Capítulo 7
Antes de desaparecer, los últimos restos de la neblina blanca explotaron y me lanzaron contra el suelo; los viejos tablones de madera crujieron con el golpe. Apreté los dientes, levanté un poco la cabeza y noté el tacto cálido de una gota de sangre al resbalar por la sien.
—Maldito Pozo —mascullé, después de arrodillarme y observar al ave posada sobre lo alto de un mueble destartalado y carcomido—. Ya podrías haber hecho algo para que no cayera. —Obtuve un corto graznido por respuesta—. Tienes razón, estoy perdiendo la cordura. Ya hasta le hablo a un pájaro de polvo.
Me toqué la herida de la sien, las yemas se empaparon y la calidez de la sangre me recorrió la mano. Me miré los dedos y el rojo emitió un tenue fulgor. No era una ilusión, no eran desvaríos, el Pozo me cambiaba poco a poco, ganando terreno en cada uno de mis tropiezos. La cadena quizá lo ralentizara, pero era imparable.
Observé la habitación en la que había aparecido. Las velas que prendían encima de algunos muebles eran negras y emitían brillos oscuros. Las luces que propagaban las llamas consumían los colores antes de que estos fueran siquiera capaces de aparecer. No había lugar más que para los tonos opacos y los grises; lo único que se alejaba del blanco y negro era mi sangre.
Me levanté, giré la cabeza y miré el retrato de un padre y una madre, ambos con una sonrisa forzada por unos clavos hundidos en los mofletes. Al lado, muy cerca para completar la imagen de la familia, se encontraba el cuadro de un niño y un anciano ahorcados en un árbol marchito.
—Cada vez entiendo menos este lugar...
Dirigí la mirada hacia los tablones de la pared y vi las marcas de los arañazos que arrancaron astillas a la madera. La habitación, menos los muebles que se hallaban junto a las paredes y tenían los cajones cerrados con cadenas y cerrojos, estaba vacía.
En un extremo, en la pared opuesta a la de la puerta, unos cuatro metros detrás de mí, había una ventana tapiada con largas piedras aplanadas que supuraban un mejunje hediondo. A los lados, cortinas de pelos resecos entretejidos con ojos ocultaban los tablones.
—Pura enfermedad...
Mientras las pupilas se dilataban y me observaban, uno de los ojos explotó y sus restos me salpicaron. Una mueca de asco se apoderó de mi rostro, tuve que contener las arcadas y aguantar las respiración por el intenso hedor a podrido. Sin mirar hacia dónde iba, retrocedí, choqué con un mueble e hice que se tambaleara; una de las cadenas que lo sellaban se rompió y un cajón se abrió produciendo un fuerte chirrido.
—Un humano, cuánto tiempo desde el último que pasó por aquí. —La voz provino del interior del mueble.
Una fina cuerda, casi elástica, se enredó en mi brazo, se tensó y me apretó la piel hasta hundirse en la carne. Grité mientras un gran ojo blanquecino me miraba desde el cajón.
—¡Suéltame! —ordené.
Aunque la cuerda se deshizo cuando tocó la cadena que me unía al ave, otra salió del cajón y trató de inmovilizarme el otro brazo.
—Oh, traes contigo a uno de los buscadores. —Dos pinchos emergieron de los viejos tablones y me atravesaron las botas—. O lo que queda de él.
Miré al ave.
—¡Haz algo! —Me ignoró, meneó la cabeza y ojeó las cortinas—. ¡Maldito pájaro!
El ojo blanquecino se expandió lo suficiente para sobresalir apretujado del cajón.
—Tu alma está cargada de dolor —pronunció con regocijo.
La cuerda que me inmovilizaba el brazo descendió poco a poco, me arrancó la carne y me melló el hueso.
—¡Para ya!—bramé.
En la superficie del ojo blanquecino se crearon multitud de burbujas.
—Un alma joven, torturada, llena de culpa... —Se calló cuando escuchó los pasos que se aproximaban por el pasillo.
Un hombre vestido con atuendos pardos, deshilachados y roídos, que tenía una larga barba sucia, la cabeza rasurada y la piel repleta de tatuajes de símbolos extraños —rayas de tinta hundidas que trazaban aspas y se conectaban con más líneas; además de puntos de los que surgían trazos gruesos en espiral que contenían palabras incomprensibles—, con dos esferas de energía negra ocupando las cuencas, se adentró en la habitación.
—Así que tú eres el que está haciendo tanto ruido en el Pozo —me dijo, tras observar lo poco que quedaba de mi brazo—. Por más que te hayas fundido a la sombra de Gharmuet, me extraña que hayas durado tanto. —Miró la cadena que me unía al ave—. Me sorprende mucho.
El ojo blanquecino salió un poco más del cajón.
—No te metas, errante —replicó—. Es mío, lo he reclamado.
El hombre caminó hasta quedar cerca del ojo.
—¿Desde cuándo he seguido las reglas del Pozo? —Dio una patada, el cajón se cerró y una plasta blanquecina salpicó parte de la estancia—. En cuanto a ti, me intriga mucho saber cómo has llegado tan lejos. No todo es por la conexión que tienes con la sombra de Gharmuet. —El ave graznó—. Quizá tu mundo ha madurado lo suficiente para contener un alma capaz. —Me miró el brazo casi convertido en hueso, movió la mano, los dedos se le recubrieron con un brillo violáceo, me lo curó y me sanó también las heridas de los pies—. Veamos qué habilidades escondes. —Caminó hasta quedar cerca de la cortina de pelos y ojos y se cruzó de brazos—. Libérate.
Los muebles temblaron y las cadenas y los cerrojos emitieron interminables chirridos. Los eslabones se partieron y los cajones no tardaron en abrirse. Decenas de ojos blanquecinos se hincharon, sobresalieron y me miraron.
—Nos quedaremos contigo —pronunciaron al unísono.
Las cuerdas elásticas me envolvieron las piernas, el brazo libre de la cadena, el pecho, el cuello y la cabeza. Quise alzar el otro brazo, agarrar las cuerdas que me impedían respirar, que me rodeaban la boca y la nariz, y tirar de ellas, pero fui incapaz de levantarlo.
—Aunque sabes cómo es la naturaleza el Pozo, sigues pensando que estás en tu mundo —me dijo el hombre—. Tienes que ir más allá. Si no lo haces, no merece la pena que abandones esta habitación.
Mis pulmones estaban a punto de explotar. Las cuerdas tiraron de mí y caí de rodillas a los tablones. El temor de no ser capaz de cumplir con la promesa que me hice, con el juramento de sacar a mi paliducha del Pozo y deshacer lo que pasó, se adueñó de mí para torturarme junto con los incontrolables temblores en los músculos.
—Interesante —pronunció el hombre, con cierta sorpresa—. El miedo, la culpa, el odio, la angustia, el rencor; estás lleno de lo que hace vibrar al Pozo. Eres una conexión viviente con la agonía del dios muerto. Quizá sí seas de ayuda.
Apenas era capaz de escucharlo, estaba mareado, exhausto, y sentía que de un momento a otro perdería la consciencia.
El ave graznó y aleteó.
—No, espera —intervino el hombre—. Debe liberarse. —No sé cómo, pero consiguió percibir parte de mis pensamientos y de mi tortura—. Si quieres liberar a esa humana, tienes que luchar. Nunca llegarás a ella si sigues perdiendo ante cualquier vulgar entidad del reino caótico. —Sus pasos se acercaron—. Usa lo que te destroza, abraza lo que te desgarra y trasmuta la esencia del Pozo. —No aguanté más y me desplomé en los tablones—. ¡Hazlo! ¡¿No quieres castigar a los que te causaron tanto dolor?! ¡¿No quieres que paguen los que te hicieron matar a tu humana?!
Aunque apenas era capaz de pensar, una respuesta se repitió con fuerza dentro de mí:
«Quiero que sufran. Quiero que paguen con sus vidas y sus almas. Quiero torturarlos».
—¡Entonces, levántate! —me ordenó—. ¡Lucha por lo que te pertenece! ¡Moldea lo que te corroe y úsalo!
El ave graznó y, a través de la cadena, sentí que se prendía la mecha del fuego que me devoraba. Aunque esta vez ardía para consumir lo que estaba a mi alrededor, no para destrozarme a mí. Grité y las cuerdas se rompieron.
—¡Pagaréis!—bramé.
Me levanté y los ojos blanquecinos buscaron resguardarse en el interior de los cajones. Sin darme cuenta, mi rabia recreó una parte del entorno: mis ansias de venganza dieron forma a una barra de metal.
—Libérate —me animó el hombre, tras señalar a los ojos blanquecinos.
Apreté los dientes, me imaginé los rostros de los comerciantes, ignoré las súplicas de las criaturas y las destrocé junto con los cajones y los muebles. No paré hasta que el último de los ojos fue aplastado.
—Pagaréis —pronuncié entre jadeos mientras dejaba caer la barra y el ave se posaba en mi hombro.
El hombre me observó satisfecho.
—Quizá sí haya llegado la hora —dijo, al pasar por mi lado—. Averigüémoslo. —Salió al pasillo y me miró—. Aquí todo se paga, toda ayuda tiene un precio, pero muchas veces algunos persiguen un mismo fin y se benefician de ello. —Sus ojos negros emitieron un débil fulgor—. El único lugar donde se puede esconder un alma humana, una capaz de trascender el Pozo y enviar un mensaje a su antiguo mundo, es cerca de las puertas profundas: las que resguardan al resto del reino caótico de la autentica agonía del dios muerto. —Caminó por el pasillo y lo seguí—. Ambos podemos sacar algo de este viaje.
Creí que había aprendido a moverme sin peligro por el Pozo, pero mi encuentro con el padre de mi paliducha cambió todo. Si ese hombre no hubiera aparecido, me habría convertido en el juguete de los ojos blanquecinos. El reino de dolor y agonía cambiantes era un lugar demasiado traicionero para recorrerlo solo. Incluso sabiendo a dónde se tenía que ir, no era seguro ni llegar a la mitad del camino. Ahí era mejor estar mal acompañado.
Llegamos a un gran salón; las gruesas telarañas grises ocultaban el techo, las paredes y algunos muebles. En el centro había una mesa alargada cubierta por cera negra; los platos, los vasos, los utensilios y las manos de los comensales estaban pegados a la madera. Observé a las personas inmovilizadas por chorros de cera derretida, me fijé en sus caras con sonrisas forzadas y el corazón se me aceleró cuando vi sus ojos moverse y seguirme con la mirada.
—La vida y la muerte no son como en nuestro mundo... —repetí en voz baja lo que me dijo el ser con el que pacté.
Sin detenerse, el hombre giró un poco la cabeza y me miró.
—¿Hablas sobre ellos? —Asentí—. Muchos creen que el Pozo determina el castigo de los que acaban en él, pero tan solo es una consecuencia la combinación de la agonía del dios muerto y de los secretos oscuros de los condenados.
Miré a uno de los comensales, un anciano medio calvo que conservaba pocos dientes, y en su mirada sentí su tormento y su súplica. Me pedía una ayuda que me era imposible darle.
—¿Cómo sabes tanto del Pozo? ¿Eres uno de los...? —Iba a decir seres que habitaron mi mundo, pero me callé y traté en vano de recordar el nombre del ser con el que pacté.
—¿Uno del pueblo de Gharmuet? —Afirmé con un ligero gesto de cabeza—. No, soy un errante. A diferencia de Gharmuet, he evitado que el Pozo me consuma llevando mi esencia de un huésped a otro. —Notó que me detuve y también lo hizo. Se giró y me miró a los ojos—. El cuerpo y el alma que poseo aún aguantarán varios eones. No tienes de qué preocuparte. —Me examinó con la mirada y me señaló las manos—. Además, no serías un buen huésped, has empezado a corromperte. El Pozo, aun con la barrera que genera el vínculo con los remanentes de Gharmuet, te está consumiendo rápido.
Agaché un poco la cabeza y me miré las manos.
—¿Por qué no lo había visto...? —solté, confundido, al observar la finas grietas rojas que me recorrían la piel.
El hombre guardó silencio unos segundos.
—Porque muchas veces no queremos ver lo que somos en realidad y en el Pozo ese defecto no para de crecer. Al haber rehecho una parte del reino caótico a tu voluntad, te has liberado un poco y eres más libre de verte cómo eres realmente.
Contemplé los tenues brillos que escapaban de las fisuras.
—Sabía que el Pozo me estaba afectando, pero no tanto. —Lo miré a los ojos—. ¿Cuánto me queda? ¿Cuánto tiempo tengo?
—El suficiente —contestó, antes de darse la vuelta y andar hacia una compuerta de metal con la superficie repleta de largas púas doradas—. Ambos podremos conseguir lo que queremos.
El hombre se detuvo delante de la compuerta, alzó un poco las manos y una gran cantidad de energía violácea las recubrió.
—Paliducha... —susurré, al sentir de nuevo el miedo; esta vez ante la posibilidad de consumirme antes de rescatarla.
—Tendrás tu oportunidad de reunirte con ella. —La compuerta se abrió y reveló un paisaje de llamas azules congeladas—. Tras el desierto de fuego helado se encuentra la entrada a Hystreit: la antigua ciudad de Gharmuet. Una vez allí, solo tendremos que activar el viejo portal y alcanzar las puertas profundas. —Bajó las manos y desapareció la energía que las recubría—. Iremos por los atajos y evitaremos a los Dhasgermi y a su amo.
Una ráfaga de viento gélido se adentró en el salón y congeló los ojos de los comensales que estaban más próximos a la compuerta.
—¿Su amo? —pregunté, sin apartar la mirada del hielo que agrietaba las córneas de un anciano.
—El único lazo viviente con el antiguo dios, un fragmento de un recuerdo distorsionado, puede que un pedazo de un pensamiento roto o incluso una emoción retorcida. —Me miró—. Tu alma está infectada con su olor. Te has tenido que encontrar con él.
El hombre caminó hacia el glacial desierto de fuego azul.
—¿El ser de las manos quemadas y los hilos dorados hundidos en la carne? —susurré la pregunta mientras lo seguía, aun sabiendo la respuesta.
Cuando la compuerta se cerró, eché un instante la mirada hacia atrás y pensé en los desdichados presos por la cera negra. Sentí pena por ellos, era un destino horrible, pero, al bajar la vista y ver mis manos agrietadas, por primera vez permití que mi egoísmo brotara con fuerza.
Quizá se lo merecieran, quizá en algunos casos el Pozo sí impartía justicia, no todos debían ser como el padre de mi paliducha: inocentes aprisionados en la agonía de un dios muerto. Tenía que haber culpables.
Además debía pensar en mí mismo, apiadarme de mí y salvar a la mujer de mi vida. Mi paliducha y yo habíamos sufrido de forma injusta, habíamos sido condenados por las acciones de otros y merecíamos otra oportunidad. Y, costara lo que costara, me encargaría de arrancar a mi amada de las garras del reino caótico que nació tras la muerte del dios. La salvaría, aunque eso me condujera a la condena eterna.
Dibujo del hombre de la cabeza rasurada realizado por: Ranitamortimer
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