[00] Prefacio: Tirar a Matar
Una gruesa capa de nieve cubría el suelo y pequeños copos se colaban entre las hojas de los viejos robles. Eseac y su padre, el rey de Lidellín, eran quizás uno de los primeros en dirigirse al castillo de Grendell. El Castillo Rojo era por mucho una de las infraestructuras más complejas que el rey haya visto en toda su vida; a decir verdad, sólo se podía hablar correctamente de este, si se le había contemplado en persona.
El rey sabía con certeza que los otros gobernantes de los otros reinos irían sin compañía; a diferencia de él mismo, que había traído consigo a su único hijo varón. Henrei, el propio rey, estaba en cuenta que su primogénito ya tenía la edad suficiente como para enterarse de qué se trata jugar el juego por el poder y, además, ya era hora que aprendiera a jugarlo por su propia mano; de todos modos, será él quien arriesgue y apueste, el que perderá o ganará de acuerdo a cómo maneje sus fichas. Si el sería quien diera el jaque mate o si otro daba esa jugada antes.
El rey y su hijo se encontraban en la parte trasera del carruaje y en frente de ambos se encontraban dos guardias con relucientes petos con un acento plateado que no hacía más que fulgurar el escudo de armas que tenían adherido: una lanza y espada doradas bordeadas por una guirnalda de oro, coronadas por un radiante sol con las iniciales de los nombres de los más celebres gobernantes en su cara frontal.
Al costado del rey, Eseac dormía plácidamente y roncando de cuanto en cuanto, al compás con el que los cascos del corcel chocaban el suelo nevado. El maestre Lewin azotaba con regularidad al animal haciendo que este gimiera cada vez que el golpe le alcanzaba.
—Maestre— gimoteó Brice, el guardia más joven—, ¿cuánto más falta para llegar al Castillo Rojo? Siento que mi culo se partirá en dos si sigo un minuto más en este maldito cuchitril.
En los caídos ojos grises del guardia, se le notaba la fatiga que el viaje le causaba. Para distraerse de su molestia se pasaba la mano por el despeinado cabello castaño y por la recientemente recortada barba en la quijada.
—Si sigues siendo así de irritante juro por Barack que ese asiento lleno de ácaros no será el único que te partirá el culo en dos—le amenazó su compañero de al lado, claramente fastidiado—. Así que deja de berrear y mejor duérmete o muérete. Me da lo mismo, de hecho. Solo cállate de una puñetera vez.
Joshua era un poco mayor que Brice, pero de igual porte. En sus agotados y derruidos ojos cafés se podían ver las noches en vela que había pasado vigilando el castillo, y en su grasiento cabello negro y en su descuidada barba se podía ver la poca atención que se dedicaba a sí mismo.
La inofensiva discusión continuó por un tiempo más; mientras tanto, el rey prefirió observar los remarcables detalles del camino al famoso Castillo Rojo, el cual debe su reputación a su primer soberano, quien casualmente era pelirrojo y además el responsable del alzamiento y duradero apogeo de su reino. Aunque por muy interesante que resultó en un principio, después de minutos lo único que se lograba ver era blanco y verde, la nieve y lo poco de vegetación que la cellisca no había cubierto; detrás de las múltiples ramas, se veía el contraste que se creaba con el interior del Bosque Durne: sombras espesas e inmóviles. Hasta que una nube de oscuridad se reveló.
El carruaje se paró en seco llevando a los pasajeros de atrás hacia adelante, chocándose unos con otros y despertando casi de inmediato a su durmiente hijo. Instantes después, se escucharon voces. Una el rey la reconoció como la del maestre Lewin, puesto a que era grotesca y poco civilizada; todo lo contrario, a la otra voz que, sin duda, era perteneciente a un niño de no más de doce años. Esa voz era elegante hasta llegar a lo musical; y obviamente extranjera, deducida por el acento con el que esta persona hablaba.
—¡Alto! ¡Alto! ¡Alto! —cantaba aquella melodiosa voz, la cual llamó la atención del inmiscuido Eseac, quien hizo el ademán de sacar la cabeza por la ventana, pero su padre le jaló y devolvió a su asiento, tapándole la boca con su mano enguantada ante el gimoteo de su hijo.
—¿¡Qué crees que haces, niño!? ¡Casi haces que te mate! —aulló genuinamente cabreado y tomando con fuerzas las riendas antes de que los cascos del corcel aplasten al niño cantor.
—Lamento asustarlo, señor Lewin. —El maestre dio un respingo al reconocer su nombre de los labios de aquel peculiar chiquillo—. Pero madre me dijo que vaya a avisarle que el Camino Real ha sido cerrado; una montaña se desbordó por las fuertes lluvias y dejó a su paso un gran desastre que resulta imposible cruzar. Además, madre dijo que le informara sobre otro camino para llegar a la Fortaleza del Dragón. Ella me dijo que le dijera que atraviese el Bosque Durne y se dirija hacia el noreste durante una hora.
El maestre se sorprendió cuando el pequeño se refirió al Castillo Rojo como la Fortaleza del Dragón, pues ya nadie le decía así. No desde que el Rey Rojo murió y dejó en las manos de su linaje, su reino.
—Dime, hijo. ¿Acaso madre no te enseñó a no hablar con extraños o no meterse en el camino de otros? ¿Nunca te dijo las consecuencias que conllevaría eso? Como, por ejemplo, ser secuestrado o ser arrollado. Ninguno es buen final, ¿no crees?
El pequeño sonrió mostrando cada uno de sus dientes y de su camisa de seda blanca alzó una cuerda negra que anudaba una corona de espinas en miniatura a cada extremo. El maestre Lewin no sabía si era su imaginación o sus ojos que le jugaban una mala pasada; pero podía jurar que cuando despegó ese espinal de su cuello, se vio cómo su piel había ardido dejando una marca al rojo vivo con la forma exacta del dije de espinas. Sin embargo, no le hizo falta más que un parpadeo para que la quemadura se extinguiera. Debía ser como lo suponía, sólo era su gran imaginación que le jugó una mala pasada.
—No necesito más protección de la que me da este amuleto—dijo el niño, ya no con una voz dulce; sino con una rasposa y hueca, pero de igual manera, melódica—. Sólo háganle caso a madre. Ella sabe lo que hace.
Su voz parecía dejar una hendidura en el aire cada vez que hablaba, cada sílaba que pronunciaba parecía ser como una orden que después de un tiempo, el maestre no podía resistirse a acatarla. Y cuando el niño ya no tuvo más que decir, se marchó. Dirigiéndose en el interior del bosque, hacia el noreste. Lewin captó esto como si el niño quisiese mostrarle el camino y lo más razonable sería agradecer mentalmente por su bondad, para luego seguirle.
Por otro lado, el rey y su hijo se mostraban callados por órdenes de los guardias, quiénes estaban alertas y con cuchillos en mano por si hubiese disturbios.
Poco o poco penetraron en el interior del Bosque Durne y cada vez se hacía más oscuro y lúgubre, de igual modo. La nieve era densa y la escarcha de los árboles caía como lluvia en el techo del carruaje. La luz del sol cada vez iba disminuyendo más su brillo hasta quedar casi extinta, dejando así el pase para que las sombras danzarán entre las copas y ramas.
El niño ya había desaparecido un largo tiempo atrás, pero Lewin había sabido cómo seguirle el paso. Ya iba siguiendo sus huellas por un buen rato. El maestre agradecía la nieve, ya que sin esta no tendría con qué seguirle el rastro. Sin embargo, la nieve era tanto una ventaja como desventaja. En sí era de gran ayuda que, con cada pisada, el chico dejara su huella hundida; pero esta dejaba de ser de ayuda cuando ocultaba con su gruesa capa lo que había escondido debajo de esta.
"Podría ser una trampa", meditó Lewin. "¿Pero acaso ese dulce niño sería capaz de engañar a alguien?
Sacudió la cabeza por siquiera concebir ese absurdo planteamiento y se repitió por una última vez que esa afable criaturilla era incapaz de cometer algo tan nefasto como el engaño. Él jamás confabularía con alguien para infligir la destrucción de otros.
Era gracioso cómo de repente se había creado tal vínculo, como el maestre tenía la sensación de conocerlo mejor que nadie. Como si se hubieran relacionado desde el principio de los tiempos, aunque en realidad no sea así.
Sin previo aviso o señal alguna, una rueda del carruaje se estancó, proporcionándole al viejo, una fuerte sacudida de sus pensamientos. Por lo visto, en aquel tramo del terreno, la nieve era a tan solo una fina capa que a duras penas llegaba a ocultar el gran agujero en el habían caído. El carruaje se meció con brutalidad ni bien cayó en el mortal hoyo, y el rey y su hijo se balancearon con fuerza de lado a lado, petrificados por la situación. Henrei pudo ver en los oscuros ojos de su hijo el miedo retratado, viendo luego su rostro que se había tornado blanco como la lija. Daba la sensación que en cualquier momento este podía desmayarse o sufrir una crisis nerviosa.
Después, silencio. Uno total y escalofriante, a la misma vez. Y luego, el viento, el batir de unas alitas, los grillos, el gélido discurrir de un cercano arroyo y la respiración entorpecida del corcel; finalmente, en cuestión de segundos, se escuchó el siseante ¡Zaass! ¡Zaass! Un silbido en el aire y se escuchó el cuero romperse, el caballo corrió al galope, internándose en el Bosque Durne y mezclando su oscuro lomo con las sombras del anochecer. La espada hendió el aire con un sonido sordo pero escalofriante. Entonces, se escuchó un hueco sonido doble. Algo que cayó al suelo y fue lanzado lejos; luego unas pisadas lentas acompañadas del rasposo crujido que creaba la hoja de la espada al ser arrastrada contra la fina nieve, las cuales ambientaban un escenario de tensión que había dejado helado al rey y a su hijo. Los guardias claramente estaban aterrorizados de igual manera, mas era su trabajo cuidar de la familia real sin importar qué. Y cumplirían su juramento hasta el fin de sus días.
Antes de que el atacante llegara hacia ellos, el guardia más joven se llevó a Henrei y a Eseac por el lado izquierdo del carruaje; mientras que su compañero se preparaba para dar su emboscada y el primer decisivo ataque.
El guardia más robusto y experimentado arremetió su espada de acero contra su opositor; sin embargo, por poco cae de lleno en el glacial, debido a que ya no había nadie. Había desaparecido. Las únicas pistas que pudo haber dejado fueron las huellas gravadas, pero ni eso dejó. Era como si un fantasma hiciese su aparición y luego se disolviese en el aire. Sólo dejó el charco de sangre que, como él suponía, era significado del asesinato que se había cometido contra el maestre Lewin. Ya ni siquiera estaba el cuerpo decapitado o la cabeza si quiera.
—¿Quién anda ahí? ¡Muéstrate, cobarde forastero!
Era sorprendente como en una voz llena de valentía y amenaza se podía detectar cierta inseguridad. El guardia mayor, Joshua, se detuvo. Escuchó. Y desveló cada secreto que ocultaba aquel extraño bosque.
"¡Maldición!", pensó el guardia. "¿A caso estos salvajes eran fantasmas?"
Al parecer, ellos no hacían ruido para luego dar la embestida final a su presa. Todo sin dejarse ver, tampoco.
Joshua divisó un movimiento fugaz por el rabillo del ojo. Unas sombras claras se deslizaban por los árboles. Una silueta eclipsada surgió de la oscuridad del bosque y se alzó ante el guardia. Era alta, morena y flaca hasta los huesos, con el cabello largo y castaño. Llevaba una camisa de lino blanca y unos pantalones hasta la rodilla de lana negra, un cinturón de cuero le apretaba en la cadera y cargaba con muchas cuchillas de filo corto, todas envainadas. Al caer sobre el suelo helado, la mujer de ropas ligeras desenvainó su cuchilla que tenía una hoja transparente la cual cambiaba de color cada vez que se movía. En un momento era blanca como la nieve recién caída, a la siguiente negra como las sombras, o salpicada del oscuro verde grisáceo de los árboles. Hasta que, de un solo hendidura, bajo los escasos rayos de luz, esta fue jaspeada por el rojo escarlata de la sangre que emanaba del muñón de la muñeca recién mutilada.
Joshua escuchó cómo se le escapaba el aliento en un sonido cortante antes de soltar un estremecedor aullido.
El guardia, afligido por el dolor, dio un último esfuerzo antes de caer desvanecido y lanzó un tajo en dirección hacia la mujer; sin embargo, Joshua ya había perdido el equilibrio y todo lo que alcanzaba a ver le daba vueltas. Fácilmente, la mujer esquivó el toque, se agachó y devolvió el golpe, dando un trazo filudo en el oblicuo del abdomen. Tal fue el impacto de la acuchillada, que el guardia cayó de rodillas. La mujer le dio una sonrisa de lado a lado y le dio una patada en el pecho que lo impulsó hacia atrás; esta se montó sobre él y de su cinturón sacó dos navajas plateadas con el mango hecho de vertebras.
—Espero hayas tenido una buena vida. —Le sonrió sin un ápice de carisma y sin ningún titubeo, hundió las cuchillas en ambas pupilas del guardia. El puñal de ambas navajas se enterró con tal violencia que sus hojas perforaron el cráneo de este. El hombre ya había dejado de forcejear y se quedó inmóvil. La mujer observó el cuerpo sin vida y sonrió al ver la sangre empezar a discurrir de las cuencas de los ojos.
En un momento de éxtasis, se despojó de sus prendas quedando únicamente con el trozo de cuerda alrededor de su cuello que sujetaba el dije de espinas. Miró el cadáver sin ningún corte grave y como a cualquier verdadero artista, le vino la inspiración. Hizo un profundo y preciso corte en el cuerpo y dejó que sus manos congeladas exploraran aquellos ríos escarlatas, embadurnando su propio cuerpo con la sangre de su víctima. Sentía cómo el frío y la sangre la enardecían de una manera que ningún hombre podría en la vida. Su cuerpo hervía en placer y gozo, olvidándose por instantes del extremo frío que corría.
Con una gran sonrisa recordó los infinitos finales que había concedido, la orquesta de gritos y el coro de plegarias; trató de recordar cuáles fueron sus expresiones antes de que expiraran su último aliento. La de este hombre, por ejemplo, no fue de resignación a la muerte u horror, sino de espera. Una espera al final de su dolor, el cual Lorraine hubiera querido alargar.
Cuando el lienzo de su cuerpo fue pintado, se recostó sobre la pura nieve y extendió su brazos y piernas, frotándolos rítmicamente contra el níveo manto. A medida que fregaba su cuerpo contra la cellisca, ésta la iba expurgando del rojo de su cuerpo.
"¡Siempre son los hombres los que se mueren con mayor facilidad!", rio con diversión.
A decir verdad, toda esta situación le provocaba mucha gracia. La desesperación y la tragedia le parecían estúpidas, ¡pero vaya que las cosas estúpidas le causaban risa! La mujer sentía que poco a poco se ahogaba en su propio jolgorio. Era como sumergirse en una carcajada infinita y desquiciada; porque eso es lo que era, desquiciada.
—Madre— murmuró una vocecilla melodiosa—, ¿qué es lo que te ha causado tal regocijo?
La mujer se detuvo y giró para ver a un pequeño niño de cabello rizado y castaño, desgarbado e inexpresivo, con la piel más pálida que la nieve misma.
—¿Es que es difícil de saber? —apuntó la mujer—. ¿O es que acaso no ves el paraíso en el que estoy?
El niño calló y bajó la mirada viendo el horror que había pintado su madre sobre la nieve. Las personas normales hubieran hecho un ángel de nieve; ella simplemente le dio algo de color. Había prendas regadas por todo el lugar, las cuales el niño tomó y se las extendió a su madre, dado a que estada totalmente desnuda. Esta se puso de pie y caminó hacia él mirándolo con una dulzura inesperada; cuando llegó hacia él, se agachó y le tomó el rostro con las manos haciendo que la vea sin pudor alguno.
—Que nunca te avergüence el mostrar tu cuerpo.
El niño desvió la mirada y se deshizo del agarre de su madre para luego darle la espada.
—Lamento haber dado una impresión errónea. Solo digo que deberías ponerte algo encima si no quieres morir congelada.
Su madre no discutió eso, pues sí que sentía una fuerte corriente de aire que la azotaba sin piedad.
Julien, su hijo, y a una gran distancia, se había agachado y con una ramita que encontró, empezó a dibujar trazos curvilíneos. Lorraine, sentada, se iba revistiendo mientras veía a su hijo rayar la nieve con el torcido pedazo de madera; se arropó en sus pantalones cortos de lana negra y luego, poco a poco, fue envolviéndose en la vaporosa camisa de manga larga. Dejó el cinturón en el suelo y caminó hacia su para dejarse caer a su lado cuando le alcanzó. Enfrente de ambos estaba garabateado el dibujo de un joven mayor a la edad de Julien. Lorraine reconoció de inmediato aquel retrato y trató de reunir fuerzas suficientes para derrumbarse.
—Sé que lo extrañas—le consoló, rodeando a su hijo con sus brazos—. Yo también lo hago, pero ahora solo somos tú y yo. Aprecia lo que tienes y olvida lo que perdiste.
El pequeño había empezado a llorar. Sus lágrimas se le resbalaban por las mejillas y caían contra la nieve; su madre lo apegó aún más contra ella y con ternura, le dio un beso en la coronilla.
Años atrás, en las fronteras del reino de Lidellín, los hombres del rey incineraron toda su aldea; desde luego que hubo supervivientes, pero el joven retratado no fue uno de ellos. Julien, en esos momentos no se quiso separar ni un poco de su madre, ni siquiera cuando ella le pidió que la soltara para que pudiera buscar a su hermano. No obstante, a pesar de la ardua búsqueda, jamás lo encontraron y lo dieron por muerto.
Debido al miedo por perder a su otro hijo, Lorraine tuvo que empezar a valerse de su propia fuerza para proteger a su único niño; sin embargo, después de un tiempo, ella ya no mataba por necesidad, sino por placer. Durante los años, desarrolló un deleite por la sangre y la muerte digna de una sádica asesina; quizás fue ese sadismo lo que les impresionó a los herejes e hizo que la conviertan en uno de sus miembros, admitiendo con indiferencia a Julien. Si bien es cierto, Lorraine nunca fue muy devota a ningún todopoderoso, pero no fue el paganismo el detonante principal para querer ser parte de la comunidad; fue más bien el odio y esa sed de venganza que esas personas tenían contra el rey Henrei, ya que ellos también perdieron familia en la masacre. Era el mismo odio que ella tenía y, además, gozaba el ensuciarse las manos de sangre.
—Madre—masculló Julien—. Si pudieras regresar al pasado, ¿lo harías?
Su madre borró su sonrisa y guardó silencio por unos segundos, luego respondió:
—Pues por supuesto que sí. Lo daría todo para volver a ver a tu hermano.
El pequeño se paró y caminó alejándose un poco de su madre. Llegó a un metro de distancia, más o menos.
—Mentirosa. Jamás renunciarías a tu despiadado placer; ya que desde hace mucho tiempo lo deseas. Desde antes deseabas tener el poder de quitar vidas, puesto que pensaban que era lo más cercano a ser dios, un dios que juzgue a sus pecadores. ¿Crees que no me daba cuenta de eso cuando degollabas los cerdos y pollos? ¿Del cómo disfrutabas del dolor aun en los animales? ¿En cómo te complacía verlos chillar y forcejear por sus vidas cuando levantabas tu cuchillo?
» Eres una mentirosa. —Se dio la vuelta hacia su madre, pero con la mirada baja y con las palabras habladas como en susurro—, pues ni en la vida ni en la muerte renunciarías a eso. Ni siquiera para volver a tu hijo. Sin embargo—dijo haciendo una pausa—, felicidades, encontraste tu verdadera razón de ser.
Julien siguió avanzando hasta que se detuvo por el repentino silencio y se volteó, pero no encontró nada. No vio ni a su madre ni al cadáver. Entonces lo entendió y soltó un fugaz resoplido: el sacrificio acababa de empezar y no bastaba con solo dos ofrendas. Su madre iría a por el rey y su hijo, y por el otro guardia; si es que los lobos no la habían ayudado ya con eso.
Nota de la Autora:
Aquí arriba en multimedia les dejo el cover de Unravel de Tokyo Ghoul hecho por PelleK en el que me inspiré para escribir este capítulo, y además lo estaba escuchando mientras terminaba esta parte. Espero que les guste tanto el cover como este primer capítulo.
Posdata: Esta va a ser la mecánica con la que utilice el contenido de multimedia. Más simplificado: por cada capítulo pondré un cover del opening o ending de un anime, o también cualquier cover ( o el vídeo clip original) de una canción que me guste.
También les dejo el banner, insparado en esta historia. La próximo parte la estaré publicando esta semana entrante. Gracias por leerme y adiós.
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