Capítulo 11
Caminé por un pasillo interminable en el que los gemidos y los sollozos entonaban una macabra sinfonía. Las pieles arrancadas de los rostros, como si fueran pañuelos arrugados entretejidos unos a otros, cubrían las paredes y apenas permitían distinguir los ojos oscuros que se asomaban por los orificios de los pellejos. En el Pozo siempre te observaba alguien.
Ignoré las miradas fundidas al muro y ojeé un par de veces a los malditos que, colgados de las paredes, tenían las muñecas en carne viva por la presión de los grilletes y los cuerpos mutilados más allá de las cinturas; los intestinos, tumefactos y negros, estaban suspendidos en el aire.
—Ayuda... —llegó a pronunciar uno, lo suficiente alto para llamar la atención de un gran roedor de pelaje de espinas metálicas.
El animal avanzó rápido por la pared, hundió sus garras en los rostros arrugados, emitió un chillido y un ser macilento, que tenía multitud de colmillos rotos hundidos en la piel, el rostro deforme por bultos de carne endurecida y la nariz y los ojos enterrados entre los gruesos pliegues, gateó por el techo metálico, esquivó las hojas serradas fundidas al metal, llegó a la altura del condenado, abrió la boca y vomitó decenas de grandes roedores que le rajaron la cara del pobre infeliz.
—Todos estamos aquí por una razón —murmuré, aparté la mirada, no presté atención a los gritos y no me limpié cuando me salpicó la lluvia de carne y sangre—. Somos sombras bajo el reflejo extinto de un dios muerto.
El ser que permanecía en el techo, en el momento en que casi estuve a punto de pasar por debajo de él, centró su rostro en mí y gruñó. Alcé la vista sin detenerme, lo observé con desprecio y no tardó en emitir un débil chillido antes de correr a esconderse. El Pozo, aunque no lo pareciera, tenía un orden.
Dejé atrás el pasillo y me adentré en una sala alargada. Una alfombra de humo, en la que se formaban algunos rostros cargados de dolor y otros con un deleite enfermizo y sonrisas macabras, ocultaba el suelo. Al lado de las paredes, construidas con una argamasa oscura cimentada con pecados, unas figuras cubiertas de ropajes amarillentos, anchos, sucios y deshilachados, arañaban los muros mientras susurraban palabras difíciles de entender.
—Estoy buscando al recuerdo —pronuncié, nada más alcanzar la mitad de la sala—. Quiero verlo.
Una de las figuras se dio la vuelta; las costillas de bruma solidificada quedaron a la vista a través de la prenda y también los seres del tamaño de bebés, sin brazos ni piernas, con los ojos cerca de las barbillas y las bocas en las frentes, atrapados entre los huesos de niebla. El dedo espectral y brumoso de la criatura se acercó a la boca y me mandó callar.
Incliné la cabeza, observé la cadena partida enrollada en mi brazo, la que sirvió para unirme a Gharmuet, y sentí como si decenas de dedos cubiertos con alambres con púas me hurgaran las entrañas.
—Llamadlo —ordené y el resto de figuras se dieron la vuelta—. Quiero verlo, ya.
Permanecieron varios segundos en silencio.
—¿Qué buscas en él? —me preguntó una figura que estaba a unos pocos metros de mí, antes de que el resto repitieran las palabras, susurrándolas.
—Busco el fin —respondí, tras fijar la mirada en su rostro cadavérico de niebla sólida.
—¿El fin? —pronunció con cierta curiosidad otra figura y las demás murmuraron inquietas—. ¿A qué quieres ponerle fin?
Giré despacio la cabeza y centré la mirada en su cara.
—A todo: a los condenados, al Pozo, a ti, a mí. —Guardé silencio un segundo y observé de reojo la piel rocosa de mi mano—. Quiero acabar con la agonía.
Los murmullos se adueñaron de la sala.
—Te será difícil —habló la figura que estaba más alejada—. Muchos antes que tú buscaron extinguir la llama oscura que alimenta al Pozo, pero fracasaron y con su fracaso fortalecieron la agonía.
Di unos pasos, apreté los dientes y los puños.
—Ellos no eran yo. —Elevé la mano y mostré el titileo de los destellos rojos que escapaban de las grietas de mi piel—. Voy a poner fin a esta locura, al precio que sea.
Las figuras cuchichearon.
—Un alma rota, pura en un principio, al borde del abismo —habló de nuevo la figura más alejada—. Eres peculiar, Yangler. Hacía demasiado que nadie como tú se adentraba en las entrañas del Pozo. —Las figuras volvieron a cuchichear—. Pero la oscuridad demanda oscuridad, mucha para considerar siquiera retirarse a sus propias tinieblas, y no sé si tienes lo necesario para ofrecerle una buena ofrenda.
—Tengo más que suficiente para darle una buena ofrenda —pronuncié, remarcando cada palabra—. Mi ser, mi vida y mi alma.
—Quizá sea así. Quizá no. —Se apartó de la pared y gran parte de esta se deshizo convertida en ceniza—. Solo el tiempo dirá si será suficiente para calmar el hambre del Pozo.
Caminé hasta el inmenso agujero que se creó en la pared, me detuve cerca de la figura y observé las nubes de polvo negro que aparecieron más allá del orificio.
—Ahí no está el recuerdo —dije, después de percibir el lugar con el que conectaban las capas de nubes—. Eso es...
—Tu mundo —contestó y las demás figuras repitieron varias veces las palabras—. Aunque acaben transformándonos en monstruos, hay sacrificios que deben hacerse. —La figura miró las nubes de polvo—. Si quieres secar el Pozo y que el sufrimiento cese, inicia el ritual de sangre.
Divisé las afueras de Vasmilov, recordé los momentos lejanos de felicidad vividos con mi paliducha y sentí cómo mi corazón sufría la punzada más dolorosa de mi vida.
—Es demasiado —logré decir, tras fijar la mirada en la figura.
Durante unos segundos, los murmullos se adueñaron de la sala.
—Has entrado aquí convencido de que vas a completar el destino que te has impuesto. —Señaló las nubes de polvo—. Delante de ti, tienes el camino para conseguirlo. La oscuridad demanda oscuridad: el Pozo quiere sangre.
Cerré los ojos e inspiré despacio. Debía elegir entre lo poco que quedaba de mi humanidad o que mi paliducha no sufriera más.
—Que la esencia nos recoja —respondí, después de abrir los párpados y observar un carro que iba camino de Vasmilov.
—Que la esencia nos recoja —repitieron las criaturas al unísono.
Miré una última vez el rostro de la figura, asentí y caminé para unirme con la capa de nubes de polvo. Mientras los granos se fundían con mi ser para trasportarme a mi mundo, sentí mi esencia diluirse hasta desfigurarse y conformar una nueva nacida de los deseos más oscuros. Mi venganza reclamaría un alto precio. A partir de ese momento, ya casi no quedaría nada del antiguo Yangler.
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