Pater et fillius

El vigilante de seguridad hacía su ronda por los solitarios pasillos de la clínica Saluter. A esas horas de la madrugada siempre tenía la impresión de que el tiempo se había detenido, aunque la sensación de soledad nunca le había incomodado. Había más gente trabajando allí durante la noche, pero casi nunca coincidía con nadie. La zona donde los médicos realizaban sus guardias estaba fuera de su itinerario. Él se ocupaba de vigilar la zona de oficinas, los almacenes y el aparcamiento de la clínica. Al acercarse hasta uno de los despachos vio que una luz muy tenue se dibujaba a través de la rendija de una de las puertas. No era extraño que alguno de los directivos del centro trasnochase, aunque nunca antes se había encontrado con el director en persona. Rodrigo Guzmán saludó al vigilante cuando este abrió la puerta, tras llamar antes con un ligero golpecito.
—Buenas noches, Señor Guzmán. No sabía que trabajase usted esta noche —dijo el joven.
—Alguien tiene que hacerlo, ¿no cree, Braulio? Llevar las riendas de un sitio como este a veces le obliga a uno a trasnochar. ¿Todo tranquilo, joven?
—Sí, señor. No le molesto más, si necesita alguna cosa estaré por aquí.
—Gracias. Lo tendré en cuenta.
Rodrigo Guzmán escuchó alejarse los pasos del vigilante y volvió a sus asuntos. Aquella nota que había recibido esa misma tarde le había sorprendido, que no asustado. No era la primera vez que recibía amenazas. En el pasado había recibido notas similares. Gente exaltada que no tenía otra cosa que hacer para divertirse y perturbados cuyo único afán era la notoriedad a expensas de su cargo.
La nota que había recibido esta vez no era como aquellas, esta era un auténtico galimatías. Rodrigo Guzmán volvió a leerla, tratando de entender su contenido:
«La sombra nunca es consciente de la proximidad de la luz.
Como los seres humanos tampoco son conscientes del momento de su muerte.
¿Qué significaría saber el momento exacto en que vamos a morir?
¿Sería un alivio? ¿O por el contrario sería una maldición?
Yo puedo asegurarle que la hora de su muerte está cerca.
La sangre de los inocentes no puede lavarse más que con la sangre de los culpables.
Soy Erebus y mía será la venganza».
Una sinrazón, sin embargo la forma en que estaba escrita dejaba traslucir que su autor no era ningún demente. Su ortografía era correcta y además contaba con un estilo muy particular. Algo casi apocalíptico.
No pensaba darle importancia, no más que a una simple anécdota. Él sabía cuidarse solo. Nadie iba a irrumpir en su hospital aquella noche, de eso estaba completamente seguro.

...

Braulio, el vigilante, recorrió los veinte últimos metros de aquel largo pasillo que conducía hasta su garita, cuando escuchó el ruido que producía un objeto contundente al caer al suelo dentro del cuarto. Allí dentro no había nadie. Tan solo los fines de semana contaba con la ayuda de un compañero. A diario estaba él solo, por eso aquel ruido le hizo llevar su mano hasta la porra de goma que colgaba sobre su cadera. Si había un intruso allí, iba a lamentar haber entrado.
Braulio no era un joven de sangre ardiente y ganas de bronca. A sus cuarenta y nueve años se consideraba alguien paciente, por lo que no entró en la garita como una exhalación tratando de sorprender al intruso in fraganti. Lo que hizo fue apostarse junto a la puerta y echar una ojeada primero. Lo último que llegó a ver, antes de perder el sentido, fue a un individuo vestido de negro abalanzarse sobre él. El golpe en su cabeza sonó como el de un jarrón al romperse en mil pedazos y acto seguido su vista se nubló.

...


Damián acomodó el cuerpo del vigilante en un rincón de la garita y se entretuvo unos instantes en amordazarle y atarle las manos y los pies con cinta americana. Después desconectó una a una las cámaras de seguridad y apagó el automático general del cuadro eléctrico de esa zona de la clínica. El edificio se sumió en una oscuridad tan solo velada por la escasa luz que daban las luces de emergencia. Sabía perfectamente que media hora más tarde también esas luces se apagarían. Era más o menos lo que duraban las baterías que llevaban acopladas. Claro que mucho antes de que eso llegase a suceder, Damián ya estaría muy lejos de allí.
El ex policía caminó a buen paso por el pasillo en penumbra hasta la zona de despachos y se detuvo frente a una de las puertas. En su interior se escuchaba el sonido de alguien hablando por teléfono. Una voz que conocía muy bien y que le perseguía en sus peores pesadillas. La voz de un asesino.
Damián se coló en el despacho ante la mirada de asombro del director del centro.
—¿Quién coño es usted? —Preguntó Rodrigo Guzmán.
Damián no contestó de momento, tan solo sacó un arma y le apuntó a la cabeza con un gesto de desgana, casi como si aquella situación fuera del todo corriente.
—Las preguntas las hago yo —dijo un par de segundos después—. Aléjese del escritorio y mantenga sus manos donde pueda verlas.
—¿Qué significa esto?
Damián dio dos zancadas y asestó al director un fuerte golpe en la cabeza con su arma. La sangre surgió de una brecha en su frente.
—He dicho que soy yo quien hago las preguntas. ¿Me ha entendido? Mueva la cabeza para confirmarlo.
Guzmán asintió con un gesto. El miedo, una sensación extraña para él, se había enseñoreado de todos sus sentidos.
—Voy a hacerle unas sencillas preguntas y quiero que me conteste con sinceridad. Si miente o sus respuestas no resultan convincentes, le haré daño, ¿me ha comprendido?
Guzmán volvió a asentir.
—Verónica. ¿Qué le dice ese nombre?
—No lo sé... —contestó el director—. No conozco a nadie con ese nombre.
Damián comprendió que no mentía. No recordaba ese nombre porque nunca significó nada para él.
—Usted la asesinó, debería acordarse al menos de ella. Le robó su corazón...
Guzmán no pudo remediar hacer un gesto de asombro al recordar.
—Veo que ya comienza a recordar, ¿no es así? Déjeme que le haga otra pregunta, esta es aún más sencilla que la anterior. ¿Por qué lo hizo?
Rodrigo Guzmán tragó saliva. Acababa de darse cuenta de quién era ese tipo. Aquel policía que nunca creyó la versión oficial de la muerte de su sobrina. Una negligencia, según rezaba el expediente, la que le costó su carrera como cirujano.
—Lo hice porque pude —se sinceró Guzmán—. Usted hubiera hecho lo mismo de encontrarse en mi lugar. Su sobrina no era más que una fulana con ideas suicidas, yo solo aceleré lo que tarde o temprano hubiera acabado por hacer...
El golpe fue tan rápido que Rodrigo Guzmán no lo vio venir. El puño de Damián se había hundido en su estómago dejándole sin respiración.
—¡Verónica no era una fulana!
—¿No? Usted se acostaba con ella. No lo niegue, averigüe un montón de cosas sobre usted y esa putita. ¿Qué edad tenía, quince, dieciséis años? ¿Se lo montaban en su propia casa, a escondidas, para que su mujer no pudiese sospechar lo que había entre ambos?... Y fue así hasta que al final ella se enteró, ¿no? Debí haberle denunciado por abusar de una menor...
—Pero no lo hizo. Se conformó con arrancarle su corazón y dárselo a su hija, ¿verdad?
—Salvé la vida de mi hija. Algo que cualquier padre hubiera hecho si hubiera tenido la oportunidad. Nunca me he arrepentido de hacerlo... ¿A qué ha venido? ¿Piensa matarme?
Damián no llegó a contestar, pues el foco de una linterna se encendió en ese momento y su haz los iluminó.
—¡Cualquier padre no! ¡Solo uno tan cruel como tú! —La voz había surgido de repente y tanto Rodrigo Guzmán como Damián Valero le reconocieron al instante.
—¿Mara? ¿Qué estás haciendo aquí? —Preguntó su padre.
—Vine con la esperanza de salvarte, papá... —contestó la joven—. Pero me he dado cuenta de que no existe la salvación para ti.
—Este hombre es un asesino, Mara —Guzmán señaló a Damián—. Ha venido a matarme y...
—¿Y qué? —Preguntó a su vez la joven—. ¿Qué puede importarme lo que te suceda? ¿Acaso yo te he importado alguna vez? ¿Y Rubén, te importa él?
—Me importáis muchísimo... Mara, debes comprender que lo que hice fue un acto de amor...
—Asesinar a una joven inocente no es un acto de amor. Es un acto de egoísmo. Lo hiciste por ti, papá. Robaste el corazón de esa joven y lo colocaste aquí, en mi pecho, pensando únicamente en ti. ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Quién te dio el derecho de hacer algo tan horrible?
—Estás confundida, Mara... —replicó su padre.
Damián permanecía atento a la conversación, aunque también algo ajeno ahora que Mara estaba allí.
—¡No estoy confundida! —Gritó la joven—. No lo supe hasta hace unos días y era incapaz de creer que hubieras hecho tal cosa... ¿Cómo crees que puedo vivir sabiendo que esa joven fue sacrificada para que yo pudiese vivir? ¿Cómo piensas que puedo seguir adelante con mi vida sabiendo eso?
—No era mi intención que llegases a saberlo, Mara. Tienes que entender lo que hice... Tienes que hacerlo...
Mara desenfundó su arma y apuntó a su padre a la cabeza.
—Quedas detenido por asesinato en primer grado, padre... Tienes derecho a permanecer en silencio, cualquier cosa que digas podrá ser usada en contra tuya. Tienes derecho a un abogado, si no puedes permitírtelo, se te asignará uno de oficio. Tienes...
—¿Qué estás haciendo, Mara?
—Te estoy leyendo tus derechos, padre... Ahora te detendré y te llevaré a comisaría... Allí serás juzgado y condenado...
—Eso nunca va a pasar, Mara. Ya fui absuelto de ese crimen una vez. Fue un caso de negligencia médica, como tú bien sabes. Ya cumplí mi castigo y...
—No estoy hablando de ese crimen, padre —Mara giró la pistola y apuntó con ella a su propio corazón—. Si no de este. Del asesinato de tu propia hija...
Damián intervino en ese momento.
—No lo hagas, Mara. Piensa en Rubén...
—Estoy pensando precisamente en él, Damián. Cómo crees que podría volver a mirar a mi hijo sabiendo lo que sé.
Mara se volvió hacia su padre. Las lágrimas rodaban por sus ojos, imparables.
En ese momento sonó un disparo.

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