Zephyrus

Una humareda nauseabunda inundaba la escena. Una brisa suave arrastraba jirones de humo sucio y gris que ascendían desde una fogata en la que podían adivinarse los restos calcinados de un cuerpo humano.
El cuerpo, ennegrecido y carbonizado era el de una joven mujer.
El cordón policial delimitaba una amplia zona, preservándola de las miradas curiosas del numeroso grupo de periodistas y de los curiosos que habían acudido al descubrirse el cadáver, acuciados por la morbosa noticia. En el interior de ese círculo un grupo de la policía científica llevaba a cabo su trabajo.
La inspectora Mara Guzmán se desenvolvía como pez en el agua en aquel caos controlado que era la investigación policial. Su cuerpo fibroso se mecía con una elegancia admirable mientras se arrastraba por el suelo entre unas zarzas, tratando de encontrar alguna pista. A su lado, El comisario Carlos Feijoo la observaba con atención sin pronunciar una palabra. Mara se puso en pie mientras sujetaba un objeto en el extremo de un bolígrafo, con una amplia sonrisa en su rostro. Los arañazos de sus brazos apenas le importaban. No en ese momento.
—Es él, Carlos —dijo, mostrando un único y solitario casquillo de bala como prueba —. Es Erebus.
El asesino conocido como Erebus había vuelto a actuar, aquel casquillo de una bala de nueve milímetros era la prueba que necesitaba para demostrar su teoría. Una marca en el casquillo, algo parecido a un ocho en posición horizontal realizado con pintura indeleble era la firma del asesino. Erebus siempre asesinaba a sus víctimas de un único disparo en la cabeza, para después mutilarlas o como en este caso, quemarlas.
—Temía que fuese él —contestó el comisario —. Has hecho un buen trabajo, Mara. Ahora ve a que te curen esos arañazos.
Mara miró sus brazos y en ese momento se dio cuenta de sus heridas. Se frotó los brazos sin darle importancia. No pensaba abandonar la escena del crimen por algo tan nimio.
—Es nuestra oportunidad de atraparlo, antes de que vuelva a desaparecer —dijo la joven.
Erebus solo asesinaba una vez por año. Lo llevaba haciendo desde el 2011 y hasta ahora se le adjudicaban siete crímenes. Sus víctimas eran siempre mujeres jóvenes y sus cuerpos aparecían en el mes de mayo aunque hubieran sido asesinados meses antes.
—Si no ha desaparecido ya, lo hará en breve —explicó Feijoo —. Por eso es tan difícil atraparlo.
"Y nos tocará esperar otro año hasta que decida asesinar de nuevo", pensó Mara. No estaba dispuesta a permitir eso. Tenían que atraparlo ya.
—Tenemos los datos de la víctima, su carné de identidad estaba intacto, a pesar de que el fuego ha chamuscado todo lo demás. Se llamaba Verónica Valero, de veintitrés años de edad...
—¿Cómo has dicho? —El rostro de Feijoo había adquirido un matiz amarillento.
—He dicho que se llamaba Verónica Valero, ¿la conoce usted acaso?
—La conozco —explicó Feijoo —. Es la sobrina de un viejo amigo mío.

...

La llamada telefónica le había desarmado por completo. Damián Valero observaba absorto una de las fotografías que adornaban una estantería sobre la chimenea. En ella aparecían él mismo, junto a su mujer, Gloria, al lado de una jovencita de quince años: su sobrina Verónica. La hija de su hermano Paco.
Verónica había desaparecido una semana después del fallecimiento de su tía. La niña, huérfana de padre y madre desde los cinco años a causa de un accidente de automóvil, siempre había sido para ellos como la hija que nunca llegaron a tener. La jovencita no soportó la muerte de la que consideraba su segunda madre y huyó. Por lo menos eso era lo que la policía había pensado hasta entonces. Verónica era una chica muy independiente e introvertida. Su desaparición supuso para él un auténtico calvario. Desde su puesto como policía se ocupó del caso hasta sus últimas consecuencias, no encontrando nunca una respuesta. Ahora su cuerpo había aparecido carbonizado en las afueras de Madrid, junto a una zanja donde la gente tiraba sus desperdicios.
El céfiro, como si de un portador de malas noticias se tratase, había traído la desgracia hasta él en alas del viento.
Damián descolgó el teléfono inalámbrico y marcó un número que se sabía de memoria.
—Con el comisario Feijoo, por favor. Dígale que soy Damián Valero.

...

—No sabes cuanto lo siento, amigo mío, pero no hay ninguna duda. Es ella. Se trata de tu sobrina Verónica.
Valero tragó saliva al escuchar las palabras de quien había sido su jefe durante muchos años: El comisario Carlos Feijoo.
—¿Quién la encontró?
—Fueron unos muchachos, unos críos que pasaban por ese lugar —respondió.
—Quisiera verla...
—Eso mismo te iba a pedir yo. Como único pariente conocido quisiera que reconocieses el cadáver. Para salir de dudas. Pero te lo advierto, no será nada agradable.
—Estoy acostumbrado, Carlos. Han sido muchos años viendo de todo.
—Sí, es posible, aunque nadie llega a acostumbrarse nunca y mucho menos siendo una persona cercana a ti.
—Para Gloria y para mí era nuestra hija. Nos hicimos cargo de su tutela cuando tan solo tenía cinco años, al morir mi hermano y mi cuñada. El destino ha sido cruel con ella.
—¿Necesitas algo? ¿Quieres hablar con un psicólogo, puedo darte el teléfono?
—No, gracias —respondió Valero —. Estoy bien.
—Si quieres puedo acompañarte hasta el anatómico forense —se ofreció Feijoo.
—No va a hacer falta. Lucas ha venido a verme. Él me acompañará.
—¿Aún sigue metiéndose en líos?
—Ya le conoces. Lucas nunca cambiará.
Valero abandonó el despacho de su antiguo superior y salió de la comisaría. Lucas Garzón le esperaba junto a su coche.
—¿Quieres que conduzca yo? —Le preguntó.
Damián asintió. Mientras se acercaban al instituto anatómico forense, el ex policía se ensimismó contemplando las luces multicolor de los escaparates de las tiendas que ya comenzaban a iluminarse al caer la noche. El vibrante sonido de la ciudad le envolvió en un cálido abrazo. El ruido de los coches, el pitido de los cláxones, la melodía de un músico callejero tocando una guitarra y el eco de sus turbados pensamientos repitiendo constante e inequívocamente una palabra: Erebus.

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