Capítulo 10

Todo era naranja, demasiado naranja. Estaba rodeado por nubes venenosas que me producían llagas en los pulmones con cada respiración. Caminaba sin rumbo, perdido. Tropezaba con cráneos, huesos y piedras. Aunque lo peor era pisar los charcos ardientes que me despellejaban los pies.

De vez en cuando, el viento soplaba con fuerza y las nubes se condensaban hasta crear unos hilos dorados que me golpeaban y me arrancaban la piel. Los relámpagos eran peores, caían contra el terreno recubierto de pelaje seco, lo calcinaban y despertaban a unas criaturas que vivían bajo tierra.

Esas bestias, con el tamaño de unos niños mal nutridos, corrían detrás de mí profiriendo gritos guturales y arrastrando las largas lenguas negras repletas de espinas y pelo. Cuando estaban lo suficiente cerca, se arrancaban los ojos y los lanzaban para que explotaran al alcanzarme. No se rendían, no lo hacían hasta que un lejano zumbido retornaba las nubes naranjas a su estado natural.

El yermo paraje parecía no tener fin. Fuera a donde fuera, tomara el camino que tomara, me encontraba siempre con lo mismo: muerte, dolor y hambre. Llegué a preguntarme si aún seguía en el Pozo o si fui a parar a un mundo infinito nacido de él, uno donde la culpa y los sentimientos reprimidos ya no moldeaban la realidad.

Hubo momentos en los que creí que me fundía con el veneno de las nubes. Quizá hasta lo deseara. Convertirme en una parte de ese retorcido paraje de tortura, olvidar y ser uno más con el castigo y no sufrir la condena era tentador... demasiado. Aunque la imagen de mi paliducha aparecía cuando la debilidad se volvía peligrosa y me daba la fuerza para no desistir.

—Malditos monstruos —mascullé al recordar a quienes me traicionaron, notando punzadas en los labios al moverlos y abrir los cortes que los recorrían.

Había perdido la noción del tiempo, me era imposible saber cuánto hacía desde que el espejo de líquido negro me condujo a ese horroroso paraje de dolor. Puede que un día, puede que cien años. No había sol ni luna, ni siquiera la sensación de que las horas pasaran, solo una inmutable atmósfera de condena, castigo y tormento.

Tras la última huida de las criaturas que se arrancaban los ojos, al poco de que retrocedieran después de que el zumbido retornara las nubes a su estado natural, di con un lugar que no encajaba con el yermo.

Primero me topé con varios seres, convertidos en cristal negro, que no tenían pelo en los costados de las cabezas ni en las coronillas; las melenas les nacían de las nucas y caían hasta alcanzar los tobillos. Sus sienes estaban infladas, carecían de cejas y párpados, y los tabiques nasales se componían de varias capas de huesos superpuestas. Sus ojos eran alargados y en muchas partes de los rostros no había rastro de piel ni de carne: los dientes y los cráneos quedaban al descubierto. Portaban armaduras formadas por hilos áureos entrelazados que se hundían en los cuerpos, blandían escudos con un blasón que era parecido al símbolo del Pozo y empuñaban espadas cortas con hojas serradas.

—¿Quiénes sois? —pregunté con un hilo de voz, exhausto, sin darme cuenta de que se percibía el débil pulso de un lento latido.

Los seres, inertes, en posturas que evidenciaban un dolor contenido, me trasmitían la sensación de que no estaban muertos. La vida, en una extraña forma, quizá imposible de comprender, se conservaba y florecía en esos guerreros que daban la impresión de continuar su lucha.

Caminé y bordeé a los seres, atraído por el latido y por un susurro familiar e ininteligible pronunciado por infinidad de voces. El espesor de las nubes perdió fuerza con cada paso que di; los muros derruidos con los que me encontré fueron el preludio a la vasta construcción rectangular que se erigía hasta perderse en la negrura del cielo.

—¿Qué es este sitio? —susurré la pregunta, después de observar los tenues brillos dorados que emitían los pilares hundidos en los muros.

Aminoré el paso, avancé muy lento, con cautela y temor. Di un par de vueltas en torno a la construcción; me podía la curiosidad más que el miedo, quería ver qué escondía, pero no encontré la forma de entrar. Quien lo hubiera erigido lo hizo para mantener sellado el interior.

Permanecí un buen rato cerca de uno de los muros. Incluso me acerqué más para tocarlo.

—¿Qué escondes? —musité, al sentir la calidez de la construcción en las yemas.

Al no hallar ninguna entrada, con la necesidad de seguir en marcha para distraer la mente y que la culpa y el dolor no se adueñaran de mis pensamientos, me di la vuelta y me dirigí hacia la densa capa de nubes naranjas.

Llegué a caminar unos tres metros, antes de que el estruendo de una losa al arrastrarse me llevara a detenerme. Me giré despacio y contemplé el hueco que se había creado en uno de los muros. La luz de una pequeña llama iluminó la oscuridad del interior y quien la portaba caminó con lentitud hasta que salió de la construcción.

—Te está esperando. —La voz espectral, que produjo tenues estallidos con cada palabra, sonó como si fuera absorbida por la boca de la que escapaba.

Observé los harapos marrones que cubrían el cuerpo de quien había hablado y la capucha que, con una densa sombra negra, ocultaba el rostro. La única parte visible era la mano de piel blanca que sujetaba el asa de un farol oxidado.

Estaba exhausto, tendría que haberme ido, pero casi había agotado mis fuerzas y, aunque me lo negara, la idea de acabar con mi existencia poco a poco se trasformaba en una realidad.

Asentí con un ligero gesto y, aceptando mi destino, caminé con la cabeza agachada y la vista fija en el terreno recubierto de pelaje seco. Me estaba convirtiendo en poco menos de una sombra de lo que fui. Quizá en otro lugar del Pozo mi culpa habría emergido para recrear una pesadilla de tormento eterno, pero ahí mis pecados enraizaban en las profundidades más oscuras de mi ser y drenaban la poca esperanza que había sobrevivido a mi periplo por el reino caótico.

Pasé por al lado de la figura cubierta con harapos marrones, elevé un poco la mirada, lo suficiente para ojear la oscuridad que le ocultaba el rostro, y volví a asentir.

—Te está esperando —repitió, tras alzar el farol y arrojar un halo de luz contra las tinieblas del interior de la estructura.

Un cúmulo de llamas cristalizadas, detenidas en plena combustión, convertidas en capas de mineral azul, brillaron e iluminaron una inmensa estancia.

El arrastre de una losa resonó al poco de que me adentrara algo más. Me giré y vi la entrada cerrarse y a la figura vestida con harapos desvanecerse trasformada en humo blanco.

El estruendo de las llamas cristalizadas al agrietarse retumbó en la estancia; las fisuras se profundizaron hasta que el fuego convertido en cristales azules se despedazó y se amontonó en multitud de pilas.

Era extraño, en ese lugar no percibía rastro de la agonía del Pozo. Estar ahí era como encontrarse de nuevo a solas con uno mismo: destrozado, culpable, melancólico, depresivo y con ganas de que todo acabara, pero sin el sufrimiento de un dios muerto hurgando entre pecados con la intención de darles vida.

Mientras los pedazos de los cristales producían una tenue vibración que no tardó en crear una resonancia relajante, cerré los ojos, inspiré despacio y viajé al pasado, a una época donde fui feliz. Una sonrisa se dibujó en mi rostro al recordar las tardes en el prado junto a mi paliducha.

—Te amo —susurré, al mismo tiempo que una lágrima me surcaba la mejilla.

Le había fallado, dos veces. Ella sufría por mi culpa porque la maté y porque no pude rescatarla de los monstruos y del pervertido. Pero en el interior de la construcción, aunque solo fuera por unos instantes, no existió el destino al que nos vimos abocados. Como si fuera real, ahí alcancé a experimentar una vida en la que los comerciantes nunca vinieron a destruir nuestro futuro.

—Te amo mucho —pronuncié despacio mientras me deleitaba al imaginarme a mi paliducha y a mí siendo padres—. Eres lo mejor de mi vida. —En la visión, nuestros hijos correteaban a nuestro alrededor en una casa a las afueras de Lombark: un enclave en el este, muy lejos del imperio—. Ojalá todo hubiera sido diferente.

Los pedazos de cristales dejaron de vibrar y la agradable resonancia se desvaneció. Me sequé las lágrimas y, antes de volver a la dolorosa realidad, me permití fantasear un par de segundos más.

Unas antorchas de fuego azul se prendieron en una de las paredes lisas, reflectantes y oscuras. Observé el danzar de las llamas mientras una gran compuerta de metal dorado aparecía en medio de la estancia.

Me quedé parado un buen rato. Después de mucho tiempo, había hallado algo de paz. Quizá ficticia, irreal, pero paz al fin y al cabo. No sabía qué encontraría al otro lado y temía caer en las garras de una nueva pesadilla. No fue hasta que escuché el lento latido y un lejano susurro pronunciado con infinidad de voces que me armé de valor y caminé hacia la compuerta.

—Que sea lo que tenga que ser. —Suspiré, resignado y dispuesto a reencontrarme con el sufrimiento.

El metal dorado brilló y me obligó a girar la cabeza y cubrirme la cara con el antebrazo. Escuché el ruido de la compuerta al abrirse, pero fui incapaz de ver algo más que los destellos áureos.

—Al fin has llegado —oí las palabras pronunciadas detrás de mí—. Ha sido un camino largo y duro, te has consumido, pero tenías que romperte para tener una oportunidad de acabar con la locura. —El brillo dorado se desvaneció y pude bajar el brazo, darme la vuelta y ver quién me hablaba—. Tenías que padecer la pérdida, la traición y la culpa, hasta que tu alma estuviera al borde de extinguirse.

Me fue difícil distinguir las facciones del ser; un cúmulo de pliegues de grasa, que supuraban un gas azulado, se amontonaban en la cara y palpitaban contrayendo los labios púrpuras y los ojos amarillos. Un colgante de dedos deformes engarzados oprimía la papada y presionaba los rostros que trataban de emerger de la carne. Los brazos de los condenados que lograban surgir de la espalda, poco después de crujir y que los huesos astillados sobresalieran de la piel, eran engullidos por grandes arrugas que crecían hasta convertirse en fauces de colmillos rotos.

—Más dolor... —pronuncié en voz baja, hundido,sin fuerzas para luchar.

Cuando el ser avanzó un poco, la prenda gris, holgada y sucia, que trataba de mantener oculta la gran masa del cuerpo, estuvo a punto de rajarse.

—El dolor siempre trae algo más. —Movió la mano, más grande que la cabeza de un hombre adulto, parte del brazo reventó y un chorro de líquido amarillo, putrefacto y repleto de gusanos muertos, cayó mientras en la estancia se materializaban espejos negros que reflejaban momentos de mi vida.

Observé las imágenes de mi paso por el Pozo y me atormentó el doloroso contraste con las de cuando era feliz en mi mundo.

—¿Qué quieres de mí? —pregunté, aparté la mirada de los espejos y la centré en los ojos del ser, que se hinchaban y se contraían—. ¿Vas a mentirme, usarme y arrojarme al abismo? Hazlo, ya no tengo fuerzas para seguir luchando. Si dejo de existir, el vacío calmara mi dolor y la tortura, la que sufro por no haber sido capaz de rescatar a mi paliducha, no me desgarrara.

El ser tardó en contestar; pareció sondear mi mente y mi alma para ver cuán quebrantadas estaban.

—No estoy aquí para atormentarte, Yangler. —Lo seguí mirando, agotado, sin sorprenderme de que supiera mi nombre—. Estoy aquí para que decidas si cumplirás tu parte.

Elevé un poco la cabeza y vi en un espejo al hermano de mi paliducha muerto en su cama; las sábanas estaban empapadas de sangre teñida de negro y de pus. Me dolió recordar cómo lo mató su madre al poco de que mi amada desapareciera, después de que yo ocultara su cadáver.

—¿Mi parte? —Volví a mirar al ser a los ojos—. No sé qué quieres que haga, pero estoy harto. Acaba con mi existencia y ahórrame ver cómo juegas a darme esperanza para quitármela y destrozarme aún más.

El ser movió la mano y los espejos se descompusieron.

—Tu destino solo está en tus manos. —Aunque sus palabras me desconcertaron por la seguridad que trasmitían, seguí observándolo incrédulo—. Todos los que están ahí arriba. —Elevó la mano para señalar el techo y, antes de que una arruga lo engullera, medio cuerpo de un niño asomó por la manga—. Los que merodean por la superficie del Pozo, por los mundos convertidos en sufrimiento a causa de la locura de un antiguo dios, no son capaces de comprender que lo que creen que es caos no es más que un orden orquestado por una conciencia infinita. —Movió el brazo y apareció un espejo que mostró a los monstruos que me traicionaron—. Malviven consumiéndose en busca de respuestas, ansían controlar un poder que no comprenden y no se dan cuenta de que viven en una ilusión.

Sus palabras me intrigaron.

—¿Una ilusión? —Antes de volver a mirarlo, observé un segundo la imagen de los traidores—. ¿Qué quieres decir?

Al ser le complació mi curiosidad.

—Imagínate que el antiguo dios, el que murió hace tanto, ya no existiera. Imagínate que no quedara nada de él, ni tan siquiera su agonía. — Por un instante, sus ojos brillaron con un tenue fulgor azul—. Si eso fuera así, ¿en qué se convertiría el Pozo? Ya no sería parte del dios ni tampoco un recuerdo extinto; el Pozo habría pasado a ser algo muy diferente.

Bajé un poco la mirada y pensé en sus palabras.

—¿Quieres decir que el Pozo en realidad no son los restos de la mente de un antiguo dios? —Lo miré de reojo.

Negó con la cabeza.

—Sí y no. Hace mucho, tanto que ya casi nadie se acuerda, fueron los fragmentos del dios muerto que sobrevivieron a su extinción, pero, con el pasar de los eones, el sufrimiento y el dolor del dios se extinguieron tal como lo hizo su vida. —Por primera vez en mucho, mi pesar no importó, el ser consiguió que tan solo deseara saber más—. Los mundos y los habitantes que fueron devorados por el Pozo, cuando este era una prolongación del dios, sirvieron para conformar un eco de su agonía. El dolor atrajo más dolor y, aunque perdió su divinidad, el fuego del sufrimiento perduró.

Observé la imagen de los monstruos que me traicionaron.

—El dios ya no existe... —dije para mí mismo.

Asintió.

—Ya no queda nada de él y eso convierte al Pozo en un lugar que puede ser erradicado de la existencia.

El silencio se impuso durante varios segundos.

—¿Cómo sabes tanto? —le pregunté—. ¿Quién eres?

El ser inspiró despacio, movió la mano y un nuevo espejo apareció para mostrar una inmensa masa de líquido azulado burbujeante.

—Soy un remanente de la locura, del dolor, del saber, de la agonía y de los sentimientos que se extinguen cuando entran contacto con en el Pozo. Todos gotean y se filtran hacia las profundidades. Ahí fluyen como ríos negros hasta desembocar en un vasto océano que casi existe desde que el mismo dios perdió la cabeza, destruyó su creación, aniquiló a sus hijos y se quitó la vida.

La estancia se descompuso detrás de él; una neblina azulada se levantó unos palmos y aparecieron filas de seres empalados que se extendieron hasta un horizonte casi infinito. Los que alcancé a ver bien tenían las mandíbulas desencajadas, los ojos a punto de estallar, las pieles de los rostros resecas y apenas eran capaces de balbucear.

—Así acabamos todos —musité, al recordar mi derrota.

El ser se mantuvo inmóvil mientras unas nubes púrpuras se condensaban unos metros por encima de las filas de empalados y arrojaban una lluvia ácida que bullía la carne.

—No todos. —Movió la mano y apareció un espejo que me mostró enfrente de los monstruos que me traicionaron—. Puedes acabar como un recuerdo roto en infinidad de fragmentos, olvidado por todos menos por mí, sufriendo una culpa que devorará tu alma hasta que esta no sea más que polvo. O puedes elegir otro destino.

Una ráfaga de aire caliente me golpeó la espalda; me di la vuelta y vi la compuerta dorada.

—Tu destino por el mío —el susurro pronunciado con infinidad de voces se filtró por las rendijas.

Agaché la cabeza y recordé el momento en que escuché la frase por primera vez.

—Tu destino por el mío —repetí en voz baja.

Me giré para ver a los empalados que gemían con más fuerza.

—Tienes elección —aseguró el ser—. Puedes acabar como ellos y engrandecer los cimientos del Pozo. O puedes aceptar el camino de la venganza y lo que conlleva. —El filo de una pica resquebrajó el suelo y se elevó hasta alcanzar la altura de los condenados—. ¿No quieres cobrarte con dolor y sufrimiento lo que han hecho contigo? ¿No quieres castigar a los que os han condenado a tu paliducha y a ti?

Un gran reloj de arena, con los bordes áureos, repleto de pequeños grumos de sangre coagulada y polvo de carne seca molida, apareció en un extremo de la sala y marcó el inicio de una cuenta atrás.

—Venganza... —pronuncié en voz baja, después de mirar el espejo que me mostraba delante de los monstruos que me traicionaron—. O condena y olvido... —Dirigí la mirada hacia la pica—. ¿Qué diferencia hay? ¿En qué me convertiré? —Bajé un poco la cabeza y observé mi mano agrietada, con la piel dura y casi rocosa, emitir destellos rojos por las fisuras—. Ya no sé ni lo que soy...

El ser movió el brazo y la compuerta y los empalados se desvanecieron.

—Aún tienes tiempo para elegir —sentenció, antes darse la vuelta y avanzar hacia una densa niebla oscura—. Aprovéchalo.

Mientras se desvanecía, me senté en el suelo cerca de una pared, apoyé la espalda, sentí el frío que emanaba de la construcción y centré la mirada en el reloj y en cómo descendían los coágulos y la carne convertida en polvo.

Sabía hacia dónde me conducían ambos caminos, el de rendirme y el de abrazar la venganza. Debía elegir mi destino, el Pozo me ofrecía la oportunidad de hacerlo, pero ¿a qué precio? Nada era fácil en el reino caótico, lo había aprendido a las malas, y la elección tampoco iba a serlo. Cerré los ojos y apuré el decidir hasta el final.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top