Capítulo 1

Anduve con la mirada fija en el camino empedrado, no presté atención a los guardias que me custodiaban, ignoré los leves chirridos de las piezas de sus armaduras al rozarse y el fuerte ruido que producían sus pasos. Fingía para que no se dieran cuenta.

—Quieto —ordenó el jefe de la escolta, un fornido veterano con una gruesa cicatriz de una herida que le desfiguró la cara y le privó de un ojo—. Atrás. —Me empujó, retrocedí un par de pasos, un soldado me echó a un lado y unos guardias me rodearon—. Avanza.

Alguien, unos años más joven que yo, castrado para conservar el vínculo con el Pozo, caminó a paso ligero mientras sostenía un pequeño incensario. Lo vi alejarse, miré cómo la brisa meneaba sus harapos rojos, contemplé sus pies descalzos y pensé en que si de niño hubiera sido elegido para ser un Sulkupur, como él, no tendría el alma ennegrecida por mis pecados... No estaría roto, con la imagen de la piedra ensangrentada atormentándome y viéndome forzado delante de los guardias a interpretar que me encontraba bien.

—Adelante —ordenó el jefe de la escolta, tras hacer un movimiento con la cabeza y mirarme con indiferencia.

Los soldados siguieron junto a mí, nos adentrábamos en la zona interior de bosque y querían asegurase de que no sufriera ningún daño. Temían que muriera a manos de los adoradores que perdieron la cabeza por vivir tan cerca del Pozo, condenados por el palpitar de la oscuridad.

—¡Sulkupur! —bramó el jefe de la escolta mientras nos deteníamos—. ¡Préndete!

Quise apartar la mirada, no quería verlo, pero uno de los soldados me cogió la cabeza y me obligó a mirar.

—Tienes que ser testigo del comienzo de la ofrenda —me dijo, antes de soltarme y darme una palmada en la espalda.

El que había sido elegido para iniciar el ritual se desnudó, se embadurnó con una pringue amarillenta y se arrodilló. Su rostro reflejaba plenitud, estaba feliz por cumplir su destino.

—¡Alabado sea el Pozo! ¡Alabado sea lo que mora más allá de la ceniza! —Abrió el incensario, metió la mano y los dedos ardieron—. ¡Que la esencia nos recoja!

Los guardias, sin mostrar más que orgullo por ver el sacrificio completado, observaron al Sulkupur quemarse vivo.

—Que la esencia nos recoja —dijo el jefe de la escolta, antes de reanudar la marcha.

—Que la esencia nos recoja —repitieron los guardias.

Al darse cuenta de que no decía nada, uno de los soldados me miró.

—Que la esencia nos recoja —pronuncié en voz baja.

Cuando pasamos cerca de los restos llameantes del Sulkupur, el único que giró la cabeza para mirarlo fui yo. El fuego decían que liberaba, que era un regalo de un antiguo dios que escapó del Pozo, pero la libertad no estaba permitida ni siquiera para los muertos. Arder con la pringue amarilla, amasada a partir de la resina de los árboles del bosque que bordeaba el Pozo, aseguraba que el alma renaciera para servir de nuevo.

—Tendría que haberte quemado... —susurré un pensamiento sin darme cuenta.

Un soldado me miró y enarcó una ceja, estuvo a punto de preguntarme, pero los alaridos que provenían del bosque lo llevaron a maldecir y olvidarse de mí.

—El sacrificio tendría que haberlos ahuyentado —pronunció el jefe de la escolta, después de mirar hacia los espacios entre los troncos de los árboles—. ¡Llévalo a la bruma! ¡Ya!

Un guardia me sujetó con fuerza del brazo, tiró de mí y avanzamos a paso ligero. No sé cuánto nos distanciamos hasta que una piedra impactó en mi sien. Escuché los gritos del soldado mientras todo daba vueltas a mi alrededor. Apenas me dio tiempo de tocarme la herida para tratar de aliviar el escozor cuando alguien me golpeó en el gemelo con una vara . Otro golpe, un poco más arriba, cerca de la rodilla, me arrojó contra el camino empedrado y provocó que se me partieron un par de dientes en el impacto.

—¡El alimento del Pozo! ¡Proteged al alimento del Pozo!

Los gritos los percibí lejanos, no sé si porque el líder de la escolta estaba lejos o porque no conseguía distinguir bien lo que me rodeaba. Antes de que fuera siquiera capaz de tratar de incorporarme, un peso muerto cayó sobre mí y casi me aplastó. Tardé en darme cuenta de que era el soldado.

—Tengo que llegar —mascullé mientras intentaba girarme para empujar al guardia—. Voy a sacarte de ahí. Te lo prometo.

—¡Apartaos, bestias! —Escuché con más claridad los gritos del jefe de la escolta—. ¡El alimento será entregado! —Oí el ruido de las armas, los fuertes golpes del metal—. ¡Que la esencia nos...!

El veterano cayó, su rostro desfigurado chocó contra el camino y su ojo se clavó en mí. Mientras la sangre que surgía de la garganta degollada se esparció en un charco, el moflete se aplastó un poco cuando un adorador pisó la cabeza.

Los guardias eran monstruos que, tan solo para demostrar que podían hacerlo, torturaban, violaban y asesinaban. Siempre los temí y los odié. Me asqueaban, pero fui incapaz de no sentir pena por el jefe de la escolta. Me compadecí por su alma al ver sus últimos estertores. Ya no era como antes, había descubierto que todos estábamos condenados, que ninguno éramos inocentes.

Observé la sangre filtrarse por las juntas entre las piedras y la imagen de mis manos ensangrentadas regresó para atormentarme. Aunque la tensión por parecer normal delante de los guardias consiguió contener mi angustia desde que salimos de Vasmilov, la culpa era demasiado poderosa.

Sentí el peso de la piedra en la mano, escuché a mi paliducha pedirme que no lo hiciera, vi el miedo reflejado en sus ojos y reviví el momento en el que le deformé el cráneo. No hubo tregua, la mataba, soltaba la piedra y de nuevo la tenía en la mano lista para aplastar. Ella moría y al segundo imploraba para que no la asesinara. El tormento no me permitía más que vivir una y otra vez los peores instantes de mi vida. Tuve que cerrar los párpados y esforzarme en tranquilizar la respiración.

—Aquí está. —La voz ronca se oyó muy cerca—. Quitadle al muerto de encima.

Aunque el peso que me impedía levantarme desapareció, apenas me di cuenta. Era incapaz de apartar de la cabeza la imagen de mis manos manchadas con una mezcla de sangre y ceniza.

—Levantadlo. —Alguien me cogió y me puso de pie—. Mírame —Le escuché hablar, pero fui incapaz de serenarme y abrir los ojos—. ¡Que me mires! —Un puñetazo en el estómago y otro en la mandíbula me trajeron de vuelta—. Así me gusta.

Cuando quienes me habían levantado me soltaron, me incliné un poco, me presioné la barriga y me acaricié la mejilla.

—Tengo que ir... —murmuré.

Fijé la mirada en el adorador que me había golpeado; apestaba, tenía el cuerpo cubierto de excrementos secos.

—Tienes que ir —pronunció muy despacio mientras caminaba a mi alrededor—. Todos merecemos ir. —Se detuvo detrás de mí, me cogió del cuello y acercó sus labios a mi oído—. ¿Y por qué deberíamos permitirte mancillar el reino sagrado? —susurró y sentí su aliento rozarme la oreja—. Ya es hora de que el Pozo sea libre y camine por nuestro mundo. —Se separó un poco y anduvo hasta quedar delante de mí—. Tú serás recordado como el que lo liberó.

Dio una palmada y un adorador le acercó un cuchillo con la hoja bañado en sangre. Debería de haber corrido, alejarme de los que perdieron la cordura por vivir cerca del Pozo, pero ver la sangre resbalar por la hoja, caer gota a gota al camino empedrado, me paralizó.

—Tenía que hacerlo —repetí un par de veces—. No había más que muerte.

No sé qué pasó, incluso ahora está borroso, lo único que recuerdo con claridad es que los adoradores gritaron. Cuando fui capaz de volver en mí, las vísceras me cubrían por completo. Me di la vuelta e ignoré que los adoradores y los cadáveres de los soldados habían desaparecido. Creí que era normal que tan solo estuviéramos el camino, el bosque y yo.

—Todo volverá a ser como antes de nuestro último día... —dije para mí mismo y me dirigí hacia la bruma—. Te voy a sacar de ahí.

Unas aves de polvo negro y ojos rojos se posaron en algunas ramas, graznaron, alzaron el vuelo para seguirme y me acompañaron hasta que las alejó el zumbido de la densa niebla.

—Ya casi he llegado, mi pequeña paliducha...

Me detuve cuando tan solo me faltaban unos treinta metros para alcanzar la barrera que contenía al Pozo. Bajé un poco la cabeza, pensé en mi amor perdido y saqué de un bolsillo la carta escrita con sangre que recibí dos días antes. La hojeé y las letras se convirtieron en polvo rojo y crearon nuevas frases.

—Tienes razón... —musité, después de guardar la carta—. No deberías estar muerta...

Alcé muy despacio la mirada. La niebla se comprimía y se expandía mientras en su interior se generaban algunos chispazos. En otro momento, me habría alejado de la entrada al Pozo; el miedo que sentí desde pequeño a causa de las historias que me contó mi abuelo, un funcionario imperial retirado que bebía más de la cuenta, fue tan fuerte que nunca me atreví a adentrarme en el bosque. No lo hice hasta el día en que mi vida quedó destrozada...  La muerte de mi paliducha lo cambió todo; la culpa era demasiado dolorosa como para que nada me impidiera atravesar la bruma.

Caminé a paso lento, sentí el golpe del aire impulsado por las vibraciones y me detuve a unos pocos metros. Susurros lejanos murmuraron mi nombre, un aliento gélido me alcanzó la nuca y el roce de uñas afiladas me recorrió la espalda. Cerré los ojos y, mientras el vello se me erizaba, recordé mi pecado para no perder la cordura.

—Yangler —una voz espectral susurraba mi nombre.

Tragué saliva, traté de controlar la respiración y me dispuse a avanzar hacia la bruma, atravesarla y buscar a mi amada, pero unos gritos me llevaron a abrir los ojos y girarme. Uno de los adoradores, ensangrentado, corría blandiendo una espada corta.

—¡El Pozo debe bendecirnos! —bramó—. ¡El Pozo debe adueñarse del mundo!

Escuché un chirrido detrás de mí y noté de nuevo las uñas afiladas recorrerme la espalda. Estaba condenado y lo sabía, mi alma se había corrompido, pero no sería castigado hasta que la liberara.

—Me vais a dejar pasar —pronuncié, convencido de que me obedecerían.

Me di la vuelta y caminé hacia la bruma. La niebla, que parecía estar viva, produjo un fuerte zumbido y una parte desapareció para que la atravesara. Antes de perderme en la oscuridad, escuché los gritos agónicos del adorador; lo que moraba en el Pozo se encargó de él.


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