Epílogo
EPÍLOGO
D A R I A N A
—Bien, bien, a las tres.
—Uno —comienzo yo.
—Dos. —Me sigue Adolfo y al final ambos miramos a Luciano quien, eufórico, lo anuncia.
—¡Tes!
—¡Yei! —grito de la emoción mientras, entre Adolfo y yo cortamos el listón de reinauguración. Mi dulce pastel, después de cinco años, ha vuelto.
Luciano es quien parece más emocionado que Adolfo o yo, es el primero que entra. El lugar fue reconstruido de una gran parte, pero volvió a su apariencia original, con una que otra cosa agregada por Luciano, y una pequeña expansión, pero ha vuelto. La felicidad que siento me quema el pecho y quiero llorar otra vez, como anoche que le dije a Adolfo todo lo que siento al poder lograr a tener nuestro negocio de vuelta.
Como aquel día, servimos nuestros pasteles, recibimos halagos de la gente por lo deliciosos que son y hasta la gente quiere tomarse fotos con nosotros para compartir sobre el lugar en sus redes.
Miro a mi alrededor, conmocionada por todo. Nuestros amigos, nuestra familia —incluyendo a la tía amargada de Adolfo con quien parece que ya hice las pases—, todos están reunidos en algunas mesas, comiendo. Sonia tiene a los gemelos comiendo pastel mientras los reprende por tirar un plato accidentalmente hace un momento. Samuel le da de comer a Sofía, su pequeña hija, mientras que Lizbeth está limpiando la boca de Aldair y le dice algo sobre su hermana.
Mamá y papá, junto con todos sus amigos, hablan de la fiesta de Adrián y lo grandioso que nos la pasamos con sus ocurrencias ayer.
Cuando todos se han ido, los antiguos recuerdos, que creí enterrados, vuelven a mi cabeza y los tengo conmigo. Respiro, intentando detener la ansiedad que me da acordarme.
Pero luego me calmo, mientras los observo desde la puerta de entrada, embelesada, justo después de despedir al último cliente y agradecerle. Jamás me cansaré de ver escenas así de tiernas de mis hombres favoritos. Los amo tanto. Están sentados en el piso, a lado del mostrador.
—Di pan. —Es la tercera vez que insiste.
—Pan. —Sonrío y él parece celebrar que lo ha logrado.
—Quecito.
—Quecito.
—¡Bien! Ahora di panquecito —insiste Adolfo
—¡Paqueito!
—¡No, Adrián!
—¡No, papá!
—Niño malo. —Lo señala y el pequeño imita su acción, poniendo cara de enojado.
—Ya, Adolfo —le digo, riéndome—. No discutas con un niño de dos años, por Dios, ¿dónde está Luciano?
—¿Luciano? —Disimuladamente, lo busca tras el mostrador y bajo los manteles de la mesa cerca de donde están—. Es el niño de cinco años que se parece a mí, ¿no? El pelinegro con enormes cachetes, ¿cierto? Es como de un metro, ¿verdad?
—Adolfo...
—¡Lo buscaré, lo buscaré!
Ruego los ojos mientras lo veo correr, buscando en cada mesa, y tropezarse con las sillas. Tomo a Adrián en brazos y me lo llevo hacia la cocina, donde dejé enfriando un par de bizcocho para hacer el pastel de cumpleaños para Adolfo. Al entrar me quedo sin palabras por lo que veo.
—Eh, ¿Adolfo? —Trato de no hablar muy fuerte. Si lo hago, Luciano entra como en una especie de burbuja vergonzosa y deja de hacer las cosas.
—¿Sí? —Cauteloso, mi prometido comienza a dejarse ver, caminando hacia mi dirección.
—Encontré a Luciano. —Le hago señas para que sepa dónde está.
Mi hijo acaba de arruinar cuatro bloques de bizcocho de vainilla, cortándolos en pedazos. No sé si llorar, porque suponía que el pastel sería sorpresa para Adolfo a las doce de la noche, o reír porque mi niño ha juntado cada pedazo y lo ha acomodado en capas, bañándolo de glaseado amarillo. Está tan concentrado moldeando los últimos detalles que me quedo ahí, observándolo junto a Adolfo hasta que termina.
—Mami, aquí está el pastel de papi —dice muy seguro, levantando la espátula de plástico. Tiene sus redondos cachetitos llenos de colorante—. No sé decorar todavía, porque estoy chiquito, pero yo digo que sabe rico.
Me entra una emoción que me obliga a llorar de nuevo y acercarme a besarle la frente. Él está feliz por hacer el pastel de su papá.
—Te dije que sería un gran repostero. —Adolfo se nos acerca—. Ey, repostero estrella, te quedó perfecto.
—Gracias, papi. —Luciano le muestra su pulgar arriba y sus dientes a su papá—. Voy a buscar mis juguetes para ir a casa.
Desaparece de mi vista y yo, conmocionadísima, limpio mis lágrimas. Amo lo inteligente que es mi hijo.
—Así que me ibas a hacer un pastel —comenta.
—Se suponía que era sorpresa, pero tu hijo me ha ganado. —Intento hacer que las lágrimas se detengan, pero no sucede.
—Últimamente, lloras mucho, ¿no estarás embarazada? —Pone una de sus manos en mi espalda.
—Claro que no —aseguro, riéndome. «Por supuesto que no»—. Y por las dudas me hice una prueba hace días. Más bien solo soy una llorona feliz con sus tres príncipes azules.
—Ah, no, yo soy uno verde. —Adolfo sonríe mientras trata de reponer un poco el desastre en la mesa—. ¿Verdad que soy verde, Adrián?
—¡Velde! —repite Adrián y me da más emoción. Desde que Luciano nació me he convertido en una dispensadora de lágrimas, afortunadamente, los motivos ya no son dolorosos.
***
—¡Feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños a ti! —canta Lucía una vez que entra en la pastelería. Aún no hay clientes y agradezco eso, mi cuñada está un poco loca—. ¡Feliz cumpleaños, cara de idiota, feliz cumpleaños a ti
—Pierde el amor si me llamas cara de idiota. —Adolfo se deja abrazar por ella—. Pero gracias, hermanita, ¿y Ben?
—Bernardo se lo llevó a traer unas cosas para el desayuno, nos levantamos tarde hoy. —Se encoge de hombros mientras le extiende un paquete—. La verdad lo pedí por paquetería, y me llegó hace unos días, no lo envolví porque, meh, ya estaba en caja, así que ábrelo.
Mi prometido lo abre, descubriendo que es una cámara fotográfica.
—Vi que lo añadiste al carrito de compras en mi celular, así que asumí que la querías y la compré, ¡de nada! Tengo que volver, dejé sola la dulcería y mi hijo se enoja si no me encuentra ahí. ¡Los amo!
Sale de la pastelería, dejando a Adolfo confundido, luego comienza a reírse.
—Lo añadí porque iba a regalársela yo —me dice y se ríe con más ganas—. Maldición, ahora tengo que pensar en qué otra cosa regalarle de cumpleaños.
—Te pasas. —Me río mientras me acerco a él para abrazarlo por segunda vez—. Así que treinta y cuatro años, ¿eh?
—Sí, Dios. ¿Qué se siente saber que este sábado te casas con un sugar daddy tan guapo?
—No funciona lo del sugar daddy, amor, eres pobre. —No puedo evitar reírme—. Digamos que eres mi viejito chulo, y que me alegra pasar un cumpleaños más contigo, el sexto, porque puedo felicitarte en las mañanas y regalarte muchos besos.
—Oh, sí, sí, también me regalaste dos bebés. —Besa mis labios, sonriéndome más—. Bellísimos como yo, por cierto.
—Claro, claro.
***
Sonia me acomoda la cola del vestido. Lorenza termina de maquillarme, por tercera vez, puesto que no he dejado de llorar. Mamá dice que mi llanto le recuerda a mi primer embarazo, yo le dije que era porque quizás todo me dejó traumada. La muerte de Ulises, a pesar de todo, me dejó el dolorcito en el pecho. Fue muy importante en mi vida, y aunque se volvió algo loco, supongo que ya lo he perdonado. Lo quise, muchísimo, a decir verdad.
—¿Lista? —Lizbeth aparece con mi ramo y vestida de azul como se los pedí. Me lo entrega y yo, lejos de calmarme, me pongo más nerviosa—. Ah, no mames, Dari, pinches seis años que llevan juntos.
—Tú ni sabes —dice Sonia—. Tú te casaste con mi hermano casi al año de estar juntos y lloraste como desquiciada aun cuando andabas de fiera una noche antes, diciendo que te había funcionado el amarre.
—Con tu hermano es diferente, una semana antes me dijo que me amaba a pesar de estar bien pendeja. Me puse nerviosa pensando que me iba a ir de hocico a medio camino.
Eso logra calmarme. En realidad, ni siquiera sé por qué estoy tan nerviosa, he pasado tanto con Adolfo que siquiera me debería de ganar la duda.
Las palabras y el tiempo pasan. Me siento como las princesas de Disney, como en un cuento, mi propio cuento. Miro a Luciano y a Adrián antes de girarme hacia Adolfo y decirle que sí, que lo amo y que es una de las mejores cosas que me han pasado en la vida.
—Entonces, ¿y el pastel? —digo durante nuestro primer baile de esposos. Él pidió hacer el pastel solo, pues, después de darle mis famosas clases de repostería... Y otras más privadas, decorar se volvió lo mejor de sí para él.
Desaparece de mi lado, dejándome un beso en la frente. En instantes, aparece junto a Bernardo, cargando el pastel. Es de tres escalones. Está la playa en el primero de abajo, tiene tonos naranjas, amarillos y negros y al acercarme noto la figura de mí en bikini amarillo. En el segundo, hay dibujada una escena que al principio no comprendo, pero me la explica; es de nuestro primer beso, incluso dibujó la bolsa de coco tirada en el suelo.
En el último, tiene algo escrito, es color rosa con blanco y dice: «Gracias por la luz verde, me hizo llegar muy lejos».
Lo abrazo, como siempre, llorando. No puedo parar de hacerlo, porque no he parado de tener episodios así de bonitos. Hemos tenido tropezones, pero nos hemos recuperado. Y, aunque han sido situaciones extremas, nuestra manera de arreglarlo es la mejor.
Me tranquilizo, seguramente de nuevo tengo el maquillaje corrido, Lorenza va a matarme. Sonriendo, me separo de Adolfo. Cuando le he repetido que lo amo, me giro hacia los invitados.
—Bueno. —Suspiro, hallando dentro de mí la compostura, y anuncio—: ¿quién quiere pastel?
F I N
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