía inducir el corte, y detuvo lo que pudo haber sido una tragedia.

—¡Su Majestad! —chilló el muchacho, horrorizado al ver la sangre que discurría por la palma del rey.

—No necesitamos hacer de esto un escándalo— le respondió con calma.

—Pero, Su Majestad, ellos...—se calló al ver que no hacía más que empeorar la situación.

—¿Qué no me escucharon? —bramó el rey—. ¡Desaparezca todo el mundo!

Los tres hombres desataron al hombre ya desmayado a causa del dolor y entre ellos lo cargaron sin ninguna dificultad. Se marcharon ruidosamente entre empujones y jaleos, quedándose quietos los guardias de Józef.

—Ustedes también. Espérenme arriba—añadió hacia los otros dos restantes. Estos no protestaron ni se negaron, sino que se fueron silenciosamente.

Cuando todos se marcharon, sólo quedó Józef y su sobrino, quién sin decir palabra alguna se sentó galantemente en la silla, procurando no rozar sus ropajes con la sangre derramada en los manubrios.

Su postura era arrogante y amenazadora, mientras que su mirada estaba encendida por una llama de astucia y diversión. A pesar de haber nacido como bastardo, tenía todo el porte de realeza. Su cabello rizado castaño estaba bien peinado y su mirada azul cristalina era vivaz. Llevaba su atuendo pulcramente, con una camisa de seda segada por franjas doradas y negras, un jubón negro brocado, y unos pantalones y botas negros de cuero; y estaba surtido por anillos de oro en esbeltos dedos.

—¡A los años! —exclamó con una falsa melancolía—¿Cómo has estado, querido tío? Hasta donde tengo entendido, tú ...

Józef no podía creer hasta qué punto podía ir el cinismo de aquel muchacho y en acto de furia, le mandó una abofeteada; a ver si así aprendía a tener un poco más de respeto.

—Primero entras a mi corte, torturas a mis sirvientes y luego vienes a mí y me faltas el respeto en mi propia casa. ¡Esta no es tu corte para que vengas a hacer lo que a ti te plazca, querido sobrino! —pronunció esas últimas palabras cargadas con sarcasmo.

Aidan, ante esto, se carcomió en una terrible carcajada.

—¿Crees que con un simple golpe demuestras tu valor o coraje? La verdad es mucho menos compleja, tratas de mostrarte fuerte diciéndome que este no es mi territorio. Pero, ¿sabes algo? Este tampoco es tuyo. No si todos tus súbditos no te consideran como el líder que ellos quieren seguir. Así pues, qué es un rey sin el poder de su pueblo. Un simple idiota creyéndoselo, quizás.

—No pienso seguir escuchando palabras vacías de un bastardo—se negó Józef, dando la vuelta para retirarse.

—¡Exacto! —exclamó Aidan, obligando a Józef a detenerse—. Ustedes los legítimos nunca sabrán lo que es robar como un bastardo lo hace. Tomar una corona, una mujer, una vida. ¡Todo por ganarse un lugar en la sociedad! ¡Todo para ganar el juego por el poder!

Józef se había quedado perplejo por aquellas palabras. Era consiente de las fichas que había movido su sobrino, al igual que su madre, para ponerse en el trono; de igual manera, estaba al tanto que necesitaba de una esposa para que el papa le concediera la legitimación; sin embargo, si era cierto lo que decía, los rumores podían ser ciertos. Quizás era verdad que el príncipe bastardo había matado a su padre, el anterior rey de Esparista, para apoderarse del trono.

Pero no podía inculparlo aún. No sin alguna evidencia contundente la cual respalde su argumento. Debía esperar y descubrir la verdad, siguiendo sigilosamente sus pasos.

—¡Su Majestad! —irrumpió Roland en la cámara con desesperación y angustia—. Es...Es el rey Henrei. Está muerto.

Nota de la Autora:

Hola, chicos y chicas. Aquí les dejo el segundo capítulo de la novela. Este es un poquito más largo, pero aun así espero que no les resulte pesado; sino que lo disfruten tanto como yo lo hice escribiéndolo. El siguiente capítulo me parece que lo terminaré de escribir para el próximo jueves, perdón si la espera es mucha.

Como de costumbre, les dejo en multimedia la canción que escuchaba mientras termimaba de escribir el capítulo. Ojalá les guste tanto como a mí. Gracias por leerme y adiós.

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