Capítulo 17
Caminé por una superficie negra y cristalina que se hundía con cada pisada. Sin detenerme, bajé un poco la cabeza y vi mi reflejo en el suelo. Mi trasformación casi se había completado, mi humanidad estaba consumida, ya no era más que una sombra maldita sustentada por la existencia del Pozo y por el último pensamiento del dios muerto.
El zumbar de las grandes esferas oscuras, que se elevaban y descendían mientras quedaban enlazadas por los diminutos relámpagos azules que desprendían, me llevó a no pensar en el monstruo en el que me había convertido. Miré otro instante mi rostro desfigurado por las amplias fisuras y los pliegues de carne casi petrificada, centré la vista en la construcción cuadrangular de paredes lisas, que se alzaba unos metros hasta quedar oculta tras una densa niebla blanca, y me convencí aún más de lo necesario que era el sacrificio.
—Serás libre... —Suspiré—. Seréis libres.
Cuando apenas me faltaban unos pocos metros para llegar a la construcción, escuché un chirrido lejano y fui alcanzado por una ráfaga de aire gélido.
—Habéis venido —musité, antes de darme la vuelta.
Mientras un Dhasgermi se acercaba y profería gruñidos guturales, cientos de ellos se mantenían inmóviles a bastante distancia. Esperé a que estuviera lo suficiente cerca para dar unos pasos hacia él. El Dhasgermi se detuvo, alcé la mano y los destellos dorados de las fisuras de mi piel le revelaron algo que se había mantenido oculto en las profundidades de su ser.
—Nacisteis del mismo dios —le dije mientras metía la mano en la bruma que le envolvía los huesos y tocaba uno de ellos—. Ya existíais en sus pensamientos. Os creó para tratar de frenar a las voces diabólicas. —Inclinó la cabeza para ver su trasformación—. Es hora de que recordéis.
El resto de Dhasgermi se miraron las manos a medida que sus huesos se recubrían de finos hilos dorados y las brumas que los rodeaban brillaban con mucha intensidad.
—Renacer —pronunciaron con voces guturales al unísono.
Asentí y retrocedí un par de pasos para separarme del Dhasgermi mientras él contemplaba su brazo dorado y recordaba.
—Morimos —dijo, después de mirarme.
—Moristeis y seguís muertos. Vuestro creador acabó con su vida y seguisteis su destino. —Un fuerte rugido resonó a cierta distancia y el Dhasgermi se dio la vuelta—. Pero hay esperanza. No desapareceréis cuando el Pozo se extinga, viviréis porque no nacisteis en él ni fuisteis arrebatados de los mundos para sufrir el tormento de la agonía; las sombras de vuestros recuerdos son tan antiguas como el mismo reino caótico.
La bestia gigante, la que me persiguió por el pasillo de los cuadros macabros, la que el Pozo había creado para frenarme, apareció a través de un portal de polvo granate.
—Renacer —dijo el Dhasgermi mientras giraba la cabeza para mirarme.
Observé a la bestia, me fijé en su rostro repleto de ojos amarillos y en las lenguas que sobresalían de las fauces. Dirigí la mirada al Dhasgermi y señalé a la criatura monstruosa.
—Renaceréis, pero tenéis que pararla. —El Dhasgermi miró a la bestia y soltó un grito gutural—. La agonía del Pozo no debe impedir el nuevo comienzo.
—Renacer —pronunció el Dhasgermi, antes de avanzar flotando en dirección a la bestia.
Me di la vuelta, caminé hacia la entrada de la construcción y escuché al resto de Dhasgermi proferir gritos guturales; lucharían para que nada impidiera que la locura llegara a su fin. Me detuve un segundo, giré la cabeza y vi cómo la criatura monstruosa atacaba a un Dhasgermi, cómo le destrozaba los huesos y cómo estos se volvían a recomponer.
—Sufre la impotencia de no ser capaz de evitar tu fin —sentencié, antes de entrar en la construcción.
Atravesé una cortina de aire cargada de vapor negro y me adentré en una inmensa cúpula en la que había infinidad de cadáveres que colgaban de hilos roídos; todos tenían la carne reseca, los huesos amarillentos y los dedos cubiertos por hongos. De los huecos entre los dientes escapaba un líquido azulado que goteaba hasta la barbilla y descendía poco a poco convertido en una fina llovizna.
—Sois los primeros condenados. —Recorrí con la mirada los cadáveres de los que sucumbieron al hallarse no muy lejos del dios muerto cuando se suicidó—. Os convertisteis en el alimento que hizo crecer la agonía.
Unos centelleos, producidos por decenas de finos rayos dorados, ocuparon la zona central de la cúpula. La superficie lisa del suelo se resquebrajó y una gran roca, con varias caras simétricas, pulidas, que acaban en punta, se alzó hasta flotar a una decena de metros.
—Aquí estamos. —Aunque la voz del hombre de la cabeza rasurada la oí delante de mí, no logré verlo—. En el lugar que me permitirá convertirme en el portador de la agonía.
Forcé la vista, pero tan solo llegué a apreciar una tenue silueta translúcida.
—No te ocultes. Muéstrate. —La gran roca giró y lanzó relámpagos dorados contra los cadáveres—. ¿O tienes miedo de acabar como tu amigo, como Gharmuet?
La silueta se desvaneció, giré la cabeza y la busqué sin encontrarla.
—Gharmuet murió cómo se merecía. —La voz provino de todos los rincones de la cúpula—. Era un estorbo y solo consentí su presencia por el papel que tenía que jugar. —Me volteé para ver si daba con él—. Te trajo al Pozo, te corrompió, te ayudó a que obtuvieras el conocimiento y te debilitó con su muerte.
Me miré las fisuras de la piel y pensé en la cantidad de hilos y polvo dorado que utilicé para matar a Gharmuet.
—¿Debilitarme...? —llegué a decir, antes de que el impacto de un objeto punzante me rajara la cara.
Me toqué la herida y sentí el tacto helado de la sangre casi petrificada.
—Voy a arrebatarte hasta la última gota de tu poder. —La voz se escuchó cerca.
Alcancé a distinguir la silueta de una hoja afilada volar hacia mí y fui capaz de bloquearla con la cadena partida. El hombre de la cabeza rasurada se hizo visible y lo agarré del cuello.
—Tanta palabrería inútil —mascullé—. Eres como el resto de engreídos del Pozo. —Apreté hasta notar que estaba a punto de aplastarle la garganta—. No sirves más que para alimentar tu ego.
Aunque se encontraba en desventaja, su rostro y su mirada mostraban mucha confianza. Movió la mano, creó un portal de niebla oscura y el carruaje, que servía de prisión de mi paliducha, lo traspasó.
Sin darme cuenta, aflojé un poco la mano y el hombre de la cabeza rasurada aprovechó para tocarme la sien y crear una descarga que me abrasó la mitad de la cara.
Me separé unos pasos tambaleándome. Dirigí la mirada hacia sus ojos y vi cómo brillaban con potentes destellos púrpuras.
—Crees que te has desprendido de tu humanidad —me dijo—, pero tu amor te impide despojarte del todo.
Vi al depravado manosear a mi paliducha en el carruaje y la rabia me poseyó.
—Voy a destrozaros. —Dejé que la cadena medio partida cayera hasta rozar el suelo—. Vais a pagar por lo que habéis hecho.
Lancé los eslabones contra el hombre de la cabeza rasurada, quería arrancarle la carne a golpes, necesitaba saciar mi ira, pero apuntó con la palma hacia la cadena, la detuvo en el aire y la cogió.
—¿Qué se siente al haber sacrificado tanto y no parar de ser vencido? —preguntó mientras un brillo púrpura recubría los eslabones y me alcanzaba el brazo—. Tus esperanzas solo han servido para que negaras la realidad, para que asumieras que lo que te proponías no era imposible.
Unos seres, compuestos de una pringue babosa y amarillenta, que expulsaban chorros de esporas y tenían rostros que no cesaban de hervir y desfigurarse, se arrastraron hasta mí al mismo tiempo que el brillo púrpura me helaba la carne y me adormecía los pensamientos.
—Es imposible que ganes —logré decir—. El dios planeó tu fin y el del Pozo.
El hombre de la cabeza rasurada permaneció inmóvil mientras las criaturas gelatinosas explotaban y me cubrían de pringue.
—Por mucho poder que hayas conseguido, sigues limitado por tu forma de percibir la existencia —contestó y me miró a los ojos—. En el fondo, no eres más que un humano que sigue aferrándose a su deseo de vivir una vida tranquila junto a la humana que ama. —La pringue, que casi me cubría por completo, se endureció y me dificultó escucharlo con claridad—. Has descubierto revelaciones ancestrales del Pozo, incluso has dominado parte de la agonía, pero no eres capaz de sellar el hambre insaciable dentro de ti. Por mucho que lo desees, no eres lo bastante fuerte. —Miró cómo los relámpagos dorados emergían de la gran roca con más intensidad y rapidez—. Habrías hecho bien en cuestionarte el supuesto mensaje del dios muerto y el pacto con el susurro de infinidad de voces.
La pringue acabó de cubrirme y, sin ser capaz de ver ni de oír, quedé inmovilizado. Unas fuertes descargas me recorrieron el cuerpo, me abrasaron por dentro, calaron hasta mi alma y fueron extinguiendo mis pensamientos.
Mi ser se descompuso y lo único que pude hacer fue atormentarme al pensar en que quizás me engañé, en que era posible que malinterpretase el plan y que todo lo que hice tan solo sirviese para consolidar el sufrimiento de mi paliducha.
Todo estaba oscuro, el aire era gélido y en él flotaba algo que lo volvía denso. El silencio reinaba y ni siquiera mis respiraciones ni mis pasos hacían ruido. Era como si ese lugar no existiera y yo tan solo lo hiciera por ser capaz de recordar quién fui.
Caminé sin rumbo, perdido, con la sensación de que había fracasado y que mi condena me conducía a vagar durante toda la eternidad reviviendo mi derrota, sufriendo por no haber sido capaz de liberar a mi amada.
El tiempo no existía, todo permanecía igual, inerte, detenido en un vacío sin principio ni fin. Nada retrocedía o avanzaba. Llegué a preguntarme si de verdad yo me movía.
Al menos tenía un frágil consuelo. Aunque me torturaba pensar en el sufrimiento al que estaba condenada mi paliducha, en ese vacío oscuro no había rastro de la agonía ni de nada nacido en el Pozo. Allí, aun siendo una ilusión, me podía aferrar a que quizá sería capaz de volver, ya que no había nada ni nadie que me lo impidiera.
Poco a poco, a medida que andaba por la oscuridad, mis pensamientos se fueron espaciando. Al principio mi mente bullía con ideas, recuerdos, deseos y reproches, pero el moverme en un vacío, detenido en un instante que ni siquiera existía, me fue cambiando.
Llegó un momento en el que sentí que lo mejor era detenerse, parar de caminar y ser uno más con la oscuridad. Pero, aunque no supiera a dónde iba, el amor por mi paliducha resurgía y me empujaba a continuar la marcha.
Para mi desgracia o mi paz, al final la quietud del vacío acabó por imponerse. No sé cuánto pasó, si hubiera existido el tiempo puede que hubieran sido meses, años o incluso siglos. Quién sabe, a lo mejor habrían transcurrido milenios.
Dejé de darle importancia al paso del tiempo cuando decidí detenerme, tumbarme en el terreno áspero y ser uno más con el vacío. No había nada que hacer y, aunque en el fondo quizá me carcomiera, acepté sin resistirme que mi camino había llegado a su fin. Si mis palabras hubieran sido capaces de escucharse, es posible que hubiera agradecido la oportunidad de no ser presa de la culpa.
Mis pensamientos casi se apagaron por completo. De vez en cuando nacía alguno para recordarme por qué estaba ahí, pero se evaporaba con rapidez y dejaba paso a un silencio que me alejaba aún más del pasado.
No sé lo que tardé, pero acabé por no ser más que una diminuta porción del vacío. La negrura tocó el fondo de lo poco que quedaba de mi alma y trasmitió la paz de quienes han dejado de sufrir y sentir.
Aunque todo era oscuridad y no servía de nada tener los ojos abiertos, desde que aparecí allí traté de ver qué se escondía más allá de las tinieblas, pero, una vez que decidí no resistirme, cerré los párpados para completar mi tránsito a la no existencia.
Lo último fue no respirar. Aunque en ese lugar no servía de mucho, desde que llegué al vacío, no paré de inspirar el aire denso y gélido. Quizá lo hice porque me permitía mantener la ilusión de que seguía vivo.
Los pensamientos se esparcieron aún más, pasaba una eternidad de uno a otro, apenas tenían fuerza, aparecían como ecos sombríos difíciles de entender; mi mente se extinguía y con ella quizá también lo hiciera mi alma.
Cuando tan solo quedaba un hilo quebrado de lo que antaño fue mi conciencia, en el momento en que estaba dispuesto a desaparecer, una fuerte vibración sacudió el vacío y propagó un grito tan impregnado en dolor que se hundió en las entrañas de mi ser como las fauces de una bestia hambrienta.
Abrí los ojos, inspiré con fuerza, me incorporé y vi cómo a varios metros se contraía y se expandía una neblina rojiza repleta de granos dorados. Convertido en polvo desecho, la tenue niebla parecía un corazón inmerso en una intensa lucha por no parar de latir.
Un nuevo grito consiguió que mi esencia temblara y que tuviera que esforzarme por no perder la cordura. Apenas fui capaz de levantarme, tenía las sienes a punto de estallar. Con gran esfuerzo, dirigí la mirada hacia la neblina y distinguí un rostro difuso en su interior. Miré al otro lado, a la oscuridad del vacío, y dudé entre correr hacia las tinieblas o dirigirme hacia la neblina.
No me dio tiempo de elegir, un nuevo grito desgarró la negrura y millones de grietas doradas resquebrajaron el vacío. Miré la neblina, noté una conexión enterrada entre los recuerdos polvorientos y comprendí qué era ese lugar. Estaba ante el origen de la creación del Pozo, ante el eco de la agonía del dios muerto que desgarró la realidad y la desfiguró hasta trasformarla en un reino de caos y tortura.
El hombre de la cabeza rasurada me había apartado de mi cuerpo y había consumido de poder mi alma, me había condenado a no existir, pero en el vacío yacía mucho más que oscuridad. Incluso aquí, el dolor del dios muerto se había sentido con fuerza. La agonía de la deidad desgarró lo que no existía, permaneció en el vacío y, al contrario que en el Pozo, se mantuvo intacta.
Alcé la mano y, por primera vez desde que pisé ese lugar, llegué a verla; infinidad de diminutos filamentos se enrollaban para darle forma. Un nuevo grito empujó parte de la neblina y la acercó a mis dedos. El tacto del eco del dolor del dios muerto fue lo que selló mi unión a lo que fue y ya no era.
Incliné un poco la cabeza en señal de agradecimiento y juré que cumpliría mi palabra, que nada me lo impediría. El dios muerto, mucho antes de que yo naciera y que él se quitara la vida, depositó su confianza en mí; se preocupó de que tuviera la oportunidad de salvar a mi paliducha y crear un futuro libre de la agonía del Pozo; se esforzó en esquivar las voces diabólicas de su cabeza lo suficiente para concebir un plan que tuviera posibilidades de funcionar.
Había llegado el momento en el que todo dependía de mí y no estaba dispuesto a fallarle ni a fallarme. Vencería a costa de extinguirme, retornaría al vacío, pero esta vez habiendo asegurado que la creación se libraba del Pozo.
Abrí un poco los párpados, solo lo necesario para ojear qué sucedía sin revelar que había vuelto. De rodillas, a mucha distancia de la gran roca, vi que el hombre de la cabeza rasurada había aprisionado con cadenas al ser envuelto en niebla: el que era lo más parecido a un recuerdo del dios muerto, al que presencié enfrentarse a Gharmuet en la visión que tuve nada más adentrarme en el Pozo.
—Te has dedicado a mantener cierto control en el crecimiento de la agonía —afirmó el hombre de la cabeza rasurada—. Has cumplido bien tu función, pero estamos en el inicio de una nueva era, una en la que el Pozo no tendrá ningún límite para devorar.
El ser envuelto en bruma lo miró con desprecio.
—Te crees más poderoso de lo que eres —mientras hablaba, notó que había regresado y me observó durante un instante—, pero, como todos, estás condenado a cumplir el papel que se te designó antes si quiera de que se iniciara tu existencia.
El hombre de la cabeza rasurada guardó silencio unos segundos.
—Desde que la agonía del dios muerto arrasó mi mundo, después de que cayeran mis hermanos, me he dedicado a buscar el modo de trascender aún más. —Alzó la cabeza y observó los cadáveres resecos—. Mi pueblo murió con el nacimiento del Pozo, me aseguré de que así fuera, de que la agonía arrasara mi hogar. Orquesté el sacrificio de mis hermanos para que sus almas no solo engrandecieran al Pozo, sino para que también me engrandecieran a mí.
Por un instante, los cadáveres resecos recobraron parte de su vida, emitieron gemidos ahogados y trataron en vano de liberarse de los hilos roídos.
«No eran mortales... —Percibí sus esencias y alcancé a vislumbrar retazos de sus antiguas vidas—. Eran seres elevados, dioses, no tan poderosos como el dios muerto, pero sí mucho más que el resto de malditos del Pozo...».
De las bocas de los cadáveres surgió un vaho azulado que descendió con lentitud hacia el hombre de la cabeza rasurada.
—Yo o algo de mí estaba ahí —aseguró el ser envuelto en bruma—. Sin el sustento de las almas de tus hermanos, la agonía no se habría descontrolado hasta engullir gran parte de la creación.
El hombre de la cabeza rasurada aguardó en silencio a que el vaho lo alcanzara y se introdujera en su cuerpo a través de los poros.
—Sin mí, el Pozo habría sido confinado en unos pocos mundos que carecían de vida —contestó mientras los ojos le brillaban con mucha intensidad—. Yo soy el verdadero padre de este reino divino.
Moví un poco los ojos, dirigí la mirada hacia el carruaje y vi que mi paliducha estaba sola. Con rabia, me fundí con los ecos más profundos de la agonía y busqué una diminuta fluctuación que me indicara hacia dónde debía dirigir mis pensamientos.
«¿Los has reunido?».
La encarnación de la culpa de mi antiguo yo tardó un poco en responder:
«Sí, he dado con todos. Pero me han dicho lo que vieron cuando estaban unidos a él y no es cómo pensábamos. En su interior tiene una espiral gigantesca nacida de un poder inmenso».
Ojeé cómo el hombre de la cabeza rasurada absorbía el vaho.
«Es un dios... o lo era».
La encarnación de la culpa soltó una carcajada.
«Ese maldito cerdo es un dios. Nunca hemos matado a uno, estará bien saber qué se siente».
Alejé mis pensamientos de los ecos de la agonía y miré al ser envuelto en bruma. Al advertir que lo observaba, movió la mano despacio, sin que el hombre de la cabeza rasurada se diera cuenta, para señalar la gran roca que flotaba en medio de la cúpula.
Sabía qué quería decir, eso formaba parte del plan, pero las cosas habían cambiado. No supe prever que el hombre de la cabeza rasurada era un dios y que su poder no pararía de incrementarse. Y si el dios muerto en un principio me lo quiso revelar, esa porción de sus pensamientos se consumió con el pasar de los eones. Debía improvisar, solo tendría una oportunidad.
—¡¿Tú, maldito dios engreído, es que no sabes hacer las cosas bien?! —Me levanté, corrí hacia él, moví la mano y creé una infinidad de hilos dorados que lo envolvieron—. ¡¿No sabes extinguir el alma de un humano?!
Lo cogí desprevenido y los hilos le apretaron la piel hasta rajársela. Cuando consiguió destrozarlos, ya estaba junto a él.
—¿Qué intentas? —me preguntó, desconcertado—. No puedes ganar.
Le toqué las sienes.
—Mostrarte de que está hecho el sufrimiento.
Cerré los ojos, me concentré y atraje su alma a mi cuerpo. Desde que consumió el suyo con el nacimiento de la agonía, no paró de usar a los condenados para que su esencia no se corrompiera en el Pozo, saltando de unos a otros, destrozándolos aún más de lo que ya estaban. La única forma de ganar tiempo era volver en su contra la capacidad de moverse entre cuerpos y almas.
Cuando su esencia estuvo por completo atrapada junto a la mía, parte de mi piel rocosa estalló. Me separé del cuerpo vacío que ese antiguo dios había poseído y di unos pasos hasta caer de rodillas.
—¡Date prisa! —bramé mientras me desgarraba por dentro.
El ser envuelto en bruma supo con quién hablaba y, aunque las cadenas le privaban de parte de su poder, usó el que tenía a su alcance para acelerar la llegada de la encarnación de la culpa de mi antiguo yo.
—¡Vamos! —grité al mismo tiempo que lanzaba un puñetazo contra el suelo.
El portal que creó el ser envuelto en bruma creció y los condenados, los que en algún momento fueron recipientes del dios caído que traicionó a sus hermanos y los convirtió en alimento del Pozo, se adentraron en la cúpula.
—¡Ahora! —chillé—. ¡Ya!
—¡Rápido! —vociferó la encarnación de la culpa—. ¡Hacedle lo mismo que os hizo!
No aguantaba más, mi ser estaba a punto de explotar, tuve que ceder y permitir que saliera de mí. Giré la cabeza y vi cómo su esencia se dirigía al cuerpo vacío, pero, antes de que llegara a tocarlo, un niño, que tenía el brazo y el rostro aplastados por martillazos, sujetó la representación del alma del dios caído. Aunque no lo soportó mucho y tuvo que soltarlo, llegaron más condenados para retenerlo.
—Libéralo —ordené a la encarnación de la culpa mientras señalaba al ser envuelto en bruma.
Alterné la mirada entre la gran roca y el carruaje. No tenía mucho tiempo, pero quería verla: lo necesitaba. Al mismo tiempo que los condenados sacrificaban lo que quedaba de sus almas para retener al antiguo dios que ansiaba desatar la agonía, corrí hasta el carruaje, materialicé varios hilos dorados, que se hundieron en la puerta y la arrancaron, miré a mi paliducha y le ofrecí la mano para que bajara.
—Yangler... —pronunció con el temor de que no fuera más que una macabra ilusión del Pozo aparecida para torturarla.
—Soy lo que queda de él. —Me cogió la mano y la ayudé a salir del carruaje—. Una porción de su alma que aún se aferra al amor que siente por ti. —Bajé la mirada y observé mi piel llena de fisuras y los huecos que mostraban cómo la carne había explotado—. Pronto serás libre. Pronto acabará la pesadilla.
Quería besarla, una parte de mí insistía en que lo hiciera, pero ya no era el joven que conoció en Vasmilov. Me había convertido en una sombra de su alma, en un maldito. Me di la vuelta, cerré los ojos un segundo, inspiré con fuerza y me alejé.
—Yangler... —pronunció mi nombre con tristeza—. Nunca he dejado de amarte. No era yo la que te apuñaló, estaba poseída. Lo siento mucho...
Me detuve y apreté los puños. Ella no tenía ninguna culpa, yo fui el que ayudó a que acabase condenada. Yo era el culpable de que la agonía le nublara el juicio y decidiera sacrificarme en el camino empedrado.
—No tienes la culpa... —susurré, sin girarme, sin pronunciarlo con fuerza para que no me escuchara.
Miré la esencia del dios caído y a los condenados que la frenaban. Solté el aire despacio y me preparé para un último sacrificio.
—Ella es mía —dijo el depravado.
La rabia se adueñó de mí. Me di la vuelta y lo vi cerca de mi paliducha.
—Vas a pagar —mascullé.
El pervertido la sujetó para usarla de escudo, pero levanté la mano y decenas de hilos dorados lo apresaron y lo arrojaron unos metros por el aire.
—Aunque acabes conmigo —dijo mientras se levantaba—, no podrás borrar lo que le he hecho. —Se relamió—. He disfrutado mucho con ella.
Fui hacia él, lo cogí del cuello y tuve el deseo de arrancarle la tráquea.
—No mereces un final rápido. Mereces sufrir. —Retrocedí unos pasos y abrí un portal a uno de los peores lugares del Pozo—. Pagarás haciendo que otros disfruten.
Aparecieron unos seres desnudos, musculosos, que tenían los brazos cubiertos por piezas metálicas herrumbrosas y las piernas atravesadas por huesos negros. En vez de cabello, de la cabeza les nacían dedos atrofiados que no cesaban de sufrir fuertes espasmos. Las cucarachas les recorrían las mejillas tumefactas y necróticas. Los ojos eran de cristal azul y en ellos, a través de diminutas imágenes, se apreciaba una lujuria incontrolable. Las mandíbulas inferiores estaban medio arrancadas y colgaban hasta tocar los alambres hundidos en los cuellos. Cuando cogieron al pervertido, algunos emitieron intensos gorgoteos provocados por las gargantas repletas de pus.
—No, no. A mí nadie me para —replicó el pervertido mientras intentaba liberarse—. Yo soy un cazador y los demás sois presas. Habéis nacido para satisfacerme.
Creé una gran cantidad de hilos, que se unieron para formar una bola, y los lancé para que se le metieran en la boca y lo callaran.
—Disfruta sirviendo para darles placer. —Al ser consciente de lo inevitable, me miró aterrado al mismo tiempo que el portal se cerraba.
Iba a girarme para ver a mi paliducha, pero escuché un alarido. Varios condenados estallaron y la esencia del dios caído tocó el cuerpo que yacía inerte. Una explosión de luz púrpura se propagó por la cúpula, tuve que girar la cabeza y cubrirme el rostro con el antebrazo.
—No, no —pronuncié entre dientes.
—¡La agonía me pertenece! —bramó, nada más que terminó de ocupar el cuerpo.
Lo miré y vi cómo creaba estalagmitas repletas de largas barras afiladas que empalaban a los condenados. Dirigí la mirada hacia la gran roca, observé cómo giraba a más velocidad y corrí para acercarme.
—¡Tú ya no vas a hacer nada más! —gritó mientras conjuraba una estalagmita que se elevó a mis pies y me ensartó varias barras—. ¡Tan solo servirás como alimento del nuevo reino del hambre insaciable!
Intenté liberarme, pero no fui capaz de escapar del metal hundido en mi cuerpo.
—No puedes ganar —mascullé.
La encarnación de la culpa de mi antiguo yo, arrastrando un palo repleto de clavos, se acercó al caído.
—Eh, tú —soltó, sonriendo—. Sí, tú, el que tiene ese peinado tan horrible. ¿Qué te parece si te enfrentas a una parte de Yangler que sí te plante cara? —Le golpeó la cabeza con el palo—. Abusar de los débiles no está bien visto. Te hace ser menos dios.
Aproveché que lo distrajo para crear varios hilos que se entrelazaron detrás de mí y me empujaron para sacarme las barras de cuerpo, liberarme y hacer que cayera al suelo.
—No eres nada —escupió el dios caído mientras le arrancaba un brazo a la encarnación de la culpa de mi antiguo yo—. Tan solo alimento. —Le puso la mano en la cabeza, elevó una estalagmita cerca, lo lanzó contra las barras e hizo que el cráneo explotara—. Todo es alimento.
Me miró, alzó la mano y se preparó para volver a aprisionarme. Observé la gran roca, solo me faltaban unos metros, estaba muy cerca de acabar con la locura.
—Cumple tu propósito —me dijo el ser envuelto en bruma, después de materializarse al lado del dios caído, cogerle los brazos y usar su poder para paralizarlo.
Corrí y elevé la mano para dar forma a los hilos que aún conservaba el pensamiento roto.
—Ya está —pronuncié en voz baja, antes de escuchar el chillido del ser envuelto en bruma y ver cómo centenares de barras volaban hacia él y convertían su cuerpo en una papilla sanguinolenta.
El dios caído bramó y arrojó parte de su esencia, transmutada en una punzante bruma, contra mí. Cerré los ojos cuando casi me había alcanzado y noté el calor que desprendía y la ira que la empujaba. Creí que había perdido, pero, al darme cuenta de que no ocurría nada, abrí los párpados y comprobé que los hilos habían penetrado en la gran roca, uniendo el pensamiento roto con el corazón del Pozo.
—Ya es la hora —sentencié, al ver que todo se detenía—. Debo recorrer el final de mi camino. —Di unos pasos para apartarme de la bruma punzante paralizada en el aire, miré al dios caído, a mi paliducha y moví la mano para que aparecieran multitud de espejos—. Voy a cambiarlo. —Me acerqué a uno que mostraba las afueras de Vasmilov—. Después de que el traidor llegue y trate de convertiros en marionetas, quedaréis libres de la servidumbre. Volveréis a vuestras vidas sin recordar nada y os iréis a Khemb —le ordené al matrimonio.
El hombre y la mujer asintieron.
—Que la esencia nos recoja —pronunciaron al unísono.
Hice que la imagen desapareciera, miré cómo los espejos reflejaban el pasado mientras cambiaba, percibí cómo la agonía se retorcía y anduve hacia el que me conduciría al camino donde morí. Atravesé el cristal, vi al que una vez fui, tumbado, agonizando, y reviví el tacto frío de la hoja en mi cuello.
—Yangler, lo hemos conseguido. El Pozo me otorgará el don —dijo mi paliducha, presa del éxtasis, arrodillada al lado de un cuerpo que ya casi no contenía vida.
De lo poco que conservaba de mi antiguo yo, el amor hacia ella era lo que se mantenía con más fuerza. Mi corazón, corrompido por la agonía y casi sin ser capaz de latir, aún era suyo.
—No, no lo hará —contesté y ella se giró para mirarme—. El Pozo no es capaz de ofrecer nada más que sufrimiento.
—¿Yangler? —preguntó, desconcertada—. ¿Qué te ha pasado?
Observé mi antiguo cuerpo sin vida y pensé en lo que había vivido desde que morí.
—Un camino de tormento —respondí, después de mirar su rostro consumido por el Pozo.
Soltó el puñal y me abrazó.
—Lo he conseguido, te he traído de vuelta. —Suspiró—. Ahora traeré de vuelta a mi padre y curaré a mi pequeñajo.
La aparté.
—No, no lo harás. —Me miró, sin entender—. Si tuviera que pasar cómo pasó, la esencia con la que pacté devolvería a la vida a mi antiguo yo, acabaríais discutiendo, volverías a intentar matarlo, lo tirarías al camino empedrado y él se defendería. —Mi paliducha observó el cuerpo sin vida—. Te golpearía la cabeza con una piedra, tú seguirías intentando ahogarlo y al final te daría tantos golpes que te aplastaría el cráneo.
Me miró a los ojos.
—No puede ser —pronunció en voz baja, llena de dudas—. El sacrificio hará que no sea así.
Mi antiguo yo comenzó a recobrar la vida, a respirar con dificultad y a mover los dedos .
—Así fue y así debería ser, pero ya no será. —Moví la mano, parte de la manga que cubría el brazo de mi antiguo yo se arrancó, se apelotonó y se le metió en la boca para taponar la garganta e impedir la respiración—. Ya no volverá a ser. —Mi paliducha me miró con cierto temor—. Nuestra historia acaba aquí para que pueda volver a empezar. —Apreté el puño y me tuve que esforzar para sellar el pasado. Ella se dio cuenta de lo que iba a hacer, se giró y corrió—. Necesitamos llegar al final para tener un principio. —Hice que una piedra se elevara y que volara a gran velocidad contra mi paliducha—. Aunque no sea del todo él, te amo y siempre te amaré.
Me di la vuelta, escuché su grito ahogado cuando la piedra le golpeó la cabeza y me adentré en el espejo para volver a la cúpula. Había roto el pasado, no solo en mi mundo, no solo el de mi paliducha y el mío, sino también el de muchos más que alimentaron la agonía. Había cambiado lo que pasó para obligar al Pozo a contraerse y retornar al instante en que nació.
—Maldito humano —pronunció con rabia el dios caído mientras la piel se le agrietaba, las piernas le temblaban y caía arrodillado—. ¿Qué has hecho?
Me miré la mano y la vi convertirse en polvo.
—Poner orden en el caos —musité, después de escuchar cómo la gran roca se despedazaba—. Acabar con algo que nunca tuvo que existir.
Oí los gritos del dios caído a medida que su esencia se convertía en polvo. Miré cómo mi paliducha se desvanecía, como si nunca hubiera pisado el Pozo. Cerré los ojos y sentí al dios muerto reclamarme. Abracé convertirme en el custodio de la agonía mientras esta retornaba al inicio, me fundí con ella y me deshice de mis pensamientos. De todos menos de uno, del que me trasportaba al recuerdo del momento en que me enamoré de mi paliducha. Ese nunca permitiría que se borrase.
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