Orfeus
El despacho del profesor Güell era minúsculo, pero muy acogedor. Cientos de libros se agolpaban en varias estanterías, rodeando todo el perímetro del cuarto. Una mesa y dos butacas y una vieja lámpara de pie eran todos los muebles que cabían en tan reducido espacio.
Ricard Güell pasaba con rapidez las páginas de un vetusto tomo, envejecido por el tiempo y el uso constante.
—Esta es una representación del Tártaro de Griegos y Romanos, con sus diferentes zonas. El Tártaro era la antigua prisión fortificada donde se retenía a los Titanes y más tarde pasó a ser la morada de los muertos. Para entrar en el inframundo había que cruzar el río Aqueronte y el único medio posible de hacerlo era en la barca de Caronte, previo pago de un óbolo. Las almas que no podían pagar al barquero debían esperar cien años en la ribera del río, una vez pasado este tiempo, Caronte accedía a cruzarlos de forma gratuita.
—Por todo hay que pagar. Incluso después de muerto —dijo Garzón.
—Así es. Nuestro estilo de vida, está democracia, nació allí, en la antigua Grecia. Todavía hay muchas costumbres que vienen de esa época, por ejemplo, los días de la semana, que aparte de representar a los planetas conocidos en esa época, también obtuvieron sus nombres de los dioses del Olimpo.
—¿Qué sabe usted de Orfeo?
—Orfeo es un personaje muy peculiar, pues fue uno de los pocos en entrar con vida en el Averno y lo hizo valiéndose de su don: La música.
—Creo que entró en el infierno para rescatar a su amada, ¿no es cierto?
—Así es. Euridice, su esposa, había muerto por la picadura de una serpiente. Orfeo encantó con su música a Caronte y a Cerbero, el perro infernal que protegía las orillas del río Aqueronte y después de muchos peligros logró rescatarla. La perdió, eso sí, por algo tan simple como la poca paciencia. Orfeo debía caminar delante de Euricide hasta salir del Tártaro sin poder volverse a mirarla. Cuando ya casi lo habían conseguido no pudo evitar volverse y la perdió definitivamente.
—Creemos que nuestro asesino también perdió a alguien querido y está tratando de encontrarla, para ello ha creado un infierno aquí en la tierra.
—¿A cuántas personas ha matado ya?
—A ocho jóvenes. Según creemos tiene pensado asesinar a una más. Cada río y cada viento de la nota que nos dejó, podría tratarse de una víctima. Si esto es así, ya casi ha terminado su trabajo.
—Para los antiguos Griegos y Romanos, los ríos, los vientos, e incluso las montañas y lagos, en realidad prácticamente todo, era sagrado. A los vientos destructivos como el Noto, también llamado Austros, se le entregaban sacrificios de corderos negros. A los vientos favorables, como podía ser el Céfiro, más suave, el sacrificio del animal en cuestión era el de un cordero de lana blanca. Además esos vientos estaban personificados. El Austro o viento del norte poseía la forma de un anciano alado de desgreñada barba y cabellos que siempre portaba una caracola a través de la cual soplaba.
—Lo que no llego a entender es que relación tienen esos vientos y esos ríos con las víctimas —dijo Lucas.
—Puede que en la mente de ese asesino puedan llegar a relacionarse, pero es muy difícil saber cómo. Él cree ser Erebus, que es al mismo tiempo la oscuridad como uno de los nombres por los que se conocía al infierno y si de verdad cree que el sacrificio de esas jóvenes o vírgenes le devolverá a su amada, entonces tendréis un problema que tan solo un psiquiatra podría resolver, porque ese individuo estaría completamente loco.
Lucas Garzón asintió. Eso era exactamente lo que él temía.
—Claro que también puede estar tomándoos el pelo y todas esas referencias mitológicas no sean más que un ardid para crear confusión. Quizá el bosque os impida ver el árbol solitario.
—¿Qué quiere decir, profesor?
—Quiero decir que tal vez vuestro asesino trate de esconder un único crimen entre otros para hacerlo pasar desapercibido. Nunca está mejor escondida una cosa como cuando está a simple vista, porque nadie se fija en ella.
...
Damián Valero conducía su coche particular, mientras a su lado Mara Guzmán, repasaba por enésima vez el expediente del caso. Iban camino del domicilio de la primera víctima, en la plaza de Marqués de Vadillo, junto al puente de Toledo, que a pesar de lo que Julio siempre había creído, no fue construido por los romanos, sino que databa del siglo XVIII.
Cuando llegaron, Valero aparcó su vehículo frente a un cajero de Bankia y ambos se apearon del automóvil.
—La primera víctima, Helena Colmenar, vivía aquí —explicó Mara —, pero la última vez que la vieron con vida fue en la Puerta del Sol, el 15 de mayo del 2011.
—¿El 15M?
—Sí, durante el movimiento que se originó para luchar contra el sistema, contra la corrupción de los políticos y de las instituciones bancarias.
Valero recordaba las imágenes que todas las cadenas de televisión y periódicos de toda España difundieron. El movimiento del 15M surgió con la protesta de un reducido grupo de personas, unas cuarenta había escuchado decir, pero más tarde se convirtió en una protesta pacífica masiva y fueron miles las personas que acudieron a la Puerta del Sol de Madrid desde todos los puntos de España e incluso del resto del mundo para reivindicar sus derechos.
—La policía interrogó a varios de los amigos de esa joven, sin que ninguno de ellos supiera decir qué había sucedido con ella —continuó explicando, Mara —. Uno de ellos, el novio de la joven, fue investigado por la policía, sospechando de su participación en la desaparición de Helena. Pero más tarde se comprobó que no fue así. A partir de ahí no hubo ninguna pista que pudiéramos seguir hasta que su cuerpo apareció en el río Manzanares, a la altura del puente de la Princesa, en el barrio de Legazpi. Muy cerca de aquí.
—Conozco el barrio —dijo Damián—. Me crie ahí. Vivía en la calle Embajadores, muy cerca de Legazpi. De pequeño jugaba con mis amigos junto al río, arriesgando la vida al cruzar la autopista M30 y escapando de la policía cuando nos veían. Eran otros tiempos.
Mara sonrió.
—Yo me crie en el barrio de Retiro. Vivíamos en la calle Ibiza. Todas las tardes bajábamos a jugar a los columpios del parque del Retiro, allí no había peligro, salvo que nos cayésemos del tobogán... ¿Por qué venimos aquí?
—Para descartar una idea. Es muy posible que el asesino conociese a una de las víctimas y los otros asesinatos no sean más que para ocultar ese crimen. Si es así, podríamos descubrir algo sobre él.
—Una sola pieza nos daría una idea de cómo es este rompecabezas.
—Así es. Ahora mismo no tenemos nada. Una vaga descripción y una nota que no aporta ninguna solución, sino todo lo contrario. Quizá el padre de la joven recuerde algo que pueda sernos de utilidad. Algo que olvidase contar a la policía en su momento. ¿Qué sabemos de él?
—Poca cosa. Según el expediente trabajaba de anestesista aquí en Madrid. Fue despedido del hospital donde trabajaba por motivos que no logramos esclarecer. Quizá se le fuese la mano a la hora de anestesiar a una de sus pacientes, no lo sé. Actualmente no trabaja, aunque aún no tiene edad para haberse jubilado. No creerás que tuvo algo que ver con la muerte de su hija, ¿verdad?
—No. No estamos aquí porque sospeche de él. El motivo de nuestra visita es hacernos una idea de cómo era su hija.
Entraron en el edificio y subieron en el ascensor hasta la quinta planta. Valero pulsó el timbre de una de las viviendas y esperaron a que abriesen la puerta.
—¿Qué desean? —Preguntó alguien a través de la puerta.
—Somos policías. Quisiéramos hacerle algunas preguntas, señor Colmenar.
Un hombre, de unos cincuenta años, abrió reticente la puerta.
—¿Sobre qué quieren hablar? —Preguntó con evidente malhumor.
—Sobre su hija, señor Colmenar —respondió Mara, al tiempo que le mostraba sus credenciales —. No le robaremos mucho tiempo.
Enrique Colmenar se hizo a un lado dejándoles acceder a su vivienda.
—La policía ha estado aquí muchas veces y para qué. Nada podrá devolverme a mí hija.
—Lo sabemos, y lo sentimos, pero puede que su declaración nos ayude a salvar otras vidas.
—¿Otras vidas? Según la policía, mi hija Helena murió en un accidente de tráfico y el cabrón que la atropelló se dio a la fuga. Su cuerpo quedó tan horriblemente desfigurado que nos impidieron verla y darle un último beso. Fue horrible.
—Quizá no fue exactamente así como sucedieron las cosas, señor Colmenar —dijo Valero y Mara le miró con extrañeza. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué pretendía?
—¡Cómo que las cosas no sucedieron así! —Gritó el hombre —. ¿Qué está usted queriendo insinuar?
—Puede que su hija no muriese en un accidente de tráfico. Puede que alguien la asesinase y puede que no fuese el método correcto de hacer las cosas por parte de las autoridades, pero le aseguro que si se le ocultó esa información fue por motivos de peso.
—¿Asesinada?
—Sí, señor Colmenar. Tiene usted derecho a saber la verdad. Su hija fue asesinada por un psicópata que aún sigue matando a otras jóvenes como ella.
—¡Dios mío! —Exclamó el hombre, sentándose en una butaca al sentir que se mareaba.
—¿Se encuentra usted bien, señor Colmenar? —Le preguntó Mara, mientras clavaba su mirada de disgusto en su compañero. ¿Cómo se le ocurría hacer lo que estaba haciendo?
—No. No estoy bien. ¿Cómo quiere que lo esté después de lo que me han contado?
—Lo siento —pidió perdón Valero—. Pero esta mentira ha durado demasiado tiempo y ya es hora de que se conozca la verdad.
—G-Gracias —titubeó Enrique Colmenar, asintiendo.
—No hay de que. Ahora, si se encuentra mejor, podría contestar unas sencillas preguntas.
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