11: Lucía

CAPÍTULO 11:

Lucía

Me levanto del sofá cuando siento el carro alejarse, yéndose. Adolfo ya se ha ido. Así que, cuando ya no escucho nada, me alisto rápido para ir a la dulcería.
 
Mamá y papá no están y, por suerte, descubrí que dejaron las llaves de mi carro. Quizás me metí sin permiso a buscarlas en su habitación, pero ya me siento mejor ¿no? Puedo manejar. Además, lo necesito muchísimo ahora mismo.
 
Salgo de la casa para irme a montar en él. Lo extrañaba tanto, es un vocho bien gracioso gris y en el vidrio lleva una pequeña calcomanía de una galleta con ojos que dice «Soy una galleta feliz».
 
Suspiro, lo enciendo y arranco, la dulcería me queda a unas cuadras. Ruego porque esté abierta, si no me veré en la obligación de investigar por otro lado. Aunque, pensándolo bien, tendré que esperar a que Adolfo se sienta "listo" para decirme. Ir a investigarlo con la otra persona que lo sabe es como el cerdo que va solito al matadero. No.
 
¿Por qué esto me importa tanto? Igual, no es como que Adolfo se vaya a quedar en mi vida para siempre. No es como si realmente fuéramos a iniciar algo, no tengo idea de qué vaya a pasar. Bien podría aceptar que trato de averiguar qué pasó solo porque quiero dejar de hacerme ideas equivocadas en la cabeza; dejar de pensar que en realidad Ulises jamás me amó y, en cambio, solo me utilizó y jodió lo que pudo haber sido una relación entre Adolfo y yo, o eso creo, pero, ¿por qué hacerlo? Quiero, necesito saberlo, porque siento que la cabeza me va a estallar, porque siento que mi corazón está al filo de romperse en pedacitos por pensar que siempre fui una estúpida, porque me vieron la cara de pendeja al hacer que me idealizara en una bonita casa, con mi amado esposo que me amara, con bonitos bebés y una pastelería fantástica. Ulises me hizo imaginar que estaríamos juntos, que nos amaríamos siempre, no quiero enterarme de que yo solo fui la que se creyó la historia.
 
—¡Amor, llegaste a tiempo! —Me espabilo al darme cuenta de que llegué a la dulcería, pero no me he bajado del carro. Miro la entrada y veo a Lucía con un tipo, abrazándolo, su novio, supongo—. Ya iba a cerrar para irme.
 


—¡No! —grito, desesperada, haciéndolos voltear a verme. Bien, Dariana, acabas de verte como una desquiciada frente a la chica que vas a interrogar como detective—. Lo siento, solo quería comprar unas cosas, no cierres, por favor.
 
Cálmate, Dariana, cálmate porque, si no, la arruinarás gacho.
 
—Oh, claro, ¿qué necesitas? —Lucía me sonríe, pero luego no sé qué le pasa, su semblante cambia, poniéndose seria—. Espera, eres Dariana, ¿no?
 
«Uy, no, creo que ya valió madre», pienso y, mientras me bajo del carro, asiento, avergonzada. El chico a su lado le dice que la esperará afuera mientras me atiende y ella entra, yo tras ella.
 
—Busca lo que necesites, aquí te espero. —Su seriedad me da mucho miedo, y por un momento me pregunto si ha sido buena idea venir, pero no quiero rendirme, así que me hago pendeja un rato entre los pasillos hasta que agarro el valor suficiente para hablarle.
 
Lucía me ve confundida cuando me acerco sin nada entre las manos. Está por decirme algo, pero lo suelto sin más, al grano, a la fregada.
 
—En realidad no vine por nada, quiero hablar contigo de Adolfo. —Aprieto los ojos fuerte para seguir hablando—. Tu hermano me interesa, pero quiero saber algo de él que me importa.
 
Me siento estúpida por un segundo con la idea pendeja de mentir, porque es insano, para mí y para Adolfo. Luego abro los ojos y ella está medio sonriendo, ahora me siento una desgraciada por ilusionar gente.
 
—¿De verdad? —Suelta una risita—. ¿Sabes? No sé, pero me hace sentir bien que me lo digas, hace días he traído a mi hermano de bajada con todo este asunto, me sentía enojada y hasta creo que te odiaba un poquito por revolver la cabeza de mi hermano, pero bueno, al menos no eres indiferente, ¿no?
 
—Pues claro que no —le digo y después me río. Siento escalofríos en mi espalda, creo que esto de mentir está provocándolos, casi nunca lo hago—. Tu hermano es agradable, fantástica persona y es lindo. Cocina genial, es tan inteligente y muy comprensivo...
 
—Bueno. —Lucía me interrumpe, riéndose. Luego intenta ponerse seria—. Ya entendí, ¿qué es lo que quieres saber de mi hermano? ¿Edad? Tiene veintiocho, aunque creo que te lo debió haber dicho. ¿Si es un cabrón? Quién mejor que nadie para decirte que está pendejo, pero no es un cabrón. ¿Si es infantil? Pues...
 
—No es eso —vamos, Dariana, hazlo, suéltalo, tú puedes—, solo quiero saber si sabes por qué Ulises lo odia tanto —Su cara se transforma horrible, y pienso que la he cagado, así que continúo—. ¡No pienses mal! O sea, es una boba creencia mía, pero quiero saberlo porque me siento incluída ahí de una manera que no me agrada. ¡No es que quiera estar con Ulises de nuevo! Está medio loco. De hecho, le pusimos una orden de restricción tu hermano y yo, ¿te contó, verdad? Y pues...
 
—¿Qué? —Su cara vuelve a transformarse, ahora se nota angustiada—. Dariana, de eso él a mí no me dijo nada. Solo hablamos de los golpes que le dio y de la sospecha de por qué... Bueno, no me había dicho que iban a ponerle una orden.
 
Noto un cambio drástico con cada una de sus palabras, ahora entiendo que sí sabe algo de lo que pasó entre ellos.
 
—Dime, por favor —insisto, antes de nada—. Adolfo me dijo que no se sentía listo para decírmelo, pero yo siento que me estoy ahogando, haciendo demasiadas teorías locas y tengo miedo. Dime.
 
—No puedo. —Baja la mirada, su respiración es extraña. Comienzo a arrepentirme de haber venido—. Cuando a mí me lo dijo, habían pasado dos años de haber ocurrido, no puedo decírtelo porque no me corresponde. Y, si te soy sincera, no quiero hablarlo. Si Adolfo prometió decírtelo, espera, no insistas con eso, menos a él, porque le afectó muchísimo más, lo vivió de primera fila.
 
—Pero...
 
—¿Dari? —La voz de Adolfo me interrumpe. Madres.
 
«Ya valió ahora sí». Me muerdo los labios, girándome despacio para encararlo.
 
—Holi. —Parezco tonta moviendo las manos rápido para saludarlo. ¿Qué hago, mierda? ¿Qué chingados estoy haciendo aquí?
 
—¿Qué haces aquí? —pregunta, confundido y a la vez sonriente.
 
—Pues...
 
—No, no —Lucía interviene, salvándome, no puedo soltar alguna escusa ahora, me acabo de quedar bloqueada—. Aquí la pregunta es: ¿tú qué haces aquí?, ¿qué no ya tendrías que estar en la bodega, trabajando, moviendo cajas?
 
Se queda serio un momento, luego actúa nervioso, se ríe, se rasca la cabeza y, al final me mira a mí.
 
—Pasó algo bien interesante, ¿recuerdas que te dije que ayer era mi día libre? —Asiento, confundida—. Pues resulta que te mentí, y era mi cuarta falta en menos de un mes.
 
—¿Qué quieres decir? —Lucía pregunta antes que yo.
 
—Que voy a aceptar tu oferta de seguir con el negocio familiar, hermanita. —Comienza a reírse. Por instinto miro a Lucía y esta está poniéndose roja. Entonces bufa, tapándose la cara.
 
—¡Te despidieron, pendejo! —No se mira enojada, más bien frustrada—. Te quiero golpear, ¿sabes? Y no por eso, sino por no contarme que has llegado al punto de poner una orden de restricción contra el lunático de mierda ese. ¡Tuve que enterarme por ella!
 
Trágame tierra, pienso, cuando me mira y luego se calla. Ha deducido que acaba de meter la pata, y yo también al venir aquí.
 
—No quería asustarte —comenta él—. No importa, ¿sí? Ya está, si se acerca a intentar hacer algo, irá a la cárcel.
 
—Sabes que ya...
 
—¿Me puedes cobrar? —Me agarro de lo primero que se me ocurre. No quiero seguir aquí. Lucía me mira enseguida, está confundida, no tengo nada en las manos—. Lo que te debo, ¿recuerdas? La bolsa de coco rallado, las chispas de chocolate y la cajeta.
 
—¡Ah, es verdad! —Lucía saca la cuenta en su calculadora—. Me había olvidado que lo debías desde ¡uff! Semanas, son ciento treinta y tres.
 
Saco de mis pantalones el dinero y se lo doy. Ella lo toma y lo guarda en la caja, todo bajo la mirada confundida de Adolfo.
 
—Me tengo que ir. —Me siento abrumada y estúpida, o no sé, siento que debí plantearme mejor las situaciones, haber hecho ensayo y error antes de salir de casa para haberme hecho a la idea de que, posiblemente, él estaría aquí.
 
Salgo como de rayo y me subo al carro. Adolfo me ve más confundido desde la entrada, me estoy portando más rara de lo que debería, me va a descubrir.
 
—¡Nos vemos mañana! —Le mando un beso volátil que lo sorprende, incluso a mí, ¿qué estoy haciendo?—. ¡Adiós!
 
Arranco, yéndome echa madre para la casa. Esto es un jodido desastre, como yo.

 
***
 

—Así que fuiste con la hermana. —Mi mamá pone la cena frente a mí, sirviéndome. Cuánto la amo, me hace sentir tan bien poder confiar en ella y papá en estas cosas.
 
—Entonces el bato sí te interesa —comenta Alejandro—. O sea, sé que todo está cabrón, pero al menos te importa un poco.
 
—En realidad no estás entendiendo, le mentí a Lucía.
 
—Bueno, pero tú nunca mientes sin ponerte a temblar de nervios, te descubres sola.
 
—Oh, sí, sí. —Mi papá se incluye en la conversación—. No soportas saber tú sola que estás mintiendo.
 
—Tienen razón —agrega mamá—.  Aunque si has mentido, Dariana, déjame decirte que está mal que juegues con las ilusiones de la gente.
 
—Tienes razón, lo siento, ¿sí? No lo estoy ilusionado, yo mentí diciendo que me gustaba mucho, pero es la verdad decir que siento algo ahora. —Suspiro, ¿de verdad lo dije? Sí, ya lo dije—. El punto aquí, conmigo, es que me di cuenta de algo raro.
 
Les platico mis pienses. La verdad noté algo en Lucía que me lleva a pensar que también estuvo incluida en todo el problema, lo que no puedo plantearme es en qué, por eso de que me dijo que tardó tiempo en enterarse y el «Porque le afectó muchísimo más». Supongo que estuvo implicada, mas no supo nada desde otra perspectiva. ¡No entiendo! Solo me hago bolas y más bolas.
 
Me distraigo un momento cuando escucho mi teléfono sonar. Es un mensaje. Me meto un bocado de arroz que hizo mamá antes de ir a tomarlo del sofá. Es un mensaje de Adolfo.
 

Adolfo: Lucía ya me dijo a qué habías ido a la dulcería.
 

No puede ser.

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