16 - 'Reencuentros del pasado'
16 - REENCUENTROS DEL PASADO
Bajo las escaleras a toda velocidad y, por suerte, veo que los demás siguen aquí. Jana limpiándose las lágrimas falsas de la escenita con Foster, Sylvia repasando los papeles con el ceño fruncido y el libro de Amanda en la otra mano, Trev bostezando y Kent jugueteando con sus dedos de forma un poco ansiosa.
En cuanto me oyen bajar, los tres se dan la vuelta hacia mí. Y digo tres porque Sylvia pasa completamente de nosotros y sigue centrada en sus cosas.
—¿Qué tal, inspector Gadget? —me pregunta Trev, sonriente—. ¿Algún descubrimiento nuevo?
—Algo así —mi voz suena un poco ansiosa—. Kent, necesito pedirte un favor un poco urgente.
Kent, que claramente no se lo esperaba, tarda unos segundos en reaccionar y ponerme una mueca de sorpresa.
—¿A mí? Oh, no, ¿qué he hecho ahora?
—¡No, nada! Pero necesito hablar con tu abuela.
Eso sí que parece descolocarlo. Parpadea varias veces, como si intentara asimilarlo.
—¿Con mi abuela? ¿Estás segu...?
—¡KENT, NO HAY TIEMPO QUE PERDER!
Él da un respingo e intenta sacar las llaves del bolsillo a tanta velocidad que, para su desgracia, terminan volándole a la cara a Sylvia.
Oh, oh.
Ella deja de murmurar para sí misma de golpe y levanta la cabeza casi a la vez que Kent se queda completamente pálido.
Tiene la palabra 'muerto' escrita en la frente.
—E-eh... —empieza con un hilo de voz muy agudo.
—¿Me las has lanzado a propósito? —le pregunta Sylvia en voz baja, remarcando cada palabra.
—¡NO! ¡No me atrevería!
—Dame eso —mascullo, recogiendo llaves y devolviéndoselas a Kent—. ¡Esto es urgente, tenemos que irnos en cuanto antes!
La parte buena es que consigo convencerlo y terminamos en el coche de su abuela, en dirección a su casa.
La parte mala es que Jana, Sylvia y Trev están sentados detrás de nosotros.
—¿Esto tiene que ver con la investigación? —pregunta Jana, curiosa.
—Seguro que sí —le dice Trev—. Mírala. Tiene cara de que está a punto de meterse en problemas.
Sylvia, que está en medio de ambos, los ignora categóricamente y sigue leyendo con el ceño fruncido, comparando cosas con el libro de Amanda.
—No sé si mi abuela se alegrará mucho de tener visitas —me advierte Kent con una mueca cuando entramos en la zona residencial de la ciudad—. De hecho... ejem... no te asustes si aparece agitando un bastón.
—A estas alturas, soy difícil de asustar —le aseguro.
—¿Puedo preguntar... qué necesitas de mi abuela?
Lo considero un momento, pero al final decido contárselo. Total, va a terminar enterándose de todas formas.
—Tiene un libro que necesito.
—Oh —Kent parece un poco confuso, pero pilla que no voy a decirle gran cosa más, porque no insiste de nuevo.
Mientras sigue conduciendo, apoyo un codo en la ventanilla y empiezo a mordisquearme las uñas, un mal vicio que creí que había dejado hace tiempo, pero al parecer ha vuelto. Mi cabeza no deja de dar vueltas mientras escucho a Jana y Trev hablando alegremente detrás de mí.
Fechas, nombres, gente que se supone que quería y dejé tirada... todo es muy confuso. Siento que empieza a hacerse más y más claro, pero sigue sin estarlo del todo. Me falta algo. No entiendo por qué no puedo saber qué es. Ese suele ser mi maldito punto fuerte; descubrirlo. ¿Por qué esta vez no me funciona?
Kent aparca por fin el coche frente a una casa residencial en la que no me fijo demasiado más allá de las flores perfectamente cuidadas que hay en jardín. Estoy muy nerviosa cuando él se detiene delante de la puerta y traga saliva, sacando las llaves.
—A lo mejor la abuela Gladys está dormida —comenta, como si lo deseara.
Spoiler: no está dormida.
Nada más meter la llave en la cerradura, veo cómo Kent es impulsado hacia atrás porque alguien abre bruscamente por él. Y, casi al instante, un bastón emerge del oscuro interior de la casa y se mueve a toda velocidad en dirección a su cabeza.
Kent se agacha de golpe, completamente rojo, como si ya estuviera más que acostumbrado a cosas así, y el bastón choca bruscamente contra la pared que hay junto a la puerta, formando un estruendo.
—¡Abuela! —chilla Kent, avergonzado.
Y su abuela, una señora algo encorvada de unos ochenta años con el pelo plateado, las mejillas regordetas, la nariz puntiaguda y los ojos oscuros y afilados, emerge de la oscuridad como si fuera Terminator.
—¡Abuela! —repite, como si no pudiera creérselo—. ¡Ya te daré yo de abuela! ¡Has estado fuera de casa más de ocho horas y no te has molestando en avisarme de que saldrías! ¡NI SIQUIERA ME HAS DEJADO UN MENSAJITO EN EL APARATITO! ¡HE ESTADO A PUNTO DE IR A BUSCARTE YO MISMA PARA TRAERTE DE LA OREJA! ¡Y TIENES SUERTE DE QUE NO LO HAYA HECHO, PORQUE AHORA MISMO NO TENDRÍAS OREJA!
—¡Abuela, hay invitados! —gimotea él, completamente rojo.
—¡PUES QUE VEAN QUÉ CLASE DE NIETO ERES! ¡¿TE PARECE QUE ÉSTAS SON FORMAS DE DESAPARECER?! ¡LA PRÓXIMA VEZ MÁS TE VALE DEJARME UN MENSAJITO, UN MSM, DE ESOS O...!
—Un SMS —la interrumpe Sylvia sin siquiera levantar la mirada de los papeles.
Hay un momento de silencio absoluto en el que el bastón que hace un momento apuntaba a Kent se gira lentamente hasta plantarse a dos centímetros de la nariz de Sylvia.
—¿Cómo dices? —la voz de la abuela de Kent suena a advertencia peligrosa.
—Que es SMS —repite Sylvia, que esta vez tampoco se ha molestado en mirarla—. Se ha equivocado. Ha dicho MSM.
Jana, Trev y Kent la miran con los ojos muy abiertos, como si estuvieran esperando una oleada de golpes de bastón.
Yo, sinceramente, no sé ni qué cara tengo ahora mismo. No es... la señora que esperaba, la verdad.
—¿Y tú quién eres? —le pregunta la abuela de Kent, entrecerrando sus pequeños ojitos hostiles.
—Syliva. Un placer.
—Es una amiga —se apresura a añadir Kent, intentando apaciguar las aguas—. Y ellos también. Son Trev, Jana y...
Kent deja de hablar, todavía señalándome, cuando su abuela se gira hacia mí y baja el bastón de golpe.
Me quedo mirándola, sorprendida, cuando me doy cuenta de que ha abierto mucho los ojos y me observa como si acabara de darse cuenta de algo.
—La alcaldesa —murmura, pasmada.
Abro la boca y vuelvo a cerrarla, sin saber qué decir.
—Genevieve —insiste ella, que ha soltado el bastón y ahora se acerca a mí con los ojos muy abiertos—. Genevieve Beaumont, ¿verdad? Es... ¡es increíble!
Ese apellido sigue sonándome extraño, pero me obligo a reaccionar y a asentir con la cabeza.
—¿La conozco? —pregunto, intentando rememorar su cara.
—Tú no te acuerdas —me asegura, como si la simple idea fuera absurda—. Fue... fue hace muchos años... por Dios, querida, no te quedes ahí. Pasa, por favor, pasa.
Dejo de tire de mi brazo, sorprendida, y miro atrás cuando veo que Kent y los demás se apresuran a seguirnos al interior de la casa.
La verdad es que es la típica casa de abuelita. Hay cuadros antiguos, un montón de cosas cosidas a mano encima de los muebles o decorando las paredes, un salón con una lamparita antigua, un sofá casual, un sillón de esos con orejeras... y fotos. Muchas fotos. Especialmente de Kent siendo un bebé.
—¿Ése eres tú? —pregunta Trev, contiendo una risotada.
Está señalando la foto de un bebé regordete con la cara llena de chocolate que mira a la cámara con una gran sonrisa.
—¡No miréis las fotos! —chilla Kent, que ya vuelve a estar rojo nuclear.
Mientras tanto, la abuela Gladys me hace sentarme en el sofá mientras ella toma asiento en el sillón. Parece entusiasmada. Sylvia se sienta a mi lado sin decir nada, centrada en sus cosas, mientras que los demás se pelean por ver fotos y Kent intenta detenerlos sin buenos resultados.
—Es increíble —murmura la abuela Gladys, mirándome de arriba a abajo—. No has cambiado ni un ápice. Eres tal y como te recuerdo.
—Siento decirle que... eh... yo últimamente he tenido problemitas de memoria...
—Seguramente no te acordarías ni aunque no los tuvieras. Mira esto.
La sigo con la mirada, confusa, cuando se apresura a corretear hacia una vitrina que tiene al otro lado del salón. Cuando vuelve, veo que trae un libro de leyendas normal y corriente en las manos. Eso sí, parece un poco antiguo.
Pero... no, es el mismo que tengo yo. No es el original. No es el que busco.
Estoy a punto de decírselo, pero ella me interrumpe cuando se pone a pasar páginas a toda velocidad.
—Fue en 1950 —me dice, sin dejar de rebuscar—. Tú y el alcalde llegasteis a la ciudad. Todos nos emocionamos mucho con la perspectiva de volver a tener vampiros, tanto que organizamos una comida de bienvenida para vosotros... aunque no pudierais alimentaros mucho por vuestra dieta especial, pero bueno, la intención es lo que importa.
No puedo evitar sonreír un poco. Lo dice con una ilusión que no me esperaba encontrar hoy. Incluso ha conseguido que me olvide por un momento de todos los problemas que me han traído aquí.
—Eran otros tiempos —aclara, levantando la mirada hacia mí. Parece una niña pequeña entusiasmada—. Yo siempre fui la rarita de la ciudad. Mi madre me regañaba muy a menudo por no ir a las clases de protocolo.
—¿Clases de... protocolo?
—Para aprender a comportarse como una señorita. Mierda machista y antigua.
Contengo una sonrisa cuando hace un gesto despectivo con la mano antes de seguir.
—A mí me gustaba leer —aclara, como si me confesara algo totalmente secreto—. Pero estaba prohibido. De hecho, a las niñas ni siquiera nos enseñaban a hacerlo. Me enseñó mi vecina a escondidas. Que en paz descanse, pobre mujer. Así que me colaba en la biblioteca, tomaba libros prestados y los metía debajo del colchón. Cuando todo el mundo se iba a dormir, aprovechaba para leerlos. Hasta que mi madre me descubrió, claro.
Mi sonrisa se borra en cuanto pronuncia eso último, pero no me da mucho tiempo de margen para reaccionar antes de seguir hablando.
—Durante un año entero, no pude leer nada. De hecho, se lo contó a mis profesoras y me castigaron... muy duramente. Todavía recuerdo el dolor. Insoportable. Obviamente, las otras niñas no me defendieron. Nadie lo hacía, por aquel entonces... en fin, si no querías salir mal parada tú también, te callabas y observabas en silencio.
»El caso es que a finales de ese año por fin llegasteis vosotros. Todo el mundo creía que tendríais las costumbres arcaicas propias de vampiros, pero en cuanto os vi... en cuanto te vi a ti, específicamente... supe que no sería así.
Bajo la mirada a su mano cuando veo que recoge algo del interior del libro. Es una rosa disecada. La ha mantenido entre las páginas y sigue conservándose. La sostengo con dos dedos, fascinada, y ella sonríe al verme inspeccionándola.
—Mi madre me obligó a presentarme ante vosotros —sigue hablando—. Solo tenía trece años. Me daba miedo plantarme delante de dos vampiros y decirles quién era. Especialmente con el alcalde. No parecía muy amigable. Y tú... tú parecías una muñeca rota. Estabas delgada, pálida y ni siquiera levantabas demasiado la mirada de tu regazo.
Eso hace que mi atención se desvíe hacia ella al instante, pero no le digo nada. Quiero que siga hablando y entre en más detalles.
—Así que me acerqué acompañada de mis padres y mis hermanos —sigue ella—, mi madre me dijo que me presentara la primera porque era la mayor... e hice el ridículo. Estaba tan nerviosa que me equivoqué diciendo mi nombre varias veces. Mis hermanos se reían de mí, mi padre murmuraba que les estaba avergonzando y mi madre no decía nada, pero yo ya sabía que pensaba lo mismo.
»Y, de pronto... te giraste hacia mí y me pediste que repitiera mi nombre sin miedo. No sé por qué, pero esa vez lo hice bien. Todos dejaron de reírse cuando hablaste tú. Y me preguntaste cuántos años tenía, si me gustaba la ciudad, qué solía hacer para divertirme... yo te dije que me gustaba mucho la jardinería y, no sé por qué, confesé que también me gustaba leer.
»Mi madre estuvo a punto de darme una bofetada ahí mismo, pero tú la detuviste y le dijiste que debería dejar que hiciera lo que más me gustara. Y recogiste uno de los muchos libros de leyendas que te habían traído, le metiste una de las rosas que tenías delante, y me lo regalaste. Fue mi primer libro. El primero que fue verdaderamente mío.
Me quedo en silencio, sintiendo un nudo en la garganta. Creo que es por la emoción con lo que lo ha contado. Parpadeo varias veces, intentando recuperar la compostura, cuando ella saca dos fotografías de la misma página en la que estaba la rosa. Las dos están en blanco y negro, pero son algo distintas.
La primera es la más sencilla. Soy yo... una yo distinta, una yo apagada, de mirada triste y cuerpo extremadamente delgado, mirando a la cámara con un triste asomo de sonrisa. Tengo una mano puesta en el hombro de una niña de unos trece años con la nariz puntiaguda, el pelo recogido en un lazo, dos ojos castaños pequeños y una sonrisa enorme. La niña abraza con todas sus fuerzas un libro contra su pecho. La abuela Gladys.
La siguiente fotografía es de mucha gente reunida. Creo que todas las familias influyentes de Braemar. Están todos en la plaza, colocados como pueden para salir en la fotografía. Mayores y pequeños. Incluso algunos perritos. Y, encima de todos ellos, junto a la mesa presidencial, estamos Ramson y yo.
Yo tengo el mismo aspecto que en la otra fotografía, pero Ramson está exactamente igual que hoy en día. Pelo castaño ordenado, jersey oscuro, mirada gris muy clara, casi perforante contra la cámara. Me sujeta una mano mientras ambos miramos a la cámara, aunque él no hace un ademán de sonrisa, está tan serio como de costumbre.
—Sé que no te acuerdas —comenta la abuela Gladys al ver mis expresiones—, pero fue el mejor día de mi vida. Me cambiaste el mundo. A todos los que vivíamos aquí. Desde tu llegada, todo cambió. Quitaste los colegios de protocolo y pusiste un único colegio para niños y niñas. Permitiste que todo el mundo pudiera tener el pasatiempo que quisiera... nunca habíamos visto algo así. Fue... me cambiaste la vida. Y siempre he querido tener la oportunidad de agradecértelo.
No sé qué decirle. Me he quedado completamente en blanco. Sigo mirando la fotografía y, de pronto, me doy cuenta de que veo algunas caras conocidas. Rowan, el jefe de Jana, Albert... alguno que otro de los vampiros que vi en la reunión de protectores, nada más llegar a la ciudad.
—Honestamente, nunca creí que pudiera volver a verte —añade cuando le devuelvo las fotos y la rosa, que guarda tan cuidadosamente como si fueran un regalo caído del cielo—. Todos pensamos que... bueno... que habías muerto, la verdad. Desapareciste de una forma tan repentina... al menos, tras tu partida llegó el señor Ainsworth. Ya sabes, tu jefe. Hizo que la economía de esta ciudad perdida reflotara enseguida. Y eso que cuando llegó era un verdadero desastre.
—Foster es muy bueno —murmuro, bajando la mirada.
—Desde luego —comenta—. Ya sabía que estabas por aquí. O, bueno... había oído rumores. No sabía si conseguiría verte con mis propios ojos. Pero... si has venido hasta aquí imagino que no es para oír a una anciada divagando, ¿no es así?
—Al contrario —no puedo evitar sonreírle—. Me da la sensación de que usted es la persona que más sincera ha sido conmigo desde que llegué aquí.
—¿Usted? —repite, divertida—. ¡Por el amor de Dios, si eres mayor que yo!
Mierda, es verdad.
De pronto, me siento un fósil.
—¿Qué es lo que necesitas? —pregunta directamente, con curiosidad.
Tardo unos segundos en recomponerme del hecho de haberme dado cuenta de que soy mayor que ella y asiento, volviendo a centrarme.
—He hablado con el alcalde y me ha comentado que existe un libro original de las leyendas de Braemar. Necesito leer una de las leyendas algo urgentemente y, según lo que me ha dicho, ust... digo... tú eres quien lo tiene. ¿Es así?
Eso parece sorprenderla. De hecho, se queda mirándome un momento como si algo de lo que he dicho no tuviera sentido.
—¿No es así? —pregunto, confusa.
—Bueno... sí, pero no exactamente.
—¿A qué te refieres?
—No existe ningún libro original como tal. Son leyendas que la persona más vieja de la ciudad tiene la responsabilidad de saber de memoria y enseñar a los demás para que no se pierdan.
Espera, entonces... ¿no existe un libro? He estado buscándolo como una idiota... ¡¿para nada?!
Efectivamente.
—¿De qué leyenda necesitas información? —añade al verme la cara de estar completamente perdida.
—De... —tardo un momento en recuperarme—. De... ¿La reina de las espinas?
La abuela Gladys contiene una sonrisa divertida casi al instante.
—¿Quieres saber más de tu propia leyenda? Puedes preguntárselo directamente a...
—Vale, sí, perdón... eh... ¿sabes algo de la de Las murallas grises?
—Sí, claro —parece complacida de poder ayudarme—. ¿Necesitas saber la historia completa?
—No, ya la he leído en mi copia. Lo que necesito es saber qué detalles se omiten.
—Bueno, no hay gran cosa —me advierte—. En general, las leyendas originales solo tienen más precisión a la hora de apuntar ciertos datos. Pero la historia suele ser la misma.
—Cualquier cosa ayuda.
Ella se acomoda en su sillón y entrelaza los dedos, rememorando la leyenda. Kent y Jana siguen peleándose por una foto mientras que Trev ya echa ojeadas a la cocina, como si quisiera ir a robar comida.
Sylvia, por cierto, sigue ignorándonos a todos mientras lee el libro y las notas con el ceño fruncido.
Justo cuando parece que la abuela Gladys por fin va a empezar a hablar, no puedo evitar un suspiro de frustración cuando llaman a la puerta.
—¿Quién es a estas horas? —pregunta Kent, confuso.
Lo seguimos todos —menos Sylvia— con la mirada. Él se asoma a la mirilla, curioso, y parece completamente confuso cuando abre. Foster está al otro lado de la puerta con el ceño un poco fruncido.
—¿Jefe? —Kent tiene los ojos muy abiertos—. ¿Qué ha pasado ahora?
—No lo sé, a mí me han llamado.
Intercambiamos todos una mirada confusa hasta que, finalmente, la abuela Gladys sonríe con inocencia.
—Puede que... ejem... haya sido yo.
—¡Abuela! —Kent enrojece por trigésimo quinta vez en una hora.
—¡Pensé que estarías perdido por el bosque y quería que alguien te buscara!
—Por teléfono me dijo que había pasado algo muy grave —remarca Foster, todavía en la puerta. No parece muy contento.
—Es que si no te lo digo, no vienes —la abuela Gladys se pone de pie y va a engancharlo al instante, atrayéndolo hasta que lo deja sentado en el sofá, entre Sylvia y yo—. Bueno, ya que estás puedes quedarte un ratito.
Foster, que sigue teniendo el aspecto hastiado y sombrío de un padre que no sabe dónde está su hija, se gira hacia mí como si me preguntara con la mirada si yo entiendo qué demonios está pasando.
—¿Qué hacéis todos aquí? —pregunta, al final, confuso.
—Cosas de investigadores —remarca Trev, muy digno, desde la cocina.
—¿Qué hace ese chico asaltando mi nevera? —suelta la abuela Gladys con voz chillona, recogiendo su bastón.
Kent se apresura a ir a recogerlo a toda velocidad y dejarlo sentado en el otro sofá con Jana. Incluso él termina sentándose en medio de ambos, mirando a su abuela con curiosidad.
—Bueno, ¿por dónde iba? —pregunta ella.
—No había empezado —remarca Sylvia, que sigue pasando de todos.
—¿Empezar qué? —pregunta Foster, arrugando la nariz.
—Ah, sí —la abuela Gladys vuelve a adoptar la postura y la voz de toda una narradora—. Las murallas grises. La historia original.
Al oírla, Foster abre mucho los ojos y se gira hacia mí. Parece muy sorprendido. Cuando vuelve a girarse hacia ella, parece también intrigado.
—Según tengo entendido, está situada en Braemar, en el siglo IX —murmura ella, pensativa.
—¿Siglo IX? —repite Foster—. Eso es la época vikinga.
—Muy bien, señorito —le guiña un ojo.
—Yo también lo sabía —aclara Kent por ahí atrás.
—La chica de la historia existió de verdad —sigue la abuela Gladys—. No sé su nombre. Nadie lo sabe, a estas alturas, pero vivía en Braemar y era la hija de los curanderos. Heredó su posición siendo muy joven, cuando ellos desaparecieron de su vida. Si no me equivoco, su abuelo era quien cuidaba de ella y la ayudaba en su trabajo. Todos le tenían un gran aprecio.
—¿Y el chico? —pregunta Jana cuando ella se toma una pausa un poco demasiado larga, intentando agregarle dramatismo.
—Oh, era... distinto. Apenas se sabe nada de él. Ni su nombre, ni su apariencia... solo que era un forastero. Se cree que podría haber sido un vikingo, incluso. Y también se cree que era un mercenario. Un día, llegó a la ciudad con unas heridas terribles y ella lo sanó.
—Y se enamoraron —murmura Sylvia, como si fuera a vomitar.
—No exactamente —aclara la abuela Gladys—. Hay un parón de varios meses en la historia, pero se dice que el chico luchó por su honor en una especie de combate contra el alguacil de la ciudad... en fin, la cosa es que después de otro parón de varios meses del que tampoco se sabe nada, él y la chica se reencontraron y ahí se dice que empezaron a tener sentimientos el uno por el otro.
—¿Podemos pasar a la parte sangrienta? —pregunta Trev, aburrido.
—Bueno, se dice que poco tiempo después de que se enamoraran el uno del otro, quisieron casarse. Incluso intercambiaron los brazaletes de prometidos. Al estar toda la autoridad de la ciudad en contra, sobornaron a un sacerdote para que ejerciera y los uniera en matrimonio en el viejo castillo que hay al otro lado de la ciudad, atravesando el bosque. En ese entonces, estaba vacío. Y sigue vacío.
»Pero había muchos conflictos entre la gente de aquí y los invasores... que se mezclaron con los conflictos que ya había entre los seres mágicos y los humanos. Ambas batallas se mezclaron y estalló una pequeña guerra que hizo que el chico tuviera que marcharse de su lado y posponer la boda.
—Y le prometió que volvería —añade Jana, creo que es su parte favorita.
—Efectivamente.
—Pero no lo hizo —murmura Kent
—No. No se supo nada más de él. La traicionó y la abandonó. Y la chica esperó y esperó en el castillo con el vestido de novia puesto. Se dice que esperó tanto tiempo que terminó convirtiéndose en parte de él y que, de alguna forma, su alma sigue atrapada en ese lugar.
—Entonces —murmuro, mirándola—, ¿si alguien le dijera qué le pasó a su prometido... se marcharía y descansaría en paz?
—No lo sé, querida, yo no soy una experta en estos temas mágicos.
—Se supone que sí —interviene Foster, pensativo—. No he visto el proceso de liberar a un fantasma muchas veces, pero se supone que funcionan como una maldición, solo que sin hechicero de por medio. Para eliminar una maldición, tienes que conseguir que un hechicero la quite. Para liberar un fantasma, tienes que conseguir que alcance el objetivo que no pudo alcanzar por sí solo.
—Reencontrarse con su prometido, ¿no?
—¿Cómo vas a encontrarlo? —interviene Trev, frunciendo el ceño—. Vamos, Vee, eres buena, pero estamos hablando de hace siglos. Aunque pudieras encontrar donde fuera que lo enterraron, ya no quedaría nada.
—Estoy de acuerdo —Sylvia por fin levanta la cabeza del libro—. Hay que centrarse en la investigación, no en el fantasma.
—Pero el fantasma puede ayudar a ver recuerdos —murmuro—. Si lo ayudáramos, a lo mejor él también nos ayudaría y...
—Los fantasmas pueden ayudarte a ver recuerdos o a modificarlos para que se conviertan en tu peor pesadilla —me recuerda Foster suavemente—. Liberar a un fantasma no es tan fácil, Vee. No es imposible, pero no es tan fácil. Y no nos asegura que nos vaya a ayudar.
Aparto la mirada, frustrada. Mi instinto me dice que la clave de todo está ahí, pero tienen razón. A estas alturas, es imposible encontrar nada de eso. O a gente que lo recuerde. A no ser que sean vampiros, pero claro... ni siquiera Albert o Vienna son tan viejos.
—Siento no poder ayudarte más —añade la abuela Gladys al verme la expresión.
—No, me ha ayudado muchísimo —le aseguro enseguida—. Es solo que... necesito empezar a ordenar la información.
—Deberíamos volver a empezar —empieza a decir Sylvia, señalando la hoja de papel.
—¿Volver a empezar? —Trev pone una mueca de horror.
—Eso no serviría de nada —opina Jana.
Y así empiezan a parlotear entre ellos, girándose hacia mí cada cinco segundos para preguntarme si tienen razón o no, como si yo fuera la jueza de la disputa.
Honestamente, con toda la información, el cansancio y el estrés que llevo encima, ahora mismo esto no me sirve de nada. Me parece simplemente una cacofonía de sonidos sinsentido que están empezando a hacer que me duela la cabeza. Cierro los ojos con fuerza, intentando ignorarlos, pero cada vez que uno levanta la voz el otro lo hace todavía más para hacerse escuchar.
Y de pronto, la voz de la salvación:
—Creo que necesitas tomar el aire —sugiere Foster.
La abuela Gladys, que es la única a parte de él que parece haberme estado prestando atención, asiente con la cabeza y nos hace un gesto hacia la puerta, como diciéndonos que ella ya se encargará de domar a las bestias.
En cuanto estamos fuera, recorro el caminito de la entrada y la nieve cruje bajo mis botas negras. Ni siquiera me lo pienso y me meto en el asiento pasajero del coche de Foster. Él, tras dudar unos segundos, me sigue y se sienta en el del piloto, mirándome de reojo.
—Claro que puedes entrar en mi coche —enarca una ceja—. Con toda confianza. Muchas gracias por preguntar.
—Perdona —sacudo la cabeza al darme cuenta—. Estoy... ahora mismo no sé ni qué hago.
—Es comprensible, Vee, cualquiera estaría así.
No, no cualquiera. Pero yo sí porque soy una idiota incapaz de concentrarse. Cierro los ojos y me paso las manos por la cara, intentando que el dolor de cabeza desaparezca. Creo que solo necesito dormir un poco. No sé cuánto hace que no duermo.
—A lo mejor deberías descansar hasta mañana —sugiere él.
—¿Por qué? ¿Tengo cara de mala leche?
—Eso lo tienes siempre, pero ahora se nota más.
—Gracias, querido —ironizo.
—De nada, querida. Pero vete a dormir de una vez.
—¡No necesito dormir, necesito resolver esta mierda!
—Habla bien —me señala.
—Habla bien —lo imito, cruzándome de brazos y dejándome caer contra el asiento.
—Vale, yo no hablo así —aclara primero, claramente enfurruñado—. Y no vas a conseguir nada estando mentalmente agotada. Lo que necesitas es descansar para que las ideas se enfríen y sea más fácil organizarlas.
—No sé, Foster...
—Es lo que solías hacer antes. Y te funcionaba bastante bien.
Me giro hacia él al instante, como un águila que ha visto a su presa correteando por el suelo.
—¿Antes? —repito, sabiendo perfectamente a qué se refiere, pero intentando sacarle provecho a la conversación.
—Ya sabes, cuando... ejem... cuando tú y yo... mhm... nos llevábamos bien.
—¿Cuando follábamos? —sugiero con una sonrisita.
—Vale —casi empiezo a reírme en su cara cuando enrojece de pies a cabeza—. Eso ha sido inapropiado.
—¿No lo hacíamos?
—Ese no es el punto.
—O sea, que sí.
—¡Que ese no es el punto!
—¿Y cuál es el punto?
—¡Que descanses ya, testaruda!
Arranca el coche sin siquiera preguntarme. Parece que cuando el señorito se enfada se pone en modo mandón.
Mientras conduce, por algún motivo, me apetece poner un poco su paciencia a prueba. Apoyo la cabeza en el respaldo del asiento y la giro hacia él con una sonrisita malvada.
Creo que nota mis intenciones al instante, porque me echa una ojeada, pone los ojos en blanco y se queda mirando la carretera con cara de resignación.
—¿Qué? —pregunta directamente.
—Nada. Te miro.
—¿Y qué tal?
—Por ahora, bien.
—¿Por ahora?
—Vas demasiado peinado.
—Si no te gusta, no mires.
—No he dicho que no me guste, he dicho que vas demasiado peinado.
No me dice nada. Se ha dado cuenta de que solo quiero molestar.
—Así que... —codazo, codazo, sonrisita, sonrisita—. Tú y yo tuvimos un tórrido romance primaveral, ¿eh?
—No fue exactamente primaveral.
—¿Invernal?
—Tampoco.
—¿Otoñal?
—Fue de varios años. Es todas a la vez.
—Ooooh, varios años...
—¿Estás intentando llegar a algún punto en concreto con esta conversación o solo sigues hablando para ver hasta cuándo voy a seguir respondiendo?
—Creo que eso ya lo sabes, señorito.
Estoy a punto de seguir hablando, pero dejo de sonreír al ver que una expresión extraña le cruza el rostro, como si hubiera algo que no encajara. Frunzo el ceño al instante.
—¿Qué pasa?
—No lo sé —Foster gira el volante, ahora con toda su atención puesta en la carretera—. Algo va mal.
No entiendo cómo lo sabe hasta que, llegando a su casa, vemos que en lo alto de la colina hay un coche negro y lujoso aparcado delante de la casa de Ramson. Y una figura pasea a su alrededor con los brazos cruzados. Incluso desde esta distancia puedo reconocerla.
—Es Vienna —murmuro.
—Lo sé —Foster aprieta los labios y, en lugar de meterse en el camino de su casa, acelera y sigue subiendo la colina.
—Ni se te ocurra dejarme en el coche para ir a ver qué pasa —le advierto.
—No me voy a molestar en intentarlo, está claro que no serviría de nada.
Bueno, por fin alguien que me deja ir a chismorrear en paz.
Foster detiene el coche al lado del que ya estaba aparcado. Nada más bajar, me doy cuenta de que tiene los cristales tintados para que no se vea su interior. Y me da la sensación de que está vacío. Está claro que sus ocupantes están en casa de Ramson.
—Foster —Vienna parece inmensamente aliviada al verlo.
De hecho, lo parece tanto que se acerca a él y lo sujeta de los brazos. Pocas veces la he visto tocando a otra persona que no fuera Albert.
—¿Qué pasa? —pregunta Foster, que claramente también se ha sorprendido.
—Estoy intentando llamar a Albert, pero el muy...
Se calla de golpe cuando, a pocos metros de nosotros, un estallido de luz hace que Albert aparezca a unos metros de altura del suelo. Doy un salto hacia atrás, asustada, cuando cae boca abajo contra el jardín mal cuidado de Ramson.
El pobre Albert se pone de pie tambaleándose. Lleva una roca igual que la que traía el idiota hace unas horas y la suelta, malhumorado, para empezar a quitarse la suciedad del atuendo.
—¡Este trasto no funciona! —espeta, enfadado—. ¡O me transporta a un kilómetro de distancia del objetivo o me suspende en el aire!
Creo que las ganas de quejarse desaparecen en cuando Vienna gira bruscamente la cabeza hacia él, suelta a Foster... y empieza a avanzar en su dirección con una mirada que haría que cualquiera se encogiera, aterrado.
—Albert... —empieza, entre dientes, el tono de voz más terrorífico que he oído en mi vida.
—¡He venido en cuanto me lo has dicho! —se defiende él, muy digno.
—¡Llevo casi una hora mandándote señales con la piedra! ¡¿Se puede saber qué hacías?!
—¡Ya te dije que estaba de misión secreta con unos mestizos!
—¡Eso no te absuelve de ignorarme!
—¡A mí no me grites!
—¡Pues tú tampoco lo hagas!
—¡Tú has empezado gritándome delante de los mestizos! ¡Has hecho que se burlaran de mí!
—Ooooh, ¡pobrecito!
—¡No me...!
—¡Calmaos de una vez! —intervengo, acercándome—. ¿Se puede saber qué os pasa? ¿Por qué estáis tan alterados?
Vienna y Albert siguen mirándose fijamente, furiosos, aunque yo esté justo a su lado. Llega un punto en el que creo que me van a ignorar, pero al final Albert por fin se gira hacia mí.
—Nada, porque ya estoy aquí —aclara—. ¿Puedo saber ya qué es tan urgente como para que te pongas de ese modo, Vienna?
—Sí —ella se cruza de brazos, claramente alterada—. Está aquí.
Yo la miro sin comprender, pero algo en la forma en que lo dice hace que Albert deje de parecer furioso al instante y abra mucho los ojos, pasmado.
—¿Aquí? ¿Ahora mismo?
—Está con el alcalde.
Sigo sin entender nada, y cuando me giro hacia Foster me da la sensación de que tiene el mismo problema que yo.
Eso sí, en cuanto Vienna y Albert se encaminan hacia la casa, nos apresuramos a seguirlos los dos.
Siento que hace años que no entro aquí cuando, en realidad, lo he hecho hace unas horas. Entrar en esta casa siempre me produce sensaciones muy extrañas, como si estuviera en mi rincón del mundo pero, a la vez, no quisiera estar aquí. Es muy extraño.
Supongo que podría reflexionar más sobre ello si no fuera porque, nada más entrar al salón, siento que algo se agita a mi lado y, al darme la vuelta, lo primero que me encuentro es una mano señalándome a unos centímetros de la cara.
—¡Tú otra vez!
¿Yo? ¿Eh?
Me aparto por instinto, confusa, y más confusa me quedo cuando veo que una mujer que no me resulta familiar en absoluto me está señalando con la mayor mueca de disgusto de la historia. Como si me odiara.
—¿La conozco? —pregunto, dubitativa.
—¡Y yo pensando que me había librado de ti! —espeta, furiosa.
A primera vista, nadie diría que tiene más de treinta años pero, al mirarla bien, parece mucho mayor. Unos cincuenta, al menos. Y no por su aspecto físico, sino por su forma de vestirse, de moverse y de hablar. Tiene el pelo castaño oscuro corto por encima de los hombros, dos ojos grises muy claros y la mandíbula marcada.
Al instante, sé que es la madre de Ramson.
Espera, ¿se supone que mi suegra me odia? ¿Por qué demonios me habla así?
Estoy a punto de responder, pero Vienna se coloca justo a mi lado al instante, clavando una mirada sobre ella que habría helado el infierno.
—Aparta ese dedo de su cara —le advierte en voz baja.
La madre de Ramson le echa una ojeada despectiva, me echa otra a mí... pero finalmente se aparta murmurando algo de niñas que deberían haber permanecido fuera de la ciudad.
Es entonces cuando me doy cuenta de que Ramson también está aquí. Está sentado en el sofá con los codos en las rodillas y la cabeza agachada, como un niño pequeño que ha sido pillado haciendo alguna travesura.
Y hay otra persona. Un hombre de unos cuarenta o cincuenta años, de barba y pelo cortos y plateados, vestido con una simple camisa de color crema, unos pantalones caros y unos zapatos marrones. Tiene una copa de vino en la mano. Y sí, parece vino de verdad, no sangre.
—Me encantan las reuniones familiares —comenta él, dándole un sorbito a la copa con aire travieso.
Foster, que acaba de entrar junto a Albert y se ha detenido a mi lado, entreabre los labios al ver al hombre y a la madre de Ramson.
—¿Qué...? —empieza, pasmado.
—Foster —la madre de Ramson se gira hacia él y su expresión cambia a una sorprendida—. ¿Qué haces tú aquí? Pensé que no habías venido a la ciudad por asuntos perjudiciales.
Esa última palabra la remarca mirándome fijamente con esa cara de odio profundo.
—Vine hace unos años con mi esposa y mi hija —aclara él.
—Tu esposa, una vampira pura —repite la madre de Ramson, cruzándose de brazos y mirando a su hijo con una mueca de disgusto—. Los hay más inteligentes que otros.
Sinceramente, estoy esperando a que Ramson se ponga de pie y le diga que se calle, como con todo el mundo.
Pero... no.
No dice nada. Ni siquiera se mueve.
Lo único que cambia en su expresión es que aprieta un poco los labios, pero poco más.
—Me enteré de lo que le había pasado —añade el hombre, acercándose con cierta elegancia a Foster—. No tuve la oportunidad de darte mis condolencias, pero lamento mucho lo que le ocurrió a tu esposa. Fue una triste pérdida.
Foster mira un momento la mano que la ofrece con cierta desconfianza, pero al final la acepta en silencio.
—Y Albert y Vienna —añade el hombre, sonriéndoles como si acabara de darse cuenta de que están ahí—. Mis dos bichos raros favoritos. ¿Me habéis echado de menos?
Albert lo mira como si fuera a atravesarle la cabeza con una de las espadas que hay colgadas en la pared —esperemos que sean de adorno— y Vienna sigue con la mirada clavada en la madre de Ramson.
Y, como si no esperara respuesta por su parte, el hombre se gira hacia mí, me mira de arriba a abajo y esboza una sonrisa que no entiendo muy bien.
—Genevieve Beaumont —entona cada sílaba, mirándome fijamente—. Tan candente como la última vez que te vi.
—Siento decir que no me acuerdo de usted —murmuro.
—Bueno, es lógico. Todos estamos al tanto de tus problemitas de memoria.
Echo una mirada de reojo a Ramson. Ha empezado a mover una rodilla de arriba abajo, bastante nervioso, pero no nos mira.
—Te ayudaré a refrescarte la memoria —añade el hombre, atrayendo de nuevo mi atención y ofreciéndome una mano—. Barislav. Hechicero. Nos conocimos hace muchos años, aunque lamentablemente solía ser siempre en malas situaciones.
Acepto su mano, algo dudosa, aunque la verdad es que no me resulta familiar. Al menos, físicamente. Sí que hay algo en su voz que hace una parte de mi cerebro se accione, intentando recordarlo. Creo que es el fino acento ruso.
—Y esta es tu suegra —añade, señalándola con la copa de vino—. Imagino que de ella sí te acordarás. Leanne Carling Vaughan. Un verdadero encanto.
—Señora Vaughan para ti —aclara ella frívolamente.
—Ya basta —suelta Ramson de repente, levantando la cabeza y mirando a su madre—. No se acuerda de ti.
—Lamentablemente yo sí me acuerdo de ella. Y cállate, Ramson, nadie te ha pedido que intervengas.
Y él... ¡vuelve a agachar la cabeza!
¡¿Pero qué demonios le pasa?! ¡No debería dejar que nadie le hablara así, ni siquiera su madre!
—¿Y de qué se acuerda, exactamente? —le pregunto de forma un poco más agresiva de la que pretendía.
—De que encandilaste a mi hijo para que se casara contigo —escupe cada palabra, furiosa—. De que lo trajiste a este pueblucho perdido de la mano de Dios, de que le arruinaste la vida con tus idas y venidas emocionales... con lo bien que habría estado con una candidata que le eligiera su familia... y tuvo que terminar perdiendo su tiempo contigo. Ahora podría tener nietos, podría tener una familia feliz y numerosa, pero... solo te tenemos a ti. Qué desperdicio.
Suelta esa última palabra con tanto veneno que incluso Foster, el bueno y tranquilo de Foster, parece cabrearse.
—Han pasado más de treinta años, Leanne —aclara, mirándola—. Ya va siendo hora de que lo superes.
—No te metas donde no te llam...
—Me meto porque lo estáis hablando delante de mí.
Wow, Foster enfadado suelta buenas bofetadas sin manos.
Lo anotaremos para el futuro.
—¿Qué hacéis aquí? —interviene Albert—. No recuerdo veros en ninguna lista de entradas y salidas.
—Ha sido de improvisto —Barislav le sonríe educadamente—. Nos enteramos de que ha habido algunos problemas en la ciudad y hemos decidido venir a ayudar.
—Qué curioso —murmura Vienna con voz gélida—. La primera chica desapareció hace meses y, sin embargo, aparecéis precisamente ahora.
—Habríamos venido antes si mi hijo hubiera avisado —aclara Leanne, echándole otra mirada furibunda a Ramson—. Pero nos hemos tenido que enterar por otros medios.
—¿Qué otros medios? —pregunto, desconfiada.
Leanne me echa una mirada de asco absoluto.
—Yo no hablo contigo, niña idiota.
Vienna hace un gesto con la mano y, por instinto, la detengo sujetándola de la muñeca. Barislav sonríe y toma otro sorbito de su copa al notarlo.
—Cuánta tensión acumulada en tan poco espacio —comenta, divertido.
—A lo mejor deberíamos hablarlo fuera —sugiere Vienna, mirando fijamente a Leanne.
No sé si esto se traduce al lenguaje normal de gente de hoy en día en el que decirle a alguien que salga a la calle contigo es equivalente a darle una paliza.
Esperemos que sí. Y que le dé una patada en el culo a la pesada.
—Será lo mejor —Albert asiente.
Y, para mi sorpresa, Vienna encabeza la marcha hacia la puerta de la entrada. Albert la sigue de cerca, igual que Barislav, y Leanne me dedica una mirada de desprecio antes de chocar a propósito con mi hombro y seguirlos al exterior.
Es decir... a solas con Ramson y Foster.
Geniaaaal...
Ramson sigue en la misma posición que antes, apretando la mandíbula. Foster, por su lado, los ha seguido con la mirada y en cuanto desaparecen se gira hacia mí.
—Si hubiera sabido que eran ellos dos, habría girado hacia casa —me asegura en voz baja.
—¿Quiénes son exactamente?
—Bueno, la madre de Ramson y... —lo considera un momento—. Bueno, no sé muy bien cómo explicarte quién es el otro. Es un hechicero que solía vivir aquí.
—Pero... ¿es de fiar o...?
—¿De qué coño estáis cuchicheando?
Me giro hacia Ramson. Nos está taladrando con la mirada desde el sofá.
—Vaya, si sabe hablar —ironizo.
Él me pone mala cara, resentido.
—Cuando no tengo nada de que hablar, no digo nada. Igual deberías aprender a hacer lo mismo.
—Yo siempre tengo algo de qué hablar —le aseguro.
Cruzo el salón y me siento en el sofá que tiene delante. Foster se queda de pie a un lado, cruzado de brazos. Y... ejem... el silencio es un poco tenso.
De hecho, se extiende tanto tiempo que incluso puedo oír el murmullo de las voces de esos cuatro en la entrada de la casa, pero no lo suficientemente fuerte como para entender nada. Lástima.
Mi mirada se desvía hacia Foster, que también tiene la cabeza ligeramente girada en esa dirección y parece estar intentando escuchar algo. En cuanto se da cuenta de que lo estoy mirando, se gira hacia mí.
Nuestras miradas apenas se cruzan durante una milésima de segundo, pero ya noto el respingo que da Ramson desde el otro sofá.
—¿Qué pasa aquí? —pregunta, entrecerrando los ojos hacia ambos.
—¿Qué pasa de qué? —Foster lo mira de vuelta.
—Os estabais mirando.
—Sí, es lo que suele hacer la gente —enarca una ceja.
—No, no de esa forma.
—No nos estábamos mirando de ninguna forma, paranoico.
—Pues a mí me parece que sí.
—A lo mejor si dejaras de pensar con la polla y empezaras a usar el cerebro, te darías cuenta de que no.
Uuuuuuhhhhhhhhhh, ¡lo que le ha dicho!
—Qué gracioso —ironiza Ramson.
—¿Podéis dejar esta absurdez de conversación? —intervengo, frunciendo el ceño.
—Algo ha cambiado —insiste Ramson, esta vez mirándome a mí—. Y no necesito que lleves el collar para verlo.
—Para empezar —me indigno yo también para unirme a la fiesta de los amargados—, me quité el collar porque eres un imbécil, no por nada de esto.
—¿Yo soy un imbécil? —repite, ofendido.
—Sí, lo eres. Y para seguir, lo único que ha cambiado es que ahora sé más cosas de mi pasado que tú no quisiste decirme porque no te convenía.
—¿Como qué?
—Como que él y yo estuvimos juntos —le suelto bruscamente, señalando a Foster.
La expresión de Ramson cambia súbitamente cuando escucha eso. De hecho, se gira con una lentitud un poco tenebrosa hacia Foster, que no parece muy intimidado.
—Se lo has contado —lo acusa.
—Pues sí —le respondo antes de que Foster pueda hacerlo—. Y tú deberías haberlo hecho antes que él.
—No me pareció información relevante.
—¡Lo es para mí!
—¿Y a quién coño le importa que estuvieras con éste? Te olvidaste de él en dos días.
Foster aprieta un poco los labios al escuchar eso, pero no dice nada.
—¡Es mi vida! —le espeto a Ramson, enfadada—. ¡Tengo derecho a saber todo de ella!
—¡Si tantas ganas tienes de saber de tu vida, empieza viniendo aquí conmigo y viendo tus cosas!
—Madre mía, ¿en serio te vas a poner a hablar de esto ahora? ¿Cómo demonios puedes preocuparte de si vivo aquí o no cuando hay tres personas desaparecidas en tu ciudad?
—Y dale con los desaparecidos...
—Oh, ¿te parezco pesada? Pues que te follen, Ramson, al menos yo me preocupo por la gente.
—No te preocupas, tienes una obsesión.
—¿Una obsesión? ¿Cómo la que tienes tú conmigo?
No estoy muy segura de si me arrepiento o no de lo que he dicho cuando veo que pone una cara extraña, como si acabara de recibir un puñetazo.
Foster, por cierto, ha puesto los ojos en blanco en medio de nuestra discusión y se ha alejado en dirección a la entrada para escuchar la conversación de esos cuatro.
Creo que nuestras discusiones le importan un bledo.
No podemos culparlo.
—Obsesión —repite Ramson, mirándome fijamente.
—Pues sí —murmuro, cruzándome de brazos.
—¿Y quién te ha enseñado a usar esa palabrita conmigo? ¿Tu querida bruja? ¿O tienes a más gente a la que le preguntas sobre tu pasado?
—Se lo voy a preguntar a quien quiera.
—A lo mejor yo no quiero que lo hagas.
—Pues si no te gusta no mires, porque seguiré haciéndolo.
Y ahí suelta las palabritas mágicas que hacen que mi paciencia desaparezca de golpe:
—Te prohíbo que lo hagas, Genevieve.
Oh, no. Ha elegido el camino de la muerte.
Hay un momento de silencio absoluto en el que puedo sentir el momento exacto en que la ira estalla en mi interior.
—¡Es mi pasado! —le espeto, poniéndome de pie—. ¿Lo entiendes? ¡Mío, no tuyo! ¡Que esté casada contigo no me convierte en un maldito ser dependiente de tu existencia! Tengo derecho a preguntar lo que quiera de mí vida y tú, desde luego, no tienes ningún derecho a negármelo. ¿Me has entendido bien?
No me he dado cuenta de haber estado acercándome a él mientras lo decía, pero de pronto estoy delante de su cara, señalándolo con el dedo a apenas unos centímetros de la nariz. Él me fulmina con la mirada. No se ha molestado en ponerse de pie.
—No te lo estoy negando —aclara.
—Sí, sí que lo estás haciendo. Y no es la primera vez. Desde que llegué, lo has hecho unas cuantas más. No te lo voy a repetir, Ramson, puede que seas mi marido, pero no eres mi dueño. Así que no vuelvas a darme órdenes en tu vida.
De alguna extraña forma, siento que esta rabia lleva dentro de mí mucho tiempo. Más del que puedo imaginarme ahora mismo.
Y, por la cara de Ramson, creo que no le ha gustado mucho.
—¿Qué te ha contado la bruja? —pregunta lentamente, sacudiendo la cabeza—. ¿Que te controlaba y cosas así?
—Me ha contado la verdad.
—¿Y tú qué sabes de si es verdad o no? Ella siempre me ha odiado. Estuvo intentando durante años que nos separáramos. Haría lo que fuera porque me odiaras. Y lo peor es que tú te la crees sin siquiera dudarlo.
A estas alturas, ya no sé si está intentando manipularme o me está diciendo la verdad, pero de pronto me doy cuenta de que me da absolutamente igual. Estoy tan agotada mentalmente que solo quería desquitarme con alguien. Ahora que lo he hecho con él, solo me apetece descansar y olvidarme del mundo por un rato.
—Pues me la creo —me limito a decir.
—¿Por qué? ¿Te ha dado motivos para creerla?
—Confío en mi instinto. Más que en nada más. Y mi instinto me dice que la crea.
—Y también te dice que dudes de mí, ¿no?
Esa vez, no respondo. De hecho, doy un paso atrás cuando él se pone de pie, mirándome fijamente. No sé si decir que está enfadado o dolido. O ambas.
—Soy tu marido —recalca, señalándose a sí mismo—. Puede que no tuviéramos la relación más sana del mundo, que discutiéramos y que no estuviéramos de acuerdo en muchas cosas, pero... joder, Genevieve, estuvimos casados durante más de cuarenta años. ¿Te crees de verdad que no te quiero? ¿Que no quiero lo mejor para ti? ¿Que no eres lo más importante de mi vida?
Por algún motivo, me encuentro a mí misma dudando. Abro la boca y vuelvo a cerrarla, sin saber qué decir, cuando da otro paso hacia mí.
—Eres la persona que más he querido en toda mi existencia, Vee.
Al ver que no me aparto, da otro paso en mi dirección y baja la voz.
—Y te aseguro que voy a quererte más de lo que podría llegar a quererte ese idiota.
Y eso, precisamente, es lo que me corta todo el rollo.
—¿Perdona? —enarco una ceja.
—¿Te crees que te quiere? —señala la puerta por la que Foster ha salido con un gesto vago—. Si tuviera que elegir entre su hija y tú, no te elegiría a ti.
Me quedo mirándolo fijamente, pasmada.
—Ese es el comentario más asqueroso que he oído en mucho tiempo —le aseguro.
—Es la verdad.
—No puedes comparar el amor que sientes por tu hija que el que sentirías por...
—Deja de buscarle excusas, es la verdad.
Hay un momento de silencio en el que ya no estoy segura de si quiero estamparle un cojín en la cara o directamente irme de esa casa.
Al final, sacudo la cabeza y me alejo dos pasos de él.
—¿Por eso no querías decirme que había estado con Foster? ¿Por tus celos de niño pequeño?
Debo haber tocado una fibra sensible, porque se le contrae un músculo de la mandíbula.
—No he hecho nada con él —aclaro, enfadada.
—No estoy ciego.
—No, solo estás paranoico. Y necesitas calmarte de una vez.
—¿Calmarme?
—¿Es por esto que discutíamos tanto? —le pregunto, frunciendo el ceño—. ¿Porque todos los días me montabas escenitas de celos con Foster?
—¡Él ni siquiera vivía aquí!
—Eso no es una respuesta.
—No —aclara, enfadado—. No es el eje de nuestra relación.
—¿Y cuál es el eje de nuestra relación?
—Eso deberías saberlo.
—¡No, no debería saberlo porque no lo recuerdo, Ramson, pero tú sí!
Él se queda callado cuando escucha la puerta del salón abriéndose. Foster ha vuelto y los murmullos de los de fuera han desaparecido. Nos mira un momento como si calculara hasta qué punto es seguro acercarse antes de meterse las manos en los bolsillos.
—Se han ido —aclara—. Yo me iré a casa, ya nos veremos mañ...
—Ni de coña —le aseguro enseguida—. Yo me voy contigo.
Ramson por fin toma una buena decisión y, aunque siento que su primer impulso es protestar, aprieta los labios y se queda calladito.
—Ya nos veremos —murmuro, pasando por delante de él.
Foster me dirige una mirada confusa antes de hacer lo mismo con Ramson, pero al final me sigue fuera de la casa. En cuanto entramos en el coche, tiene el detalle de no mencionar los gritos que supongo que ha estado escuchando durante un buen rato.
—Estoy agotada —murmuro, apoyando un brazo en la ventanilla y la mejilla sobre él.
Foster me mira de reojo antes de bajar el volumen de la radio.
—¿Cuántas horas llevas sin dormir?
—Yo qué sé, no llevo la cuenta.
—¿Por qué será que no me sorprende? —murmura para sí mismo.
—Oye, tengo muchas cosas en la cabeza.
—Bienvenida al club.
Sonrío y me incorporo un poco, bostezando, mientras él sigue bajando la colina. Está empezando a amanecer.
—¿Tú también estás en modo inspector intentando resolver el caso? —bromeo, mirándolo de reojillo.
—Bueno, lo intento —pone una mueca—. Pero... estas cosas nunca se me han dado bien. A mí me gustan más los números. Son siempre iguales y solo tienes que aprenderte unas cuantas fórmulas para saber controlarlos. Todo esto se me va un poco de las manos.
—Pero tú eres listo —le doy un pequeño codazo—. Si quisieras, podrías venir conmigo a resolver misterios por el mundo.
—Suena encantador.
—Addy podría venir con nosotros. Seguro que haría que nos dejaran entrar donde nos diera la gana.
Veo que, por un momento, su expresión está a punto de decaer al hablar de su hija, pero finalmente fuerza una sonrisa.
—¿Y Albert y su perro? —pregunta.
—Oye, Albert puede parecer un niño, pero ya es mayorcito. Y el perro es un bicho gigante que podría matarnos si quisiera, creo que puede cuidarse solo.
Él mantiene la sonrisa, como si estuviera pensando en algo, pero al final desaparece y se limita a sacudir la cabeza con una expresión un poco vacía.
—Creo que sigo quedándome con los números y las fórmulas, Vee, lo siento.
Qué forma tan elegante de rechazarnos.
—Podrías aplicar fórmulas al caso —sugiero.
—¿Eh?
—Si esto es igual a esto, esto más esto es igual a... bueno, yo qué sé. Siempre he odiado calcular cosas.
—¿Despejar una incógnita? —sugiere, divertido.
—Exacto.
—O comparar dos gráficas para ver el punto en común.
—Exac...
Me quedo callada de golpe, como si una bombillita acabara de encenderse dentro de mi cabeza.
Foster, al darse cuenta de que no digo nada, reduce un poco la velocidad y empieza a echarme ojeadas con aire preocupado. Creo que se cree que me he cortocircuitado.
—¿Estás bien o empiezo a preocuparme? —pregunta con una mueca.
—Mierda —murmuro.
—Habla bi...
—¡Foster, eres un maldito genio!
Él abre la boca, sorprendido, pero la vuelve a cerrar de golpe cuando le sujeto la cara con las dos manos y le planto un beso sonoro y de varios segundos en la mejilla.
Cuando me separo, está completa y absolutamente rojo.
—¡Sigue hacia abajo! —le indico, ahora totalmente despierta.
—¿Para qué...?
—¡Solo hazlo, por favor!
Foster, que estaba empezando a girar para entrar en casa, vuelve a centrarse en la carretera y sigue bajando la colina, claramente confuso. Sigue teniendo las mejillas completamente rojas, el pobre.
—¿Puedo preguntar dónde vamos? —añade al cabo de unos instantes.
—Al bar donde trabaja Jana.
—Eh... ¿en serio te parece que es el mejor momento para emborracharnos?
—¡No es eso! ¡Es lo que has dicho! ¡Comparar dos gráficas para ver el punto en común! ¡Es lo que acabo de hacer con los casos!
—Vale —frunce el ceño—. ¿Y cuál es el punto común?
—Desde el principio sospechamos que hay un vampiro detrás de todo esto por la falta de olor y pruebas en las habitaciones de los que desaparecen. Y también sospechamos que es alguien que conocen, porque la única explicación posible es que se hayan ido por voluntad propia.
—Vaaaale... —sigue pareciendo bastante perdido.
—El día que Addy desapareció estábamos todos en casa de Ramson, así que quedamos todos descartados. Nos quedan el resto de vampiros de la ciudad.
—No me digas que nos vamos a poner a interrogar a la gente, por favor.
—¡No hace falta! ¡Solo hay un vampiro que esté relacionado con los tres de forma directa!
Hay un momento de silencio. Foster abre mucho los ojos y, pese a que creo que acaba de darse cuenta de lo que insinúo, necesito terminar la explicación para sentirme realizada:
—Nos dijeron que Amanda se pasaba el día bebiendo en el bar y leyendo. Greg no tenía muchos amigos, pero se pasaba horas en el bar trabajando. Y Addy nunca sale de tu casa, así que solo conoce a los protectores de la ciudad. ¡Solo una persona coincide con ellos en todos esos puntos!
—¡Rowan!
—¡Exacto! ¡El jefe de Jana!
En cuanto digo su nombre, la sonrisa se me borra de golpe y me quedo completamente lívida. Foster se tensa al instante.
—¿Qué pasa?
—Jana —digo con un hilo de voz—. Me... ¡me dijo que iba a intentar sacarle información!
—¿Qué? ¿Ahora? ¿A solas?
—¡Mierda!
Esta vez no se molesta en decirme que hable bien, simplemente aprieta tan a fondo el acelerador que me veo a mí misma pegada al asiento del copiloto, ahora un poco asustada.
Intento no mirar la carretera, porque Foster está conduciendo a una velocidad bastante tenebrosa. Y todo empeora cuando se mete en la ciudad y tiene que dar curvas cerradas. Estoy a punto de vomitar lo poco que he comido en las últimas horas.
Pero, finalmente, aparca el coche y salimos de un salto de él. Estamos delante del bar. Sigue amaneciendo y permanece cerrado, pero puedo ver una luz encendida en la parte trasera del local. El corazón empieza a latirme a toda velocidad.
En cuanto hago un ademán de acercarme a la puerta, Foster me sujeta del brazo y me pone detrás de él. Nunca lo he visto tan serio.
—Detrás de mí —aclara, y no da pie a discusiones al respecto.
Asiento con la cabeza enseguida y él se acerca a la puerta. Está cerrada. Por un momento, pienso que va a rodear el edificio para encontrar otra entrada, pero opta por una solución un poco más práctica.
Reventar el cristal de la puerta con el codo, meter la mano y abrir desde dentro.
Lo sigo, algo pasmada, pisando los cristales rotos y haciendo que crujan. Foster revisa el local con la mirada. Me siento como si todo sucediera en cámara lenta. La adrenalina fluye por mis venas a toda velocidad.
Y, justo cuando él da otro paso al interior del bar, se queda muy quieto y gira la cabeza de golpe hacia una de las puertas traseras.
—¿Qué? —pregunto enseguida, ansiosa.
—El olor —murmura—. Huele a sangre.
Ni siquiera tengo tiempo para procesar lo que me acaba de decir. Apenas ha pronunciado la última palabra, siento que su cuerpo se gira instintivamente hacia mí de forma muy brusca.
Mi primer instinto es encogerme, pero Foster me agarra de un brazo y prácticamente me lanza contra una de las mesas de madera. Me sujeto a ella, sorprendida, y cuando levanto la cabeza veo que, justo donde estaba yo hace un momento, acaba de aterrizar alguien con la ropa llena de sangre.
Foster me ha impulsado tanto al intentar apartarme del peligro que no puedo evitarlo y caigo por el hueco de la mesa, chocando contra el suelo, y enseguida noto un líquido caliente y pegajoso tiñendo mi ropa y mis manos. Bajo la mirada, aterrada, y ahogo un grito sin querer cuando me doy cuenta de que he aterrizado sobre un charco de sangre.
Me aparto al instante, completamente aterrada, y escucho el ruido de cristales rotos siendo pisados con fuerza. También oigo gruñidos. Y golpes. Una pelea. Consigo ponerme de rodillas sobre el resbaladizo charco de sangre y giro la cabeza. Lo primero que veo es a Foster sujetando el cuello de alguien debajo de su brazo, como si intentara inmovilizarlo. Después, me doy cuenta de que ese alguien, el tipo que está cubierto de sangre, es Rowan.
Parece que Foster se las apaña bien sujetándolo, pero Rowan, de pronto, agarra uno de los cristales rotos que tienen debajo y lo agita contra su cuerpo, haciéndole un corte en el estómago que le rompe el jersey y hace que un débil hilo de sangre empiece a mancharle la ropa. Foster se aparta por instinto y, pese a que la herida vuelve a cerrarse lentamente, sé que ha dolido mucho.
Me pongo de pie a toda velocidad —resbalando como una idiota por el gigantesco charco de sangre— cuando veo que Rowan empieza a hacer una cosa rara con el brazo. Como si pulsara algo. No entiendo nada, pero sé que no es bueno. Y se está aprovechando de que Foster casi ha perdido el equilibrio.
Justo cuando estoy a su lado, me doy cuenta de que ha levantado lo que parece una ballesta de plata y está apuntando a Foster. La flecha no es normal. Es de color negro. ¡Obsidiana! ¡Si le da en el corazón, podría matarlo!
Supongo que es una de las mayores estupideces que he hecho en mi vida, pero no puedo evitar hacerla.
En cuanto veo que lo apunta al pecho, tomo carrerilla y me lanzo sobre él como un puma al acecho.
Rowan no se lo esperaba, porque se gira en el momento justo y, pese a que no consigo tirarlo al suelo, sí que consigo que la flecha se desvíe y pase zumbado a unos centímetros de distancia del brazo de Foster, que levanta la cabeza de golpe.
—Zorra —escucho que masculla Rowan en voz baja.
—Gilipollas —mascullo de vuelta.
He conseguido mantenerme de pie sujetándome torpemente a una de las mesas, pero él ha tenido menos suerte y se ha apoyado en el cristal roto de la puerta. Me entra un escalofrío al ver el corte que se acaba de hacer en la mano.
—Fuiste tú desde el principio —le digo en voz baja, sin poder evitarlo.
Para mi sorpresa, Rowan se gira hacia mí con aspecto divertido.
—Si realmente crees que yo lo he planeado todo, es que eres una idiota.
No espera una respuesta y me doy cuenta de que estos segundos ha estado recargando la ballesta. Abro mucho los ojos cuando apunta hacia mí a toda velocidad y mi cuerpo se queda paralizado por el terror.
Escucho el zumbido de la ballesta cuando suelta la flecha, noto mi corazón deteniéndose y veo el estallido de sangre.
Pero... no es mi sangre.
Bajo la mirada y no puedo evitar contener la respiración al ver que Foster ha metido el brazo justo a tiempo y ahora la flecha lo atraviesa justo por debajo del codo. La punta de obsidiana está cubierta de sangre.
Escucho su gruñido de dolor puro y absoluto mientras que veo, impotente, cómo Rowan se marcha a toda velocidad del local. Pero ahora mismo me da igual. Es obsidiana. Acaba de herirlo con obsidiana.
Abro mucho los ojos, sin saber qué hacer, cuando Foster contrae la expresión y se cae al suelo de rodillas, sujetándose el brazo herido. La sangre no deja de brotar de la herida y la piel a su alrededor empieza a oscurecerse, como si una ponzoña lo estuviera devorando por dentro.
Mi primer instinto es tirarme de rodillas a su lado y sujetarle el brazo, aterrada, intentando buscar algo que hacer. ¿Debería quitársela? ¿O llamar a alguien? ¿O llevarlo a...?
—Ve a por Jana —me urge, entre dientes.
Lo miro, completamente aterrada, y él suelta un sonido de frustración al ver que no me muevo.
—¡Olvídate de mí, ve a por Jana!
En cuanto mi cerebro logra procesar esas palabras, lo miro una última vez, aterrada, antes de ponerme de pie y cruzar el local a toda velocidad.
El charco de sangre me guía hacia la puerta que Foster ha mirado nada más entrar al local. Quizá en otra ocasión habría dudado antes de abrirla, pero no ahora. No hay tiempo que perder.
La abro de golpe y siento que se me detiene el corazón cuando veo a Jana tirada en el suelo en medio de un charco de sangre. Tiene el cuello prácticamente lleno de mordiscos horribles que le han dejado la piel roída y sangrienta. Doy un paso atrás, dejando de respirar.
Pero, entonces, me doy cuenta de que el charco de sangre no es por la herida de su cuello. Es por el cuchillo que lleva en la mano. Se ha... defendido. ¡Es la sangre de Rowan!
Me acerco tan rápido como puedo a ella, intentando no caerme, y finalmente me tiro de rodillas al suelo para apoyar la oreja contra su pecho. Me lleno media cara de sangre, pero ahora mismo no podría importarme menos.
Especialmente cuando oigo el débil latido de su corazón.
Vuelvo a respirar de nuevo, aliviada, y me apresuro a recogerla en brazos. Menos mal que es pequeñita, porque sino no podría con ella.
Con los brazos temblándome del esfuerzo, me encuentro a Foster en el suelo del bar. Se ha roto la camisa a sí mismo y se está haciendo un nudo por encima del codo con la ayuda de los dientes y de la otra mano.
Casi empiezo a reírme, histérica, al imaginarme la bronca que nos echará Albert en cuanto nos vea.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top