[01] El desafío del silencio

Eseac

Quizás era por el Umbral del Invierno más que por otra cosa, pero en sí, al joven príncipe nunca le había gustado aquel bosque de paganos, donde para su gusto, era muy tenebroso y frígido.

Durante casi dos décadas había sido criado en el reino de su padre, Lidellín; muy al sur, cerca del Puerto Ormea. Allí, en el bosque de los dioses, los prados eran alegres y vistosos, en donde los altos acres proyectaban sus reflejos sobre las aguas mansas de los arroyos, los colibríes batían sus alitas al compás de la música del viento y los fragantes, y en algunos casos, hipnotizantes aromas de las flores purificaban el aire. En el Bosque de Adernas, todos los dioses eran respetados; tanto era el grado de adoración que, siglos atrás, los anteriores monarcas mandaron a construir a los esclavos un altar hecho de raíces de secuoyas, el cual se asemejaba a un abanico con dedos madera adornado con enredaderas y capullos de vivos colores, con una gran gama de flores y rosas multicolores a sus pies.

Los dioses de Grendell tenían tanto respeto como un sirviente lo tiene por parte de sus regentes. El Bosque Durne era un lugar álgido y primitivo, oyameles y abetos con troncos casi negros, crecían recios y sus hojas de increíbles colores eran cubiertas por la escarcha del invierno. Aún en verano el bosque se sentía frío y oscuro; quizás esa era la sensación que se había creado gracias a los cuentos y mitos sobre dioses ocultos en los arroyos o en los troncos de los árboles sedientos de sangre. Unos dioses los cuales los paganos decidieron adorar.

Aquel bosque era el cual reclamaba sus vidas a gritos, o más bien, aullidos. Después de haber escapado victoriosamente de su atacante, Brice los guio hacia el norte, direccionándose gracias a la Estrella Polar en el cielo nocturno. Habían caminado durante un buen rato creyendo que iban en círculos, hasta que en cierto punto lo escucharon. Desafiando el silencio, se dio el primer aullido, que fue más una alarma que otra cosa. Aquel agudo chillido fue largo y sostenido, Brice distinguió casi de inmediato que aquella alerta era proveniente de un macho alfa, voceada para avisar a la manada de intrusos en su territorio; mientras que, en respuesta, los demás miembros intercalaban sus aullidos breves, con quejidos y ladridos.

Después que hubo terminado aquel coro de voces, se extendió un silencio escalofriante, el cual recorría la columna vertebral de Eseac mandándole una descarga eléctrica.

Su padre y él se habían quedado horrorizados ante la situación sin saber qué hacer. Brice se mostraba igual de asustado, pero su deber era cuidar de la familia real y él debía de asegurarse de que así fuera.

—Ustedes adelántense—les ordenó el guardia—. Yo trataré de ganarles tiempo; mientras tanto, no paren de correr.

El rey Henrei sacudió la cabeza.

—No permitiré que mueras de esa forma.

—¡¿De qué valdría si los tres morimos?!—chilló eufórico—. Si se pueden salvar dos vidas a cambio de una, estoy dispuesto a hacer el canje.

Eseac se quedó callado, dispuesto a hacer cualquier cosa para mantenerse con vida; y si eso significaba abandonar al guardia y dejarlo para morir en garras del lobo, estaba presto a hacerlo.

—Juro que todos reconocerán la valentía que tuviste—le dijo su padre sosteniéndole las manos—. Tu familia también será muy bien recompensada por tus actos.

Brice asintió y los incitó a huir, pues ya no quedaba mucho tiempo antes de que toda la manada les atacase.

Ninguno de los dos protestó y rápidamente abandonaron el lugar y al guardia.

Decidieron tomar caminos distintos por si es que el animal los alcanzara; pues este iría tras uno, dejándole al otro el camino libre y dándole más tiempo para escapar.

Eseac se sentía sumamente aterrorizado, su corazón le latía a martillazos tan fuertes que sentía que se le abriría el pecho. No tenía idea de lo que pasaba. No podía saber si así era como el mundo real funcionaba o si sólo era la mala suerte que el destino les deparó. No tenía manera de poder saberlo, puesto que al joven príncipe se le había privado de la vida misma.

Sus padres habían creído estar protegiéndolo, manteniéndolo en una bola de cristal sin hacer contacto con el exterior. Quizás si sus padres no lo hubieran sobreprotegido tanto, él no se sentiría tan asustado y por lo menos tendría una mínima idea de cómo afrontar todo eso.

Pero no. Él no tenía la más mínima idea de lo que era sentir miedo, ansiedad o incluso encierro; pues en el castillo donde fue criado por sirvientes y su hermana mayor, todo le fue fácil, todos sus problemas eran solucionados por otras personas.

Sin embargo, Eseac sabía que debía madurar, tarde o temprano todos tienes que hacerlo; así que se ofreció para ir con su padre a hacer algunos tratos con el rey de Grendell. Él había accedido a quitarse la venda que traía puesta y por fin conocer el mundo que, como su padre decía, alguna vez gobernaría. Quería convertirse en un hombre, superar sus habilidades y reforzar sus debilidades, quería que su pueblo le mirase con respeto, que todos estén orgullosos de su próximo rey; pero esos eran sueños muy altos y Eseac apenas había aprendido a alzarse y no caer en el intento para poder conseguirlos.

Añoró la seguridad que sentía allá en el castillo, la protección que le brindaba su tan cariñosa hermana y hasta deseaba estar con sus mentores y que estos le regañaran cada vez que hacía algo mal o llegaba tarde a sus lecciones. Pero luego los maldijo, los maldijo por no enseñarles más cosas además de economía, oratoria, leyes o política; en estos momentos deseaba que hubiera aprendido sobre cómo vivir en las trenzas políticas de Russenir y cómo resolver toda esa maraña, sobretodo. También se culpaba por no tomar esas clases de esgrima que su padre tanto insistía, quizás si supiera cómo cuidar de sí mismo se sentiría más seguro. Pero quién pensaría que un príncipe lo necesitaría, quién incluso imaginaría que alguien de la realeza como él necesitaría saber defenderse, si día y noche era custodiado por múltiples guardias. Sin embargo, quién pensaría de todas maneras, que el próximo rey de Lidellín se encontraría en tales circunstancias.

Eseac se sentía impotente, se despreciaba a sí mismo por ser tan dependiente de que alguien, si algún contratiempo ocurría, lo salvaría sin lugar a dudas. Detestaba ser tan inútil y tan cobarde. Aborrecía el modo de cómo era trataba la realeza, como si fueran de oro y cristal, tan valiosos y tan frágiles.

—¡Su Majestad! —rugió Brice, jalándole el cuello de la casaca brocada y tirándolo hacia atrás, cayendo de espaldas contra la nieve blanda.

El príncipe no sabía cómo el guardia le había alcanzado o si es que en algún momento había dejado de correr.

La capa forrada de lana gris del guardia onduló al viento y la pechera destelló bajo la luz de la luna. El guardia rápidamente impuso su antebrazo entre la vida del príncipe y las fauces del lobo gigante.

Los dientes como cuchillas perforaron la piel bajo la cota de malla que la cubría. Aquella criatura era aún más espeluznante que un lobo, esta era más robusta y mucho más grande, con las patas largas y el pelaje negro como la noche, salpicado por copos de nieve. Pero lo que verdaderamente captaba la atención eran sus hipnotizantes y brillantes ojos amarillos.

Brice soltó un alarido de dolor cuando el animal sacudió su brazo ensangrentado, intentando desgarrar la carne.

—¡Corra, Su Majestad! —le grito con un fuerte chillido agonizante. — ¡Huya!

Eseac aunque huyera, no tenía posibilidad de escapar. Si corría, lo más probable era que, cuando el animal terminara destrozar al guardia hasta matarlo, luego iría tras él. Y solo era cuestión de un par de minutos para que lo alcanzara y lo exterminara tal como haría con Brice.

En un momento de desesperación, Eseac desenvainó la espada que cargaba el guardia, con la esperanza de que con un certero corte pudiera acabar con la vida de la bestia. Sin pensarlo una vez más, dio un despiadado mandoble al cuello del animal. Sin embargo, la hoja no llego a hendirse; sino que en vez, dio un tajo a las brumas negras y amarillas en las que se había difundido el animal. Antes de que la hoja de la espada lo alcanzara, las brumas dieron mortales vueltas y giros hasta que, al estar fuera de peligro, la bestia se materializó a una ligera distancia. Detrás del recién materializado lobo gigante, apareció el resto de la manada. Un conjunto de inmensas criaturas salvajes de distintos tonos de pelaje: blancos, grises, pardos, negros y hasta rojos.

El macho alfa, el que se había desvanecido frente a los ojos del príncipe y el guardia, se mantuvo en una posición peligrosa, dispuesto a atacar y la manada dispuesta a seguirle. El alfa se quedó frente a su manada y les gruñó, obviamente comunicándose con ellos. Cuando terminó, caminó lenta y sigilosamente, se paró de frente ante ellos y los observó a detalle. Eseac bajó la mirada y trató de mantenerse calmado a pesar de estar muriendo de miedo por dentro, porque si algo sabía por experiencia con el perro de su padre, es que no debes mirarles a los ojos y por nada del mundo dejes que huela tu miedo; sino el resultado puede ser letal.

—Chico inteligente— gruñó con voz gruesa y salvaje el alfa.

Al muchacho no le sorprendió que el animal hablara, lo que en realidad le erizó los vellos de punta fue cuando se abalanzó sobre Brice, tirándolo a la nieve para luego desgarrar su cabeza. Eseac observó aterrorizado la sangre que se drenaba del cuello y la cabeza de Brice, desafiando la pura y blanca nieve con el intenso rojo escarlata.

Los demás lobos se acercaron en tropel hacia el príncipe en conjunto con su alfa ensangrentado con sangre que no era suya.

Eseac sentía como el sudor empezaba a resbalar por sus sienes y como las palmas de sus manos habían empezado a transpirar bajo los guantes de cuero. La manada se había quedado estática ante él y para la sorpresa de Eseac ya no parecían salvajes demonios sedientos de sangre; sólo simples lobos que ladraban y mostraban los dientes, pero no mordían.

—¿Quieres saber por qué no te hemos destripador, joven príncipe? —gruñó una voz femenina proveniente de la loba de grisáceo pelaje al lado del alfa; probablemente la hembra de este.

No respondió, en vez cayó de rodillas sobre la nieve y se cubrió la cara con las manos.

—Déjenme ir, por favor— sollozó, ahogándose en su propio llanto—. No tengo idea de lo que son o por qué me dejaron vivir, sólo quiero ir a casa. Para empezar, nunca quise venir aquí, no realmente. Además, no creo estar suficiente preparado para hablar de diplomacia, conquista de territorios o cualquier cosa, sinceramente. Ni siquiera creo estar a la altura para ser el próximo gobernante. ¡Y cómo no estarlo, si soy un cobarde de mierda! ¡No fui capaz de enfrentarme a una amenaza por mí mismo, en vez, dejé que otros lo hagan!

Se sentía tan eufórico y egoísta, no pensó en su padre, quién ya debía de estar muerto, ni en un solo momento, sólo pensó en sí mismo. Su única preocupación fue él, no le importó que muchas personas hayan dado su vida por él; lo que de verdad le importaba era que seguía con vida. Que mientras no sea su sangre la que sea derramada, todo estaba bien. Y se odió por eso, puedo ver el pedazo de porquería que era y lo verdaderamente cruda que era la vida. Tan detestable pero tan preciada al mismo tiempo. Y en esos momentos era detestable.

—Deja de llorar, cachorro. Que no ganas nada con eso— le ordenó el alfa con una inesperada dulzura.

—¿Qué nadie entiende? ¡Nunca tuve nada que perder o ganar! Porque nunca nada fue mío, todo lo poseía no era gracias a mi mérito propio sino al esfuerzo de los demás; así eso que obtenía no se volvía mío. Se volvía de la otra persona, porque ella sacrificada algo suyo para obtener algo más, algo que luego, injustamente, se convertía mío.

—Lo que estás hablando no tiene nada de sentido.

—Pues al parecer, además de un pedazo de mierda y cobarde, también resulta ser que soy estúpido.

El silencio se mantuvo por un rato y Eseac utilizó ese tiempo para darle un primer vistazo al cadáver decapitado de su antiguo guardaespaldas. La sangre había dejado derramarse tan abruptamente, o por lo menos, en comparación cuando la cabeza fue desgarrada, ya sangraba demasiado; sino que se había formado un coágulo en los bordes de la garganta.

—Si fueras un estúpido, no seguirías con vida— protestó la voz jovial de una loba, tan repentina que obligó al príncipe a fijar la mirada en aquella hembra erguida de pelaje tan blanco como la nieve, que a primer vistazo la podrías confundir con esta y sus ojos rojos parecían simples gotas de sangre.

—¡Sólo sigo con vida porque otros murieron para que así sea! ¡Solo soy un incompetente cobarde que no ha muerto porque tuvo la suerte de nacer en una cuna de oro y plata!

La loba corrió hacia él y de un zarpazo lo abofeteo, dejando el rastro de sus garras en la mejilla izquierda sangrante. Por unos segundos Eseac se quedó paralizado, mirando con horror a la loba.

—¡Entonces deja de ser el capullo que eres y haz algo al respecto! —bramó indignada la loba.

Eseac olvidó el dolor por un momento y reflexionó aquellas palabras y se asombró por la verdad que contenían. Toda su vida había llorado y esperado a que alguien más solucionará sus problemas, y en esos momentos, involuntariamente estaba haciendo lo mismo. Lloraba, a la espera de que su padre lo encontrara y regresaran juntos a la protección del castillo o lloraba con la esperanza que esta fuera una pesadilla, resultado por la ansiedad y estrés que sentía por empezar a experimentar el juego de reyes.

Pero no podía llorar y esperar eso, ya no más.

El joven príncipe levantó la mirada y murmuró:

—Quiero hacerlo, quiero. —Se detuvo y sacudió la cabeza—. No, necesito hacerlo. No puedo dejar que otros libren mis batallas, tengo que empezar a lucharlas por mi propia cuenta. Eso sí quiero convertirme en el rey que merece mi reino.

—Sí, bueno. Un poco tarde que te diste cuenta, ¿no crees?

—Si pienso en esas cosas, simplemente me estaré truncando y nunca maduraré, seguiré siendo ese principito temeroso de hincarse con su corona. Estaré lamentándome de no haber hechos las cosas de otro modo y no seguiré adelante. Si tanto hablas de mi como un niñito de mamá ayúdame a no serlo, a menos que no quieras.

La joven loba lo miró con ojos penetrantes y desafiantes, al mismo tiempo. Ella observaba con detenimiento la mirada del muchacho, a la espera de detectar miedo; y lo había, aunque había algo diferente en ellos. Algo que la loba no había visto la primera vez que fijó su mirada en él. Los oscuros ojos del muchacho estaban cargados de determinación, pero también se podía distinguir miedo y algo de duda; pues el miedo siempre está en las personas y las criaturas vivientes en general. Al igual que siempre hay cierta duda con respecto a las decisiones que uno toma; dado que nadie nunca está completamente seguro de nada. Siempre hay peros y contras. Lo gracioso es que uno mismo se ponía aquellos obstáculos.

—Si quieres valerte por ti mismo, empieza por eso— le aconsejó la loba—. Empieza por eso y hazlo ahora; solo pide ayuda cuando la necesites, no cuando sabes que puedes lograrlo sin ella. Eso es algo que yo aprendí con la manada: Ellos a veces estarán ahí para ti, pero tú siempre estarás ahí para ti.

La loba se abrió paso de entre la manada y se fue hacia el interior del bosque nocturno, dejando al muchacho para meditar lo último que había dicho. Había cierto egocentrismo en esa frase, lo que le hizo enterarse de una cosa. Dos cosas, de hecho. La primera y la que descifró al instante era que, así como hay quienes te apoyan, uno mismo también tiene que aprender a hacerlo. Apoyarse en vez de criticarse tanto, pues de cualquier modo así es la naturaleza, a veces se equivoca. A veces las personas, mayormente, son totalmente capaces de ver sus imperfecciones y errores; y que con el tiempo se vuelven incapaces de ver sus virtudes y certezas.

La segunda, la cual le tardó un poco más en darse cuenta, era que aquella loba era tan parecida a él que resulta casi imposible. Ambos se creen el centro de las preocupaciones y atenciones, ya que la loba, como bien lo dijo: Ellos a veces estarán ahí para ti, pero tú siempre estarás ahí para ti. Lo que resumidamente significa que uno puede estar para los demás, pero uno, en realidad, está para uno mismo; porque si se preocupa demasiado por los demás, luego ya no lo estará por sí mismo.

Así que el príncipe no lloró ni les rezó a los dioses para saber si su padre seguía con vida; fue él mismo a buscar respuestas, para deshacerse de ese nudo en la garganta que era producido por la ansiedad de pensar que su padre ya había sido asesinado.

Nota de la Autora:

Bien, este es el primer capítulo de la novela. Espero que lo disfruten tanto como yo lo hice escribiéndolo. Y además quería mencionarles que ya hemos entrado en el ranking de las mil mejores historias en el género de fantasía, de verdad muchísimas gracias. 😘

Como ya saben, en multimedia les dejo la canción que estaba escuchando mientras escribía. Ojala les guste tanto como a mí. Gracias por leerme y adiós. 

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