| | CAPÍTULO 9 | |
Un par de golpes en la puerta me hicieron abrir los ojos casi de inmediato. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al despertar en una habitación desconocida. Me senté sobre las sábanas y vi el rostro de Olive aparecer detrás de la pesada puerta de madera con una sonrisa tímida en su bonito rostro.
—Señorita Astley, el príncipe Luckyan ha pedido hablar con usted primero. Me ha pedido que la ayude a vestirse y la acompañe a su estudio —dijo con voz amable. Me froté el rostro con ambas manos y asentí mientras salía rápidamente de la cama.
Con la ayuda de Olive —que insistió en quedarse y ayudarme a pesar de haberle dicho que podía asearme y vestirme sola— estuve lista en menos de diez minutos para hablar con el príncipe.
Caminamos a pasos rápidos por los pasillos largos del palacio real, subimos al piso superior por unas escaleras de mármol curvas de color oscuro y barandas de madera de pino. Habían alfombras de color granate e hilo de oro, dispuestas en los pisos haciendo que nuestros pasos sonaran apagados al pasar sobre ellas.
Mi corazón latía fuerte contra mi pecho y las palmas de mis manos se sentían frías y húmedas al mismo tiempo; las froté en repetidas ocasiones contra la falda del vestido azul que Olive había preparado para mí aquella mañana, pero a pesar de ello seguían sintiéndose de la misma manera, y yo más asustada todavía.
El reloj anunció la hora con seis fuertes campanadas que causaron eco en los corredores y pasillos casi vacíos del palacio. Vi al consejero Clifford salir de una de las puertas blancas talladas, cargando con rollos de pergamino viejo y algunas agendas de cuero negro.
—Ah, señorita Astley, buenos días. Luce mucho mejor esta mañana —me saludó con una agradable sonrisa que iluminó su rostro.
—Buenos días, consejero Clifford —respondí con una pequeña reverencia. Él miró la puerta blanca y suspiró.
—El príncipe no se encuentra del mejor humor esta mañana. Así que le aconsejo responder a todas sus preguntas solo cuando él así lo requiera. ¿Ha entendido? —preguntó. Tragué saliva notoriamente y asentí.
—Bien. Llame a la puerta con fuerza y espere a que el príncipe le diga que puede pasar. Volveré por usted una vez que el interrogatorio haya finalizado. —Sonrió de nuevo, hice una rápida reverencia y junto a Olive se marcharon por el pasillo.
Me quedé de pie frente a aquella puerta con la respiración entrecortada y las manos temblorosas a ambos lados de mi cuerpo.
¿Qué significaba aquello de que el príncipe no se encontraba de buen humor?
¿Y si el príncipe Luckyan no quería escucharme?
¿Y si toda la amabilidad que había demostrado ayer había desaparecido el día de hoy?
¿Y si el príncipe consideraba que yo estaba mintiendo y me enviaba a prisión y luego a la horca?
¿Y si...?
El sonido de la puerta al abrirse hizo que mis pensamientos se cortaran de golpe. El olor a madera y menta invadió cada poro de mi piel, haciéndome sentir mucho más nerviosa. Alcé la mirada y los ojos grises del príncipe Luckyan me miraron desde arriba.
—¿Qué hace ahí? La he estado esperando para hablar con usted, señorita Astley —dijo y su tono fue frío como el hielo.
—Lo lamento, Alteza —susurré e hice una torpe reverencia entre el espacio libre que quedaba entre él y yo, lo cual resultó ser mucho más incómodo que el silencio.
—Pase, tenemos que hablar —masculló y sin decir más dio media vuelta para entrar de nuevo al estudio. Lo seguí con pasos vacilantes.
El estudio del príncipe Luckyan era elegante y sobrio. Era un espacio amplio e iluminado; toda mi casa podría caber solo en aquella habitación. Un escritorio de madera oscura se encontraba en el centro de la estancia donde papeles, pergaminos, libros y mapas se apilaban de forma casi desordenada sobre su superficie. También había plumas de diferentes colores y texturas, tinteros, y una copa de vino a medio beber junto a una botella vacía.
El príncipe Luckyan se sentó en una silla de respaldo alto con incrustaciones en oro y cuero oscuro. Un ventanal proveía una vista hermosa del bosque real, adornado con unas pesadas y gruesas cortinas de color azul prusia y bordadas en hilo de oro, al igual que las alfombras del suelo.
Por encima de nuestras cabezas colgaba un candelabro de cristal y a la izquierda un librero que ocupaba toda la pared, lleno de libros de diferentes tamaños y colores, de títulos varios escritos en tonos plateados y dorados.
Recorrí rápidamente aquella habitación, maravillándome con cada nuevo descubrimiento, hasta que mi mirada cayó de nuevo en aquellos ojos grises que me miraban con atención. Respiré hondo.
—Su rostro luce mucho mejor que ayer, señorita Astley. Tome asiento, ¿o pretende quedarse de pie ahí durante todo el rato? —preguntó con una ligera sonrisa en los labios, pero que no llego a sus ojos.
Asentí con rapidez y, luego de agradecer, me senté en una de las sillas de respaldo alto frente a él. El príncipe Luckyan suspiró y entrelazó sus manos debajo de su barbilla, no parecía estar de mal humor, como había mencionado anteriormente el consejero Clifford, pero eso no quería decir mucho, pues ayer lo había visto pasar del enfado a la indiferencia en pocos segundos.
—Bien, hablemos de lo que sucedió ayer, señorita Astley —dijo mirándome fijamente. Aquel par de ojos grises parecían ver mucho más dentro de mí de lo que realmente me gustaría, pero no podía hacer nada al respecto.
Me di cuenta de que el príncipe Luckyan parecía cansado. Tenía ojeras de color oscuro debajo de sus ojos y llevaba el mismo traje negro que le había visto ayer por la noche. Aunque ahora su chaqueta lucía arrugada y su cabello negro un poco despeinado, a pesar de ello seguía viéndose hermoso e inalcanzable para cualquiera.
—No...
—¿Disculpe? —preguntó; su entrecejo se frunció de inmediato y tensó la mandíbula.
—No es la primera vez que algo como esto sucede en mi familia, Alteza —dije despacio y él alzó una ceja de forma elegante, pero no dijo nada—. Me gustaría hablarle de todo lo que hemos tenido que vivir a manos de mi padre —expresé, el príncipe me observó pensativo.
—De acuerdo, la escucho, señorita Astley —respondió y la ligera sonrisa volvió a sus labios.
Respiré hondo una vez, dos veces.
Comencé a hablar.
Le conté toda la historia de mi familia. Cada lágrima derramada. Cada hermano perdido. Todas las cicatrices que habíamos cargado con nosotros hasta ahora.
Y era verdad, el príncipe Luckyan escuchó cada una de mis palabras en un silencio que parecía ir volviéndose más frío e insoportable con el paso de los minutos.
Me tendió un pañuelo gris cuando las lágrimas por fin me vencieron e inundaron mis mejillas. Un pañuelo grabado con sus iniciales que olía a menta y madera igual que él.
El príncipe Luckyan se terminó el contenido de su copa de vino mientras yo terminaba de relatar lo que había sucedido.
Suspiró.
Sacó otra botella de una de las gavetas de su escritorio y llenó de nuevo la copa a la mitad y la dejó frente a mí.
—Beba esto —dijo. Se pasó una mano por el cabello oscuro y me miró con aquellos ojos grises que ahora parecían más bien molestos.
—Yo no...
—Solo bébalo, señorita Astley, la hará sentir mejor. Y si no lo hace, al menos le ayudara a sobrellevar un poco la situación en la que nos encontramos. —Su tono de voz fue duro, así que no tuve más remedio que agarrar la copa con manos temblorosas.
El fuerte olor del alcohol me golpeó, bebí un pequeño sorbo y el sabor agrio de las uvas recorrió mi lengua. Tragué el vino rápidamente, sin darme mas tiempo para saborearlo y dejé la copa vacía sobre la mesa.
El príncipe Luckyan se puso de pie; mis ojos siguieron cada uno de sus movimientos, que parecían demasiado cansados. Se detuvo frente al ventanal y observó el bosque real por lo que pareció mucho tiempo con los hombros hundidos. Quería preguntarle si se encontraba bien, pero aquello era una tontería, pensarlo lo era también.
—Recuerdo a Nicolai. Era amable y callado —dijo de pronto.
Escuchar el nombre de mi hermano en voz del príncipe me hizo sentir feliz y, al mismo tiempo, me hizo volver a revivir el dolor que había sufrido tras su partida y que creí que ya había olvidado, pero la tristeza seguía siendo real.
—Agradezco infinitamente la labor que realizó dentro del palacio real y lamento profundamente su muerte y la de su hermano Aegon —susurró.
Su mirada era, ahora, un mar plomizo de dolor. El nudo en mi garganta se hizo un poco más grande; limpié una vez mis las lágrimas con el pañuelo gris.
—El decreto real setecientos ochenta y cuatro fue propuesto por mí frente al consejo real del rey. Después de muchas disputas y desacuerdos, el consejo lo aceptó y logramos ayudar a muchos de los súbditos de Loramendi. Sin embargo, fue disuelto debido a que el rey y el consejo real fueron señalados por miembros de la nobleza como injustos, como si ellos supieran lo que es perder un familiar y quedarse en la pobreza —masculló. Se dio la vuelta y me miró.
¿Por qué estaba diciéndome todo eso?
¿Por qué parecía querer disculparse por cada una de aquellas cosas?
¿Era porque sentía culpa?
¿Por temor a ser odiado?
¿Por qué?
Suspiró pesadamente y caminó de vuelta hacia el escritorio, sus manos se aferraron al respaldo de la silla con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron de un tono mucho más pálido que antes, casi blanco. Tensó la mandíbula y sus ojos siguieron mirándome de aquella forma que parecía traspasar todas mis barreras.
—Señorita Astley, yo... —pero sus palabras fueron cortadas a la mitad cuando la puerta del estudio se abrió con brusquedad detrás de mí.
Di un pequeño respingo y el príncipe Luckyan cerró un segundo los ojos; vi como su semblante se hundía un poco más cuando la voz autoritaria del rey llenó la habitación.
—Luckyan, se puede saber, ¡¿qué diablos has estado haciendo a mis espaldas?! —preguntó en tono afilado y sumamente molesto.
Me levanté del asiento tan rápido como a mis piernas les fue posible; el rey ni siquiera me miró cuando me incliné en una reverencia y saludé en voz baja. Para el rey de Loramendi, yo no era más que un objeto dentro de aquella habitación.
—Padre, buen día —fue la respuesta que le dio el príncipe Luckyan al rey Eadred. Me encogí un poco y caminé discretamente un par de pasos fuera de su vista para que se olvidara mi presencia.
—¡¿A qué diablos estás jugando?! —gritó el rey. Su rostro parecía pálido y, al mismo tiempo, congestionado debido al enojo.
Miré al príncipe Luckyan, su expresión era calmada y un tanto aburrida mientras miraba a su padre.
Mi cuerpo entero se sacudió con pequeños temblores. No quería seguir ahí si continuaban gritando de aquella manera; sin embargo, no había forma en la que pudiera salir de la habitación mientras el rey bloqueaba la única salida.
—No estoy jugando a nada, padre. Estoy tratando de hacer mi trabajo y tu trabajo lo mejor que puedo mientras el reino se cae a pedazos gracias a tu ineptitud como rey —señaló. El ambiente se volvió pesado y el silencio se extendió entre padre e hijo.
Quería salir de ahí tan rápido como fuera posible; ya no me importaba hablar con el príncipe mucho menos con el rey, solo quería salir ilesa y seguir el camino por mi cuenta.
Pero el golpe llegó después.
Y si hubiera parpadeado en ese preciso instante, me hubiera perdido el momento exacto en el que el rey Eadred avanzó a grandes zancadas dentro del estudio hasta quedar frente al príncipe Luckyan y luego golpearlo con la palma abierta de su mano.
El grito se quedó atorado en mi garganta, me clavé las uñas en las palmas de mis manos y el dolor fue agudo. No era un sueño, el rey realmente había golpeado al príncipe Luckyan en mi presencia. Respiré hondo buscando calmarme y no lo conseguí.
La mejilla izquierda del príncipe Luckyan se volvió de un rojo brillante y un hilo de sangre resbaló por la comisura de su boca. En su mirada había dos cosas: la primera era humillación y la segunda, odio, un odio ardiente y profundo.
Guardé tanto silencio como pude. Me quedé paralizada; no me atrevía siquiera a respirar por tenemos a que el rey me mirara.
—Te guste o no, Luckyan —masculló el rey con desdén—, soy tu rey y vas a ofrecerme el respeto que merezco. Aunque tenga que enseñártelo de esta forma.
El príncipe Luckyan se limpió con cuidado la sangre que corría por su barbilla sin dejar de mirar al rey con aquella mirada turbia y altiva.
—¿Crees que me importan un par de golpes? ¿O una paliza tuya? —preguntó con una sonrisa extraña en sus labios; sus dientes blancos también estaban manchados de sangre, pero estaba segura de que en sus ojos había un pequeño y ligero rastro de miedo, un miedo profundo y arraigado.
El rey lo miró a su vez; había verdadera furia ardiendo en sus ojos tan grises como los del príncipe. Su cuerpo parecía listo para volver a golpearlo ante la menor oportunidad y deseé con todas mis fuerzas que no fuera de esa forma.
Pero el golpe llegó.
Y luego otro.
Y otro más.
Y el príncipe Luckyan simplemente los aceptó en silencio y con la cabeza en alto.
Apreté los dientes.
—¡Basta! —dije en voz alta. No fui realmente consciente de lo estúpida que había sido al decirlo hasta que dos pares de ojos se volvieron a mirarme.
—¡¿Quién te dio el permiso de hablar, sirvienta?! —gritó el rey y parecía ser que todo su enojo cambió drásticamente de dirección hacia mí.
Sentí mi cuerpo y mi espíritu encogerse de miedo cuando el rey caminó hasta quedar frente a mí; su fuerte olor a alcohol y tabaco me golpeó como una bofetada a la cara.
—Dime, ¿quién diablos te dijo que abrieras la boca, criada? —Su dedo índice se clavó con fuerza en mi hombro, haciéndome retroceder un paso.
—Déjala en paz —susurró el príncipe Luckyan. Caminó rodeando el escritorio y luego al rey y su mano se cerró en mi muñeca con cuidado, jaló de mí suavemente y me hizo quedar detrás de él, cubriendo mi cuerpo con el suyo y también la furia del rey.
El monarca soltó un gruñido que parecía más animal que humano. ¿Por qué cuando lo vi por primera vez me pareció vulnerable y enfermo?
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó el príncipe. Respiró hondo mientras esperaba por una respuesta.
—¡Vas a liberar al sargento Odell, ahora mismo! —gritó—. No tengo tiempo para soportar estupideces.
—No lo haré. El sargento Thomas Odell está siendo acusado de comprar a una joven señorita por un par de piezas de oro —respondió con firmeza.
El rey soltó una carcajada que me hizo estremecer, cada hueso de mi cuerpo se sintió pesado y frío mientras su risa nos envolvía más y más.
—El sargento Odell es un veterano de guerra; si él quiere comprar a todas y cada una de las plebeyas del reino, con gusto le regalaría a todas las que deseara solo para que siguiera defendiendo la frontera como hasta ahora — dijo. Y aquellas palabras me destrozaron por completo.
¿Cómo podía decir algo así?
No. No. ¡NO!
No podía ser cierto.
No podía ser posible que aquel a quien llamábamos nuestro rey no fuera más que un maldito monstruo sin corazón.
Las lágrimas volvieron a mis ojos. Si todo aquello continuaba así, nunca volvería a ver a mi hermana a salvo y probablemente yo misma sería entregada a aquel hombre o peor.
Quise gritar. Quise golpearlo, pero todo mi cuerpo se sentía extraño, como si de alguna forma no me perteneciera; tenía miedo, mucho miedo por Theresa, por mi madre..., por mí.
—No voy a liberarlo tan fácilmente. El decreto real número tres prohíbe explícitamente la compra y venta de mujeres y niños. Y...
—Olvida todas esas estupideces —lo cortó bruscamente—. ¡Quiero que lo liberes ahora! —gritó de nuevo—. Yo soy el rey, que no se te olvide Luckyan.
—Quince años de guerra. Quince años de guerra que no parecen haberte enseñado nada, padre. Pero, ¿qué se puede esperar de una persona como tú?
—¡Guardias! —llamó el rey Eadred en voz a gritó, un par de guardias de uniformes negro y rojo entraron al estudio; sus miradas eran nerviosas y pasaban del rey al príncipe.
—Majestad.
—Liberen al sargento Odell y a su soldado de inmediato.
Los guardias asintieron.
—A la orden, majestad.
—Y lleven al príncipe Luckyan al lugar de siempre; no quiero verlo en mi presencia más —dijo, después de eso avanzó con pasos firmes hacia la puerta.
Se detuvo.
—Y... desháganse de la chica.
Y se marchó sin mirar atras.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top