7 - 'Los papelitos voladores'

7 - LOS PAPELITOS VOLADORES

—Hoy tampoco iré fuera, Addy. Lo siento.

Ella pone una pequeña mueca, pero se da la vuelta hacia Kent, que la espera al final de las escaleras.

—Tú si quieres ir a jugar conmigo, ¿no?

—Claro que sí, enana. Vamos.

Addy parece más animada cuando se despide de mí y ambos salen de la casa. A mí no me apetece ir con ellos. Un resbalón —especialmente hoy, que vuelve a lloviznar— y podría terminar de joderme la muñeca. Lo último que necesito.

No, en su lugar, me quedo mirando las escaleras con aire cansado y, justo cuando me doy la vuelta para volver a mi habitación, me encuentro de frente con Foster. Parpadeo, sorprendida, cuando me dedica una sonrisa casual.

—Ah, hola, Vee —el hecho de que finja estar tan sorprendido de verme, teniendo en cuenta que vivo con él, me dice que está tenso.

O nervioso.

O ambas.

Mhm... algo oculta.

—Foster —lo saludo con educación—. Addy está fuera con Kent.

—Lo sé. Por eso he venido. ¿Me acompañas un momento a mi despacho?

Oh, oh. Bronca del jefe.

Lo sigo sin protestar y cierro la puerta a mi espalda. Como el día en que me entrevistó, me siento en la silla que tiene junto a su sofisticado escritorio y él se queda al otro lado, cruzándose de brazos. Hoy lleva una camisa, otra vez remangada hasta los codos. Tiene los brazos fuertes. Se le marcan ligeramente las venas.

Una chica de mi instituto solía decir que eso la volvía loca. las venas marcadas en los brazos. La gente bromeaba diciendo que era una vampira encubierta.

Visto ahora, es incluso gracioso.

La verdad es que Foster es muy atractivo. No sé si es porque es un vampiro o porque simplemente lo es, pero... es obvio. Todavía recuerdo cómo me cautivó el primer día. Pero tiene ese tipo de belleza que parece demasiado perfecta. Demasiado de revista. Desde su nariz recta, a sus labios gruesos y a su cara delgada. Sí... demasiado perfecto, diría mi madre.

No puedo evitar acordarme de Trev, mi novio. Él es lo contrario a Foster. Desgarbado, informal y relajado. Alguien podría lanzar una bomba a su lado y él solo se giraría para preguntar si tiene pensado hacer ruido durante mucho más tiempo, porque es su hora de la siesta.

Y, muy en contra de mi voluntad, también me viene la imagen de Ramson. Intento alejarla, pero es imposible. Y me doy cuenta de que él es muchísimo más atractivo que esos dos combinados. Y no porque sea más guapo o más feo. Es diferente. Es... magnético. Como si no pudieras apartar los ojos de él.

Cuando me viene su cara a la mente, no me lo imagino con una sonrisa desgarbada —como Trev—, ni con una expresión serena —como Foster—. No. Me lo imagino mirándome sin ningún tipo de expresión, con los labios ligeramente gruesos apretados en una línea bastante seca, los ojos abiertos, mirándome fijamente, sin parpadear. Y, aún así, muy en contra de mi voluntad... sé que es el único que haría que me quedara sin respiración.

Maldito vampiro perturbado.

Foster, durante todo el rato en que he pensado en estas tonterías —en realidad han sido unos pocos segundos—, ha estado removiéndose con cierta incomodidad en la silla. Carraspea, como si intentara encontrar su propia voz, y finalmente me mira a la cara.

—Voy a hacerte una pregunta y necesito que seas sincera.

—Está bien —ni siquiera titubeo.

Primera norma si quieres tener el control de una conversación: no titubees.

—Bien —carraspea de nuevo—. ¿Para qué viniste a la ciudad, Vee?

No digo nada.

Segunda norma si quieres tener el control de una conversación: mantén el silencio cuando sepas que tienes la sartén por el mango. Aumenta la tensión del otro y eleva tu estatus de seguridad ante sus ojos, aunque el otro no lo sepa.

Por estas cosas deberías dejar de leer libros de psicología. Eres muy rarita.

—Me hiciste una entrevista el primer día sobre el tema —le recuerdo con aire inocente.

Tercera norm...

Por Dios, cállate ya. Quiero ver cómo sigue la conversación.

—Eso no responde a mi pregunta —replica.

—Pero... si me lo has vuelto a preguntar, es que crees que algo ha cambiado, ¿no?

—Vee —se inclina sobre el escritorio, mirándome con una ceja enarcada—. Escuché las preguntas que le hiciste a Vienna. ¿Por qué iba a interesarte tanto Amanda Díaz si no estuvieras aquí por ella?

Bueno, mucho ha tardado en pillarme, la verdad. Pensé que lo haría a los dos días.

—También estoy aquí por Addy —comento.

—Pero la razón por la que aplicaste para este trabajo fue que querías encontrar a la chica desaparecida, ¿no es así?

—¿Todo esto lo has deducido por dos preguntas?

—Y por Internet. Tienes una interesante ficha de información en Google, ¿lo sabías?

Puto Google.

—¿Cómo descubriste mi apellido real? —pregunto sin poder evitar cierto tono de desilusión.

Obviamente, fue lo que cambié para que no pudiera encontrarme por mucho que buscara en Internet. No soy tan idiota.

Solo un poco.

—Solo tuve que buscar tu nombre, la zona donde me dijiste que vivías y casos de gente desaparecida. Y... sorpresa. Tu foto en la portada de un periódico con un titular bastante positivo de cómo habías encontrado a un niño al que un tipo tenía encerrado en un sótano.

—Lo recuerdo —murmuro, asintiendo—. Llevaba cuatro días desaparecido cuando llegué.

—Lo encontraste en dos días —Foster no intenta ocultar el cierto tono de admiración—. Y hay otras cinco portadas distintas. Y otras noticias pequeñas. Todas sobre casos de personas o situaciones que parecen no tener sentido. Y tú lo encuentras.

—Es mi trabajo —me encojo de hombros, algo cortada. No me gustan los halagos.

—Aunque sea tu trabajo... es admirable, Vee. ¿Cómo lo haces?

Suspiro, dudando. La verdad es que no me gusta mucho hablar del tema, pero lo comenté una vez en una entrevista tras encontrar a dos hermanas que se habían escapado de casa. El reportero del periódico de su pueblo estuvo tan insistente que no pude negarme y respondí a unas pocas preguntas. Esa fue una. Y, desde entonces, cada vez que resuelvo un caso lo sacan de nuevo.

—Tengo... una habilidad —confieso al final.

Foster enarca una ceja, confuso.

—¿Qué clase de habilidad?

—Bueno, no es exactamente una habilidad, pero la llamo así porque es la salida fácil. Cuando estaba en el instituto, yo... tuve un accidente bastante grave. Dejé de ir a clase, obviamente, y en cuanto pude salir del hospital, me asignaron un tutor que venía a casa a ayudarme a estudiar. Provisionalmente, claro. La cosa es que ese profesor tenía una fascinación especial con los problemas sin resolver. Un día me propuso uno, casi como broma, y justo cuando iba a decirme que la mayoría de la gente ni siquiera se acercaba a la respuesta, lo resolví en cinco segundos.

No me gusta hablar de eso. Me siento como si presumiera de ello. Y presumir no está bien, mis padres siempre me lo han dicho.

—Después de eso, empezó a contarme acertijos, historias que parecían descabelladas y yo tenía que encontrarles el sentido... hasta que se dio cuenta de que era distinta. Solo en ese aspecto, pero bueno... la cosa es que me llevó a un sitio donde me hicieron unas pruebas de inteligencia y de otras cosas. En lo que más se centraron fue en mi capacidad diagnóstica.

—¿Qué es eso? —pregunta Foster, confuso.

—La capacidad de realizar un diagnóstico sobre una situación. Si ahora entraras en el despacho y vieras que un cristal está roto y hay una pelota en el suelo, entre los trozos de cristal que están esparcidos por el suelo... tu cabeza recrearía la escena de la pelota rompiendo el cristal y aterrizando en el suelo, e incluso llegarías a imaginarte a Addy, o a Kent, o a quien sea, lanzando la pelota. Tendrías la capacidad de diagnosticar algo que ya ha ocurrido.

Foster asiente, mirándome con cierta perplejidad.

—Pues... me hicieron las pruebas sobre eso —añado, algo incómoda.

—¿Y cuál fue el resultado?

—La mía era superior a la media. Cuatro veces mayor.

Foster soltó un silbido de sorpresa y se dejó caer sobre el respaldo de la silla, mirándome.

—Es decir, que lo usas para reconstruir escenas... en las que a alguien le ha pasado algo malo.

—Algo así —confieso.

Foster sonríe, sacudiendo la cabeza.

—No voy a preguntarte qué sabes de lo de Amanda Díaz —murmura—. La verdad es que prefiero no saberlo. Se supone que nadie a parte de los protectores debería buscarla.

—¿Y tú no eres un protector? ¿Por qué nadie hace nada?

—Todo el mundo cree que se marchó ella sola, Vee.

—Pues vaya protectores sois si no consideráis la posibilidad de que alguien la tenga retenida —dudo un momento—. ¿Puedo preguntarte cuál es tu función en la ciudad? Albert me dijo que protegía la información.

—Oh, yo me encargo del dinero —me dice—. Los números se me dan bien. Y gestiono todo lo que entra y sale de la ciudad, ya sea en forma de producto o dinero. Todo necesita mi aprobación. Y la del alcalde, claro.

No sé por qué, pero me lo esperaba. Apostaría lo que fuera a que Foster es la persona a la que ponen al frente cuando hace falta reunirse con alguien externo. Es la clásica persona que te cae bien y te causa confianza al instante. Perfecto como representante.

Sabia elección, Ramson.

—Bueno —él suspira—. Tras esta... charla... ahora que lo hemos aclarado todo... te agradecería que no le contaras nada a Addy. Prefiero que siga creyendo que estás aquí por ella y lo de Amanda es un pasatiempo.

—Espera, ¿no vas a echarme?

—¿Quieres que Ramson me corte las bolas? —suelta un bufido—. Claro que no voy a echarte.

Casi al instante en que lo ha dicho, abre mucho los ojos y da un respingo.

—No te voy a echar —intenta arreglarlo como puede—. Tus servicios aquí son...

—¿Por qué iba Ramson a enfadarse contigo por echarme? —pregunto.

Ni de coña voy a dejar pasar lo que acaba de decir.

—Era una broma.

—No era una broma —le frunzo el ceño—. ¿Por qué iba a enfada...?

Me callo cuando su móvil empieza a sonar. Foster parece tan aliviado que me entran ganas de lanzarle algo a la cabeza cuando se disculpa conmigo y atiende al móvil. Enfadada, me pongo de pie y salgo de su despacho. Que conste que cierro la puerta con fuerza para dejar claro mi enfado.

Muy madura.

El profesor Durham llega no mucho más tarde, amargándole el día a la pobre Addy, que desaparece dentro del despacho. Yo, por mi parte, me acerco a Kent, que está sentado en las escaleras con aspecto cansado. Es lo que tiene trabajar en el jardín.

—¿Qué tal, jardinero? —bromeo, sentándome a su lado.

—No soy jardinero —me dice, muy digno—. Soy experto en botánica.

—Claro, claro... y yo no soy niñera. Soy experta en infantilismo.

Kent me pone mala cara y se frota la nuca, cansado.

—Cuando dices esas cosas, me recuerdas a mi abuela justo antes de que me dé con su bastón.

—Yo no tengo bastón —le recuerdo.

—Eso te hace menos terrorífica —me asegura, mirándome de reojo.

—Deberías verme enfadada —murmuro—. Por cierto, ¿hoy Jana no va a venir?

—No lo creo. Tiene turno en el bar —hace una pausa—. Que sepas que destrozaste sus ilusiones. Cuando fuimos a casa de Amanda a fingir ser investigadores, creyó que sería algo a largo plazo. Siempre me pregunta si puede ayudar en algo nuevo.

—Pues no hay nada nuevo —murmuro, algo cansada—. Tengo un libro de la chica, pero por mucho que intento leerlo... sus notas no tienen sentido. Son como palabras sueltas.

—A lo mejor están en clave.

—¿Y cómo voy a descubrir yo qué significan si están en clave?

—Eh... —Kent pone una mueca—, puede que conozca a alguien que podría ayudar, pero... no te va a gustar.

***

Efectivamente, en cuanto veo la tienda de segunda mano, sé que no me va a gustar.

Kent y yo entramos juntos. Sylvia, la dependienta e hija de la dueña, vuelve a estar sentada tras el mostrador. La última vez que vine, el libro tenía como portada a un tipo descamisado con falda escocesa. Ahora, tiene a una mujer con un vestido medieval y el pelo claro. Tiene la boca entreabierta y los ojos cerrados. Es lo más exageradamente dramático que he visto en mi vida.

—Hola, Sylvia —la saluda Kent.

Ella suspira, pero no baja el libro para prestarnos atención. Miro a Kent, que me pone una mueca.

—¿Me has oído? —pregunta.

De nuevo, no hay respuesta. Ugh. no tengo tiempo para estas tonterías.

—Oye —le suelto de malas maneras—, ¿así es como te han enseñado a tratar a tus clientes?

Por fin, Sylvia baja el libro y me mira con una ceja enarcada.

—Vaya, si es la niñera orgullosa de su trabajo —murmura con cierto tono despectivo.

—Me encanta que la gente se acuerde de mí.

—Yo también estoy aquí —le recuerda Kent, enrojeciendo un poco.

—¿Qué quieres? —me pregunta Sylvia, ignorándolo—. ¿Vas a volver a dejar las estanterías de zapatos hechas un desastre para que tenga que ir a colocarlas de nuevo?

—En realidad, necesito que leas algo.

Es la primera vez que veo que algo capta su atención. Me mira con cierto detenimiento desconfiado cuando saco el libro de Amanda de mi bolsa y lo pongo encima del mostrador. Sylvia vuelve a mirarme con desconfianza antes de abrirlo y empezar a hojearlo.

—¿De quién es esto? —pregunta, confusa, leyendo todo a una velocidad preocupante.

—Mío —miento—. Fue un regalo. Estoy intentando averiguar qué pone.

—¿Y por qué asumes que quiero ayudarte?

—Kent me ha dicho que sabes del tema. Creo que las notas están escritas en clave.

Sylvia mira por primera vez a Kent y es como si a él le apretaran un botón para que se volviera escarlata. Sin necesidad de comprobarlo, sé que está sudando por los nervios. Especialmente cuando habla y le tiembla la voz:

—Eh... mhm... en clase... r-recuerdo que tú... ejem... que se te d-daba bien.

—¿Íbamos a clase juntos? —pregunta Sylvia, honestamente desconcertada.

—Solo a algunas a-asignaturas —Kent se frota las manos en los pantalones de forma compulsiva—. Yo no hablaba mucho.

—Ah —Sylvia vuelve a mirar el libro, poco impresionada—. ¿En qué idioma está?

—No lo sabemos. Supongo que en el nuestro.

—Es decir, que no solo tengo que descodificarlo, también tengo que adivinar el idioma. Eso sube el precio.

—¿Precio? —pregunto—. ¿Qué precio?

—El que me vas a pagar por hacerte el trabajito —me enarca una ceja.

—¿Y cuál es ese precio?

—Pedirme perdón.

Me quedo mirándola un momento, perpleja, y ella me devuelve la mirada muy digna.

—¿Y por qué iba a disculparme?

—Por haberme dejado la trastienda hecha un desastre.

—¡Y tú te metiste conmigo por ser niñera! Tú también deberías disculparte.

—Pero tú me necesitas —puntualiza Sylvia, levantando el libro—. Yo a ti no.

Mierda. Tiene razón.

Kent nos observa como si de un partido de tenis se tratara, pero no se atreve a decir nada. Creo que teme que el enfado se desvíe hacia él en algún momento si abre la boca.

Chico listo.

—Perdón —murmuro al final, mirando a Sylvia—. ¿Contenta?

—Mucho —me asegura, recostándose en la silla—. Dadme media hora.

Ni siquiera se despide. Solo abre el libro y empieza a leer a toda velocidad. Dirijo una corta mirada a Kent y, al final, salimos sin decir nada más.

—Bueno —dice él en cuanto estamos a solas—, eso no ha salido tan mal como creí.

—¿Y si se queda el libro?

—Sylvia no haría eso. Es un poco borde, pero es fiable.

—Si tú lo dices...

—¿Quieres que vayamos a ver a Jana?

No tengo muchas otras alternativas, así que asiento y los dos nos encaminamos calle arriba. Kent empieza a hablarme de cada edificio que vemos —tampoco son muchos—, de cuál es su función, de quién vive ahí, quien trabaja al lado, si los hijos sacan buenas notas... es escalofriante lo mucho que todo el mundo sabe de los demás en esta ciudad. Me pregunto qué dirán de mí. Seguramente, que soy la rarita nueva.

El bar donde trabaja Jana está, como me dijeron el primer día, en la plaza principal de la ciudad. Tiene al lado otros locales, aunque es el único bar. Hay pocos clientes, pero todos leen algún libro o el periódico. Veo que por aquí no son mucho de tecnología.

El interior es parecido al exterior; sencillo, de madera, con cierto olor a comida grasienta y café, y decorado como si fuera un local de los ochenta. Los colores principales son el marrón y el rojo. Hay una mesa de billar al fondo, aunque está vacía, y las mesas están repartidas por el resto del local. Sin embargo, Kent va directamente a la barra que tenemos delante, casi vacía y me aparta un taburete para ayudarme a sentarme. Sigue doliéndome todo el cuerpo por los golpes del castillo, así que lo agradezco.

—¿Tienes hambre? —me pregunta, señalando el menú con la cabeza.

Está encima de nuestras cabezas, detrás de la barra. Como un McDonalds. Aunque aquí ofrecen más bien platos más tradicionales y, entre otras cosas, hamburguesas y bocadillos. Oh, y refrescos. Mhm... no me importaría un bocadillo con un refresco, la verdad.

—Un poco —admito.

—Yo también. Invito yo —añade con una gran sonrisa.

—¿Estás seguro? Puedo...

—Hoy he cobrado, déjame invitarte.

No podemos seguir hablándolo, porque ambos escuchamos un grito ahogado y nos damos la vuelta hacia el estruendo que acaba de provocar la bandeja de Jana, que ha caído al suelo llena de vasos. Al menos, estaban vacíos. Pero uno no se ha salvado y se ha hecho añicos.

—¡Mierda, joder! —exclama, frustrada.

La clienta que tiene delante, muy indignada, le tapa los oídos a su hijo.

—Perdón —añade Jana, enrojeciendo, y lo recoge todo a una velocidad que me deja pasmada. Vale, no es la primera vez que le pasa.

Jana vuelve a la barra y lanza los trozos de vidrio roto a la basura, todavía roja, antes de percatarse de que estamos ahí. Esta vez, esboza una gran sonrisa.

—¡Qué sorpr...! Oh, ¿qué te ha pasado, Vee?

—Una caída estúpida —resumo, apartándome el pelo para que vea la venda de la frente.

—Oh, yo sé mucho sobre el tema —me asegura con una mirada lastimera—. Si mi jefe pregunta, no he roto nada. En fin, ¿qué os pongo?

Ambos le decimos lo que queremos y ella lo apunta con una gran sonrisa. No sé por qué, pero me da la sensación de que parece una duendecilla. Me la puedo imaginar trabajando para Santa Claus.

O interpretando al hada de Peter Pan. Tiene casi el mismo corte y color de pelo, la misma nariz respingona, los mismos ojos grandes y azules... ¿cómo se llamaba esa hada?

—¿Hola? —pregunta Kent—. ¿Sigues ahí?

—¿Eh? Sí, perdón —vuelvo a centrarme, girándome hacia él con el codo bueno sobre la barra—. ¿Qué decías?

—Te preguntaba si sabes qué puede encontrar Sylvia en ese libro que le has prestado.

—No, no lo sé —admito en voz baja—. Aunque... quiero pensar que hay algún tipo de código o algo así para que entienda qué pensaba Amanda de las leyendas.

—Y... ¿por qué nos interesa saber qué pensaba Amanda de las leyendas? —pregunta con una mueca.

—Porque podría tener algo que ver con...

—Aquí tenéis —canturrea Jana, dejándonos todo delante. Madre mía, qué rapidez—. ¡Qué aproveche!

Agarro el bocadillo con la mano buena y le doy un mordisco. Vale, está muy bueno. Kent también parece pensarlo cuando se relame la mostaza de la comisura de los labios.

—De todas formas —murmura, retomando el tema—, ¿has leído todas las leyendas del libro?

—Sí. Todas.

—¿En serio? A mí me lo encargaron en clase, pero me aburrí al llegar a la tercera.

—Las que más leía Amanda eran la de Las murallas grises y El cerezo de las lágrimas.

—Parecen historias muy felices.

Las murallas grises va de la mujer cuyo amado nunca regresó —sigo en voz baja, pensativa, después de darle otro mordisco al bocadillo—. El cerezo de las lágrimas va de un chico al que echaron del pueblo durante la época en la que aquí solo vivían magos que despreciaban a los humanos y a los vampiros. El chico era humano, pero su familia tenía sangre mágica, así que para comunicarse entre sí quedaban por la noche en un cerezo que había a las afueras de la ciudad. El chico les dejaba una carta. La madre iba a recogerla al día siguiente y le respondía. Así siempre.

—Me da la sensación de que no tendrá buen final —murmura Kent.

—Un día, el chico no encontró las cartas —añado, todavía pensativa—. Unos hombres de la ciudad las habían encontrado. Uno de ellos fue a reunirse por la noche con el chico para atraparlo y someterlo a juicio, supongo que era una excusa para matarlo, pero el chico se defendió, pelearon... y, bueno, terminaron matándose el uno al otro. Básicamente, dicen que si dejas una carta en ese árbol el chico sigue pudiendo responderte.

—Pues no, no ha tenido un buen final —Kent pone una mueca—. ¿Es que no hay ni una leyenda en ese libro que no tenga un final deprimente?

Sonrío un poco.

—El final de La reina de las espinas es esperanzador —me encojo de hombros—. Básicamente, te dice que el chico irá a buscarla.

—Pero no te dice si la encuentra. Igual se pasa toda su vida dando vueltas como un idiota y nunca lo consigue.

—¡No seas negativo!

—¿De qué habláis? —pregunta Jana, que se ha acercado aprovechando un momento de descanso.

—De lo deprimentes que son las leyendas de la ciudad —le dice Kent.

—Ah, eso —no parece muy sorprendida—. ¿Sabéis que el libro que tiene todo el mundo no es el original?

Me giro hacia ella al instante.

—¿Qué quieres decir? ¿Hay otra versión?

—Bueno, no sé si es igual o no —añade, encogiéndose de hombros—, pero Foster me lo dijo una vez. Que el libro es bastante más antiguo, pero como es un poco viejo lo tienen bien conservado. Supongo que lo que nosotros leemos son solo copias.

Abro la boca para responder, pero se escucha el chirrido de la puerta que conduce de la sala al almacén y Jana da un respingo. En menos de un segundo, se las apaña para fingir que está limpiando la barra con ahínco. Y no tardo en darme cuenta del por qué.

Hay un tipo que ha salido de esa sala. No es mucho más alto que yo, pero solo por su forma de andar ya te llama la atención. Hace que lo mires mejor. Y lo que veo es un rostro que ya conozco. Una expresión de satisfacción personal enmarcada por un pelo rubio y rizado perfectamente sedoso —o eso parece—, una piel inmaculada, unos labios gruesos y una nariz algo torcida, pero extrañamente sexy.

Sí, es un tipo atractivo. Aunque es demasiado obvio que lo sabe, eso le resta algo de atractivo.

—Jana —le dice, pasando por detrás de ella—, ¿lo que he oído antes era un vaso rompiéndose?

—¿Qué? ¿Un vaso...? ¡Qué va! ¡Menuda tontería! ¿A que no se ha roto ningún vaso?

Kent y yo negamos con la cabeza enseguida.

Su jefe, Rowan, es exactamente como el de mi visión. Es extraño verlo... en directo. Me siento como si estuviera soñando otra vez. Pero no, aquí está. Y me está mirando con un deje de curiosidad.

—Ah, la nueva niñera de Addy —sonríe con aire encantador—. Siempre es bueno ver caras nuevas por aquí. ¿Qué te ha parecido la ciudad?

—Llena de misterios —le aseguro.

—Ah, qué me vas a contar —él suspira y apoya un codo en la barra—. Yo llevo viviendo aquí más años de los que suman estos dos juntos y todavía tengo la sensación de que no conozco ni la mitad de lo que debería conocer de ella. En fin... por ser la primera vez, la comida es gratis.

—¿En serio? —pregunta Jana, pasmada.

—Sí, Janita, se llama fidelizar clientes.

—¿Yo también? —sonríe Kent como un angelito.

—Bueno, vale. Hoy me siento generoso —vuelve a mirar a Jana y la señala con un dedo—. No lances más vasos al aire. Esto no es un circo.

—Perdón, jefe.

—No pasa nada, pero es que me estoy arruinando a base de vasos.

Y, sin decir nada más o mirarnos a ninguno, vuelve por donde ha venido.

Hay unos instantes de silencio antes de que, de pronto, alguien suelta de golpe un libro entre Kent y yo. Los dos nos damos la vuelta hacia Sylvia, que nos mira con su expresión habitual de aburrimiento.

—Ya está —declara.

—¿Ya? —pregunto, pasmada—. ¿Tan rápido?

—Incluso un crío podría descodificarlo. Por supuesto que ha sido rápido.

Oh, patada en mi autoestima. Qué bien.

—Bueno —interviene Kent casi tímidamente—. Y... ejem... ¿qué...?

—Uh... qué estrés —lo interrumpe Sylvia, dándose la vuelta.

En cuanto veo que está saliendo del local, me apresuro a seguirla. Está de pie en la zona cubierta de la terraza para que no le caiga la lluvia encima. Y acaba de colocarse un cigarrillo en los labios.

Sylvia es alta, pero no tanto como yo. Debe medir unos dos o tres centímetros menos. Pero lo compensa con unas botas marrones de esas con la plataforma más grande de lo necesario. También lleva unos vaqueros rasgados por las rodillas, un jersey de color tostado y una chaqueta de cuero negra. Y el pelo castaño suelto, casi como una cascada espesa y ondulada sobre sus hombros.

Sí, la cabrona está muy buena.

—¿Vas a decirme algo? —le pregunto directamente.

—Solo quería fumar —murmura sosteniendo el cigarrillo en la boca mientras rebusca en sus bolsillos.

—Bueno, tengo prisa. Addy terminará su clase dentro de poco.

—Cálmate de una vez.

Por fin encuentra el dichoso mechero y se enciende el cigarrillo tranquilamente, sin prisa. Solo se da la vuelta hacia mí cuando le da la primera calada. Suelta el humo lentamente, curvando un poco una de las comisuras de su boca hacia arriba.

—¿Qué eres, ahora? ¿Detective?

—¿Eh?

—El libro es de la chica que desapareció, ¿no?

Admito que esto... no me lo esperaba. Y no sé por qué, pero sé que no tiene sentido mentirle.

—¿Cómo lo sabes?

—Reconozco su letra. Vino muchas veces a comprarme cosas. Cuando quería algo y no podía pagarlo, me escribía el título del libro y el precio, y me lo daba. Siempre me traía el dinero, más tarde o más temprano, pero me lo daba para que no se me olvidase que me debía algo. Su letra es bastante distintiva.

—¿Y qué has entendido?

—Primero, dime por qué quieres saber qué pone en ese libro.

—Es evidente, ¿no?

—No lo sé. Ayúdame un poco —sonríe con irónica dulzura.

—Quiero encontrarla.

Me pregunto qué pensará quien fuera que me mandó la carta cuando se entere de que medio pueblo ya sabe lo que hago aquí.

Sylvia no parece muy sorprendida. Solo me mira unos segundos, pensativa, antes de echarse el pelo hacia atrás con una mano y luego meterse la mano en el bolsillo distraídamente. Sí, está muy buena. Lo confirmo. No me extraña que Kent se ponga tan nervioso cuando la tiene alrededor.

—Es un código de búsqueda —me dice finalmente.

—¿Un... qué?

—Un código de búsqueda. Uno de los libros de la tienda lo tiene. Uno de misterio, creo. La chica lo leía bastante. Pero el libro es irrelevante, lo importante es el significado que hay detrás de ello. La protagonista escribía en periódicos y, para comunicarse con su familia, tenía que meter palabras ocultas en las páginas.

—¿Como... leer la primera letra de cada palabra?

—Algo así, pero más complicado. Amanda no usó letras, sino sílabas. Están repartidas en el libro, solo tienes que encontrar cuál es la otra parte de la palabra.

—Sí, muy sencillo.

—No lo es —reconoce ella, pensativa—, pero tú misma. Si quieres perder el tiempo con eso...

—Claro que quiero —murmuro.

—Ya veo.

Ella suspira y no puedo evitar notar que me mira de arriba a abajo. Hago exactamente lo mismo. Y nuestras miradas se detienen en el mismo lugar. El cuello.

Ella por mi collar. Yo, por si tiene marcas de colmillos.

Por cierto, no las tiene. Ni siquiera tiene collar.

—¿No tienes protector? —pregunto.

—No necesito a un vampiro para salvarme el culo cada vez que me meto en problemas —me asegura, como si fuera obvio.

Y, tras eso, me da la espalda y sigue fumando tranquilamente, dejándome claro que la conversación ha terminado. Mejor. Tampoco creo que fuéramos a decir nada más interesante.

Kent me lleva de vuelta a casa sin hacer muchas preguntas. Creo que está pensando en sus cosas. Y casi lo agradezco. Lo malo de eso es que tarda un poco más y no llegamos a tiempo para que Addy no tenga que esperarme. Y el problema de que Addy sepa que he salido... es que hace muchas preguntas y no quiero responderle a ninguna.

Bueno, en realidad quiero hacerle una pregunta. Preguntar con quién demonios habló anoche cuando estaba sola en su habitación. Pero, de alguna forma, ya sé que no me va a responder.

Así que le digo algo que sé que la distraerá:

—¿Y si vamos a dibujar algo?

—¡Oooooh, vale!

Tengo que dibujar con ella durante más de dos horas para que me perdone que no le responda nada. Pero, por la tarde, como de costumbre, ella sale con Kent al jardín. Otro rato a solas. Y subo corriendo las escaleras hacia el estudio de Albert.

Él esta con el gato del otro día. Ah, y con otro ser vivo un poco más molesto.

Ramson está sentado en el sofá mirando unos papeles con el ceño fruncido mientras Albert acaricia la espalda del gato.

—Ya veo —murmura Ramson, pensativo—. Has hecho bien, Albert.

—Espera —suelto dramáticamente, llevándome una mano al corazón—, ¿acaba de decir algo bueno de alguien? ¿Se encuentra bien?

Albert sonríe mientras Ramson se limita a poner los ojos en blanco y a fingir que no existo.

—¿Qué es eso? —pregunto, señalando el papel—. Si es que puede saberse.

—Unos papeles incautados por mi mejor informante —declara Albert, todavía acariciando la espalda de Lambert, que está tumbadito en su regazo—. De vez en cuando, surgen humanos que escriben cosas correctas de vampiros. Preferimos deshacernos de ello y que sigan creyendo las cosas falsas.

—Es decir, que es un libro.

—Era —aclara Ramson, y se lo da a Albert.

Albert, con un movimiento fluido, lo lanza al aire. Lambert salta hacia delante y lo agarra con las patitas. Lo hace trizas con la boca y las garras. Al final, los papeles quedan hechos un montón inservible. Lambert vuelve a su lugar felizmente.

—¿A qué os referís con lo de cosas falsas? —pregunto, confusa.

—A lo que los humanos creen sobre nosotros —murmura Ramson, acomodándose en el sofá ahora que me he sentado a su lado.

—¿Y no es correcto?

—Algunas cosas se acercan, pero la mayoría son tonterías.

—¿Lo de la estaca es mentira? ¿Si te clavo una estaca en el corazón, no mueres?

—Bueno, ¿tú no morirías si te clavan una estaca en el corazón? —pregunta Albert, divertido.

—Cada uno es distinto —aclara Ramson, no muy de humor—. En un vampiro neófito, supongo que una estaca podría llegar a matarlo. En uno de unos cuantos años, imposible.

—¿Y el agua bendita?

Esta vez, los dos sueltan bufidos burlones. Incluso me parece que el gato me juzga con la mirada.

—Eso es una chorrada —me dice Ramson.

—¿En serio? Entonces, las cruces...

—¿Sabes? Hay más de una religión en el mundo —comenta Albert—. ¿De verdad crees que un símbolo de solo una de esas religiones puede afectarnos en algo?

—Bueno... no sé... nunca me lo había planteado.

—También está la creencia del sol —añade él, pensativo—. Nos da dolor de cabeza, pero no pude matarnos.

—Ni la plata —murmura Ramson—. Otra chorrada.

—¿Y qué demonios os puede matar?

—La obsidiana.

Me quedo mirándolos un momento, pasmada.

—¿La... obsidiana? ¿Como... como los zombies malos de Juego de tronos?

—Precioso ejemplo.

—La obsidiana actúa como un atenuante de nuestras capacidades curativas —me explica Albert pacientemente—. Con otros materiales, somos capaces de curarnos con rapidez. La obsidiana anula esa posibilidad en todo el tejido corporal que toca.

Miro inconscientemente mi collar. Ramson carraspea, pero no dice nada.

—¿No la podéis tocar? —pregunto, confusa.

—Claro que podemos —Albert frunce el ceño, como si la idea fuera absurda—. Pero si nos cortas con ella, no nos curaremos más rápido de lo que lo haría un humano.

—Ya sabes cómo matarme —añade Ramson, mirándome—. Debe ser el día más feliz de tu vida.

—El segundo. El primero será el día que por fin lo haga.

Vuelvo a centrarme en lo que había venido a hacer cuando Albert, sonriendo un poco, señala el libro que tengo en el regazo.

—¿Todavía sigues buscando a la chica?

—Y seguiré haciéndolo hasta que la encuentre. El problema es que las páginas están empezando a despegarse. De usarlas tanto —levanto dos páginas de poemas que se han soltado y vuelvo a meterlas en el libro, suspirando—. Espero no perder ninguna.

—A mí eso me pasó con un libro —comenta Albert. Y se pone a hablar de lo triste que fue perder unas cuantas escenas de ese libro por una tontería así.

Pero yo dejo de escuchar, porque al levantar las páginas sueltas del poema, con la luz, no puedo evitar ver que se transparentan un poco. De hecho, lo hacen de una forma extraña. Y es que, cuando por fin me fijo en las letras sueltas que escribió Amanda... me doy cuenta que concuerdan con las que hay detrás.

Abro mucho los ojos. Espera... ¡las palabras están escritas en varias páginas!

Me pongo de pie de golpe y me acerco a la ventana, buscando tanta luz como puedo. La abro con una mueca y acerco el papel a la luz, frunciendo el ceño. En la primera hoja, se puede leer ya-he-pro-do. En la segunda, la de atrás, se transparentan lo-com-ba. Todo junto... lo he comprobado.

Y así siguen. Frases y frases. Por fin con sentido. Escritas de forma exacta para que solo puedan leerse completas uniendo las dos hojas delante de un foco de luz.

—¿Qué haces? —me pregunta Albert, confuso.

Y, justo en el momento en que me doy la vuelta para responderle... una oleada de viento me arranca los dos papeles de la mano.

—¡NO! —grito al instante.

Me quedo mirando los papeles volando al jardín trasero durante una milésima de segundo antes de, sin pensarlo, salir corriendo de la habitación.

Sinceramente, no sé si esos dos me siguen o me ignoran, pero me da igual. Bajo las escaleras a tanta velocidad como puedo, casi matándome en el proceso, y llego a la planta baja casi jadeando. Amelia, que se pasea con un cubo de agua y una fregona, suelta un chillido cuando cruzo el vestíbulo por delante de ella a toda velocidad.

Llego por fin al patio trasero. Al menos, no llueve. El papel no se estropeará. Miro arriba. Está oscureciendo. Mierda. Kent y Addy, que están al otro lado del patio, ni siquiera me ven cuando echo a correr.

Y por fin los veo. ¡Mis dos papelitos!

Salgo corriendo hacia ellos, notando que todos mis músculos protestan y estoy a punto de resbalar por el suelo húmedo varias veces, pero lo ignoro completamente. Sigo corriendo. Y los papeles van bajando lentamente. Justo cuando creo que no llegaré a tiempo, contengo la respiración y me lanzo hacia delante.

Los atrapo justo antes de que toquen el suelo mojado.

Din, din, din, ¡tenemos una ganadora, señores y señoras!

Ignoro completamente que estoy tirada en un suelo helado y húmedo y suelto un suspiro de alivio, abrazando los papeles en mi pecho —con el brazo bueno, claro—. Menos mal. Abro los ojos y me quedo mirando el cielo un momento. Ya casi es de noche. Menos mal que los he visto, porque si no lo hubiera hecho...

Un momento...

Me siento de golpe y miro a mi alrededor. Oh, no.

Estoy en el bosque.

Pero no es eso lo que hace que cada alerta de mi cuerpo se active. Ni que la adrenalina empiece a fluirme por las venas. No. Lo que de verdad me asusta, es el gruñido que oigo justo detrás de mí.

Me quedo muy quieta durante un instante, como si fingiera que no he oído nada, pero cuando lo oigo un poco más cerca, sé que no tengo más remedio que aceptar que es real. Con los ojos muy abiertos, me doy lentamente la vuelta y miro por encima de mi hombro.

Detrás de mí, está lo que en principio habría dicho que es un perro, pero no lo es en absoluto. Es gigantesco. Diría que es incluso más alto que yo. Tiene el pelo grisáceo, complexión perruna, nariz oscura, ojos oscuros... y dos grandes colmillos que le asoman por los lados de la boca. Miro abajo. Las patas son casi del tamaño de mis pies multiplicados por cuatro. Y tiene las garras lo suficientemente afiladas como para que deje de respirar.

Estoy a punto de entrar en pánico, pero entonces recuerdo los estúpidos documentales de Trev, mi novio. Le encanta ver documentales aburridos sobre naturaleza y, algunas veces, los veo con él. Muy pocas, pero algunas.

¿Qué recomiendan hacer siempre en estos casos?

No moverse.

Exacto.

Me quedo sentada en mi lugar, paralizada, cuando el perro —por llamarlo de algún modo— empieza a dar una vuelta a mi alrededor hasta quedarse delante de mí. No deja de gruñirme de forma amenazadora. Un mordisco suyo y podría perder un brazo. El corazón me palpita a toda velocidad. Y no puedo moverme.

Y, entonces, cuando da otro paso hacia mí... hago una tontería.

Una muy grande.

—No —le ordeno firmemente—. No te muevas.

El perro se detiene un momento, dejando de gruñir. Casi juraría que tiene cara de incredulidad.

—No te muevas —repito firmemente, con una seguridad que realmente no siento—. Quieto.

El perro ha dejado de gruñir, pero no me pierde de vista cuando me pongo de pie como puedo. Sus dos ojos oscuros están clavados en mí. Intento mantenerme serena.

—Eso es —murmuro con voz más suave—. Muy bien, perrito... ahora... voy a irme. Y tú vas a dejar que me vaya, ¿verdad?

El perro sigue mirándome fijamente, como si decidiera si quiere matarme o no, cuando doy un paso a la izquierda. Tengo que rodearlo para volver a casa. Trago saliva y doy otro. No se mueve.

—Muy bien, perrito —le digo como una idiota.

Y, en el tercer paso, horror.

Piso una rama sin querer. Una de esas ramas que, en una película de terror, hacen que el malo escuche al personaje secundario y lo mate. De esas que hacen un sonoro crack al ser pisadas. Sí, de esas.

Bueno, un placer haber sido tu conciencia.

El perro vuelve a gruñir de nuevo, pero esta vez no se conforma con eso. Retrocedo tan rápido como puedo, cayéndome de culo al suelo en el proceso, cuando empieza a avanzar cada vez a mayor velocidad hacia mí. Su gruñido se vuelve tenebroso y yo retrocedo, aterrada, hasta que mi espalda choca con un duro golpe contra un árbol. El perro suelta un gruñido y salta hacia mí.

Lo veo aparecer como una sombra. Un brazo se mete entre yo y el perro y veo las garras del animal desgarrándole la ropa y la piel. La sangre cae el suelo y yo abro mucho los ojos, asustada.

Pero cuando levanto la cabeza no veo al animal comiéndose a nadie. De hecho, está muy quieto. Casi diría que tiene la cola escondida entre las piernas del terror. Y no entiendo nada hasta que veo que Ramson está sujetándole los dos colmillos con las manos, tiene la cabeza inclinada sobre la suya y le dice algo en voz baja, furiosa, que hace que el perro se encoja cada vez más.

No sé qué le dice, pero el perro parece estar volviéndose cada vez más pequeñito. Observo, pasmada, como Ramson lo suelta de golpe y le dice algo más, señalando algún punto del bosque. El perro agacha la cabeza y se apresura a marcharse.

¿Qué demonios...?

Me quedo mirando a Ramson, pasmada, pero él no se mueve de su lugar hasta que el perro desaparece entre los árboles. Entonces, se da la vuelta hacia mí.

No puedo evitar quedarme pálida cuando veo su antebrazo, el que ha puesto justo delante de la zarpa del perro. Hay cuatro cortes profundos. Muy profundos. Han atravesado la piel e incluso el músculo. Un milímetro más y le habrían atravesado el hueso.

Y cómo sangran. Abro mucho los ojos cuando veo el charco de sangre que está formando. Ramson mira abajo, siguiendo mi cara de horror, y suelta un gruñido de frustración.

—Mierda —suelta, enfadado—. Me ha roto el jersey.

Lo miro, confusa, perdida y medio pasmada.

—¿Q-qué...? ¡Casi te ha cortado el brazo!

—Pero era mi jersey favorito —me frunce el ceño.

—¡Ramson! —me pongo de pie tan rápido que estoy a punto de caerme de culo de nuevo—. ¡Tenemos que llevarte a casa, rápido! ¡O... a un hospital! ¡Podrías desangrarte!

Él me mira con cierta confusión cuando empiezo a intentar empujarlo hacia la casa. Pero no se mueve. Es como intentar empujar un muro de piedra.

—¿Qué haces? —pregunta, al final.

—¡Intentar moverte!

—Pues no se te da muy bien.

—Pero ¿tú eres idiota? —le pregunto, cada vez más asustada—. ¡Podrías morirte!

—Lo dudo.

—¡VE A CASA AHORA MISMO!

Él da un pequeño respingo con el grito, como si pensara que no se lo merece, pero por lo menos empieza a moverse. Lo sigo muy de cerca, poniéndome cada vez más nerviosa porque no parece tener ninguna prisa.

—¿Estás bien? —le pregunto compulsivamente.

—Sí.

—¿Te... duele?

—No.

—¡Te han arrancado medio brazo, claro que te duele!

—Si vas a responder tú, ¿por qué me preguntas?

—¿Estás mareado? ¿Tienes ganas de vomitar? ¿Te están fallando los músculos, la vista...?

—¿Por qué iba a pasarme nada de eso?

—¡Porque te estás desangrando, idiota!

Me pone mala cara, pero yo la ignoro porque ya hemos llegado. Addy y Kent son los primeros en vernos. Addy se acerca corriendo a nosotros con una gran sonrisa, pero ésta va desapareciendo a medida que se da cuenta de lo que está pasando. Kent, al ver la sangre, suelta una maldición y se acerca corriendo a Addy para llevársela dentro. Menos mal.

—Vamos a dibujar, ¿vale? —escucho que le dice.

Supongo que Addy protesta, pero ahora mismo no puedo estar pendiente de eso. Abro la puerta trasera para Ramson, que entra con toda la tranquilidad del mundo, y me encuentro a Amelia fregando el suelo. Nos sonríe distraídamente, pero cuando ve el brazo de Ramson, suelta la fregona de golpe.

—¿Q-qué...? —empieza.

—¿Dónde está Albert? ¿O Foster? ¿Dónde...?

—Estoy aquí —Albert está bajando rápidamente las escaleras—. Ramson, siéntate en el sillón.

Él lo hace como si fuera a ver un rato la televisión. Mientras, yo me quedo de pie al lado, en medio del salón. Albert ya se ha acercado para examinarle la herida más de cerca.

—¿Qué pasa? —pregunta Foster, entrando con el ceño fruncido.

Cuando ve la herida del brazo de Ramson, se detiene un poco y parece pasmado.

—¿Quién te ha hecho eso?

—La maldita mascota de Albert —masculla Ramson.

—Espera —miro a Albert con los ojos muy abiertos—. ¡¿Ese es tu perro?!

—¿Tú también lo has visto? —pregunta Foster, y frunce el ceño a Ramson—. ¿Por qué demonios la has llevado a ver a ese animal?

—No es un animal cualquiera —Albert parece ofendido—. Es mi informante.

—Y he salido corriendo yo sola —añado, algo avergonzada, dejando los papeles sobre la mesa—. El... perro... iba a lanzarse sobre mí. Ramson lo ha parado.

—No ha reconocido su olor —le dice este último a Albert tranquilamente—. Ha pensado que era una intrusa.

Pero Albert ahora mismo parece más centrado en la herida, que no deja de sangrar. Hay manchas por todo el salón.

—Deberíamos llevarlo a un hospital —digo enseguida.

Los tres me miran como si hubiera dicho una tontería.

—No necesita un hospital, las heridas se cerrarán solas —murmura Albert—, el problema es que son bastante graves, no lo harán sin...

El silencio que sigue a esa frase sin terminar hace que, por algún motivo, Ramson se tense de pies a cabeza. Foster se pasa una mano por el pelo. Albert solo sacude la cabeza.

—¿Sin qué? —pregunto, cada vez más nerviosa—. ¿Qué necesita? Puedo ir a buscarlo.

—No lo creo —me dice Albert.

Miro a Ramson. Él tiene los dientes apretados. Ya no parece tan tranquilo.

—¡Solo dime que es! —insisto.

—Sangre humana —me aclara Foster—. Necesita sangre humana.

Abro la boca y vuelvo a cerrarla, pasmada, cuando miro a Ramson. Parece muy frustrado, pero la herida no deja de sangrar.

—¿Qué tipo de sangre consumes? —pregunta Albert.

—AB negativo —dice Foster por él cuando ve que no quiere responder.

—Espera —doy un paso hacia ellos, vacilante—. Yo... yo tengo ese tipo de sangre.

Nadie parece muy sorprendido. De hecho, Albert me mira un momento con cara de tensión antes de girarse hacia Ramson.

—No hay tiempo para llamar a tu donante.

—No voy a morir por esto —aclara Ramson.

—Pero podría dejarte lo suficientemente débil como para empezar a consumirte. Necesitas sangre. Ahora.

Ramson dice algo en voz baja —nada bueno— y yo siento que el corazón empieza a palpitarme a toda velocidad por los nervios. Él parece ponerse todavía más tenso.

—Usa mi sangre —me escucho decir a mí misma, estirando el brazo hacia él.

—Tendría que ser la yugular —me dice Albert.

Me llevo la mano al cuello instintivamente. El miedo aumenta, pero... esa herida... y se la ha hecho por protegerme. ¿Qué otra cosa puedo hacer yo que protegerlo a él?

—Muy bien —murmuro—. Hazlo.

Sin embargo, no tengo la respuesta que esperaba.

—No —es todo lo que dice Ramson.

Miro a Foster en busca de ayuda, pero él solo sacude la cabeza. Vuelvo a mirar a Ramson. Su brazo está empezando a ponerse azulado por la falta de sangre.

—Tienes que hacerlo —mascullo—, no seas testarudo.

—No voy a beber tu sangre —aclara, remarcando cada palabra.

—¿Y qué hay de... de Kent o Amelia? ¿No podemos preguntarles...?

—No tienen tu tipo de sangre —me dice Foster en voz baja—. Tiene que ser el tipo de sangre que él consume.

Miro a Ramson. La zona azulada de su piel está empezando a ascender por su brazo y su codo, perdiéndose dentro del jersey. Sospecho que ya no puede mover ese brazo.

—Entonces —le digo—, déjate de tonterías y muérdeme de una vez.

Él no se mueve durante unos segundos. Albert y Foster intercambian una mirada, pero no dicen nada.

Parece que ha pasado una eternidad cuando Ramson por fin se pone de pie. Estoy tan nerviosa que tardo un momento en apartar pelo de mi hombro y bajarme el cuello del jersey. Ladeo un poco la cabeza. Tiene el acceso perfecto. Y estoy aterrada.

Ramson se detiene delante de mí. No entiendo su expresión cuando mira mi cuello expuesto. Por un momento, me parece que lo único que le apetece es acercarse más, pero al segundo siguiente me da la sensación de que solo quiere irse corriendo.

—Hazlo —insisto, mirándolo—. Solo... hazlo y ya está. No pasa nada.

Ramson me dedica una breve mirada que no entiendo, pero que por algún motivo hace que mi corazón se acelere y mi sangre empiece a circular con más fluidez. Él pone una mueca casi de sufrimiento y aparta la mirada de mi cuello.

—Llama a Sylvia —le dice a Albert.

—No hay tiempo.

Ramson cierra los ojos un momento, claramente frustrado, antes de volver a abrirlos y clavar la mirada en mi cuello expuesto.

—Entonces, dejadnos solos.

No sé si debería sentirme asustada cuando veo que Foster me mira por última vez antes de seguir a Albert fuera del salón. En cuanto cierran la puerta, noto que mis nervios aumentan, pero no mi miedo. No hay miedo, de hecho. Ni un poco.

—¿Va a doler? —pregunto, sin embargo.

Ramson sacude la cabeza, mirándome a la cara.

—Bien —murmuro, respirando hondo—. Pues... hazlo ya.

Él no dice nada, pero noto que me mira a la cara unos segundos más. No le devuelvo la mirada. Estoy demasiado nerviosa.

Y, entonces, da un paso hacia mí y noto una mano helada apartándome un poco más el cuello del jersey. Un escalofrío me recorre todo el cuepo cuando se acerca. Pero yo tengo la mirada clavada en el suelo, donde tiene los zapatos justo a ambos lados de los míos, como si aprisionara mis pies. Cierro los ojos cuando noto que inclina la cabeza hacia mí y un aliento frío choca contra mi piel.

—Sujétate a mí —me dice con la boca tan cerca de mi cuello que puedo notar sus labios rozándome la piel.

—No pienso sujetarme —mascullo—. Acaba ya con esto.

Sinceramente, no creí que fuera a hacerme caso, pero lo hace.

Dejo de respirar al insante en que siento una pequeña punzada en el cuello, como si me hubieran clavado dos alfileres, pero eso es todo. Porque no hay un ápice de dolor. Es... extraño. Cierro los ojos cuando una extraña corriente de calor me recorre el cuerpo entero, centrándose en ese punto. Suelto una bocanada de aire y abro los ojos.

A mi alrededor, el mundo sigue ahí, pero me da la sensación de que está a leguas de distancia. Ni siquiera puedo escuchar nada que no sean los latidos de mi propio corazón. Mi estómago se encoge un poco cuando noto que él me sujeta de la cadera con la mano buena. Ni siqueira me había dado cuenta de que mis piernas temblaran. La cabeza empieza a darme vueltas. Dios... esto es maravilloso.

No sé en qué momento lo he hecho, pero de pronto noto que le pongo una mano en la nuca y meto los dedos en su pelo, apretándoselo y atrayéndolo más cerca de mí. Hasta que su pecho choca contra el mío. Ramson aprieta los dedos entorno a mi cadera y noto que la corriente de calidez se triplifica. Suelto un suspiro de satisfacción.

Y, justo cuando escucha eso, Ramson se separa casi de un salto y empieza a retroceder a toda velocidad con la respiración agitada. Termina al otro lado del salón, tan lejos como puede de mí, mientras yo tengo que apoyarme con la espalda en la pared para no caerme.

—¿Estás bien? —pregunta. A él también le falta el aliento.

Asiento.

Pero él no lo está. Su brazo está cada vez más oscuro y veo que se tiene que apoyar en el sofá para no caerse. Casi al instante, Albert y Foster vuelven a entrar. También lo hace Amelia —esta última con cara de espanto por la sangre—.

—Necesitas descansar —le dice Albert a Ramson—. Foster, Amelia, llevadlo a alguna habitación de invitados. Es mejor que no se mueva hasta que la sangre haga efecto.

Ramson no vuelve a mirarme y yo, que no he dejado de tener el corazón acelerado desde que me ha mordido, siento de repente la necesidad de ir con él. De hecho, la necesidad se convierte casi en desesperación cuando intento seguirlos.

Sin embargo, Albert me sujeta del brazo bueno y me sienta en el sofá.

—Tú quieta ahí —advierte.

Los demás ya se han ido. Estamos solos. Y yo siento que mi desesperación crece a cada segundo que pasa sin que suba esas escaleras y vaya corriendo con...

—Mierda —cierro los ojos con fuerza—. ¿Qué me pasa?

—Es normal —me asegura Albert—. Perderá intensidad en unos minutos, cuando se te pase el efecto de la mordida.

—Espera... ¿esto... le pasa a todas las personas a las que muerden?

Albert pone una mueca y se sienta a mi lado.

—No —dice, por fin.

—¿Y por qué demonios a mí sí me pasa?

—Eso... me temo que no me corresponde a mí decírtelo, Genevieve.

—Me... me estoy mareando mucho.

—Es parte del efecto de una mordida así. Seguramente te quedarás dormida en un momento. Y mañana apenas lo recordarás.

Hay unos instantes de silencio en los que trago saliva, intentando apartar la tentación de subir las escaleras y buscarlo desesperadamente, como si lo necesitara para poder seguir respirando.

—Dime una cosa, Albert —murmuro.

Noto que me mira de reojo, pero no contesta. Le hago la pregunta igual, tumbándome lentamente sobre el sofá. Estoy durmiéndome.

—No es la primera vez que Ramson me ha mordido —murmuro—. ¿Verdad?

—No, no es la primera vez —admite en voz baja.

—¿Y por qué no quiere que me vaya de la ciudad?

Albert sonríe un poco.

—Porque lleva enamorado de ti más años de los que puedas creer.

Cierro los ojos, agotada.

—¿Solo me lo estás confesando porque crees que mañana no lo recordaré?

—Exacto.

—Lo recordaré —le aseguro en voz baja, medio dormida—. Lo haré.

—No, no lo harás —me asegura justo antes de que me quede dormida—. Descansa bien, reina de las espinas.


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