Antes | Las flores

Drake

Si me olvidaba del hecho de que nuestros padres planearon nuestro noviazgo desde antes de nacer, la cercanía que tenía con Corinne se sentía natural. Nuestra verdadera amistad surgió cuando dejó de repetir esas líneas que le hacían memorizarse. Comenzó a mostrar su verdadero ser y en ocasiones hasta se olvidaba de las reglas que debía seguir para mantenerse "digna". Con la ida de sus padres, incluso parecía una adolescente normal, no una Hija de Diana que se preparaba para ser la próxima sacerdotisa.

—Con mi madre presente, jamás hubiera hecho esto —dijo mientras se quitaba el otro tacón para quedar descalza.

—Está oscuro y tu vestido es largo. Nadie se dará cuenta —aseguré—. Escóndelos debajo del mantel.

Para seguir animándola a darle un descanso a sus pies, como el cómplice que era, levanté un poco el borde de la tela que cubría la mesa para que guardara sus zapatos altos. Corinne los miró con duda, escuchando la voz de su madre en su cabeza. Coloqué la mano en su muñeca.

—Ella no lo sabrá.

—Tienes razón.

De todas formas, los puso rápidamente en el escondite y ocultó sus propios pies al acomodarse los pliegues de la falda de su vestido.

—Se siente mucho mejor —me dijo con una sonrisa—. Gracias.

Era sin mostrar sus dientes, pero genuina. Había aprendido a diferenciarlas durante esos años, en los que se fue siendo más abierta conmigo. Con las amigas que tenía era cordial, conmigo sincera. A veces me preguntaba si era por mérito propio, o porque estaba condicionada a ello para honrar los deseos de nuestros padres. Sin embargo, con gestos así, debía ser real.

—Drake, que me veas así hace que me ponga nerviosa.

Desvié la mirada hacia el centro del gimnasio. Sentí mi rostro un poco caliente, a apenado.

—Disculpa, no fue mi intención —respondí. Me quedé viendo a las parejas que bailaban lo que restaba de la canción. Le había sugerido a Corinne lo de quitarse los tacones por un motivo—. ¿Quieres bailar?

Ya lo habíamos hecho antes, pero no el género romántico que sonaba. Ella se permaneció perpleja por unos instantes y creí que se negaría. No obstante, se levantó.

—Sí, está bien.

Cuando la tomé de la mano y avanzamos juntos hacia la multitud, se esparció en mi interior un nerviosismo que no había estado antes. Ya no éramos niños y bailar esa pieza era el preámbulo de los cambios que pronto habrían. No nos quedaríamos para siempre con el trato de amigos. Y al poner las manos en su cintura, percibí en su mirada temerosa que ella también lo sabía.

—Y ahora Corinne Terrell está bailando descalza, qué sacrilegio —dije para aligerar el ambiente entre ambos. La presión de nuestros papeles podían esperar un poco más.

—Y con el futuro alfa de los Cephei. Qué vergüenza. Qué pensará de mí y mi crianza. Creerá que soy una salvaje —continuó ella siguiéndome el juego con gracia.

Una sonrisa se formó en mis labios. Por lo dicho y por cómo su rostro se había con el brillo de las luces. Apreciaba su amistad, pero en sucesos de esa índole era consciente que por debajo de todo se cultivaba algo más.

—Que eres hermosa —solté sin que pasara por ningún filtro.

Corinne dejó de moverse primero y yo la imité. Su corazón latía de prisa y sentí mi boca seca. Por alguna razón mis ojos se posaron en sus labios. Fue como si una fuerza me atrajera hacia ellos y el pensamiento de besarnos por primera vez cruzó por mi mente.

—Flores. ¿Me traes flores? —dijo Corinne de repente, haciéndome parpadear repetidas veces y retroceder.

—¿Flores?

—Sí. —Desvió la mirada a mi pecho—. Sería lindo si me das flores.

A pesar de estar confundido por su petición y abrumado por lo que iba despertándose, le indiqué que me esperara mientras salía por sus flores. Quizás era tonto y seguramente mi hermano menor se hubiera reído de mí, pero en ese momento mis ganas de complacerla fueron más intensas que lo demás.

Abandoné el edificio para ir al patio y escoger entre las flores allí plantadas. Las primeras que arranqué fueron unas azules, las cuales sabía eran de las favoritas de Corinne. Luego, lo que me hizo demorar fue elegir un puñado de otras que lucieran bien con esas.

—Estas te pueden servir.

Al reincorporarme y girar, me encontré con una señora de largo cabello gris. No recordaba haberla visto antes. En sus manos sostenía dos orquídeas blancas.

—¿Quién es usted? —pregunté.

—Lo importante es quién serás tú.

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