5 - 'Las murallas grises'

Mini-maratón 2/2 :)

5 - LAS MURALLAS GRISES

Me avergüenza admitirlo, pero esta noche he tenido un sueño un poco... ejem... subido de tono.

No recuerdo mucho —por suerte—, pero cuando me he despertado estaba sudando, acalorada, con un nido de nervios en la parte baja del estómago y con la respiración agitada. Y tenía el puño cerrado entorno al collar.

Lo he soltado de golpe, claro, y me he ido a dar una ducha. Lo más extraño es que Addy no haya venido a despertarme. Quizá siga durmiendo. En cuanto salgo de la ducha me acerco a verla, pero no, su habitación está vacía. Y no tardo en descubrir dónde está.

De hecho, sus protestas se oyen desde aquí. Levanto la cabeza y me encamino hacia el despacho de Foster, que tiene la puerta abierta. Dentro, Addy agita algo en una mano hacia su padre, que parece muy molesto.

—He dicho que no —le remarca, y es la primera vez que veo que le habla así de enfadado a alguien.

—¡Pero...!

—Addy, he dicho que no —repite—. No es nuestro problema.

—¡Pero ella...!

—No está aquí para eso, Addy.

—¡Pero yo creo que lo sabe!

—No lo sabe. ¿Vale? No lo sabe.

—¡Tú eres quien no lo sabe! ¡A veces, parece que se ac...!

—¡Ya está bien! Dame eso.

Addy intenta apartarse, pero obviamente su padre es más rápido que ella y le quita lo que sea que tiene en la mano. Addy suelta un sonido de frustración y se da la la vuelta para salir del despacho. Me ve al instante. Igual que su padre, que abre mucho los ojos.

—Vee —me dice con toda naturalidad, rodeando el escritorio para sentarse en si cómoda silla—. Buenos días.

Pero no puedo evitar fijarme en el detalle de que guarda lo que sea que le ha quitado a Addy dentro de uno de los cajones.

Ella, por cierto, me mira con los brazos cruzados y una mueca de indignación. De hecho, me mira de forma muy significativa, pero no termino de entender qué quiere decirme.

—Addy —le dice su padre de repente—, ¿por qué no vas a desayunar?

—No quiero.

—Ve a desayunar. Ahor...

Foster deja de hablar de golpe y se gira hacia mí como si no pudiera creerse que estuviera ahí. Doy un paso atrás, confusa, y Addy me mira como si intentara descubrir qué pasa.

—No me lo puedo creer —murmura Foster, levantándose para acercarse a mí.

—¿Eh...?

—¿Te ha dado un collar?

Sinceramente, no sé qué decirle cuando se planta delante de mí y recoge la pequeña obsidiana entre los dedos. La suelta tan rápido como si le quemara, pero yo de alguna forma siento que no debería haberla tocado. Cuando me da la espalda y se acerca a la ventana, frustrado, rodeo la obsidiana con un puño, como si intentara protegerla.

—Addy, ve abajo —le dice Foster, y esta vez no da pie a ninguna discusión al respecto.

Addy, que hasta ahora me ha estado mirando con la boca abierta, asiente torpemente y se marcha, cerrando la puerta.

Me pregunto si se habrá quedado escuchando al otro lado.

—¿Ocurre algo? —pregunto, desconfiada.

Foster está de pie junto a la ventana, mirando fijamente cualquier cosa. Veo que una de las puntas de sus zapatos sube y baja de forma ansiosa. No entiendo nada.

—Sí, pero el problema no eres tú —murmura en voz baja.

—¿Y quién es? ¿Ramson?

Foster se detiene de golpe y me mira. No sé si pretende parecer calmado, pero no lo consigue. Echa una ojeada rápida al collar y aprieta los labios.

—¿Te ha explicado qué significa llevar ese collar?

—Sí. Soy... su protegida, ¿no?

—Es más que eso. Es... un seguro —aclara, calmándose un poco y apoyándose con la cadera en el escritorio—. Incluso desde aquí puedo notar la presión que ejerce. Está conectado con él. Es... bueno, digamos que si alguien tuviera pensado atacarte y notara eso... es probable que no lo hiciera.

—¿Por eso Addy, Amelia, Kent, Jana... llevan uno?

Foster asiente y yo dudo un momento antes de preguntar.

—¿Puedo preguntar por qué lo tienen todos tus empleados menos yo?

—Oh, eso... es... complicado de explicar.

—Seguro que podré intentar entenderlo —me cruzo de brazos.

Foster empieza a parecer un poco nervioso. De hecho, traga saliva de forma bastante ruidosa y parece pensar algo a toda velocidad.

—No ibas a entenderlo —me asegura.

—Inténtalo.

—No, Vee, es... un tema complicado, pero no importa. Ahora tienes protección para ir por la ciudad sin problemas. De hecho, no se me ocurre una protección mejor. Conozco a pocas personas que intimiden más que nuestro querido alcalde.

Está claro que su triste intento de cambiar de tema no me ha pasado por alto, pero decido que es mejor fingir que sí lo ha hecho.

A veces, es mejor fingir ser un poco tonta.

—¿Qué quieres decir? —pregunto con mi mejor tono de ingenuidad.

Foster parece un poco aliviado al ver que no sigo con el tema, como si hubiera conseguido distraerme.

Pobre iluso.

—Bueno, tú lo conoces —se encoge de hombros—. Sabes a lo que me refiero.

—A mí me ha parecido agradable.

—¿Agradable? —repite, y tiene que tomarse unos segundos para recomponerse—. Bueno, supongo que, dependiendo de con quién habla, es más o menos agradable...

—¿Contigo no es agradable? —pregunto con inocencia, dando un paso hacia él.

Foster pone una mueca, como si no estuviera muy seguro de cómo responder.

—No es que no sea agradable —aclara—. Es que nos conocemos desde hace muchos años. Supongo que ya nos hemos aburrido el uno del otro.

—¿Muchos años? —parpadeo con aire de ingenuidad—. ¿En qué año naciste?

—En 1853 —sonríe ligeramente.

—Entonces, tienes...

—Ciento sesenta y siete años.

Decido arriesgarme un poquito y doy un paso hacia él, sonriendo con ingenuidad.

—No te conservas más para tener más de un siglo.

Para mi sorpresa, Foster cae perfectamente en la trampa y se aclara la garganta, algo nervioso.

Oh, esto será más fácil de lo que esperaba.

—Ventajas de la inmortalidad —concluye—. Bueno, Vee... ¿puedo ayudarte en algo más?

Le dedico mi sonrisa más inocente antes de sacudir la cabeza.

—No. Pero... gracias por la pequeña conversación. Me encanta hablar contigo.

Foster abre ligeramente la boca, sorprendido, y yo aprovecho para salir de su despacho y cerrar la puerta detrás de mí. Nada más estar sola, pongo los ojos en blanco.

Son todos igual de manipulables, ¿verdad?

Addy está desayunando en la cocina con Amelia, que se extraña mucho cuando le digo que no tengo demasiada hambre. Después de todo, hace unos días que la pobre mujer tiene que preparar el doble de todo para no dejarme con hambre.

—¿Estás segura de que no quieres nada más? —no deja de insistir con aire preocupado—. No me importa cocinarte algo si esto no te gusta.

—Estoy bien, en serio. Pero muchas gracias.

Addy también me mira como si estuviera loca, pero parece bastante satisfecha cuando dejo que se termine mi parte. Cuando no parece tan satisfecha es cuando la mando a clase con su profesor.

—Todos los días tengo que aguantar a ese amargado —masculla, subiendo las escaleras de mal humor.

—¡Addy! —frunzo el ceño.

—Perdón... —suspira y cruza el pasillo para entrar en clase.

En cuanto estoy sola, doy media vuelta y subo casi corriendo al segundo piso. En el pequeño estudio del fondo, como casi siempre, me encuentro a Albert sentado en un sillón mientras hojea un libro con las gafas de medialuna puestas.

—Mi habitante favorita de la casa —murmura sin despegar los ojos del libro—, ¿en qué puedo ayudarte?

—¿Soy tu favorita? —pregunto, pasmada.

—Amelia me tiene pavor, Adela se pasa el día gritando y Foster me trata como si fuera un anciano. Y ni siquiera voy a entrar en detalles acerca del patán que se encarga del jardín y la chica que siempre va vestida con mil colores distintos. Parece que quiere llamar la atención de un ballenero.

Hace una pausa y me mira, suspirando.

—En fin... no tienes mucha competencia, pero sí, supongo que puedes considerarte mi favorita. ¿En qué puedo ayudarte?

Cierro la puerta detrás de mí y me siento en el sillón que tiene delante. Todos los muebles de esa habitación son los más viejos de la casa. Algo me dice que son herencia familiar de Albert. A saber cuántos años tienen. Pero bueno, siguen siendo cómodos.

—¿Puedo decirte algo sin que se lo cuentes a nadie más?

Eso parece captar su atención, porque se quita las gafas y me dedica una mirada llena de curiosidad.

—Tienes mi palabra de que absolutamente nada de lo que digas dentro de esta habitación será contado a otra persona. A no ser que me lo pidas, claro —se ha hecho una cruz en el corazón—. Es una promesa.

Pongo una mueca.

—¿Eh?

—Es una promesa —repite, muy serio—. Por aquí, las promesas son sagradas. No puedes romperlas.

—¿Por qué no?

—Si lo haces, pierdes algo muy valioso —sonríe ligeramente—. Lo que pierdes depende de ti mismo y de lo que aprecias y lo que no... en fin, es una conversación muy tediosa. ¿Qué quieres contarme?

Vuelvo a centrarme, pasándome las manos por la cara.

—Yo... he estado investigando un poco a esa chica que desapareció. Amanda Díaz.

Albert ni siquiera parece sorprendido. Solo me mira, esperando que siga hablando.

—La cosa es que... tengo una teoría. Creo que podría ser cosa de un vampiro.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Los protectores no fueron capaces de seguir ningún rastro desde la habitación. Ni siquiera de Amanda. Y Ramson me dijo que los vampiros no dejan rastro.

Albert asiente, pensativo.

—Es una muy buena teoría —me concede—. Pero creo que eso deberías hablarlo con tu protector, niña.

—¿Mi...? ¿Cómo sabes...?

—Por favor, podía sentir la intensidad del collar incluso cuando estabas subiendo las escaleras —pone los ojos en blanco—. Él sabrá ayudarte más que yo.

—La última vez que hablé con él, no parecía muy comunicativo.

—Hazme caso. Llámalo.

—¿Ahora?

—Sí. Ahora. Sabes cómo se hace, ¿no?

Dudo, llevándome la mano al collar. Albert sigue mirándome cuando cierro los ojos, sintiéndome bastante estúpida, e intento pensar con toda la intensidad que puedo... que necesito que venga.

Pero cuando abro los ojos, obviamente, solo está Albert.

—No ha funcionado.

—Dale un poco de tiempo —me frunce el ceño—. Qué poca paciencia tenéis los niños de hoy en día.

—¿Y cómo sé si ha funcionado o no? Esto no tiene los dos palitos azules.

—¿Los... qué? Bueno, si aparece, sabrás que ha funcionado.

—Eso no parece muy funcional.

—Pero es más útil. Ya lo verás, niña.

—Deja de llamarme niña —frunzo el ceño.

—¿Por qué?

—Porque ya tengo edad más que suficiente como para que no me llamen niña.

Albert suelta un bufido burlón.

—Sí, eso ya lo sé.

Le pongo mala cara, pero me distraigo completamente cuando la puerta se abre de golpe. Albert ni siquiera parpadea, pero yo me doy la vuelta, sobresaltada, para ver a Ramson entrar con el ceño fruncido.

Él cierra a su espalda, nos mira a ambos y, finalmente, su atención recae sobre mí.

—¿Qué quieres?

—¿Alguna vez me saludarás como una persona normal?

—No. ¿Qué quieres?

—Necesita información —le informa Albert, que nos observa con cierta curiosidad mientras entrelaza los dedos—. Hemos estado hablando de la humana desaparecida.

Ramson vuelve a dedicarme una breve mirada antes de sentarse en el mismo sofá que ocupo yo, aunque dejando una distancia prudente entre ambos.

—¿Has vuelto a su casa? —me pregunta directamente.

—No me ha dado tiempo. Le he contado a Albert lo que te dije anoche.

—¿Y para qué vuelves a llamarme? ¿No has pensado que quizá estaba ocupado?

—En realidad —interviene Albert—, ha sido idea mía.

Veo que ellos dos intercambian una mirada de esas que solo pueden intercambiar dos personas con mucha confianza. De esas que dicen más que simples palabras. Y yo, como apenas los conozco a ambos, no me entero de nada. Maldita sea.

Lo que sí entiendo, al menos, es la cara de irritación de Ramson cuando se gira hacia mí.

—Sylvia me dijo que el libro que más miraba era el de las leyendas de la ciudad —concluye.

Ugh, Sylvia. Pongo una mueca al recordarla. Y no puedo evitar preguntarme cuál será exactamente su relación con Ramson. Es decir... ni siquiera me importa. Solo es curiosidad.

Ya.

—¿Por qué? —pregunto, extrañada.

—Se lo preguntaría, pero está desaparecida.

Imbécil. Le pongo mala cara.

—¿Hace falta hablar así? —pregunto, molesta—. ¿Es que no sabes comunicarte con algo que no sea sarcasmo?

—Sí, pero no me apetece hacerlo.

—Pues mira, he cambiado de opinión, te puedes ir por donde has venido. O puedes irte a la mierda. Lo que tú prefieras.

Ramson pone mala cara y está a punto de decirme algo, pero ambos nos giramos hacia Albert cuando suelta una risita divertida.

—Ah, por fin un poco de drama en mi vida.

—No sé dónde le ves la diversión —masculla Ramson.

—Al menos, él sonríe un poco —mascullo yo—. No como tú.

Vuelve a ponerme mala cara, a lo que yo le dedico una sonrisa irónica.

—Bueno —vuelve a centrarse Albert—, estábamos hablando de la humana desaparecida.

—Sí —murmura Ramson, y saca algo de su bolsillo para lanzármelo sin mucho cuidado—. Es el tomo que usaba.

Bajo la mirada. Una pequeña versión de bolsillo del libro que he visto todos estos días. Abro mucho los ojos cuando veo que, en la primera página, tiene una M y una D escritas con tinta rosa. Mandy Díaz. Está tan usado que las páginas están algo dobladas y el tomo dado de sí.

—Lo... releyó muchas veces —murmuro, hojeándolo.

—Y escribió en él —añade Ramson.

—Escribir en un libro —masculla Albert de mala gana—. Eso sí que debería ser un pecado capital.

Es verdad que algunas páginas tienen garabatos y palabras, pero son totalmente inconexas. Parecen apuntes rápidos. Y no entiendo muy bien qué quieren decir. Frunzo el ceño, confusa, e intento encontrar alguna que tenga algún sentido. Pero no consigo hacerlo.

—No... no lo entiendo muy bien —murmuro—. Tendría que leerlo completo para poder entenderlo.

—Aún así no lo conseguirías —me dice Ramson—. No son notas conectadas. Son palabras sueltas. No se lo leía por orden.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—El desgaste de las páginas. Hay algunas páginas que apenas tocó y otras que releyó muchas veces.

Automáticamente, me voy a la parte más leída y me sorprendo al ver el título.

Las murallas grises —leo en voz alta—. Parece que esta leyenda le gustaba.

—Una leyenda triste —comenta Albert, meditabundo.

—No la he leído —admito.

—Quizá deberías leértela —Ramson me dedica una ojeada—. Es una de las más cortas del libro.

Bajo la mirada al libro y, pese a que empiezo a ponerme nerviosa porque sé que sigue mirándome, empiezo a leer en voz alta.



Las trompetas despertaron a la dama.

Aunque, siendo sinceros, hacía meses que no descansaba.

La dama aguardaba, noche tras noche, que su amado volviera

y esa mañana, por fin, pareció posible que su sueño se cumpliera.



Así que la dama de casa salió, a su amado aguardó,

y él, radiante, a sus brazos por fin volvió.

La dama y su amado unos pocos años juntos pasaron

hasta que unas nuevas trompetas... otra vez los separaron.



En el viejo castillo, como siempre a medianoche, se reunieron

escondidos del mundo, de sus padres... seguros se sintieron.

Y el amado, triste por tener que dejarla, se lo prometió:

cumpliría su deber y volvería a sus brazos, eso le aseguró.



La dama triste, sonriendo, la promesa aceptaría

sin saber, la pobre, que nunca se cumpliría.

Años y años se pasó yendo a medianoche al castillo prometido.

Pero en ninguno de esos años volvió su amante perdido.



La dama triste empezó a perder toda esperanza

y cada día, a su familia y su vida, les daba menos importancia.

Finalmente lo supo, tenía que afrontar la verdad.

Su amado perdido... ya no iba a regresar.



Así que esa noche volvió al castillo de de su amado

en sus muros grises se dejó caer y se tumbó de costado.

No fue capaz de volver llorar, reír, a comer y beber.

Simplemente sintió que su cuerpo empezaba a desfallecer.


Años más tarde, se diría que la dama había muerto de tristeza,

pero lo que muchos no sabían es que su alma permanecía con entereza.

En los muros grises seguiría aguardando su amor perdido

y a quienes la visitaran les esperaría el mismo triste destino.

Hago una pausa tras leerlo para tragar saliva antes de levantar la cabeza. Albert sigue meditabundo mientras que Ramson solo me mira fijamente.

—Sí que es triste —comento en voz baja.

—Amor trágico —Albert suspira—. Ah, mi favorito...

Ramson le dedica una pequeña mirada mordaz.

—¿Para qué querría Amanda releer esto? —pregunto, confusa.

—Habrá ido de excursión al castillo —Albert se encoge de hombros.

Levanto la mirada inmediatamente hacia él, pasmada.

—Espera, ¿me estás diciendo que el castillo de la historia es real?

—Todas las leyendas tienen parte de realidad —murmura Ramson sin mirarme—. Te lo dije.

—Sí, pero no pensé que... entonces, la chica del cuento... ¿es real?

—Eso no lo sé ni yo —me dice Albert—. Solo una persona aseguró haberla visto, y no estaba muy cuerda. Era el loco ese que vivía en la cabaña hace cuarenta años. ¿Te acuerdas de él, Ramson? Creo que se murió poco después. En fin... no creo que la mujer sea real, pero definitivamente el castillo lo es. Está en la parte norte del bosque, subiendo la colina.

—¿Podemos ir?

—No —la respuesta de Ramson es tajante.

Y yo, claro, le pongo mala cara.

—Cambiaré la formulación: voy a ir te guste o no, ¿alguno de los dos quiere ir conmigo o voy sola?

Albert sonríe con aire divertido a Ramson, que tiene los dientes tan apretados que parece que van a empezar a rechinarle en cualquier momento.

—Solo desde fuera —masculla de mala gana.

—Como quieras —sonrío con inocencia.

Albert no quiere venir, sospecho que solo porque le da pereza, así que la perspectiva de ir con Ramson a solas no es muy agradable. Me pone un poco nerviosa. Especialmente por sus caras de impaciencia cuando me pongo el abrigo y le pregunto si tiene coche —resulta que es otra basura moderna e innecesaria, así que toca andar— o intento empezar alguna conversación.

Qué tipo tan desagradable.

Subimos la colina en silencio absoluto, con él andando por delante de mí, y a unos cincuenta metros de la entrada a su casa se mete por un caminito que conduce al bosque. Lo sigo, metiéndome las manos en los bolsillos del abrigo, congelada de pies a cabeza. Al menos, no llueve, algo es algo.

El bosque es espeso, húmedo y da la sensación de que el camino que seguimos es cada vez más difícil de ver, pero él sigue andando tan seguro de sí mismo que no me lo pienso mucho y simplemente lo sigo. Pasan diez minutos hasta que el camino vuelve a ser visible. Y yo ya estoy jadeando por el esfuerzo. Camina demasiado deprisa.

—Respira más flojo —protesta sin siquiera mirarme—. Me estás dando dolor de cabeza.

Te juro que estoy a punto de lanzarle una piedra a la nuca.

—A lo mejor, si no fueras a esa velocidad —mascullo, intentando seguirlo.

Él suspira, pero al menos se detiene y deja que lo adelante.

—Sigue el camino al ritmo que prefieras —me dice con cierto tono irónico.

—Gracias —le digo en el mismo tono.

Y volvemos a quedarnos en silencio, pero al menos esta vez el ritmo es más soportable.

Bueno, a mí no me gusta el silencio. Acabo de descubrirlo. En casa, adoro los momentos en los que Trev me deja en paz y en silencio, pero con Ramson me pone muy nerviosa. Creo que es porque puedo notar su mirada clavada en mi nuca. No anda muy lejos de mí. Si me detuviera, probablemente chocaría conmigo.

—¿Cuántos años tienes? —pregunto de golpe.

Me detengo un poco a propósito y consigo que camine a mi lado, todo un logro.

—¿Y a ti qué te importa? —masculla, el simpático.

—Solo es una pregunta.

—Pues ya tienes tu respuesta.

—¿Siempre eres así de desagradable?

—¿Siempre haces preguntas tan inapropiadas?

—¡Solo es tu edad!

—Pues pregúntasela a tu jefe. Él es quien te ha contratado y quiere aguantarte.

—Ya lo he hecho —mascullo de mala gana—. De hecho, quizá le pregunte tu edad. Y otras cosas que me interesen.

Noto que me mira de reojo, pero no le devuelvo la mirada. Que se joda.

—¿Por qué no me lo preguntas a mí? —suena ofendido.

—¡Porque me mandas a la mierda!

—¿Y por qué asumes que él no lo hará?

—Porque es muchísimo más manipulable que tú.

Me ha parecido escuchar algo parecido a una risa corta de su parte, pero no me giro a comprobarlo. En serio, vuelvo a estar muy nerviosa. No me entiendo.

—Nací en 1918 —dice finalmente.

—Espera, ¿eres más joven que Foster?

—¿Por qué suenas tan sorprendida? —parece un poco divertido.

Bueno, un pequeño avance. Algo es algo. Lo miro de reojo. Su forma de andar es... extraña. Me da la sensación de que podría hacerlo mucho más deprisa pero se contiene para mantener mi ritmo.

—¿Qué día? —finjo que lo que acaba de decir es absolutamente normal.

—Veinte de diciembre.

—Ah, un capricornio.

—¿Qué es eso? —me pone mala cara.

—Tu signo del zodiaco, bobo.

—¿Bobo...?

—Eres un signo de tierra —murmuro, observándolo por el rabillo del ojo—. Constante, sólido, apacible... prácticos y prudentes pero, a la vez, algo melancólicos y pesimistas. ¿Eres así?

Él me pone una mueca, como si me hubiera vuelto loca.

—Basura moderna —murmura—. No puedes basar la personalidad de alguien en el día en que ha nacido.

—Bueno, yo no creo del todo en ello, pero algunas veces acierta. Y de los capricornio dicen que les cuesta abrirse con otras personas aunque, una vez lo hacen, son extremadamente fieles.

—Pues muy bien por ellos.

eres uno de ellos.

—A mí no me incluyas en esa basur...

—Basura moderna, sí —pongo los ojos en blanco—. Yo soy piscis. Nací el dos de marzo.

Espero unos segundos y, finalmente, él se gira con gesto molesto.

—¿Y eso qué es?

Sonrío disimuladamente. Mhm... creo que ya empiezo a conocerlo un poco mejor. Ya sé cómo llamar su atención. Interesante.

—Soy un signo de agua —le explico, esquivando una rama y teniendo que acercarme un poco más a él—. Se supone que tengo mucha empatía hacia el sufrimiento ajeno, soy sensible, me gusta ayudar... y no me gusta seguir las normas, me gusta... discurrir por otro lado. Y también soy más emocional que racional. Ah, y que en lo referente a las parejas, necesito sentir una conexión con alguien más allá de lo físico. Todo el rollo espiritual y romántico, ya sabes.

Ramson pone una expresión extraña que no sé interpretar cuando me mira.

—¿Y realmente eres así?

—Es difícil decirlo de mí misma —murmuro—. Supongo que tendría que preguntárselo a alguien que me conozca. A mis padres. O a mi novio.

Ramson se detiene de golpe y yo lo imito, confusa.

—¿Qué pasa?

De repente, me mira como si me hubiera salido otra cabeza. Pero se recompone rápido. Aprieta los labios y adopta una expresión bastante iracunda antes de volver a andar muy por delante de mí, sin esperarme.

—¡Oye! —protesto, intentando seguirlo—. Te estaba dic...

—Se acabó la charla —me corta.

Gilipollas.

A mí me cae bien.

¿Tú no deberías estar de mi parte?

Nah.

No sé cuánto tiempo más caminamos, pero yo empiezo a estar agotada cuando, de pronto, veo que a lo lejos aparece lo que parece un muro de piedra vieja y cubierta de musgo. Ahogo un grito, emocionada, y adelanto a Ramson, olvidándome por completo de mi propio cansancio y de lo mucho que me duelen las piernas.

—¿Es esto? —pregunto, poniéndome de puntillas para ver mejor.

—Evidentemente.

Sigo a Ramson alrededor de los muros y no nos detenemos hasta que llegamos, por fin, a la entrada.

El castillo en sí no es demasiado grande, debe ser un tercio de la mansión de mi querido acompañante. Tiene dos pequeñas torres y un torreón en el centro. La piedra del muro que lo rodea por completo —excepto por la parte en que da con el lago, atrás—, es de un tono oscuro, cubierto de musgo y maleza, aunque creo que hace unos años debió ser mucho más blanca.

—Lleva más de doscientos años abandonado —me dice Ramson cuando me acerco a la entrada tapiada con piedra.

Paso la mano por encima de la maleza y veo que hay unas cuantas cadenas sujetando las piedras de la entrada. Quien sea que la cubrió, no quería que la abrieran.

—¿No podemos entrar?

—Ya te he dicho que no. Tapiaron la entrada antes de que yo naciera.

Lo miro por encima del hombro, confusa.

—¿Por qué harían algo así?

—Supongo que creían que la leyenda de la mujer era real —murmura Ramson, acercándose y observando el castillo—. A nadie le gustan los fantasmas.

—¿Los...? ¿Los fantasmas son reales?

Me dedica una miradita burlona.

—Sabes que los vampiros somos reales, ¿por qué no iban a serlo los fantasmas?

—Porque... no lo sé... los vampiros sois algo más fácilmente... explicable, ¿no?

—Los vampiros somos el resultado de mezclar sangre mágica con sangre humana.

Me quedo mirándolo con la boca entreabierta, cosa que, por su expresión divertida, supongo que es muy divertida.

—La segunda leyenda del libro habla sobre ello —me dice, mirándome.

Si te soy sincera, podría hablarme de lo que quisiera, porque ahora mismo estoy medio embobada. Que me mire a los ojos es casi como una trampa. Debería apartarme, pero no lo hago.

—¿Y qué... qué dice?

—Habla de los hechiceros que vivían por aquí antes de que todo esto empezara —murmura sin dejar de mirarme—. De cómo uno de ellos se enamoró de una mujer humana y trató de escapar con ella, pero... no funcionó. Los atraparon, claro. Y uno de los superiores del hechicero maldijo a la mujer para que no pudiera volver a verlo. La maldijo a pasar su vida entre las sombras.

—Pero no era culpa solo de la mujer —protesto—. Era de los dos.

—No creo que eso le importara mucho. El caso es que la mujer estaba embarazada y no lo sabían. La maldición tocó a su hijo incluso antes de que naciera y, cuando lo hizo, descubrieron que era distinto a los humanos. No era un hechicero, pero tampoco era un humano. Tenía sangre mágica, pero no podía usar magia. Y su única forma de sobrevivir era a costa de otros.

—Bebiendo su sangre —deduzco en voz baja.

Ramson asiente.

—Se dijo que la maldición recayó en todos los hijos de sangre mágica y humana. Y los primeros fueron los primeros miembros de las familias de sangre vampírica pura.

—¿Sigue habiendo hechiceros?

—Muy pocos. Casi todos murieron hace años. Y los que quedan no son ni una sombra de lo que fueron.

Trago saliva y paso una mano por las gruesas cadenas, pensativa.

—¿Qué es un fantasma?

—Alguien que ha muerto con un cometido pendiente —me dice—. Ya no puede usar su cuerpo mortal porque no pertenece a este mundo, pero a la vez no puede llegar al próximo, por lo que deambula por este mundo hasta que cumple con su cometido.

—¿Y si lo ayudas a cumplirlo?

—Los fantasmas no son juegos, Genevieve —me dice en tono grave, mirándome con una seriedad que no esperaba—. Cuanto más tiempo pasan en forma inhumana, más pierden su humanidad. Y buscan condenar a otros por lo mismo que han pasado ellos porque creen que así podrán marcharse.

—¿Qué...? ¿Condenar a otros?

—Obligarte a enfrentarte a cosas que no te gustaría enfrentar —murmura Ramson mirando el castillo.

Hago una pausa, mirándolo. Él no me devuelve la mirada, lo que me permite repasar su perfil. Hay algo familiar en sus rasgos, por muy fríos que sean. Aprieto los dedos en las cadenas para contenerme y no alargar la mano hacia él.

—Hablas como si hubieras visto alguno —le digo en voz baja.

—No he visto ninguno, pero he visto lo que pueden hacerte.

De alguna forma sé que no quiere preguntas al respecto, así que asiento con la cabeza sin decir nada más.

Noto que Ramson me mira cuando sigo la dirección de las cadenas hasta llegar al final. Hay dos pequeñas fuentes con agua sucia llena de moho a ambos lados de la gran entrada. Me quedo mirando una de ellas sin saber muy bien por qué y, de pronto, lo veo.

—¿Qué es eso?

Ramson se gira hacia mí, confuso, y yo me inclino sobre la fuente subiéndome la manga del jersey hasta el codo. Veo el ligero brillo dentro del agua, pero no consigo alcanzarlo. Ramson se detiene a mi lado e, incluso sin mirarlo, deduzco que me está juzgando muy duramente.

—¿Se puede saber qué haces?

—Intentar encontrar algo, obviamente.

Meto mejor el brazo e ignoro que el agua ya me ha llegado al jersey. Empiezo a sonreír cuando toco el fondo y miro a Ramson, que sigue observándome como si fuera un bicho extraño.

—Creo que casi lo...

Justo cuando lo digo, noto que mi dedo presiona algo. No entiendo muy bien qué es hasta que, de pronto, el fondo de la fuente desparece y todo mi peso, que estaba apoyado sobre él... bueno, también desaparece.

Ahogo un grito cuando, de pronto, me veo empujada hacia delante. Apenas sé qué ha pasado cuando noto que estoy cayendo en medio de la oscuridad y mi cuerpo choca violentamente contra el suelo, haciendo que suelte un gruñido de dolor. Me deslizo por una superficie húmeda y fría, notando que me arden los codos y las rodillas y, de repente, me caigo de nuevo, solo que esta vez en una superficie plana.

Cuando por fin asumo que no me voy a mover más, parpadeo y reacciono, mirando a mi alrededor, aunque no puedo ver absolutamente nada. Estoy inmersa en la oscuridad. Y huele a cerrado, a viejo, a humedad... y hace muchísimo frío. Estoy tiritando. Y no solo porque algunas partes de mi ropa ahora estén húmedas o rotas. Es... el ambiente. Es mucho más frío que fuera.

Como desde otro universo, me da la sensación de que oigo un ruido parecido al de una voz. La cabeza me da vueltas. Me llevo la mano a la frente y noto una humedad cálida junto a la sien. Y también noto la herida. Creo que el latigazo de dolor es lo que me hace reaccionar y, por fin, ser capaz de escuchar.

—¡Genevieve!

Oh, esa es la voz del perturbado.

—¡Estoy... aquí! —murmuro como puedo, tanteando el suelo con las manos.

Él suelta algo que no consigo entender, pero que suena a alivio.

—No te muevas —me dice, y sinceramente no sé de qué parte viene exactamente su voz, solo que suena muy lejana—. La entrada se ha cerrado, pero intentaré llegar a ti por otro lado.

Intento ponerme de pie y, en cuanto consigo levantarme, la oscuridad y el mareo se apoderan de mí y me tambaleo hacia un lado, chocando con lo que parece un mueble de madera. No sé lo que había encima, pero lo tiro al suelo y armo un buen escándalo. Al menos, me sirve para sujetarme en algo.

—¡Creo que he roto algo! —añado.

—¡¿No te he dicho que no te movieras?! —ya vuelve a estar en modo gruñón.

Lo ignoro completamente y planto las manos en la pared, intentando mantenerme de pie. De alguna forma, siento que el collar se calienta un poco contra mi piel, debajo del jersey, y sé que él está hacia la derecha.

—Voy... voy a intentar salir de aquí —le informo.

—Genevieve, te he dicho que no te mue...

—Y yo te he dicho que no me gusta que me den órdenes.

—No lo has hecho.

—¡Pues lo hago ahora!

Suelta algo que supongo que será alguna palabrota, pero vuelvo a ignorarlo y empiezo a avanzar con las manos en la pared, tanteando el suelo con la punta del zapato. El aire parece hacerse cada vez más frío y empiezo a titiritar de pies a cabeza. De hecho, mi cuerpo entero empieza a temblar de forma bastante violenta. Estoy segura de que, si pudiera ver un poco, vería el vaho helado saliendo de mis labios cada vez que respiro.

—¿Dónde estás? —me pregunta de repente la voz de Ramson, y suena un poco más cercana que antes.

—No... no lo sé —confieso, notando que se me cierran los ojos—. Me he golpeado la cabeza.

—No pasa nada —casi agradezco que por fin suene un poco comprensivo—. Mantente despierta e intenta no volver a caerte. Llegaré a ti.

Noto que los ojos intentan cerrárseme de nuevo y los abro de golpe. Especialmente cuando escucho ruido no muy lejos de mí.

—¿Ramson? —pregunto, deteniéndome de golpe, y me doy cuenta de que es la primera vez que digo su nombre en su presencia. No sé por qué me doy cuenta de ese detalle.

—Soy yo —confirma, y suelto un suspiro de alivio—. Sigue hablando, no te duermas, Genevieve. Voy a encontrarte.

Me sorprende a mí misma lo mucho que me alivia escuchar su voz. De pronto, es como si el Ramson frío y desagradable hubiera desaparecido y hubiera dejado paso a uno mucho más... familiar. Uno más cálido. Uno que siento que ya conozco, de alguna forma. Y me encuentro a mí misma con prisa por encontrarlo.

—Sigue hablando —repite—. Voy a encender alguna vela para que puedas seguir la luz, pero sigue hablando.

—Yo... no veo nada.

—No pasa nada, no necesitas ver nada, solo sigue hablando. Voy a encontrarte.

—De repente me caes bien —confieso.

Él suelta lo que parece una risa entre dientes.

—¿De repente?

—Normalmente eres muy desagradable.

—Bueno, tú puedes llegar a ser muy exasperante.

Su voz cada vez suena más cerca y yo sigo avanzando, pegada a la pared. Mi pie choca con un escalón y con otro. Los voy subiendo lentamente, con cuidado de no caerme otra vez. Me sigue palpitando la herida de la frente.

—Pero tú eres más desagradable que yo exasperante —murmuro, subiendo escaleras sin parar.

—Podemos considerarlo un empate.

Estoy a punto de responder, pero de pronto veo, al final de las escaleras, un poco de luz surgiendo en medio de la oscuridad.

—¡Ya estoy llegando! —le grito, aliviada.

Sigo subiendo, entusiasmada y mareada a partes iguales y suelto un suspiro de alivio cuando por fin puedo ver dónde estoy pisando. Estoy subiendo unas escaleras de piedra. Me sujeto a la barandilla y termino de subirlas, todavía helada, hasta llegar a la cima.

—¿Rams...? —pero me callo de golpe.

Lo que tengo delante no es un castillo polvoriento y vacío, es un maldito salón gigante repleto de gente... gente vestida... de forma muy rara.

Doy un paso atrás cuando una parejita pasa por delante de mí sujeta del brazo y cuchicheando entre risitas y miraditas. Ella va vestida con una pomposa falda larga y azulada y una camisa blanca de seda. Tiene el pelo atado de forma muy... extravagante. De hecho, todo el salón es extravagante. Casi parece que todo es sumamente caro, lleno de colores vivos y música de fondo que proviene de una pequeña orquesta que está en un rincón de la fiesta. Hay varias mesas de esas que parecen sacadas de catálogos de millonarios repletas de comida, y en medio hay un espacio reservado para las parejas que bailan. Los demás están alrededor comiendo, bebiendo y charlando.

Casi me he desmayado cuando, de pronto, un tipo alto, de unos treinta años, con bigote y pelo rubio, se acerca a mí. Va vestido de la misma forma extravagante que los demás. Me dedica una pequeña sonrisa.

Mademoiselle, ¿me concede un baile?

¿Acaba... de hablarme en francés?

¡¿Y yo lo he entendido?!

Miro su mano, que sigue ofreciéndome, y noto que una oleada de pánico me invade. No entiendo qué está pasando. Solo quiero irme.

Y, entonces, veo una mano colocándose sobre el hombro del rubio y apartándolo sin mucho cuidado.

Y... ¿qué...?

¿Ramson...?

—La mademoiselle ha venido acompañada —aclara Ramson en un áspero acento francés, fusilando al pobre hombre con la mirada.

Él se limita a levantar las manos en señal de rendición y retirarse con aire divertido. Miro a Ramson con la boca entreabierta. No... no está vestido como antes.

De hecho, va vestido como los demás hombres del salón; con una especie de traje antiguo de color negro y unas botas altas del mismo color. Tiene el pelo oscuro echado hacia atrás excepto por un solitario mechón que se le ha colado en la frente.

—Te dejo un momento sola e intentan dejarme sin pareja de baile —murmura—. Aunque... bueno, ¿quién puede culparlos?

Se gira de nuevo hacia mí y me dedica media sonrisa que juro que me atraviesa de arriba a abajo.

Si no fuera porque estoy tan pasmada, seguramente me habría caído de nuevo, sí.

Yo me caigo por ti, no te preocupes.

—¿Me... estás hablando en francés? —pregunto, confusa.

Él parpadea, sorprendido, y para mi asombro esboza una gran sonrisa. Nunca lo he visto sonreír así. Hace que me sienta... bien. Feliz.

—Mírate —vuelve a nuestro idioma, aunque su acento extraño es perenne—. Eres rápida con los idiomas.

—¿Con los...?

—Te he estado buscando durante media hora —añade, y me quedo congelada en mi lugar cuando da un paso hacia mí.

De hecho, se ha plantado justo delante de mí y, con su altura, hace que tenga que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo. Noto que el mundo se detiene por un momento cuando me revisa la cara los esos ojos grises y los detiene mi boca. Quizá solo mira mis labios por unos pocos segundos, pero es suficiente como para que me hierva la sangre. Él sonríe de nuevo, como si pudiera notarlo, pero esa sonrisa es privada. De alguna forma, sé que solo me la dedica a mí.

—Me encanta ese vestido —me dice en voz baja—. Sabía que era el indicado.

¿Vestido? Bajo la mirada y casi doy un respingo al ver que, efectivamente, llevo un vestido puesto. Es verde y blanco. Me deja los hombros al descubierto. Creo que es la tela es lo más caro que he tocado en mi vida. Parece seda pura. Y de repente me doy cuenta de que ya no tengo frío. De hecho, he dejado de tenerlo en cuanto él se ha acercado.

Levanto la cabeza de nuevo y casi ahogo un grito cuando veo que el se ha inclinado sobre mí. Me quedo muy quieta, notando cómo mi cuerpo entero reacciona a ello, cuando Ramson baja la mirada a su mano, que acaba de sujetar el collar que llevo puesto. Al menos, eso sí que es lo mismo que antes.

—Debería habértelo hecho más bonito —murmura él.

—Me gusta así —me oigo decir a mí misma con voz aguda.

Ramson me observa un instante antes de sonreír y sacudir la cabeza, soltando el collar para colocarme un mechón de pelo tras la oreja. Cuando sus dedos me rozan la mejilla, noto que mi corazón empieza a aporrearme el pecho con fuerza.

Es ahí cuando me doy cuenta de que es la primera vez que me toca.

—¿Te gusta la fiesta? —me pregunta en voz baja.

Asiento porque, sinceramente, no puedo pensar. Y menos cuando se inclina un poco más hacia mí, rozándome la mejilla con los labios. Un nudo muy incómodo se instala en la parte baja de mi estómago.

—¿Te gusta el vestido? —pregunta en voz más baja, y sus labios me acarician la piel al hacerlo.

Vuelvo a asentir. Mi cuerpo entero es un desastre ahora mismo. Hacía tiempo que no me sentía tan acelerada. Ramson sonríe, cosa que no mejora mi estado, y me encojo cuando coloca una mano en mi cadera para acercarme a él. Contengo la respiración cuando pega su frente a la mía, mirándome con una sonrisita maliciosa.

—Sí, será una lástima que te lo arranque en cuanto por fin estemos solos.

Me quedo pasmada en mi lugar cuando se inclina un poco más para besarme, pero se detiene de golpe y no tardo en llegar a la conclusión de que es por el silbido que ha sonado justo a nuestro lado.

—Por Dios, parecéis mandriles en celo —dice alguien, divertido, riendo—. No os beséis tanto, algunos estamos solos y nos duele.

Ramson se gira hacia el tipo, que es de su edad, tiene el pelo de un tono rubio bastante oscuro y la piel sumamente pálida. Su traje, a diferencia de los demás, tiene algunos brillantes en las solapas.

—Cállate, Rowan —le dice Ramson con el ceño fruncido.

Creo que no es hasta este momento en que me doy cuenta de que, mirando a mi alrededor, hay más caras conocidas. Foster está al otro lado de la habitación con una mujer de pelo castaño que me da la espalda. Nuestras miradas se cruzan justo cuando él está a punto de beber de su copa y se detiene. Me da la sensación de que quiere decirme algo ojos los ojos, pero estoy tan perdida que no...

—¡Genevieve!

Miro a Ramson de nuevo. Pero no se mueve. De hecho, se ha quedado congelado, como el resto de mi alrededor. Doy paso atrás y el dolor de cabeza hace que me maree un poco, tambaleándome. De pronto, la mano que Ramson tenía en mi cintura desaparece y el frío empieza a rodearme de nuevo.

—¿Puedes oírme? —esa voz otra vez. Es Ramson. Pero suena como si estuviera muy lejos de mí.

Noto que las rodillas me fallan y me caigo al suelo torpemente. Me siento como si alguien me estuviera martilleando la frente y, cuando me la toco con la punta de los dedos, noto que vuelve a sangrar. Vuelvo a tener la herida. Abro los ojos. El salón ha desaparecido.

—¡Genevieve!

En medio de la oscuridad, consigo divisar una figura acercándose a mí tan rápido que, en un parpadeo, está agachada delante de mí. Ramson. Puedo ver sus ojos yendo a toda velocidad hacia mi herida y estoy a punto de decir algo, pero las palabras se quedan atascadas en mi garganta cuando se me cierran solos los ojos y me termino de caer al suelo. Escucho su voz, pero es como si viniera de un universo paralelo. Lo único que puedo notar es que mi cabeza no llega a tocar el suelo. De hecho, cuando consigo abrir un poco los ojos, veo que me está llevando en brazos.

—No te desmayes —me ordena con voz urgente—. Ni se te ocurra desmayarte.

—Dios, ni cuando me desangro dejas de ser un imbécil.

¿Por qué demonios está tan preocupado? Ni que me conociera tanto.

El dolor de cabeza hace que cierre un momento los ojos. Cuando vuelvo a abrirlos, veo que seguimos dentro del castillo, pero esta vez hay un poco de claridad. Nos acercamos a la salida.

Como en medio de un sueño, miro atrás y veo lo que parece una figura vestida de blanco asomada a la habitación de la que acabamos de salir. Tiene la piel tan blanca que casi parece del color de su vestido y el pelo largo y oscuro cubriéndole gran parte de la cara. Y, aún así, de alguna forma, sé que estaba esbozando una sonrisa macabra.

—Ramson —empiezo, asustada.

—Cierra los ojos.

—Pero...

—Cierra los ojos, Vee, maldita sea.

Obedezco y cierro los ojos, pero sigo teniendo esa sensación de frío en el cuerpo.

—¿Dónde vamos? —pregunto, tan mareada que ya apenas sé de lo que hablo.

Sin embargo, justo antes de desmayarme, consigo entender lo que dice:

—A casa, Vee —murmura—. Nos vamos los dos a casa.

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