| | CAPÍTULO 3 | |
Las piezas de oro cayeron una a una sobre la palma de la mano de mi padre. Eran relucientes y hermosas de una forma siniestra y aterradora.
Lo miré con asco. Quería gritarle. Quería arrancarle una a una aquellas piezas de oro y que suplicara para que se las devolviera. Sin embargo, sabía que todavía necesitaba de él para poder encontrar a Theresa sana y salva, donde quiera que estuviera ahora.
Me dolía la garganta. Mi corazón ahora había comenzado a romperse en pequeños pedazos que dolían con cada latido. No podía perder a Theresa. Ya había perdido cuatro hermanos como para perderla a ella también. Nunca podría perdonarme el dejarla sola y que ahora sufriera un destino cruel y aterrador por no haber llegado más temprano a casa.
—¿A dónde se la llevaron? ¿Quién se la llevó? —pregunté, secándome las lágrimas con el dorso de la mano y me puse de pie tan rápido como pude; no quería que él me viera llorar de nuevo, no quería que me viera derrumbarme y creerme débil, porque no era así.
—No te aflijas, la mocosa sabía muy bien que está era la única forma de poder conseguir algo más de dinero —Sonrió—. A diferencia de ti o tus estúpidas hermanas, la mocosa era mucho más inteligente y sensata al aceptar por voluntad propia largarse de esta pocilga. No opuso resistencia, es más, parecía bastante aliviada de salir de aquí.
—No. No es cierto... Ella nunca se iría de esa forma. Eres un mentiroso —susurré. Su sonrisa se mantuvo en sus labios soberbia y viperina.
—En cuánto a ti, el sargento Odell no tardará en llegar aquí.
—¿Qué?
—Él accedió a pagar unas cuántas piezas de oro por ti. Que, en mi opinión, es más de lo que verdaderamente vales, Josephine.
—No. ¡No! ¡No voy a convertirme en...! —Pero la palabra se quedó atascada en mi garganta incapaz de salir.
—¿Qué? ¿Una puta? —preguntó y una suave risa ronca escapó de sus labios y las cicatrices de su rostro volvieron a tensarse—. No tienes demasiadas opciones, Josephine. Tú y tus hermanas tienen una mina de oro entre las piernas, dime ¿por qué no lo aprovecharía cuando es lo único que pueden ofrecerme?
—Padre, ¿cómo puede...? —Me quedé callada cuando un par de golpes fuertes se estrellaron contra la puerta de la entrada haciendo crujir la madera con cada uno de ellos que sonaron cada vez mas violentos e impacientes.
—¡Edmund Astley! —una voz autoritaria y varonil, llamó el nombre de mi padre.
Mi corazón golpeó de nuevo con fuerza contra mis costillas. Mi cerebro me dio una orden clara: "corre". Me di cuenta demasiado tarde que debía haberlo hecho desde que entendí que Theresa no estaba mas en casa; ahora, era demasiado tarde para salir de esa casa y escapar.
—¡Adelante! —gritó mi padre. La sonrisa no había desaparecido de su rostro y verla solo me provocó náuseas.
La puerta se abrió con un sonido chirriante debido a las bisagras oxidadas y dio paso a un hombre de media altura, calvo, de unos sesenta y cinco años y extremadamente gordo para ser un sargento del ejército de Loramendi o de cualquier otro. Portaba un uniforme de color azul marino perfectamente planchado y en el lado izquierdo de su pecho un par de condecoraciones colgaban de él.
El hombre entró con pasos seguros llenos de autoridad a aquella horrible casa. Sus ojos azules escanearon la sencilla habitación de techo bajo, muebles escasos y polvo acumulado. La verdad era que aquella casa era un basurero, una pocilga como la llamaba mi padre y un agujero oscuro al que de forma errónea llamábamos hogar.
Su mirada viajó hacia el rostro de mi padre y se alejó casi de inmediato con una expresión que denotaba asco y repulsión. No lo culpaba; era la misma sensación que me causa mi propio padre.
Su mirada entonces llegó y se instaló en mí, primero en mi rostro y después en el resto de mi cuerpo, deteniéndose por demasiado tiempo sobre mi busto demasiado apretado por aquel horroroso vestido que me iba chico. Me crucé de brazos en un intento de protegerme, y el hombre sonrió con satisfacción.
—¡Sargento Odell! ¡Es un placer recibirlo en esta humilde casa! —El tono de voz de mi padre sonó alegre, casi rayando en la euforia y, de poder hacerlo, estaría dando saltos por toda la habitación y haciendo cabriolas. El hombre volvió su mirada a él y la apartó una vez más demasiado rápido; sí, esa era la manera en que todos rehuíamos de ver su rostro desfigurado.
—Es bonita. No exactamente una belleza, pero tiene cierto encanto para estos parajes desolados en los que se encuentran —murmuró el hombre al que mi padre llamaba Sargento Odell mientras se acercaba a mí con pasos tranquilos.
Tomó mi barbilla e inspeccionó mi rostro con una sonrisa de dientes blancos. Su colonia olía a un tipo de madera extraña y desprendía un fuerte olor a humo de tabaco que me hizo querer vomitar.
—Le dije que lo era, sargento. Además, todavía sigue siendo una doncella. Nadie le ha puesto las manos encima, tal y cómo prometí anteriormente —expresó mi padre con cierto orgullo; al menos esa parte lo hacía sentir sentimientos reales por mí...
La mano siguió aferrando mi barbilla con fuerza y sus ojos azules siguieron mirándome, casi escaneando cada una de las líneas de mis mejillas, de mis labios y mi cuerpo, como si yo no fuera mas que un objeto al cual echar una mano. Uno de sus dedos enfundados en guantes de cuero negro se deslizó por mis labios lentamente para luego introducirse en mi boca a la fuerza e hizo que la abriera con brusquedad.
Él sonrió.
—Veo que conserva todos sus dientes —susurró más para sí mismo que para los demás—. Bueno, Edmund, es tal como lo dijiste. Aunque está demasiado delgada, más de lo que esperaba, pero nada que no se pueda arreglar con una buena comida. ¿Ella es la última que te queda? —preguntó.
Me soltó tomándose su tiempo para deslizar sus dedos sobre mi barbilla y mi cuello. Tragué con fuerza, mi cuerpo comenzó a temblar, una parte de mí comenzó a sentir miedo, un miedo puro que helaba los huesos. Tenía que salir de ahí, pero ¿cómo?
Miré a mi padre tratando de encontrar al hombre que había sido cuando yo era una niña, pero ya no había nada de él. En ese momento solo podía ver a un monstruo de rostro quemado que sonreía con malicia. Y ahora estaba convencida que mi padre siempre había sido ese ser despreciable y cruel debajo de su propia piel.
—Lamentablemente es la última, sargento Odell —dijo con tristeza y esa tristeza pareció real, casi podía sentir la pena en cada una de sus palabras y en la expresión de desconsuelo que adoptó su rostro.
—Lastima, me hubiera gustado tener un par más con estos preciosos atributos —dijo y su mirada recayó de nuevo en mi prominente busto. El asco subió como ácido por mi garganta. Tenía que hacer algo antes de verme obligada a seguir a ese hombre fuera de casa y después..., no, no quería pensar en el después.
Observé a los guardias que esperaban afuera de la puerta, se mantenían una posición de firmes y, al igual que el hombre, portaban uniformes de color azul marino con el escudo de Loramendi bordado en hilo de oro y armas de color oscuro y brillante a sus costados.
¿A dónde iba a ir de todas formas?
Aquel lugar era un campo abierto de matorrales, pastizales y zarzas que me llegaban a la cintura hasta llegar al bosque Ashdown, dónde había kilómetros y kilómetros de cedros rojos, lobos grises y zorros hasta llegar al borde del río Briansk si es que lograba realmente llegar a la ribera.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el hombre con una ceja levantada en mi dirección. Mi garganta se sentía seca, no quería hablar con él o terminaría gritando de nuevo, mi padre bufó desde su lugar de forma irritada.
—Josephine, ese es su nombre.
—Ella realmente habla, ¿verdad?
—Sí, claro que lo hace. Solo que está muy emocionada de conocerlo, sargento Odell.
La risa del sargento Odell recorrió mi cuerpo como una bofetada; era una risa profunda y ronca, pero al mismo tiempo bastante fría.
—No creo que esté muy emocionada con esto, Edmund —dijo y luego se giró hacia los guardias de la puerta. He hizo un ademán a uno de ellos y el guardia dejó caer una pequeña bolsa de cuero negro sobre la palma abierta de su mano.
—Bien, aquí tienes, Edmund —dijo y se acercó a mi padre solo lo suficiente para dejar caer ahora la bolsa sobre sus palmas—. Tres piezas de oro, es más de lo que debería pagarte, pero estoy seguro que Josephine remediará eso después. —Y una sonrisa aterradora y lasciva recorrió su rostro.
Mi padre abrió rápidamente la bolsa con manos ávidas y sonrió feliz al ver el reflejo dorado dentro.
—Bueno, un gusto, Edmund. Adiós —se despidió el sargento y con paso firme y las manos detrás de su espalda regresó caminó la puerta y se detuvo de pronto, sin voltear a verme siquiera su voz me dio una orden.
—Tienes un minuto para despedirte — dijo y luego salió por completo.
Me mordí el labio y las lágrimas se acumularon rápidamente en mis ojos y me rogaron dejarlas libres. Respiré hondo, un suspiro tembloroso subió de mi pecho a mi garganta, sin embargo, no iba a derrumbarme..., todavía no.
¿Y eso era todo? ¿Iba a dejar todo lo que conocía solo por el estúpido capricho de un hombre cómo mi padre?
Miré hacia la cocina, mi madre estaba parada en el umbral de la puerta, y había lágrimas en sus ojos que de apoco cayeron por sus mejillas pálidas y huecas. Quise correr a abrazarla y decirle que volvería por ella pronto y la sacaría de ese lugar, pero ¿lo haría? ¿Podría prometerle volver? ¿Podría escapar alguna vez de aquel destino que mi padre construyó para mí?
—Vete de una vez —masculló mi padre sin alzar la mirada de las piezas de oro que ahora contaba una y otra vez.
Avancé un par de pasos hasta donde se encontraba sentado en aquel raído y sucio sofá. Todo aquello se sentía tan irreal, tan extraño, casi como si de una pesadilla se tratara y entendía que así era. Esa sería mi pesadilla de ahora en adelante.
—¿Sigues aquí?
—Púdrete —susurré. Él sonrió y observé su rostro desfigurado por el fuego. Grabé en mi mente cada cicatriz, cada relieve y surco que las llamas habían dejado sobre su piel. También el color de sus ojos, la forma errática en la que respiraba y la forma que su cabello grasiento se aplastaba contra su craneo. Grabé en mi mente con fuego ardiente cada uno de sus rasgos; porque de ahora en adelante no me permitiría olvidarlos, iba a volver a verlo; todavía no sabía cómo o cuando, pero lo haría y ese día...
—Volveré y cuando lo haga voy a matarte —dije despacio. Mi padre soltó una carcajada, pero fue el golpe de mi palma al estrellarse contra su rostro lo que lo hizo callarse. Fue mi turno de sonreír; nunca en la vida me había sentido tan poderosa o tan valiente como en ese momento, pero lo era e iba a cumplir esa promesa aunque tuviera que morir en el intento.
—¡Maldita puta! ¡Sal de mi casa!
—Con gusto —respondí, di media vuelta y caminé hacia la puerta dónde uno de los guardias esperaba en silencio. Me detuve.
—No olvides que eres solo un maldito lisiado; podría decirle fácilmente a los vecinos que tienes un par de piezas de oro y, quizá, ellos podrían matarte por mí. —Mi tono fue frío ya no habían lágrimas. Lo único que realmente quería es que él sintiera miedo, el mismo miedo que yo había experimentado por Theresa y por mí en los últimos años.
—¡Tú...!
—Mi madre no está cuerda desde hace mucho tiempo y lo sabes. ¿Quién cocinará para ti? ¿Quién te moverá de ese asqueroso sofá cuando lo necesites? Dime, ¿quién?
—¡PUTA!
—Sí, eso es en lo que tú me has convertido, padre. Pero vas a arrepentirte toda tu miserable vida por esa decisión, lo juro. Adiós, padre.
Escuché los gritos. Escuché cómo arrojaba las piezas de oro para intentar golpearme con ellas, pero no me volví para verlo, simplemente salí de ahí y subí al carruaje azul que me esperaba afuera hacia lo que sería mi nueva vida, mi nuevo destino.
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