El día que David se la compró
Un antiguo grupo de amigos del instituto había contactado con ella por Facebook para hacer una cena, «cena de los recuerdos» la llamaban en la invitación. Viejos compañeros que querían reunirse para ponerse un poco al día, hablar de cómo les había ido en esos años y conocer a las nuevas parejas. Una excusa barata para cocerse a vino, ver quién había engordado o quién estaba envejeciendo mal. Poco más. Al principio la idea no le entusiasmó, al fin y al cabo, si durante esos últimos años no habían mantenido contacto era por algo, pero después de pensarlo varias veces y de ver la confirmación de Cristina decidió aceptar. Cristina era una antigua amiga a la que no soportaba, la envidia que tenía por Cris había convertido su relación en un amor odio casi enfermizo, del cual Cristina no parecía percatarse en exceso. Su delicadeza, inocencia y fragilidad, características que aborrecía y celaba a partes iguales, dejaban paso a una mujer sencilla, sin ápice de maldad, que no le permitían ver con claridad el neuroticismo de su relación con Martina.
Quería aprovechar la falta de contacto con todos ellos para que vieran la vida perfecta que tenía. Se acababa de comprar un precioso piso cerca del centro, tenía el trabajo de sus sueños y vivía con el amor de su vida. Martina podía imaginar cien conversaciones diferentes en su cabeza explicando lo maravillosa que era su vida. Podría hablarles sobre lo asombroso que fue conocer a David y contar una romántica historia sobre cómo le pidió salir. Lo bien que lo pasaron en algún viaje o lo increíble que estaba siendo decorar el piso juntos. Todas las conversaciones fantásticas que sonaban en su cabeza, por supuesto, distaban mucho de la realidad que vivían. Sobre el piso y el trabajo, Martina podría mentir todo lo que quisiera, pero era obvio que a David lo iban a conocer y de él al hombre que ella imaginaba en su cabeza había un largo camino que recorrer, aunque llevaba años intentando moldearlo a su gusto, era una ardua tarea. Así que, entre otras cosas, Martina decidió llevarle al centro comercial para que se comprara ropa. Costó un poco convencerle, ir de compras no era el mejor plan para un viernes por la tarde, pero David sabía que era una batalla perdida intentar disuadirla. Cuanto antes fueran a comprar antes acabarían.
—No puedes pasarte bebiendo, dos cervezas máximo. O mejor, dos copas de vino, el vino da más impresión de sofisticación. No hables mucho de tu trabajo, la gente no entiende bien lo que haces y es aburrido.
—¿Te parece aburrido?
—¡Ah! Y no menciones ninguna de nuestras discusiones, sobre todo la que tenemos porque aún no quieres tener hijos.
—¿Por qué les iba a mencionar nada de nuestras discusiones ni de niños?
—No lo sé, puede darse la situación. Tampoco hables de fútbol por favor, no soporto que hables de fútbol.
David pensaba que dos cervezas iban a ser insuficientes para las pocas ganas que tenía de ir a aquella cena. En cualquier caso, sabía que comentar con ella la posibilidad de quedarse solo en casa, iba a dar lugar a que tuviera que ir igualmente y además soportar gritos, reproches y discusiones previas. Con los años había ido aprendiendo que, a veces, la resignación era su mejor aliada.
La escalera mecánica avanzaba hasta el piso superior del centro comercial mientras Martina seguía enumerando una larga lista de prohibiciones.
—¿No crees que estás exagerando? ¿Por qué te importa tanto lo que opine esta gente?
—No estoy exagerando, ¿vale? Quiero que les causes buena impresión. Hace muchos años que no los veo y quiero que vean lo bien que me ha ido y la bonita relación que tengo.
—Si las cosas fueran bien no habría que forzar todo esto —susurró David con tono de cansancio.
—¿Qué has dicho?
—Nada, no he dicho nada. ¿A qué tienda vamos?
Martina le echó una mirada fulminante, le había escuchado a la perfección, pero aún quedaba mucha tarde por delante como para discutir tan pronto.
—«Al rincón de Ramón», venga. ¡Ah!, tampoco se te ocurra hablar sobre tus gilipolleces de bitcoin ni de que te juegas dinero con esas cosas. No quiero que piensen cosas raras.
David se paró en seco.
—A ver, yo no me juego el dinero, lo invierto. La diferencia es importante. En segundo lugar, odio el «Rincón de Ramón», la ropa es fea, cara y muy pija. Sabes que lo que me compre no lo volveré a usar y, por último, ¿por qué no me dices de qué temas puedo hablar y acabamos antes?
Ignorando su respuesta, Martina entró en la tienda y saludó al dependiente. Efusiva y con mucha ilusión explicó detalladamente lo que quería para David mientras este se dedicaba a asentir con las cejas levantadas, angustiado por la ropa que le iba a tocar ponerse. Empezaron por unos pantalones chinos y varias camisas, pero esta opción no convenció a ninguno de los dos.
Mientras David terminaba de quitarse el último conjunto, del cual casi salta un botón de la barriga, Martina le dejó incontables perchas con más ropa colgada en el probador.
—Tina, por favor —le susurraba David asomado por la cortina—. La mayoría de estas cosas son horrorosas.
—Te he dicho mil veces que no me llames Tina, parece nombre de perro. Puedes probártelo, eso no significa que te lo tengas que comprar.
—Y si no lo voy a comprar, ¿para qué me lo voy a probar?
Martina suspiró y cerró la cortina de golpe dando por terminada la discusión. Ese hombre era imposible, con lo que le gustaban a ella esos momentos en pareja y él parecía buscar siempre la forma de arruinarlos. Dentro del probador y maldiciendo en su cabeza, David se dedicó a seleccionar, de entre todo el nuevo montón de ropa, aquella que le parecía de un estilo más casual. Después de varias pruebas, reproches y sonrisas falsas, consiguieron un pantalón ajustado pitillo y un jersey de punto marrón que cercioraron a Martina ser la mejor opción.
—¡Nos lo llevamos! Te queda genial, mírate —le decía Martina con sus propias manos entrelazadas-. Ojalá vistieras así todos los días. Qué guapo estás.
—¿Has visto las etiquetas? —susurró gritando David—. No pienso pagar esto por un pantalón en el que casi no entro y un jersey que hace que me pique hasta el esternón.
—No se te ocurra dejarme en evidencia —dijo Martina apretando los dientes mientras sonreía forzosamente y buscaba al dependiente con la mirada.
—He dicho que no me lo llevo. Escúchame, Tina, se me vana caer los putos pezones con este jersey. No voy a pagar ciento veinte euros por un conjunto que no me voy a volver a poner. ¿Sabes la de cosas que podría hacer con ese dinero?
—¿Todo bien? —preguntó el dependiente quien, con discreción, no perdía oportunidad de cotilleo.
David iba a hablar, pero Martina le empujó y se adelantó alzando un poco la voz.
—Sí, ningún problema. —Sonreía—. Nos llevamos el pantalón y el jersey. Anduvieron hasta el mostrador y el dependiente metió la ropa en una bolsa.
—Habéis hecho una buena elección. Este mismo jersey lo tengo yo en varios colores. Es divino. Son ciento veinte con treinta y cinco. Martina se giró para mirar a David esperando a que sacara la tarjeta.
—¿Cariño?
—No tengo mi tarjeta, amor —contestó David sonriendo con las manos en los bolsillos.
—¿Seguro, mi vida?
—Muy seguro, cielo. La perdí el otro día cuando no iba a ver el fútbol a no gastarme lo que había ganado invirtiendo después de salir de donde no trabajo.
El dependiente, entretenido, prefirió no intervenir. El hombre estaba acostumbrado a ver todo tipo de cosas en su trabajo, discusiones de pareja, niños descontrolados... la cara de Martina estaba tan tensa que parecía un maniquí más de la tienda, aunque no había perdido su forzada sonrisa en ningún momento.
—No pasa nada —dijo Martina por fin—. Utilizaré mi tarjeta, al fin y al cabo, todo el dinero sale de los dos. —Soltó unas falsas carcajadas para disimular su vergüenza.
David, satisfecho con no haber soltado un duro salió de la tienda en busca de aire. Su psicóloga le decía que en aquellas situaciones debía alejarse de la discusión y contar hasta veinte. La voz de la mujer resonaba en su cabeza mientras pensaba en lo difícil que era seguir ese consejo. Enfadado por no saber gestionar sus sentimientos de impotencia echó a andar buscando distraerse.
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