Vita et mortis

El estampido del disparo resonó por los vacíos corredores como un trueno lejano. La pistola en la mano de Damián aún humeaba. Su rostro reflejaba la calma de un acto mil veces imaginado y al fin cumplido. Su venganza estaba realizada.
Mara había dejado caer su arma al suelo. Su mirada no se apartaba del cadáver de su padre. Aquello era un acto de justicia, lo sabía. Su padre había muerto y sin embargo no podía impedir sentir un vacío en su interior, casi tan insondable como su desesperación.
Damián se acercó hasta la joven y trató en vano de consolarla. Ella dio un respingo al notar como la tomaba de la mano.
—¡No me toques! —Chillo.
—Todo ha terminado, Mara... —dijo Damián.
—¿Terminado? Nada ha terminado. ¿Cómo puedes pensar eso?
—Verónica ha sido vengada al fin...
—¡La venganza! Eso es lo único que importa, ¿verdad? ¿Esas jóvenes que tú has asesinado no importan? ¿Toda esa maldad no importa? No te conozco, Damián y creo que nunca llegaré a hacerlo.
—Yo no importó, Mara. Mi vida carece de sentido. Tan solo vivía por este momento. Era lo único que me incitaba a continuar... Ahora ya puedo pagar por mis pecados.
Mara le observó en silencio y luego asintió. Recogió su arma del suelo y la alzó hasta apuntar con ella a Damián.
—Mereces morir por lo que has hecho, pero no voy a ser yo quien lo haga. Te pudrirás en una celda el resto de tu vida y allí tendrás tiempo de pensar en lo que has hecho.
—No Mara, no iré a prisión y tú lo sabes. Debes terminar lo que yo empecé. Es justo que seas tú quien acabe con todo esto. He matado a tu padre y también he matado a un montón de jóvenes inocentes. Soy culpable y merezco mi castigo... Te lo pondré más fácil.
Damián la apuntó con su arma.
—Eres policía, Mara y te estoy apuntando con un arma. Tienes que disparar porque si no tendré que disparar yo.
—No voy hacerlo. Eso sería, sin duda, lo más cómodo para ti, pero yo quiero que sufras. Quiero que tu conciencia te acuse el resto de tu existencia, mostrándote los rostros de esas jóvenes que tuvieron que morir para que tu venganza se viese cumplida. No lo tendrás tan fácil.
—Ya veremos.
Damián quitó el seguro a su arma con un simple movimiento de sus dedos, después la amartilló.
Mara observó detenidamente a Damián. Miró a sus ojos buscando aquello que creía haber encontrado, pero no lo halló. Su mirada era fría y sin vida como la de un tiburón.
—No podrás obligarme —dijo Mara por fin y arrojó su pistola lejos de ella.
Damián la estudió y luego movió la cabeza afirmativamente. Una sonrisa lobuna se dibujó en su rostro.
—Tú ganas...

...

Las luces parpadeantes de los vehículos de la policía se reflejaban en los cristales de las ventanas de la clínica Saluter. Una ambulancia aparcada sobre la acera de la calle aguardaba junto a un negro furgón del depósito de cadáveres. Los curiosos se arremolinaban tras una cinta de seguridad que los agentes de policía habían colocado rodeando la zona, observando con curiosidad como el cadáver era introducido en la parte posterior del furgón.
Mara se encontraba sentada sobre una camilla y se cubría con una manta térmica. La lluvia seguía cayendo tan silenciosa como sus pensamientos, creando charcos espejeantes en los que se reflejaban las luces de colores.
Damián pasó ante ella, con las manos esposadas a su espalda y luciendo aún en su rostro aquella sonrisa escéptica. Iba escoltado por el comisario Feijoo y no se detuvo al cruzar frente a ella, aunque su mirada sí que buscó sus ojos. Mara le observó ausente. Damián ya no significaba nada para ella. Era un pudo ser que se perdía en la noche. Una cábala de lo que podría haber sido, pero que nunca sucedió. Un alma desligada de la suya.
Feijoo soltó las esposas de Damián y volvió a ponérselas con las manos por delante, luego le hizo agacharse antes de introducirle en la parte trasera de un vehículo policial. Después se sentó a su lado y cerró la puerta con un sonoro golpe.
—¿Por qué, Damián? ¿Por qué lo has hecho? —Le preguntó Feijoo, quien hasta hace muy poco era su amigo y su superior.
—Qué más da... —contestó el ex policía—. ¿Acaso tiene importancia?
—Puede que para ti no, pero sí que la tiene para mí — repuso Feijoo—. No puedo concebir que seas un asesino y mucho menos uno tan cruel como para despreciar la vida de ocho personas. Ese no puede ser el amigo a quien creí conocer. Antes eras alguien íntegro y leal. Alguien por el que hubiera entregado mi vida gustoso.
—Llega un momento, Carlos, en que te ves obligado a arrojarte al vacío. No puedes imaginar lo que Verónica significaba para mí. No era la obsesión de un viejo lascivo, ni el ardiente deseo de saborear el sexo con una jovencita. Era todo para mí, Carlos. Era mi aire y mi luz, mi libertad y mi anhelo y todo eso lo perdí en un instante. Fueron los padres de esas jóvenes quienes me arrebataron la vida. Fueron ellos quienes decidieron sacrificar a Verónica. Solo les he devuelto el sufrimiento que ellos me habían infligido antes. Eso es justicia.
Carlos Feijoo no contestó. En realidad no sabía qué contestar.
—Justicia —repitió de nuevo Damián. Feijoo estaba sentado a su lado, en la parte de atrás del coche de la policía y nunca supo cómo pudo ocurrir todo en tan escasos segundos. Damián se hizo con su arma y apuntó a su propio pecho en una sucesión de imágenes que para el comisario parecieron estar tomadas en cámara lenta. Tras eso se escuchó una detonación y el cuerpo sin vida de Damián Valero se agitó en un estertor.
—¡Maldito hijo de puta! —Exclamó el comisario sorprendido—. ¿Esa es tu forma de hacer justicia?

...

El entierro de Damián Valero fue el día quince de mayo en el cementerio de la Almudena y solo acudieron dos personas.
Seguía cayendo una lluvia intermitente de un cielo plomizo y nuboso. La brisa era fría y Feijoo se subió el cuello de la americana. A su lado Mara Guzmán se arrebujó bajo el paraguas que su superior sujetaba, mientras sus lágrimas se confundían con la lluvia.
—Todavía no sé cómo pudo pasar —dijo Feijoo—. Fue todo tan rápido que no me dio tiempo a reaccionar.
—Damián me comentó que sabía que ese era su destino —explicó Mara—. Siempre supo que iba a morir.
—Lo sé... Y hasta cierto punto lo entiendo.
—Yo no —dijo Mara—. Una vez me dijo que el tiempo no se detenía por nadie, que era como un tren que avanzaba de una estación a otra sin detenerse y que si querías atraparlo debía de ser saltando al vacío. Yo entonces no entendí a qué se refería. Ahora creo saberlo.
—Fue mi amigo durante más de veinticinco años y sabes lo que me cabrea de verdad, que nunca llegué a conocerlo del todo, aunque en realidad nunca llegamos a conocer de verdad a los otros, es una mera fantasía. Ni siquiera llegamos a conocernos a nosotros mismos... ¿Cómo supiste que Damián era Erebus? ¿Cómo lo averiguaste, Mara?

 —Me fijé en el tatuaje que Verónica llevaba en su hombro y que vi en una fotografía suya. Era un dibujo que yo ya conocía. La forma de un ocho dibujado en posición horizontal. El mismo símbolo que Damían pintaba en los casquillos de las balas con las que sacrificaba a esas jóvenes. 

Feijoo asintió.

—¿Qué vas a hacer ahora, Mara? No tienes que abandonar el cuerpo si no quieres.
—Es mi deseo, Carlos. No podría volver a ser policía; no creo que pudiese lidiar con lo que conlleva —dijo Mara.
—Te entiendo. Yo también he pensado en la jubilación, no te creas. ¿Qué harás?
—No lo sé. Pero lo que no voy a hacer es rendirme. Mi vida es un préstamo. Esa joven, Verónica, me regaló lo más preciado que tenemos: vivir... Y eso es lo que haré.
Carlos Feijoo y Mara dejaron atrás el cementerio. Cada uno tomó un taxi distinto. Feijoo regresaría a comisaría. Aún tenía mucho papeleo por delante. Mara en cambio tomó la dirección contraria. Volvería a casa y tomaría en brazos a su hijo. Después cogería las maletas y acudiría a la estación de tren. Su próximo destino era algo que aún no sabía.

Fin

Madrid, a 8 de junio de 2020.

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