| |CAPÍTULO 1| |

El sol de la tarde iluminó mi rostro; se sintió cálido y acogedor. Cerré los ojos durante un momento, disfrutando de la sensación de tranquilidad y bienestar que inundó mi cuerpo.

Aquel día había sido realmente agotador desde que puse un pie dentro de la panadería, pues la señora Rose se había pasado gritando mediodía a cada uno de nosotros por separado y sin parar, cuando se enteró que Isabella y Margareth habían quemado un par de hogazas de pan del pedido hecho para la reina Elizabeth, pero este no era un hecho aislado dentro de la panadería de los nobles Bryon y todos nosotros lo sabíamos.

En las últimas semanas, este evento se había vuelto recurrente mientras muchos de nosotros y nuestras familias comenzábamos a sufrir cada vez más y más los estragos de la guerra librada con el pueblo vecino de Minsk, y nos quedábamos lentamente sin comida en casa y sin posibilidades de conseguir un empleo que nos pagara lo suficiente por nuestras largas horas de trabajo y principalmente para comprar al menos una hogaza de pan duro para llevarnos a la boca.

Así que últimamente en la panadería se quemaba una o dos hogazas de pan para luego ser recogidas de la basura y poder llevarlas a casa y tener algo que comer.

Observé la calle adoquinada frente a mí y a las mansiones de tejas de diferentes colores las unas de las otras, las puertas altas talladas en fina madera de roble y molduras elegantes. Tiestos con flores fuera de las ventanas de cristales impolutos.

Y carruajes que transportaban a damas vestidas con preciosas sedas y collares de perlas blancas y rosadas en sus cuellos, peinados elaborados y maquillajes que las hacían lucir incluso más hermosas de lo que ya eran.

Miré mi propio vestido, un simple pedazo de tela gris sin ningún adorno, que en ese momento me iba extremadamente pequeño del área del busto. Además era más corto de lo esperado, dejaba a la vista unos diez centímetros por arriba de mis tobillos. Mis zapatos no eran más que un par viejo que mi hermana Juliette había dejado anteriormente porque eran demasiado pequeños para ella.

Caminé rápido esforzándome por no derramar ninguna lágrima, mientras presionaba contra mi pecho la pequeña rebanada de pan de centeno que había logrado sacar escondido dentro de una servilleta de la panadería y ahora se encontraba en el busto de mi vestido, pues era la única forma de que el guardia que normalmente nos revisaba en la salida y la señora Rose no se dieran cuenta de nada.

Porque a pesar de que era una de las pocas personas que aún conservaban su empleo con una familia de posición noble -aún con la guerra en nuestras puertas-, de poco servía cuando debía trabajar más de doce horas seguidas todos los días de la semana por unas simples piezas de cobre al mes que, en estos tiempos, no servían cuando incluso unos simples granos de maíz o lentejas constaban más del triple que mi propio sueldo.

Suspiré y seguí avanzando dejando atrás las hermosas mansiones y las tiendas con escaparates brillantes y llenos de cosas que nunca podría comprar.

En algún momento, tiempo atrás, mi familia y yo no habíamos llegado a sufrir aquella crisis de precios altos y empleos mal pagados. Tampoco habíamos llegado a padecer de hambre o enfermedad que no pudiéramos tratar a tiempo.

Mucho tiempo atrás todo había sido tranquilo y bueno para nosotros, a pesar de la feroz guerra que se desarrollaba en la frontera contra la nación de Minsk y su malvado rey.

En otra época nuestra nación, Loramendi, había sido el mejor lugar donde vivir y dónde estar, sin embargo, eso cambió demasiado rápido. Todavía recuerdo cuando era una niña; mis hermanos y yo habíamos pasado una infancia feliz y tranquila dentro de Loramendi.

Mi madre tenía una pastelería y panadería muy famosa, legado de sus padres y abuelos, y todos en casa habíamos sido instruidos en el fino arte de la repostería y panadería desde pequeños con el fin de que el legado familiar continuara con nosotros.

Mi padre, por su parte, era un sargento encargado de las tropas enviadas a la base militar junto al río y el pueblo de Tuuk. Él recibía un gran salario por arriesgar su vida y entrenar a jóvenes soldados en el arte de la guerra, y gracias a ello y la pastelería de mi madre, mis cinco hermanos y yo habíamos tenido lo suficiente para ser enviados a una escuela a recibir educación y a los servicios de salud que en muchas ocasiones eran extremadamente caros e inaccesibles para muchos.

Pero nuestra tranquila vida cambió cuando el rey de Minsk, William Baskerville, y sus soldados traspasaron las murallas en el lado este y atacaron la base militar de Tuuk mientras todos dormían. Los soldados de Minsk quemaron la base y luego huyeron de ahí, dejando tras de sí gritos y destrucción.

Mi padre fue un sobreviviente del ataque donde la mayoría de soldados veteranos y jóvenes cadetes de la base Tuuk murieron. Sin embargo, a pesar de sobrevivir al ataque, el 50% de su cuerpo fue alcanzado por el fuego y mientras se recuperaba de aquello en una clínica dentro del pueblo, perdió una de sus piernas y tres de sus dedos del otro pie debido a una infección que fue mal tratada por médicos del lugar.

No perdimos a nuestro padre esa noche del incendio, pero debido a las cuentas para pagar el tratamiento, perdimos la pastelería y con ello el amor que mi padre alguna vez sintió por nosotros y a nuestra gran familia feliz.

Los primeros años después del accidente ocurrido a mi padre, el rey Eadred Loramendi había impuesto el decreto real #784, para que oficiales, coroneles, sargentos, soldados y demás personas que habían contribuido a proteger la paz del reino y que hubieran sufrido un accidente o fallecido a causa de la guerra contra Minsk, no dejaran desprotegidas a sus familias y se les otorgaría una compensación monetaria mensual en piezas de plata.

Y así fue, durante algún tiempo mi familia recibió unas piezas de plata mensuales con las cuales logramos pasar una etapa tranquila y sin muchos sobresaltos. Sin embargo, la felicidad no duró demasiado y la corona se dio cuenta que mantener a viudas, lisiados y huérfanos estaba llevando al reino a la ruina poco a poco, el dinero fue retirado y el decreto real #784 terminó por disolverse.

Fue en ese momento cuando sufríamos de hambre y sin encontrar empleo para los mayores del hogar que, Aegon, mi hermano mayor, se enlistó en el ejército ese mismo año, y mi familia pudo respirar un poco gracias al dinero que Aegon mandaba para nosotros de su sueldo como soldado.

Desgraciadamente, en ese, su primer año, Aegon fue enviado más allá de la frontera a Anatol, un pueblo del reino de Minsk, para liberar a prisioneros de guerra. Murió a causa de un disparo enemigo. Su cuerpo nunca fue recuperado del territorio de Minsk y nos vimos obligados a enterrar un ataúd vacío para poder tener un lugar donde llorar su muerte y honrar su memoria.

Y fue quizá el momento más devastador que golpeó a nuestra familia y una parte de mi corazón se fue con él y con su amable sonrisa.

Después de la muerte de Aegon fue Nicolai quien se unió a la guardia real gracias a los antiguos contactos de mi padre dentro de ésta y a los ruegos de mi madre de no mandar a su segundo hijo a la frontera para no perderlo de nuevo. Al final, lo perdimos también. Nicolai murió protegiendo a la reina y al joven príncipe, luego de que las fuerzas de Minsk atravesaran las murallas e invadieran el palacio real para matar a los gobernantes.

Nicolai fue enterrado junto a la tumba vacía de nuestro hermano Aegon.

Y fue así como mi familia perdió a un miembro más, y nos hundimos en la desesperación e incertidumbre, y mi corazón una vez más perdió un pedazo que Nicolai se llevó junto a su alegre risa.

Mi padre abogó entonces por vender a mi hermana mayor Juliette a algún noble, no como esposa, claro, pues nosotros no éramos más que plebeyos y sabíamos bien cuál era nuestro lugar, sino más bien como dama cortesana.

Mi madre no quiso escuchar nada de aquello y ella y Juliette comenzaron a trabajar en la panadería de los Bryon y también vendiendo a ellos —por ridículas cantidades de cobre— las recetas más importantes de nuestro legado familiar. Y fue debido a eso que la panadería Bryon logró convertirse en la favorita de la reina y de todo Loramendi.

Con seis bocas que alimentar y debido a que el pobre sueldo de mamá y Juliette apenas pagaba un par de comidas a la semana y los impuestos iban en aumento debido a la interminable guerra, Amy se vio obligada a ir de puerta en puerta en busca de un trabajo como sirvienta, mientras yo me quedaba en casa cuidando de mi hermana menor Theresa y asistiendo a mi padre.

Después de mucho buscar, Amy fue aceptada por una familia noble de apellido Campbell, dónde limpiaba y se encargaba de hacer la compra en los mercados del reino. Pero fue debido a que Amy era hermosa, alegre y tenía gran pasión y talento por la pintura y la música que los Campbell la convirtieron en la dama de compañía de su única y enfermiza hija, Valentina.

Sin embargo, poco duró aquello y luego de unos meses Amy huyó de Loramendi con un hombre que se decía era un soldado de la nación enemiga. Lo último que llegó a nosotros fue una carta donde Amy decía estar bien y en espera de su primer hijo, pero después de eso no hubo más.

Y en el fondo de mi corazón todavía espero que ella y su bebé se encuentren bien. Theresa, nuestra hermana menor, aún llora todas las noches esperando que Amy vuelva y también lo hace mi madre.

Después de la huida de Amy, fue Juliette quien con lágrimas en los ojos aceptó la idea de mi padre y se volvió la dama cortesana del barón Anthony Neville o como los vecinos la llamaban "La puta del viejo Neville".

Mi madre gritó, rogó y golpeó a Juliette para disuadirla de tomar esa decisión, sin embargo, Juliette estaba decidida y no cambió de opinión.

Fueron entregadas a mi padre seis piezas de plata por su primera hija y nunca lo ví tan feliz de decirle adiós a alguno de nosotros.

Ese día me di cuenta del destino que nos esperaba a Theresa y a mí y sabía que no podríamos evitarlo eternamente, solo a la espera de que aquellas piezas de plata se terminarán y comenzaramos a pasar hambre de nuevo.

¿Cuánto tiempo tardaría mi padre en gastar aquellas seis piezas de plata que llevaban impresas las lágrimas de Juliette y las nuestras?

Pues la verdad, es que solo bastó una semana y el hambre volvió a golpearnos con fuerza.

Juliette mandaba cartas cada dos meses y a veces un par de piezas de cobre para Theresa y para mí.

En ocasiones la veo en las ventanas del amplio salón del barón Neville, ataviada con finos vestidos de seda que la hacen lucir preciosa y con joyas en su cuello y hermosos peinados altos de trenzas y flores.

Juliette dice estar bien en cada carta, dice ser muy feliz con su vida, pero sé que en el fondo sufre. Sufre porque su padre la vendió como ganado o algo incluso peor.

En muchas ocasiones he deseado que vuelva, que me abrace y me diga que no soy la siguiente, que a mí no me pasará aquello, pero sé que Juliette no va a volver. Y sé también que en algún momento mi padre se cansará de vivir solo de pan y agua y seré yo quién será vendida y después solo quedará Theresa.

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